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jueves, 11 de febrero de 2010

CON PENA Y SIN GLORIA. Autora: CHIQUITA BARRETO -LAS VOCES PLURALES DE CHIQUITA (JUAN MANUEL MARCOS) / Versión digital: Biblioteca Miguel de Cervantes


CON PENA Y SIN GLORIA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
RP Ediciones, [s.a.].


PRESENTACIÓN
LAS VOCES PLURALES DE CHIQUITA BARRETO
JUAN MANUEL MARCOS
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* En el volumen IV, Nº 1 (1986) de Discurso literario, una revista de temas hispánicos que fundé en los Estados Unidos, apareció un cuento, titulado «Judit vencida», firmado por Chiquita Barreto. Debajo del nombre de Chiquita, como era costumbre en nuestra sección de Creación, se indicaba entre paréntesis el país de origen de la autora: Paraguay.
* La revista circuló, como siempre, en su medio natural: bibliotecas universitarias, hispanistas, estudiantes de posgrado, escritores. Por mi parte, continué participando en diversas reuniones académicas. Me llamó la atención que muchos colegas, sabiendo que yo también era paraguayo, me preguntaban quién era la autora de «Judit vencida», sobre su obra, sus antecedentes literarios. Confesaba con vergüenza que yo no tenía la menor idea. Les informaba que una subscriptora de la revista, residente en Curitiba, Luli Miranda, nos había remitido el original a nuestra redacción, y que el cuento había sido procesado de la manera habitual por nuestro Consejo Editorial: los dos lectores habían elogiado el texto y recomendado calurosamente su publicación.
* Estos colegas, de un mosaico de países americanos, elogiaban entonces la madurez del tejido narrativo, la fuerza del estilo, la autenticidad de la expresión. Naturalmente, me quedé con muchas ganas de saber quién era Chiquita Barreto. Y un buen día, estando yo de visita en Asunción, ayudando a preparar lo que sería el Simposio Latinoamericano del IDIAL, apareció por mi oficina una joven y esbelta señora, de mirada inteligente y dulce, que se presentó como la autora del cuento. Venía de Coronel Oviedo, la ciudad donde reside. Me emocionó el encuentro, y la felicité. Le dije que su prosa valía mucho, y que debería escribir más cuentos y publicarlos. Le dije que el Paraguay necesitaba mucho de voces jóvenes como la suya, donde se reflejaba tan vibrantemente la problemática de la mujer.
Pasó el tiempo, y hace unos días mi amigo, el escritor y editor Rafael Peroni me mandó esta colección de dieciocho textos narrativos de Chiquita Barreto, con el pedido de que los leyera y los prologara.
* Los leí de un tirón y ahora los prologo con gusto. No sólo con gusto, sino también con responsabilidad: quisiera pues consignar algunos elementos del arte de Chiquita que me parecen singulares y admirables en el contexto de nuestra narrativa. Son tres.
* En primer lugar, el estilo. No hay escritor auténtico sin un cuidado delicadísimo de su propio material: el lenguaje. El estilo de Chiquita es desnudo, preciso, eficaz. Espontáneo pero sin ligerezas coloquiales. Elaborado pero nunca narcisista. A través de ese estilo, ella teje sus técnicas de primera persona, como en «La venganza» o en primera persona, como en el magistral cuento «Los notables».
* En segundo lugar, el referente social. Sin didactismo mesiánico, la sociedad se refleja en los cuentos de Chiquita Barreto con una persuasiva fidelidad. Sus retratos humanos descubren el rostro crispado de una comunidad donde no se han cerrado todavía las heridas de la prepotencia, el egoísmo y la corrupción. Hay que ser valiente y sensible para no hacer concesiones, y la autora profesa ambas virtudes.
* En tercer lugar, el protagonismo de la mujer. Lo femenino en Chiquita Barreto se transparenta en forma triple: en sus personajes mujeres escalofriantemente auténticos, en su visión del mundo solidaria y esperanzada y en un lenguaje genuinamente abierto y comunicativo. La mujer está llamada a ser la gran protagonista de nuestro futuro en el Paraguay, como ya ha sido sin duda una gran protagonista olvidada y discriminada de nuestro pasado. Y estas voces plurales de Chiquita Barreto anticipan, como una profecía en llamas, esa luz que se levanta en el horizonte.
* El lector juzgará libremente si valía o no la pena de que publicáramos en Discurso el cuento de Chiquita. También juzgará si valía la pena de que Rafael publicara esta colección. Lo único que podemos confesar, Rafael y yo, es que no estamos para nada arrepentidos.
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PUNTO DE REFERENCIA
Me despierta el rumor de la lluvia: me levanto sin hacer ruido. Todavía está oscuro, pero no quiero volver a la cama. Me acerco a la ventana a mirar la lluvia que cae mansamente, lentamente, con la monotonía de la canción de una madre cansada que trata de hacer dormir a un niño enfermo.
Una tristeza antigua me sube a la garganta. Una nostalgia indefinible me empuja hacia afuera, como si empapándome de lluvia pudiera descifrar esta congoja absurda.
Sin prisa me visto: una camisa y un viejo pantalón de mi marido, unas medias de lana y unas alpargatas. En mi casa todos siguen dormidos.
Salgo a la calle.
Soy otra.
Al llegar a la esquina ya estoy empapada, menos mis pies que siguen secos y calientes.
Parece que lo único que me asemeja ya, a la mujer que un rato antes miraba la lluvia detrás de la ventana son esos pies calientes y nada más.
No necesito decidir adonde ir. Voy -10- hacia cualquier lado. Voy a la lluvia a buscar el origen de mi tristeza, que no es nueva ni vieja, sino antigua.
El agua me corre por la cara, baja por mi cuerpo, hace canales para recorrerme.
Camino y camino, no sé hacía donde, ni me interesa. No quiero llegar a ningún sitio. Sólo me importa la lluvia. Esta lluvia mansa que me envuelve, y la plenitud que se instala dentro mío.
Tengo alas. La lluvia me hace ligera; camino volando por el borde del asfalto oscuro. La poca gente que pasa a mi lado me mira con asombro. ¿Será por mis alas? Sé que no tengo alas, pero debo dar la impresión de tenerlas.
Los coches pasan salpicándome con el agua negra del asfalto: la lluvia me lava enseguida.
No me dirijo, me dejo llevar.
Me siento niña.
Pienso en mis hijos como extraños y lejanos a mí. Ni siquiera sé si tengo hijos, si existen. A lo mejor no los tengo. Vagamente recuerdo a una mujer blanca y grande de manos muy pequeñas, apretándome el vientre, mientras me dice suave, pero firmemente, ¡fuerza! ¡fuerza! que ya viene, y un rato después me muestra un cuerpecito rojo, sanguinolento, atado todavía a mí por un largo y palpitante cordón, que ella corta, -11- dejando un pedazo unido al cuerpecito, que asustado quizá por la mutilación, o por la violencia con que llega al mundo, se hecha a llorar. Recuerdo que yo amé ese llanto, y que luego un cansancio gozoso me adormeció.
Después sólo este camino sin árboles y esta lluvia, mojándome todos los rincones del cuerpo, hablándome. Este murmullo que no entiendo, como si fuera un idioma desconocido y dulce.
Mi cabeza es como un aula que poco a poco va llenándose con el barullo de los niños. Después -como siempre- vendrá el orden y el rumor confuso se volverá palabra, tendrá sentido.
Camino y camino.
No sé cuanto tiempo llevo andando. No estoy cansada. Mi cuerpo es leve como la pluma y mis pies caminan sin tocar el suelo.
Estoy en un lugar desconocido, y los niños van a la escuela vestidos de paloma. Me miran extrañados, me tienen miedo. No sé porqué, si yo también soy paloma. Es cierto, estoy mojada, pero una paloma es siempre inofensiva, mojada o seca.
Quiero hablarles. Pero huyen.
¿Dónde estarán mis hijos? Han huido también. Son desertores. Se escaparon de la infancia. Ya no podrán caminar bajo la lluvia sin que les miren con espanto o pena. Yo he decidido volver a ella, voy a ser hija de mis hijos. Me plancharon el guardapolvo, y me darán de comer pasado por agua, antes de ir a la escuela, y yo levantaré mi pequeña mano de niña para despedirme.
No recuerdo haber llegado aquí. Estoy acostada en una cama que no es mía, y que huele a miseria, el olor a miseria es horrible.
Me levanto y miro. Hay ocho camas más, idénticas, separadas por pequeñas mesas de madera pintadas de un gris enfermizo: las que están en los extremos no tienen mesa.
También las siete mujeres que ocupan las camas son idénticas a mí, no se porqué, pero al mirarlas me veo repetida en cada una de ellas.
La sala es grande y la mezcla de olores me recuerda a los zoológicos. Un olor absurdo en esta gran claridad amarilla, que viene del techo como la llamarada de un gran incendio.
Las ventanas son estrechas y altas y sucias y rotas, sin embargo la puerta es ancha, maciza y limpia.
Una mujer se saca el camisón y se queda sin nada, porque abajo no tiene nada. Me duele la desnudez de su cuerpo marchito, surcado de cicatrices. Lentamente yo también me desvisto, y por un momento dejo que me miren y el dolor se me esfuma, siento que al mostrarles mi cuerpo desaparece toda desconfianza.
Establecido el pacto me visto de nuevo.
Un rato después, entra una mujer gorda, arrastrando un carrito con un enorme tacho humeante. Todas se movilizan, y en un momento, cada una levanta un jarro como si amenazaran con ellos.
La mujer gorda deja el carrito. No hace caso de los jarros amenazadores. Se acerca a la mujer desnuda y la viste. Luego me da un jarro igual al de las demás. Sin decir nada, como si ella fuera muda o nosotras sordas nos da a cada una, tres galletas, pesadas de humedad, después va cargando los jarros, sin llenarlos, con un líquido caliente que no es negro ni rubio, sino del color del agua turbia. Pruebo el contenido de mi jarro y me gusta. A pesar de que sabe más a trapo que a café, me gusta. Es dulce y su calor envuelve mi cuerpo. Me como una galleta mientras miro las cabezas peladas -porque todas, también yo, tenemos el cráneo rasurado- sopeso en mi mano las otras dos y me decido: tiro una a la cabeza más próxima. La dueña de la cabeza me mira, sonríe y me responde.
Ya la mujer del carrito desapareció detrás de la gran puerta y la sala se transforma, pierde su tristeza se esfuma su olor y una alegría salvaje se instala adentro. Algunas patinan detrás de los proyectiles. Una galleta pega contra la ventana y un pedazo de vidrio se desprende estrellándose con gran ruido en el suelo.
Entra inmediatamente un hombre grande, que al parecer estaba esperando sólo esa señal. Todas se quedan quietas, mirando el suelo avergonzadas. Él no dice nada. Nos recorre el rostro con mirada severa. Yo levanto del suelo una galleta, le tiro a la cabeza para que sus ojos dejen de taladrarnos, para que entienda el juego. Pero no. No le gusta. Con dos pasos que parecen saltos, se me pone atrás y me sujeta los brazos con fuerza, y así me saca por la ancha puerta.
Me lleva a otra sala.
Esta es pequeña y oscura y tiene una sola cama.
Me acuesta, me ata y se va cerrando la puerta.
¿Será que ya no llueve? ¿Y mis hijos? ¿Y los niños que iban a la escuela y me miraban con miedo?
Ya no estoy amarrada. Un foco pende del techo y esparce una tenue luz que desdibuja los objetos de la habitación.
Oigo ruido. El hombre grande abre la puerta y entra.
Se sienta en mi cama, me levanta el camisón y me inspecciona una herida en el muslo con el mismo gesto con que anteriormente me había atado a la cama, y vuelve a salir cerrando la puerta con llave.
Me levanto y descubro una hoja sujeta con esparadrapo al respaldo y que tiene los siguientes datos:
Nombre y apellido: Eliodora Santacruz.
Edad: 56 Años.
Profesión: Maestra (Jubilada)
Estado civil: Soltera.
Número de hijos: No tiene.
Lugar de nacimiento: Maciel.
Sigo leyendo, sin pensar en lo que leo, no sé quien será esta Eliodora Santacruz de profesión maestra jubilada; de repente me llega nítido el recuerdo de la partera, una mujer grande y blanca de manos muy pequeñas que me aprieta el vientre y me dice: ¡fuerza niña! ¡fuerza! que ya viene.
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LA NIÑA MUDA
La señora la mandó traer a la casa al fallecer la madre; para que no fuera a parar al hogar de niños abandonados. Además, ciertas sospechas la obligaban a ser generosa. La difunta había servido algunos años en su casa, y la edad de la niña, mas ciertos rasgos sutilmente familiares, indicaban que podría ser el resultado de algunas travesuras de sus hijos.
Hubo sin embargo, sorpresa en la familia por tan repentina decisión. ¿Por qué a su edad debía cargar con semejante responsabilidad? La señora no estaba vieja, distaba mucho de eso; pero sus hijos ya habían crecido, estaban todos casados, y era ya tiempo que descansara. Y una niña de corta edad da trabajo. Pero como siempre, nadie se opuso abiertamente y la pequeña se quedó ahí.
Para que en el futuro no tuviera dudas de cual era su lugar en la casa, colocaron otra camita en el cuarto del fondo junto al de la empleada, y la niña comprendió rápidamente que más le valía no llorar de noche y tampoco de día. Era una criatura silenciosa. En realidad casi no se la sentía.
Había demasiado prohibiciones para ella, y las transgresiones tan severamente castigadas, que optó por quedarse sentadita en su sillón chupándose el dedo gordo del pie izquierdo, pero eso también fue rápidamente combatido, la empleada, por orden de la señora le untó primero con limón y como no fue suficiente para hacerla desistir de tan mal hábito, tuvo que recurrir a la pimienta blanca hasta que dejó de hacerlo.
A más de ser silenciosa era una niña quieta, porque las nenas no pueden andar cabezudeando, montando palos de escobas o trepándose a los árboles, tienen que ser finas y recatadas, yo le voy a inculcar las buenas costumbres.
El tiempo pasó rápidamente y Antonia -ese era su nombre aunque ignoraba su apellido- creció y creció. Por razones obvias eso no le estaba prohibido.
Se estiró como si la soplaran. Su cuerpo se ensanchó, reventando las costuras de sus vestidos. Era ya muy útil en la casa -dentro de poco no necesitaré doméstica, con lo difícil que resulta en estos tiempos conseguir servidumbre, comentaba la señora-.
Con el tiempo todos se sintieron felices. Era bueno ser generoso -que sería de ella si no fuera recogida a tiempo-.
Los domingos se reunía la familia completa. Los hijos, las nueras, y los nietos. Entonces el caserón se llenaba de voces y risas, que morían justo al anochecer.
Nadie la maltrató nunca, salvo los justos castigos para su formación; al contrario, todos se hacían servir amablemente por ella.
Se convirtió en una señorita. Y todas las mujeres de la familia le hacían regalos: vestidos pasados de moda, zapatos que quedaban grandes o chicos.
La señora se enternecía con la bondad de sus nueras y de sus hijos -te das cuenta de tu suerte mi hija, le decía con frecuencia, no te falta nada, todos te tratamos bien, y el domingo hasta te invitaron a comer en la mesa, aunque yo no estuve de acuerdo, para que te voy a mentir. Cualquiera te envidiaría. Y tenés la belleza propia de mi familia, no vayas a desvariar pensando tonterías, te parecés a nosotros porque te criaste con nosotros. Realmente si pensás bien tenés tanto que agradecernos.
Antonia siempre la escuchaba sin replicar, sin ningún gesto como si no le hablaran a ella. Pero la señora, entusiasmada por su propia bondad, no se fijaba nunca en el silencio, que era su única rebeldía.
Y era tanta su rebeldía, que jamás volvió a hablar más que a solas. Por las noches cuando se encontraba en el cuartucho, mal ventilado y pero iluminado, que en los últimos tiempos era de ella sola porque en la casa se había prescindido de los servicios de la empleada, masticaba a grandes voces su protesta, conversaba con los fantasmas macilentos de las paredes, y su voz sonaba extrañamente grave en el caserón vacío, del cual sólo le pertenecía el cuarto más estrecho y húmedo y el viejo colchón que todavía guardaba el olor a orín de su solitaria infancia.
Una noche salió con el panadero de enfrente y no volvió.
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LA HIJA DEL HÉROE
Del héroe cuentan hazañas increíbles.
Los textos escolares dicen que murió dos veces. Tal vez tuvo más muertes, porque sus cenizas, consideradas -reliquia de la patria- están repartidas en todas las plazas -siete en total-, que para el efecto tienen unas pequeñas urnas, artísticamente trabajadas, y resguardadas día y noche por escuálidos soldaditos somnolientos, arqueados por el peso de fusiles oxidados.
Su primera muerte fue durante la «gran guerra», de la cual resucitó para volver a morir tan gloriosamente, en otra guerra llamada «guerra chica».
Entre su primera muerte -que algunos consideran como una táctica guerrera, y otros un milagro a través del cual Dios confirma que la razón y la verdad está de nuestro lado (del lado de aquí), convirtiéndose de ese modo en el adalid de nuestras fuerzas (que ya no eran tan fuertes)- y la segunda, pasó un tiempo considerable, suficiente para gozar de los placeres de la vida.
En ese largo ínterin, se casó con la mujer más codiciada y tuvo con ella dos hijas. Nadie recuerda en qué época murió su mujer, ni siquiera las hijas; de ella la historia sólo cuenta que al tiempo de unirse en matrimonio con el héroe resucitado, era la más codiciada. El tiempo se encargó de borrar de ella lo codiciable y la arrinconó en el olvido. También las hijas quedaron olvidadas después de la segunda y definitiva muerte.
Resucitaron en la memoria colectiva, el día que por un decreto se resolvió que el pueblo llevara el nombre del héroe, preclaro hacedor de victorias guerreras, representante genuino de esta raza invencible, que como el ave mitológico resurgió de sus cenizas para hacer una segunda ofrenda a la patria de su vida y su juventud, porque a pesar del tiempo transcurrido entre una y otra guerra, él volvió tan joven como la primera vez.
Por el mismo decreto, en el artículo tercero se resolvía pasarle a las hijas una suma mensual, para una vida digna y decorosa como corresponde...
Las dos mujeres y su numerosa prole vivían malamente organizando espectáculos con gallinas amaestradas, y criando, comprando, cambiando, vendiendo, a veces robando animalitos famélicos como ellas.
Al acto de homenaje organizado en el aniversario de la muerte definitiva, que coincidía con el fin de la guerra chica, se solicitó, se exigió, se imploró la presencia de las hijas.
Extraoficialmente se hablaba de una grata sorpresa para ellas.
Las dos viejitas se presentaron con sus hijas y nietas. Ambas tenían varias hijas y éstas tenían otras tantas. Era un pequeño ejército macilento: todas parecían ancianas. Aún las niñas pequeñas semejaban ridículas miniaturas de viejas, con su triste expresión de desamparo.
Tenían la cara empolvada de blanco y la boca pintada de rojo intenso. Sentadas en el palco de honor junto a las autoridades y sus elegantes esposas, fijaron sus ojos en algún punto lejano, y pensaron al mismo tiempo para darse fuerza, en el chanchito que estaban engordando.
Empezaron los discursos, y llegó la hora de la sorpresa.
Se les entregó en dicho acto un título de propiedad de dos hectáreas de tierra, un arado y el cheque.
La hija mayor -que tenía setenta y cinco años- recibió los documentos entregados por el Intendente, el orador principal del acto. Luego éste le estrecho la mano de metacarpos endurecidos y casi desnudos bajo la piel manchada y transparente. La sintió húmeda y fría y pensó que sería por la emoción de recibir el primer cheque de la mensualidad asignada y por sobre todo por tocarle la mano, pero entonces vio los ojos extraviados, vio que el cuerpo de pajarito disecado iba cayendo como en cámara lenta, todavía agarrada de su vigorosa mano.
Murió.
Inmediatamente se dispuso el traslado del cadáver, para ser velado, con las honras debidas, al salón de actos del palacete municipal.
El cheque volvió a la vigorosa mano para contribuir a las honras fúnebres.
Se decretó duelo oficial por ocho días.
En el turundundún desaparecieron el arado y el título de propiedad.
Nadie sabe qué pasó con las dos hectáreas, el arado volvió, pues ninguno de los empleados tenía interés en él. Quedó en el jardín del palacio, para testificar el espíritu generoso de la generación presente, a las generaciones futuras.
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EL OJO DE LA VIDA

... los ojos que miraban y se han ido
y dentro de mí mismo,
crepitante,
este reloj de carne que se muere,
que sigue yendo siempre,
que sigue trajinando,
este pedazo de mi vida en siempre
necesita y no puede
regresar.
José Luis Appleyard.

Era su última noche. Lo había decidido.
Todas las noches, desde hacía dos meses, parecía que sería la última pero seguía viviendo. Si esa conciencia dolorosa podía llamarse vida.
Nada quedaba ya, de la mujer robusta y casi hermosa que había sido.
Los torneados brazos morenos, tan hábiles para los trabajos más duros, quedaron reducidos en colgajos arrugados y amarillos, los senos pequeños y firmes de pezones oscuros como flores moradas, estaban marchitas.
Lo más doloroso, sin embargo, no era el dolor físico, ni el estar reventando en burbujas pestilentes, sino el asco que adivinaba en la mirada, en los gestos de Julián.
Esa noche hacía exactamente sesenta y cinco días, que habían ido juntos al baile de fin de año. Bailaron hasta sentir que las rodillas se les volvían espumas.
Fueron la mejor pareja.
Entre aplausos y carcajadas, ensayaron tangos y valseados. Giraron hasta marearse con las alegres polcas, y volvieron casi al amanecer. Ya a solas siguieron festejando el nuevo año, amándose con ansias hasta bien entrada la mañana, como si fuese la primera o la última vez.
Ella amaba la vida, y todo lo que la hace hermosa. Sus energías estaban tanto para el placer o la lucha, y dispuesta siempre a dar una mano a quien la necesitara. Sabía trabajar duramente sin que se le apagara la sonrisa: voltear árboles, carpir, preparar los surcos para la siembra, cosechar lo sembrado, y luego cumplir el rito amoroso y dormirse con un cansancio dichoso en las entrañas. Nunca relacionó el placer con el pecado. No creía en dioses terribles o vengativos. Su religiosidad era simple y alegre.
De ser soltera quizás, pensaría distinto. Más ella se había casado por el registro civil, y después un cura de sonrisa cómplice, había bendecido su unión, en una de las visitas periódicas al pueblo.
Estaba tan cercana la emoción de aquel día.
La salida del brazo de su marido, quien la ayudó a montar el caballo más hermoso, el vestido blanco cubriendo las ancas del animal, seguida del novio, que lucía un traje alquilado, montando en un corcel negro, como en los cuentos que alguna vez escuchó, sobre príncipes y princesas. La caravana ruidosa que les acompañó, deseándoles suerte con explosiones de bombas y petardos, desde la capilla hasta la casa de la novia. El tallarín casi frío que le sirvieron a los invitados, a las cuatro de la tarde, con abundante caña, aromada con guaviramipire, para los hombres y clericó para las mujeres.
Esa tarde ella descubrió su talento para el arte amatorio; su gran fantasía erótica, que le dejaba alegremente exhausto a Julián, siempre.
Así vivieron dos años embriagados de felicidad, a pesar de las penurias económicas, que debían sortear con habilidad, para ir completando la casa. Con lo que tenían -en tan poco tiempo- se creían casi ricos. Un montón de gallinas y patos, un terrenito propio y hasta una vaca con cría.
El futuro era prometedor. Hasta que ese seis de enero -tan poco tiempo, y parecía una eternidad- amanecieron en su cuerpo esas manchas moradas, como huellas de violentas caricias.
Le prestó poca atención.
Nunca había estado enferma.
Pasó una semana, las manchas se oscurecieron más.
Sin preocuparse demasiado, más por darle gusto a su marido, le llevó la orina al médico Miguel. Este agitó varias veces la botellita, se ajustó los anteojos, se lo sacó de vuelta, y por fin le dijo que él nada podía hacer, que fuera a ver al doctor.
Eso fue lo que hizo.
Y ahí estaba en una cama del hospital desde hacía dos largos meses.
Su marido la había cuidado amorosamente al principio. También sus sobrinas y sus ahijadas, pero las manchas -que fueron multiplicándose- comenzaron a reventar como flores malditas, saturando el aire con un olor putrefacto.
Ahora sólo veía en los ojos de la gente que había amado, lástima y compasión y adivinaba la bola de náusea en sus gargantas. Por eso decidió morir. Pero antes debía recuperar de alguna forma por algunas horas la antigua felicidad. Volver a andar el tiempo de la alegría, caminar por los lugares queridos.
Juntó toda su voluntad. No podía escapar con el corazón, entonces se escabulló con un ojo hacia el pasado. Con un solo ojo como si fuera toda ella, hechó a andar.
Primero recorrió todo el hospital, cada sala; vio a otros seres sufrientes y por un momento casi se ahoga. Después salió afuera. Leyó al salir: «Hospital Espíritu Santo».
Caminó dando saltos por el campo, tropezó con grillos y ranas, se maravilló ante la noche oscura y azul, y del brillo de las estrellas y la media luna cubierta como si estuviera detrás de un cristal empañado.
«El médico de guardia, fue a la sala seis, a las doce en punto, se acercó a la cama tres, la paciente, enferma terminal de cáncer, dormía plácidamente después de varias noches, todo estaba tranquilo. Se le ocurrió sin embargo, que el párpado derecho estaba hundido, como si la cuenca estuviera vacía. Pero la mujer respiraba pausada y tranquilamente, y no valía la pena molestarla por una ocurrencia absurda. Salió como había entrado, sin hacer ruido, las plantillas de caucho de su zapato blanco, ayudaban su andar silencioso».
Cruzó el campo, anduvo medio perdido; saltando cada vez más aprisa sin cansarse, para ganarle tiempo al tiempo, y por fin llegó a la casa materna.
Fue a la cocina, miró las espigas largas que el tiempo y el hollín habían formado en el techo de paja, el fuego apagado, los platos puestos a secar en el canasto; las cacerolas colgadas de los clavos que su madre colocara alguna vez en la rústica pared de tabla.
Luego fue al dormitorio, vio la ancha cama de trama de cuero, el colchón de lana, herencia de la abuela, donde habían nacido ella y sus hermanos. Abrió el nicho, donde sin ningún orden jerárquico estaban: Santa Lucía, abogada del ojo; San Ramón, patrono del buen parto; San Rafael, patrón de los caminantes; Santa Cecilia, abogada de los músicos; Sin Isidro, patrón de los agricultores; San Onofre, protector de los borrachos; Santa Elena; San Expedito, y por último, su santo favorito, San Pascual bailón. Se despidió de cada uno, y después fue a su casa de casada. No se atrevió a entrar. Julián no había ido a visitarla hacía una semana. Se conformó con ir a mirar la planta de mango, que se había estirado como un adolescente, dentro del cerquito que ella construyera para protegerla; su vaca, Paloma, rumiaba tranquilamente echada junto a su cría, una hemosa vaquillita, negra con manchas blancas.
Se fue despidiendo de todo, sin tristeza.
Ya de regreso entró al oratorio donde se había casado, por un segundo recuperó todo el encanto de aquel día.
Por último visitó su antigua escuela... buscó el viejo pupitre donde, con la ayuda de un pedazo de yilé garabateó su nombre: María Ugemia.
Regresó de prisa humedecida de rocío, quizá la madrugada estuviera llorando.
Dentro de muy poco tiempo su ojo se apagaría, pero gracias a él había disfrutado de las bellezas que guardaba su pequeño mundo, después de todo -pensó- la vida fue generosa.
Llegó a tiempo. Se metió apresuradamente a ocupar su lugar en aquel cuerpo que le pertenecía y a quien pertenecía. Miró el techo. Lo último que vio fue el ventilador que giraba a toda prisa, espantando el calor y los mosquitos de adentro.
«A las siete de la mañana, entraron los médicos y la encontraron muerta. Tenía los ojos muy abiertos y una apacible sonrisa».
Marzo de 1988.
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