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en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Imprenta La Mundial, 1928.
A MANERA DE PRÓLOGO
Juicios sobre un libro anterior de la autora
* Así se titula un libro muy bien impreso que acaba de editarse bajo el prestigioso nombre de la ilustre señora doña Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez Alcalá. Al leer sus páginas encantadoras, en que flota el sabor de la tierra natal, se me viene naturalmente a la memoria, por evocación de ideas de semejanza, el nombre de Madame de Sévigné, célebre por las admirables cartas dirigidas a su hija, quien fue a preocupación de toda su vida; sentía por ella una idolatría sin límites, consagrole, pues, toda la ternura de su corazón, todo el cariño de su alma apasionada, llena de bondad y de dulzura. Aparte de esta su filogenitura especial, ella era de carácter jovial e ingenuo, y se condujo siempre como una niña, sin dejar de ser juiciosa y recatada. Dotada de felicísimo ingenio y en posesión de extensos conocimientos literarios, escribió aquellas inimitables cartas, en laissant trotter sa plume la bride sur le cou sin rebuscar términos ni hacer enmiendas o correcciones, de ahí la espontaneidad, la naturalidad y la soltura de su estilo, que es como escriben los verdaderos estilistas. Frecuentaba la corte de Luis XIV, pero también le atraía la vida del campo, donde pasaba su tiempo dirigiendo las faenas agrícolas y leyendo las obras de los grandes hombres.
* Quiero creer que doña Teresa Lamas Carísimo tiene ciertos puntos de contacto con Madama de Sévigné. Ella ha formado un hogar modelo, donde la virtud es una religión, un culto. Ama muchísimo a su esposo y a sus hijos. Y se hace adorar de ellos: es buena y cariñosa para con los suyos y gentil con los extraños; conserva el candor de la niñez, como aquélla; escribe con serenidad y calma, porque no lleva tempestades en su alma; su estilo es, pues, tranquilo y sosegado, como arroyuelo que discurre por una suave pendiente.
* Sus Tradiciones del Hogar son un rosario de perlas recogidas en la propia tierra, un libro precioso en que palpitan los latidos de su corazón de madre, y los pensamientos y amores consagrados a nuestra gran familia, o sea: la patria nuestra, que tanto ha sufrido y que, como la Niobe de la leyenda antigua, llorará siempre la pérdida de tantos hijos sacrificados en el altar sangriento de la tiranía. Simpatiza con los que padecieron tantos males, siente cierta vaga nostalgia de la sociedad extinta; se recrea con la vida del campo y celebra los heroísmos de nuestros antiguos soldados.
* Por lo demás, la aparición del libro de doña Teresa Lamas Carísimo es un acontecimiento social en el Paraguay; aquí donde son azás escasas las producciones del ingenio; aquí donde muchos escriben pero nadie piensa; donde todo el mundo destila hiel y veneno, y nadie siente el amor al prójimo, ni la benevolencia para con los demás.
* Felicitémonos, pues, porque esta ilustre dama nos haya traído con su libro, en medio de la crudeza de los tiempos, la bondad y la dulzura de su alma, tanto más encantadora cuanto más ingenua y sencilla.
* Y, finalmente, enviémosle nuestros sinceros plácemes, porque, siendo ella la mujer que publica el primer libro en el Paraguay, a ella le cabe el honor de iniciar una era memorable en la historia de la cultura nacional. - CECILIO BÁEZ
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Asunción, 21 de enero de 1922
* Distinguida compatriota y colega: Entre dos trabajos áridos, leí su opúsculo «Tradiciones del Hogar» que fue para mí un ameno intermedio. Los panes de legislación rentística que en esos momentos embargaban mi atención, cedieron el lugar a sus narraciones heroicas y legendarias. Bajo el encanto de su estilo, tan sencillo, tan expresivo, una literatura femenina sin afeites de alcoba, di al traste con esa prosaica ciencia de los impuestos que estoy condenado a conocer. Poder libertador del arte: nos limpia de todo conocimiento, de todo «gnosis» y nos eleva a las altas regiones del sentimiento puro, donde corren los vientos libres del espíritu. ¡Dulce potestad del arte nacional; nos lleva de la mano a viajar a través del pasado, de la realidad, de la leyenda y del mito!
* Acabo de expresarle, no mi opinión, sino mi impresión sobre su obra. Dada la tendencia que la inspira, no podía menos de ser grata a mi espíritu. Hablo de la orientación eminentemente nacional de sus cuentos, con cierto discreto toque de guaranismo que aumenta su sabor a «res», paraguaya: Ñan-dé-mbaé, dicho en nuestro romance gentil. Pero hay algo más interesante en sus narraciones: quiero referirme al cultivo de nuestro riquísimo y precioso folklore, poco estudiad o todavía. Usted ha tenido la feliz inspiración de recoger varios relatos orales de inestimable valor folclórico. La versión de «Caraú» difiere de la tradicional que yo conocía, y, según la cual, el personaje no era una doncella, sino un doncel. La transformación de los niños malos en monos es tal cual como me la refirieron en las veladas del hogar a la luz de la luna, cuando nuestras armas infantiles se abrían a las floraciones nocturnas de lo maravilloso. Aún recuerdo aquellas escenas, que su libro tiene el don de evocarlas: embelesados oíamos las graciosas fábulas de monos, tigres, las aventuras picarescas y licenciosas de Perurimá, el gran héroe popular. Y esto sucedía en el viejo hogar de nuestros abuelos y nuestros padres.
* Por el precioso bien del recuerdo que sus tradiciones brindan a las almas que saben amar y comprender el pasado, valdría su libro, si ningún valor tuviera. ¿Sólo el bien del recuerdo? También la satisfacción de ver a una dama paraguaya, digna compañera del hombre cuyo apellido lleva privilegiada con la doble maternidad sagrada de las mujeres elegidas.
* Con atentos saludos a su esposo, mi inolvidable amigo, acepte usía ilustrísima señora, mi cordial homenaje.
* Respetuosamente. ELOY FARIÑA NUÑEZ
* Distinguida compatriota y colega: Entre dos trabajos áridos, leí su opúsculo «Tradiciones del Hogar» que fue para mí un ameno intermedio. Los panes de legislación rentística que en esos momentos embargaban mi atención, cedieron el lugar a sus narraciones heroicas y legendarias. Bajo el encanto de su estilo, tan sencillo, tan expresivo, una literatura femenina sin afeites de alcoba, di al traste con esa prosaica ciencia de los impuestos que estoy condenado a conocer. Poder libertador del arte: nos limpia de todo conocimiento, de todo «gnosis» y nos eleva a las altas regiones del sentimiento puro, donde corren los vientos libres del espíritu. ¡Dulce potestad del arte nacional; nos lleva de la mano a viajar a través del pasado, de la realidad, de la leyenda y del mito!
* Acabo de expresarle, no mi opinión, sino mi impresión sobre su obra. Dada la tendencia que la inspira, no podía menos de ser grata a mi espíritu. Hablo de la orientación eminentemente nacional de sus cuentos, con cierto discreto toque de guaranismo que aumenta su sabor a «res», paraguaya: Ñan-dé-mbaé, dicho en nuestro romance gentil. Pero hay algo más interesante en sus narraciones: quiero referirme al cultivo de nuestro riquísimo y precioso folklore, poco estudiad o todavía. Usted ha tenido la feliz inspiración de recoger varios relatos orales de inestimable valor folclórico. La versión de «Caraú» difiere de la tradicional que yo conocía, y, según la cual, el personaje no era una doncella, sino un doncel. La transformación de los niños malos en monos es tal cual como me la refirieron en las veladas del hogar a la luz de la luna, cuando nuestras armas infantiles se abrían a las floraciones nocturnas de lo maravilloso. Aún recuerdo aquellas escenas, que su libro tiene el don de evocarlas: embelesados oíamos las graciosas fábulas de monos, tigres, las aventuras picarescas y licenciosas de Perurimá, el gran héroe popular. Y esto sucedía en el viejo hogar de nuestros abuelos y nuestros padres.
* Por el precioso bien del recuerdo que sus tradiciones brindan a las almas que saben amar y comprender el pasado, valdría su libro, si ningún valor tuviera. ¿Sólo el bien del recuerdo? También la satisfacción de ver a una dama paraguaya, digna compañera del hombre cuyo apellido lleva privilegiada con la doble maternidad sagrada de las mujeres elegidas.
* Con atentos saludos a su esposo, mi inolvidable amigo, acepte usía ilustrísima señora, mi cordial homenaje.
* Respetuosamente. ELOY FARIÑA NUÑEZ
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Tradiciones del Hogar es una obra de indiscutible mérito literario, en la que su autora ha vertido, en un estilo pulcrísimo y galano sus sentimientos de amor a su tierra. No son simples narraciones imaginarias; sus asuntos están tomados de episodios reales de nuestra historia y están narrados en forma interesante que cautiva. A pesar de su sobriedad, el estilo tiene viveza y colorido.
* La autora, espíritu culto y curioso, sabe pintar y penetrar sus personajes adornándoles con el encanto de una imaginación exquisita.
El Diario.
* La autora, espíritu culto y curioso, sabe pintar y penetrar sus personajes adornándoles con el encanto de una imaginación exquisita.
El Diario.
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EL EPISODIO DE LA RESIDENTA
EL EPISODIO DE LA RESIDENTA
* Más de una vez oyera yo contar que un tío bisabuelo mío, llamado José Carísimo Haedo, quedó abandonado en un camino, en los días de la «Residenta», al huir las señoras y criaturas de su familia que le acompañaban. Y cada vez que en el hogar de mis mayores se evocaba el recuerdo de ese triste episodio, una sombra de dolor empañaba las miradas y se hacía un silencio como de remordimiento. Un día sorprendí a mi tía Dolores Carísimo Jovellanos suspirando ante un retrato en el que la vejez pusiera su pátina venerable, y con la ávida curiosidad que excitaban en mí las personas y cosas de mi familia, le pregunté:
* -¿Ese es tío José, el paralítico de la historia que a usted la entristece tanto?
* -¿Ese es tío José, el paralítico de la historia que a usted la entristece tanto?
* Tía Loló adivinó mi deseo y tomando asiento, después de guardar la fotografía en el viejo arcón de sus reliquias, me contó la historia, con aquel su arte único para narrar cosas del pasado.
* Inmóvil en su gran sillón de baqueta labrada, vio tío José desencadenarse sobre la patria el huracán de la guerra. Hacía muchos años que, joven aún, la parálisis le dejara inválido. Su juventud ardiente y turbulenta, que él llenara de efímeros amores, de entusiasmos y sueños, era sólo un lejano recuerdo: recuerdo doloroso que en los primeros tiempos de su postración, cuando se sintió hundir en un abismo de desesperanza, le hizo imposible aceptar con resignación su destino. ¡Muerto, muerto irremisiblemente en plena florescencia de la vida, cuando tenía ante la vista un magnífico panorama de ilusiones! Naufragadas para siempre todas sus esperanzas, hundiéndose él cada día más en la nada de una existencia miserable, clavado en su sillón de paralítico, mientras su imaginación se volvía más y más volandera...
* Tuvo largos meses de desesperada protesta, de íntima rebelión; deshechas tormentas se desencadenaron en su espíritu, mientras el tiempo no vertió piadosamente en su alma, gota a gota, una dulce resignación.
* La familia toda, que en los primeros tiempos sufriera lo indecible a la par suya, fue acostumbrándose a verle como una ruina, siempre quieto en su sillón, en actitud pensativa, como si a través de las cosas que lo rodeaban sólo viera el cuadro bullicioso de sus días felices. El cariño lleno de profunda piedad que los suyos ponían en cuidarlo, y que al principio lo irritaba y humillaba, fue luego infiltrando una paz sedante y misericordiosa en su corazón herido. Tenía tío José varios hermanos, casados unos, solteros otros, que vivían todos juntos en el viejo caserón solariego de nuestra familia, cuya arcaica estructura impregna todavía con su perfume de tradición el ambiente de la ciudad remozada. La callada compasión de los hombres, la ternura efusiva de las mujeres y el halago candoroso de las criaturas, acabaron por calmar, primero, en una suave conformidad la desesperación del inválido y, después, por hacer de esa conformidad una dulce melancolía que florecía en bondad. Amaba y atraía a sí a los niños, sus sobrinos, y nosotros se lo pagábamos disputándonos el placer de arrastrar mimosamente su sillón para llevarlo, en los días claros, bajo la enramada de jazmines que entoldaba el patio colonial de la casona, llenándolo con la fragancia delicada de sus florecillas, y en los días de invierno, junto a los anchos ventanales donde el enfermo se distraía con el movimiento de la calle.
* Yo, que era la menor de sus sobrinas, sentía por tío José un cariño inmenso.
* Rara vez lo dejaba solo: era mi afán serle útil en todos sus menesteres, sirviéndole la comida, encendiéndole los cigarros que uno tras otro fumaba insaciablemente, cebándole el mate, dándole aire con una pantalla en los días de calor. Él me pagaba mi consagración queriéndome mucho y contándome cuentos y cosas del pasado, y yo creo que este mutuo cariño lo llenaba de consuelo y desentenebrecía la noche de sus horas.
* Muchos años pasaron. Yo fui transformándome poco a poco en una señorita, y aquella ternura por tío José, que fuera un instinto en mí, se hizo aún más grande y solícita cuando la reflexión me permitió medir toda la hondura de la desgracia del inválido. Quísele más, me consagré más tiernamente a su cuidado, y, él, a su vez, puso en mí todos los amores frustrados de su triste vida. Me amó con amor de padre, con amor de hermano, con amor de camarada, y sobre todos estos amores, mi juventud bella y sonriente -es fama que yo no era demasiado fea cuando joven- infundió a su alma una devoción que se traducía en orgullo de tenerme a su lado, de ser asistido por mí, de saberme atenta a sus menores deseos. Ese múltiple cariño por mí llenó su corazón y le hizo olvidar que era esclavo de la parálisis. Dejó de estar enfermo y triste. Así como en las ciénagas inmundas surgen blancas y maravillosas las aromadas flores de caña, así también de su miseria física surgió el arrobo de aquel cariño hecho de gratitud y de orgullo, que hizo vivir al enfermo en un nuevo mundo donde todo era suave e íntima alegría.
* En eso estalló la guerra, la terrible guerra contra tres naciones, que como un torrente de lava asoló nuestro hermoso territorio. Del viejo caserón solariego salieron, unos tras otros, todos los hombres para ir a ocupar sus puestos en los improvisados batallones. Partieron primero los mayores. Pasaron los años Y los menores, ya suficientemente fuertes para empuñar las armas, partieron también. Ninguno regresó: Perico, Bernardo y Mariano cayeron en Estero Bellaco; Adriano, Pancho y Luis seguían en pos de la bandera la vía crucis sublime de la patria. Una ráfaga de pesadilla sacudió al enfermo clavado en su sillón al tener esas noticias. Lloró amargamente su impotencia, que le hacía inútil para correr con los suyos a la gigantesca pelea. Mas de una vez, después de sumergirse en una profunda quietud llena de unción, sentíase herido de repente por la alucinación de un milagro, y hacía un esfuerzo supremo para moverse y ponerse de pie; pero enseguida tornaba a la realidad de su invalidez incurable y rompía a llorar con varoniles sollozos de desesperación.
* Sombras de duelo y de angustia entenebrecieron nuestra casa. Pasábamos los días llorando a nuestros muertos, temblando por los ausentes, sufriendo la lenta agonía de la patria. Tío José se encerró en un torvo silencio, y, yo, comprendiendo su infinito dolor, iba y venía alrededor suyo como una sombra, sin atreverme a turbar sus trágicos pensamientos. Pasados los primeros tiempos, ya ni florar podíamos: el exceso de pena nos anonadaba y sólo en la quietud de la iglesia, ante la imagen de la Virgen de los Dolores, cuyo culto era tradicional en nuestra familia, hallábamos consuelo rogando por nuestros muertos y pidiendo la protección del Cielo para los que corrían los azares de la guerra.
* Un día -han pasado muchos años pero lo tengo presente cual si fuera ayer- cundió como un rayo por la ciudad la orden de abandonarla: era que se temía su ocupación por el enemigo. Aprisa empaquetamos las cosas más fáciles de llevar y necesarias para iniciar aquel dramático éxodo de la patria misma en pos de la bandera que la derrota empujaba hacia las más lejanas soledades. La Residenta iba a comenzar sin que supiéramos dónde ni cuándo terminaría. Ya estaba todo listo para dejar la casa y lanzarnos a aquella heroica aventura, cuando se nos presentó una dificultad imprevista en los primeros momentos. ¿Y tío José? ¿De qué medio nos valdríamos para llevarlo con nosotras? Por cierto que ni se nos ocurrió la idea de dejarle, ni el paralítico nos convenció cuando, midiendo las dificultades que su compañía importaba para nosotras, nos propuso quedarse con una esclava octogenaria también poco apta para la marcha. Púseme yo misma a buscar un vehículo que sirviera para transportar al enfermo y solo dí, en casa de unos parientes, con una carretilla de mano.
* Y una mañana muy bella, que nuestra desolación volvía muy triste y sombría, el grupo de mujeres y criaturas abandonaba el viejo caserón de la calle de la Rivera y emprendía la más sublime peregrinación del patriotismo. Toda la ciudad tenía un aspecto de animación extraordinaria, pero una animación hecha de azoramiento. Las puertas de las casas se cerraban unas tras otras para no volver a abrirse por manos de sus dueños quien sabe hasta cuando -¡muchas, nunca!-. El golpe de las maderas al ceñirse a los marcos parecía tener una vibración humana: como un doliente quejido, helaba el alma... Las calles estaban llenas de gentes: mujeres, ancianos y criaturas. Cada cual cargaba con un atado, se desarrollaban escenas tristísimas pero que no nos impresionaban, porque la propia amargura colmaba el corazón haciéndolo insensible al dolor de los demás. Costaba un esfuerzo inaudito decidirse a marchar. La gente se inmovilizaba junto a sus respectivas casas, se prendía con las manos crispadas a los barrotes de las ventanas, quería volver a entrar, y con la mirada húmeda de llanto ponía besos de despedida en todas las cosas familiares que en ese instante cobraban insospechada belleza e irresistible atracción. En grupos salimos de la ciudad y ya en las afueras, la compacta caravana se desgranó. Mientras andábamos, nos cruzábamos preguntas sobre la suerte de parientes y amigos, y las contestaciones eran casi siempre las mismas, formuladas a media voz, entre dos suspiros:
* -¿Y tu papá?
* -Murió en Humaitá...
* -¿Y Pedro?
* -Murió también...
* ¡Todos tenían muertos que llorar!
* Íbamos a pie, arrastrando yo la carretilla cargada con tío José. Cuando las jóvenes avivaban el paso, poseídas de una extraña inquietud, como deseosas de hallarse lejos de la ciudad, la voz prudente de los mayores las detenía:
* -No se apuren, muchachas, que tenemos mucho que andar y van a cansarse...
* -¿Adónde vamos?
* -No lo sabemos. Muy lejos, hasta donde podamos...
* Y la marcha continuaba, triste, silenciosa, sin rumbo fijo, hecha una pesadilla a lo largo del camino que se retorcía caprichosamente como una pincelada roja trizada en la verde campiña. Yo no cedía a nadie la carretilla en que conducía a tío José, y aunque me era físicamente penoso el esfuerzo que me exigía la conducción del pequeño vehículo por los espesos arenales, ponía en el empeño una inmensa ternura que me lo hacía llevadero.
* La ciudad había quedado ya muy atrás. Después de pernoctar en la Trinidad, atravesábamos a la sazón la vasta llanura de Campo Grande. Lluvias recientes dejaran el campo lleno de barro y salpicado de baches que dificultaban enormemente la marcha y, sobre todo, el arrastre de la carretilla, cuyo peso aumentaba en razón de la distancia recorrida y de los obstáculos del terreno. Era necesario detenerse con frecuencia para recobrar aliento. Cuando mi pequeño carro se estancaba en las depresiones cenagosas del terreno, todas las mujeres acudían a prestarme ayuda para hacerlo marchar.
* -Déjenme, déjenme, -decía tío José, viendo lo mucho que costaba conducirlo. -¡Yo soy un estorbo y no valgo la pena de que ustedes se sacrifiquen por mí!
* -Tío, no diga eso -le contestaba yo. ¿Cómo concibe que seamos capaces de abandonarlo? Lo llevaremos hasta donde podamos y cuando no podamos más, nos quedaremos a su lado para correr todas juntas la misma suerte que usted.
* -Pero si se han ido ya todos los hombres de la familia, ¿qué más da que perezca también éste paralítico que de nada les sirve a ustedes?
* -Por eso mismo -insistía yo- porque es usted el único hombre que nos queda, queremos conservarlo; es usted nuestro padre...
* Y como el pobre enfermo quisiera insistir, yo lo reducía a silencio con besos y caricias. Y la marcha penosa seguía un día y otro día, como si nuestro destino fuera rodar por la tierra. A medio día, nos deteníamos a la sombra de un árbol en alguna limpiada de la selva, y preparábamos la frugal comida. Al caer la noche buscábamos refugio en alguna tapera de las muchas que encontrábamos en nuestro camino y allí reposábamos, lo mejor que podíamos, hasta el amanecer. Antes de entregarnos al sueño de rodillas todas, con los ojos puestos en la imagen de la Virgen de Dolores que nos acompañaba, rezábamos en silencio, con unción que era un éxtasis, para rogar por nuestros muertos y por los que no sabíamos si ya lo eran también. Rezábamos hasta quedar rendidas por el sueño y aún dormidas, musitábamos entrecortas plegarias...
* Pronto las provisiones se acabaron. Un día, el almuerzo sólo consistió en una vaga ilusión de caldo obtenido de unos huesos de ternera guardados de la comida del día anterior. Los campos arrasados, las casas deshabitadas, no ofrecían ninguna perspectiva de alimento: ni una fruta, ni una espiga. El hambre hacía presa de nosotros.
* -Mamá -decían los pequeños- danos un hueso...
* Y los huesos mondos, conservados cuidadosamente después de haber sido hervidos muchas veces para conseguir un caldo que ya no era tal, servían para engañar el hambre cada vez más imperiosa de las criaturas. Cuando a la distancia divisábamos palmeras, apresurábamos el paso para alcanzarlas más pronto y luego, afanosamente, durante horas, derribábamos con toscos machetes los rectos troncos y los abríamos a lo largo para extraer el meollo, unas veces blando, si el árbol era joven, otras endurecido, si era viejo, y fabricar con él unas especies de tortas que cocíamos a la manera de los ausentes mbeyús en fuentes de barro.
* Dos largos meses pasaron. La cara vana peregrina habíase detenido en Atyrá. Los fragorosos senderos de la Cordillera nos habían extenuado. Yo adivinaba en tío José el suplicio insoportable que le producía vernos poco menos que aniquiladas por la fatiga y a pesar de ello, animadas siempre de la misma abnegada voluntad y de la misma ternura para llevarlo con nosotras. El pobre ya no imploraba que le dejásemos, porque comprendía que lo haría en vano; pero pagaba nuestra solicitud con lágrimas y solo vivía para bendecirnos. Nos proponíamos permanecer algunos días en Atyrá, cuando llegó la noticia de que una columna enemiga avanzaba sobre este pueblo. Había que huir, pues, y así lo hicimos una noche en que esa noticia nos sacó del suelo. Salimos de la población a la par de la demás gente, pero nosotras, impedidas de andar aprisa por la carretilla en que llevábamos a tío José, quedamos rezagadas. Al subir una cuesta oímos el rumor de los cascos de los caballos del enemigo que herían el áspero pedregal. Nos helamos de espanto. Tratamos de huir más rápidamente, aguijoneados por un terror llevado al paroxismo por los relatos que se hacían de los desmanes de la soldadesca. Yo pedía, la Virgen de los Dolores que me prestase fuerzas, y sintiéndolas acrecerse en mí, como por milagro, corrí, corrí frenéticamente, arrastrando la carretilla. Mi madre, mis tías y mis hermanas, rodeándome, corrían también cuanto podían.
* -Déjenme, dejénme por Dios -clamaba tío José.
* Ni siquiera le oíamos. Corríamos, en la noche, cuesta arriba, jadeando más de desesperación que de cansancio. Por un momento creímos que los enemigos se habían desviado de nuestra ruta y esto nos infundió nuevo aliento. Pero pronto de desvaneció esa ilusión. No tardamos en volver a oír no sólo el rumor de sus corceles, sino también sus voces mismas. Mamá, sus hermanas, las mías, mis primas, huyendo con niños o atados en los brazos, yo empujando la carretilla, y el paralítico suplicando que le abandonásemos, formábamos en la soledad de aquel desierto un cuadro de tragedia. Y el ruido que nos paralizaba la sangre en las venas, se aproximaba, se aproximaba por instantes. Llegó un momento en que no pude más. Me detuve. Dejé caer los brazos. Caí de rodillas, sollozando. Y entonces, una voz que era más bien un rugido, hízome alzar la cabeza. Era tío José, que por un milagro de su voluntad tendía hacia mí los brazos y me gritaba:
* -¡Lola! ¡déjame! ¡te lo mando! ¡lo quiero! Lo exijo... Sálvense ustedes... Corran, ocúltense en aquel monte. ¡Pronto, pronto, que ya vienen!
* No era un ruego, no... Era una orden que obligaba a obedecer. Había tal angustia en su acento, tal ansiedad en su expresión, tan poderosa intimación en su ademán milagroso, que huimos todas de allí, sin sentido de lo que hacíamos, empujadas por una fuerza misteriosa. Huimos como locas, temblando no tanto por nuestras vidas cuanto por algo infinitamente peor que el enfermo nos hiciera adivinar con su angustia. Huimos dejando abandonado en el camino tío José...
* Inmóvil en su gran sillón de baqueta labrada, vio tío José desencadenarse sobre la patria el huracán de la guerra. Hacía muchos años que, joven aún, la parálisis le dejara inválido. Su juventud ardiente y turbulenta, que él llenara de efímeros amores, de entusiasmos y sueños, era sólo un lejano recuerdo: recuerdo doloroso que en los primeros tiempos de su postración, cuando se sintió hundir en un abismo de desesperanza, le hizo imposible aceptar con resignación su destino. ¡Muerto, muerto irremisiblemente en plena florescencia de la vida, cuando tenía ante la vista un magnífico panorama de ilusiones! Naufragadas para siempre todas sus esperanzas, hundiéndose él cada día más en la nada de una existencia miserable, clavado en su sillón de paralítico, mientras su imaginación se volvía más y más volandera...
* Tuvo largos meses de desesperada protesta, de íntima rebelión; deshechas tormentas se desencadenaron en su espíritu, mientras el tiempo no vertió piadosamente en su alma, gota a gota, una dulce resignación.
* La familia toda, que en los primeros tiempos sufriera lo indecible a la par suya, fue acostumbrándose a verle como una ruina, siempre quieto en su sillón, en actitud pensativa, como si a través de las cosas que lo rodeaban sólo viera el cuadro bullicioso de sus días felices. El cariño lleno de profunda piedad que los suyos ponían en cuidarlo, y que al principio lo irritaba y humillaba, fue luego infiltrando una paz sedante y misericordiosa en su corazón herido. Tenía tío José varios hermanos, casados unos, solteros otros, que vivían todos juntos en el viejo caserón solariego de nuestra familia, cuya arcaica estructura impregna todavía con su perfume de tradición el ambiente de la ciudad remozada. La callada compasión de los hombres, la ternura efusiva de las mujeres y el halago candoroso de las criaturas, acabaron por calmar, primero, en una suave conformidad la desesperación del inválido y, después, por hacer de esa conformidad una dulce melancolía que florecía en bondad. Amaba y atraía a sí a los niños, sus sobrinos, y nosotros se lo pagábamos disputándonos el placer de arrastrar mimosamente su sillón para llevarlo, en los días claros, bajo la enramada de jazmines que entoldaba el patio colonial de la casona, llenándolo con la fragancia delicada de sus florecillas, y en los días de invierno, junto a los anchos ventanales donde el enfermo se distraía con el movimiento de la calle.
* Yo, que era la menor de sus sobrinas, sentía por tío José un cariño inmenso.
* Rara vez lo dejaba solo: era mi afán serle útil en todos sus menesteres, sirviéndole la comida, encendiéndole los cigarros que uno tras otro fumaba insaciablemente, cebándole el mate, dándole aire con una pantalla en los días de calor. Él me pagaba mi consagración queriéndome mucho y contándome cuentos y cosas del pasado, y yo creo que este mutuo cariño lo llenaba de consuelo y desentenebrecía la noche de sus horas.
* Muchos años pasaron. Yo fui transformándome poco a poco en una señorita, y aquella ternura por tío José, que fuera un instinto en mí, se hizo aún más grande y solícita cuando la reflexión me permitió medir toda la hondura de la desgracia del inválido. Quísele más, me consagré más tiernamente a su cuidado, y, él, a su vez, puso en mí todos los amores frustrados de su triste vida. Me amó con amor de padre, con amor de hermano, con amor de camarada, y sobre todos estos amores, mi juventud bella y sonriente -es fama que yo no era demasiado fea cuando joven- infundió a su alma una devoción que se traducía en orgullo de tenerme a su lado, de ser asistido por mí, de saberme atenta a sus menores deseos. Ese múltiple cariño por mí llenó su corazón y le hizo olvidar que era esclavo de la parálisis. Dejó de estar enfermo y triste. Así como en las ciénagas inmundas surgen blancas y maravillosas las aromadas flores de caña, así también de su miseria física surgió el arrobo de aquel cariño hecho de gratitud y de orgullo, que hizo vivir al enfermo en un nuevo mundo donde todo era suave e íntima alegría.
* En eso estalló la guerra, la terrible guerra contra tres naciones, que como un torrente de lava asoló nuestro hermoso territorio. Del viejo caserón solariego salieron, unos tras otros, todos los hombres para ir a ocupar sus puestos en los improvisados batallones. Partieron primero los mayores. Pasaron los años Y los menores, ya suficientemente fuertes para empuñar las armas, partieron también. Ninguno regresó: Perico, Bernardo y Mariano cayeron en Estero Bellaco; Adriano, Pancho y Luis seguían en pos de la bandera la vía crucis sublime de la patria. Una ráfaga de pesadilla sacudió al enfermo clavado en su sillón al tener esas noticias. Lloró amargamente su impotencia, que le hacía inútil para correr con los suyos a la gigantesca pelea. Mas de una vez, después de sumergirse en una profunda quietud llena de unción, sentíase herido de repente por la alucinación de un milagro, y hacía un esfuerzo supremo para moverse y ponerse de pie; pero enseguida tornaba a la realidad de su invalidez incurable y rompía a llorar con varoniles sollozos de desesperación.
* Sombras de duelo y de angustia entenebrecieron nuestra casa. Pasábamos los días llorando a nuestros muertos, temblando por los ausentes, sufriendo la lenta agonía de la patria. Tío José se encerró en un torvo silencio, y, yo, comprendiendo su infinito dolor, iba y venía alrededor suyo como una sombra, sin atreverme a turbar sus trágicos pensamientos. Pasados los primeros tiempos, ya ni florar podíamos: el exceso de pena nos anonadaba y sólo en la quietud de la iglesia, ante la imagen de la Virgen de los Dolores, cuyo culto era tradicional en nuestra familia, hallábamos consuelo rogando por nuestros muertos y pidiendo la protección del Cielo para los que corrían los azares de la guerra.
* Un día -han pasado muchos años pero lo tengo presente cual si fuera ayer- cundió como un rayo por la ciudad la orden de abandonarla: era que se temía su ocupación por el enemigo. Aprisa empaquetamos las cosas más fáciles de llevar y necesarias para iniciar aquel dramático éxodo de la patria misma en pos de la bandera que la derrota empujaba hacia las más lejanas soledades. La Residenta iba a comenzar sin que supiéramos dónde ni cuándo terminaría. Ya estaba todo listo para dejar la casa y lanzarnos a aquella heroica aventura, cuando se nos presentó una dificultad imprevista en los primeros momentos. ¿Y tío José? ¿De qué medio nos valdríamos para llevarlo con nosotras? Por cierto que ni se nos ocurrió la idea de dejarle, ni el paralítico nos convenció cuando, midiendo las dificultades que su compañía importaba para nosotras, nos propuso quedarse con una esclava octogenaria también poco apta para la marcha. Púseme yo misma a buscar un vehículo que sirviera para transportar al enfermo y solo dí, en casa de unos parientes, con una carretilla de mano.
* Y una mañana muy bella, que nuestra desolación volvía muy triste y sombría, el grupo de mujeres y criaturas abandonaba el viejo caserón de la calle de la Rivera y emprendía la más sublime peregrinación del patriotismo. Toda la ciudad tenía un aspecto de animación extraordinaria, pero una animación hecha de azoramiento. Las puertas de las casas se cerraban unas tras otras para no volver a abrirse por manos de sus dueños quien sabe hasta cuando -¡muchas, nunca!-. El golpe de las maderas al ceñirse a los marcos parecía tener una vibración humana: como un doliente quejido, helaba el alma... Las calles estaban llenas de gentes: mujeres, ancianos y criaturas. Cada cual cargaba con un atado, se desarrollaban escenas tristísimas pero que no nos impresionaban, porque la propia amargura colmaba el corazón haciéndolo insensible al dolor de los demás. Costaba un esfuerzo inaudito decidirse a marchar. La gente se inmovilizaba junto a sus respectivas casas, se prendía con las manos crispadas a los barrotes de las ventanas, quería volver a entrar, y con la mirada húmeda de llanto ponía besos de despedida en todas las cosas familiares que en ese instante cobraban insospechada belleza e irresistible atracción. En grupos salimos de la ciudad y ya en las afueras, la compacta caravana se desgranó. Mientras andábamos, nos cruzábamos preguntas sobre la suerte de parientes y amigos, y las contestaciones eran casi siempre las mismas, formuladas a media voz, entre dos suspiros:
* -¿Y tu papá?
* -Murió en Humaitá...
* -¿Y Pedro?
* -Murió también...
* ¡Todos tenían muertos que llorar!
* Íbamos a pie, arrastrando yo la carretilla cargada con tío José. Cuando las jóvenes avivaban el paso, poseídas de una extraña inquietud, como deseosas de hallarse lejos de la ciudad, la voz prudente de los mayores las detenía:
* -No se apuren, muchachas, que tenemos mucho que andar y van a cansarse...
* -¿Adónde vamos?
* -No lo sabemos. Muy lejos, hasta donde podamos...
* Y la marcha continuaba, triste, silenciosa, sin rumbo fijo, hecha una pesadilla a lo largo del camino que se retorcía caprichosamente como una pincelada roja trizada en la verde campiña. Yo no cedía a nadie la carretilla en que conducía a tío José, y aunque me era físicamente penoso el esfuerzo que me exigía la conducción del pequeño vehículo por los espesos arenales, ponía en el empeño una inmensa ternura que me lo hacía llevadero.
* La ciudad había quedado ya muy atrás. Después de pernoctar en la Trinidad, atravesábamos a la sazón la vasta llanura de Campo Grande. Lluvias recientes dejaran el campo lleno de barro y salpicado de baches que dificultaban enormemente la marcha y, sobre todo, el arrastre de la carretilla, cuyo peso aumentaba en razón de la distancia recorrida y de los obstáculos del terreno. Era necesario detenerse con frecuencia para recobrar aliento. Cuando mi pequeño carro se estancaba en las depresiones cenagosas del terreno, todas las mujeres acudían a prestarme ayuda para hacerlo marchar.
* -Déjenme, déjenme, -decía tío José, viendo lo mucho que costaba conducirlo. -¡Yo soy un estorbo y no valgo la pena de que ustedes se sacrifiquen por mí!
* -Tío, no diga eso -le contestaba yo. ¿Cómo concibe que seamos capaces de abandonarlo? Lo llevaremos hasta donde podamos y cuando no podamos más, nos quedaremos a su lado para correr todas juntas la misma suerte que usted.
* -Pero si se han ido ya todos los hombres de la familia, ¿qué más da que perezca también éste paralítico que de nada les sirve a ustedes?
* -Por eso mismo -insistía yo- porque es usted el único hombre que nos queda, queremos conservarlo; es usted nuestro padre...
* Y como el pobre enfermo quisiera insistir, yo lo reducía a silencio con besos y caricias. Y la marcha penosa seguía un día y otro día, como si nuestro destino fuera rodar por la tierra. A medio día, nos deteníamos a la sombra de un árbol en alguna limpiada de la selva, y preparábamos la frugal comida. Al caer la noche buscábamos refugio en alguna tapera de las muchas que encontrábamos en nuestro camino y allí reposábamos, lo mejor que podíamos, hasta el amanecer. Antes de entregarnos al sueño de rodillas todas, con los ojos puestos en la imagen de la Virgen de Dolores que nos acompañaba, rezábamos en silencio, con unción que era un éxtasis, para rogar por nuestros muertos y por los que no sabíamos si ya lo eran también. Rezábamos hasta quedar rendidas por el sueño y aún dormidas, musitábamos entrecortas plegarias...
* Pronto las provisiones se acabaron. Un día, el almuerzo sólo consistió en una vaga ilusión de caldo obtenido de unos huesos de ternera guardados de la comida del día anterior. Los campos arrasados, las casas deshabitadas, no ofrecían ninguna perspectiva de alimento: ni una fruta, ni una espiga. El hambre hacía presa de nosotros.
* -Mamá -decían los pequeños- danos un hueso...
* Y los huesos mondos, conservados cuidadosamente después de haber sido hervidos muchas veces para conseguir un caldo que ya no era tal, servían para engañar el hambre cada vez más imperiosa de las criaturas. Cuando a la distancia divisábamos palmeras, apresurábamos el paso para alcanzarlas más pronto y luego, afanosamente, durante horas, derribábamos con toscos machetes los rectos troncos y los abríamos a lo largo para extraer el meollo, unas veces blando, si el árbol era joven, otras endurecido, si era viejo, y fabricar con él unas especies de tortas que cocíamos a la manera de los ausentes mbeyús en fuentes de barro.
* Dos largos meses pasaron. La cara vana peregrina habíase detenido en Atyrá. Los fragorosos senderos de la Cordillera nos habían extenuado. Yo adivinaba en tío José el suplicio insoportable que le producía vernos poco menos que aniquiladas por la fatiga y a pesar de ello, animadas siempre de la misma abnegada voluntad y de la misma ternura para llevarlo con nosotras. El pobre ya no imploraba que le dejásemos, porque comprendía que lo haría en vano; pero pagaba nuestra solicitud con lágrimas y solo vivía para bendecirnos. Nos proponíamos permanecer algunos días en Atyrá, cuando llegó la noticia de que una columna enemiga avanzaba sobre este pueblo. Había que huir, pues, y así lo hicimos una noche en que esa noticia nos sacó del suelo. Salimos de la población a la par de la demás gente, pero nosotras, impedidas de andar aprisa por la carretilla en que llevábamos a tío José, quedamos rezagadas. Al subir una cuesta oímos el rumor de los cascos de los caballos del enemigo que herían el áspero pedregal. Nos helamos de espanto. Tratamos de huir más rápidamente, aguijoneados por un terror llevado al paroxismo por los relatos que se hacían de los desmanes de la soldadesca. Yo pedía, la Virgen de los Dolores que me prestase fuerzas, y sintiéndolas acrecerse en mí, como por milagro, corrí, corrí frenéticamente, arrastrando la carretilla. Mi madre, mis tías y mis hermanas, rodeándome, corrían también cuanto podían.
* -Déjenme, dejénme por Dios -clamaba tío José.
* Ni siquiera le oíamos. Corríamos, en la noche, cuesta arriba, jadeando más de desesperación que de cansancio. Por un momento creímos que los enemigos se habían desviado de nuestra ruta y esto nos infundió nuevo aliento. Pero pronto de desvaneció esa ilusión. No tardamos en volver a oír no sólo el rumor de sus corceles, sino también sus voces mismas. Mamá, sus hermanas, las mías, mis primas, huyendo con niños o atados en los brazos, yo empujando la carretilla, y el paralítico suplicando que le abandonásemos, formábamos en la soledad de aquel desierto un cuadro de tragedia. Y el ruido que nos paralizaba la sangre en las venas, se aproximaba, se aproximaba por instantes. Llegó un momento en que no pude más. Me detuve. Dejé caer los brazos. Caí de rodillas, sollozando. Y entonces, una voz que era más bien un rugido, hízome alzar la cabeza. Era tío José, que por un milagro de su voluntad tendía hacia mí los brazos y me gritaba:
* -¡Lola! ¡déjame! ¡te lo mando! ¡lo quiero! Lo exijo... Sálvense ustedes... Corran, ocúltense en aquel monte. ¡Pronto, pronto, que ya vienen!
* No era un ruego, no... Era una orden que obligaba a obedecer. Había tal angustia en su acento, tal ansiedad en su expresión, tan poderosa intimación en su ademán milagroso, que huimos todas de allí, sin sentido de lo que hacíamos, empujadas por una fuerza misteriosa. Huimos como locas, temblando no tanto por nuestras vidas cuanto por algo infinitamente peor que el enfermo nos hiciera adivinar con su angustia. Huimos dejando abandonado en el camino tío José...
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NUESTRO FOLCLORE
(Extracto de una disertación
hecha en el Gimnasio Paraguayo).
* Cuando, renovando amables empeños se me invitó a ocupar esta tribuna, hablóseme de dar una conferencia...
* Confieso que me llené de sobresalto. ¿Qué podría decir yo, que por su enjundia o por su forma, o por ambas cosas a la vez, fuera digno de ser dicho bajo la grave responsabilidad de tan seria promesa?
No, mis queridas amigas, hube de decirles a las muy gentiles señoras de la Sub-Comisión Femenina del Gimnasio Paraguayo: una conferencia no; que para darla, ni podrían ustedes atribuirme títulos de que carezco, ni podría yo vencer el sentimiento de incapacidad que me haría aparecer cohibida, vacilante y desconcertada ante este auditorio.
* No, una conferencia, no...
* Bien sabéis, señoras amigas, que ni siquiera soy feminista; por lo menos, no lo soy en el sentido combativamente reivindicativo y airado que se atribuye al feminismo y que da a la palabra una estridencia tan poco, tan poco femenina...
* No vendré, pues, a haceros una disertación erudita, no les expondré un trabajo que sea fruto de largos y prolijos estudios. Vengo a conversar sencillamente con ustedes. Mi conversación será además muy simple: ligeras observaciones hechas como a flor de piel al pasar por sobre los variadísimos temas de nuestro interesante y rico folclore nacional. Quiero hablaros de algunas de nuestras leyendas populares. Más propiamente de los casos, como llama el pueblo a toda narración, fábula o romance de esta índole. Estos casos me han apasionado siempre profundamente, ya desde pequeña, cuando no veía en ellos más que los cuentos, ¡esos enloquecedores cuentos infantiles! Y más tarde, cuando he podido reflexionar sobre el sentido o concepto moral, religioso, o filosófico que entrañaban; cuando he podido aspirar la oculta esencia que les dio vida y percibir su intención, este interés se ha acrecentado notablemente.
* En ninguna parte es posible conocer mejor que en esos casos la idiosincrasia del bajo pueblo. Allí está reflejada, como en fidelísimo cristal, su alma ingenua, simple y clara, sin complejidades inquietantes, sin las tortuosidades de los espíritus muy evolucionados, con la frescura de emoción que habrán tenido todos los hombres en la aurora de los siglos, cuando todo era aún puro, nuevo, sano.
* Se ven también sus vicios y sus malicias inocentonas, desprovistas de los refinamientos de la maldad complicada.
* La mayor parte son morales, escondiendo bajo su aspecto supersticioso una intención muy alta de bien y de belleza. Otros son chistosos a su manera, sin fin determinado, como si el que los inventó no los hubiera hecho con otro objetivo que el de dar al que los escucha la caridad de la risa. Los hay, por fin, picarescos, a veces demasiado picarescos, como que no son cuentos de niños, aún cuando algunos lo parezcan. Sería desde luego absurdo pretender en personas mayorcitas una completa inocencia, pues esta hace rato ya, desde el hombre primero, que ha desaparecido. En cambio hay una gran exaltación de las virtudes en los tremendos castigos impuestos a los vicios que las contrarían. Este rico archivo -podríamos llamarlo así- archivo de inestimable eficacia en la documentación de la idiosincrasia popular, ha sido aún muy poco estudiado entre nosotros. Creo ser, y acaso no ande del todo equivocada, sino la iniciadora del género, una de las que primero pusieron en letras de molde un caso de nuestro folclore hace ya años, con las leyendas del Origen del Mono y del Caraû.
* Para presentaros este modesto trabajito no he abierto ningún libro, ni consultado una nota. No he abierto más que el arca de los propios recuerdos, evocando horas inolvidables de mi lejana y dichosa infancia. Y han surgido los casos, todos, con su perfume milagrero y arcaico.
* ¡Qué hondo encanto el de estas memorias de las leyendas guardadas celosamente a través de las generaciones y de los años remotos! ¿Guardadas por quién? Por una obscura voluntad colectiva que conserva como joyas valiosas estos casos que hicieron y siguen haciendo las delicias del ingenuo espíritu popular. ¡El pueblo que no lee, que no puede gozar del deleite de una bella página, que no puede embriagarse con la música de un verso alado y brillante, ni olvidar sus penas en el vuelo de una fantasía labrada por un esteta! Necesita soñar, necesita que sus ojos se ilusionen aunque sea pasajeramente, ciegos para la realidad. Por eso cree en las estupendas quimeras de su rico folclore. Escapa, así, a su existencia trabajada y doliente y se mece dichoso en las nubes luminosas del milagro y del ensueño.
* A una vieja tía debo estos recuerdos. Vivía largas temporadas en el campo. Era en un pueblito apacible, uno de esos nuestros pueblitos quietos, sobre los que sueña, en el dormir de los siglos, una paz profunda, callada y solitaria. La casa antigua, de gruesos adobes, daba a la plazoleta de la iglesia con sus amplios corredores, y era frente a la casa, sobre la gramilla, donde nos reuníamos en bullicioso enjambre Lina gran cantidad de sobrinos, asediando a la buena señora con nuestros pedidos de cuentos y más cuentos, cuando las vacaciones abrían en nuestras tareas escolares su paréntesis de luz tan esperado por los niños.
* Y ella, complaciente y jovial, se tornaba, en las claras noches de diciembre, en la Schahrazada maravillosa de nuestros relatos campesinos. Se instalaba en su silleta carapé, la clásica silleta de cuero de nuestras abuelas, tan cómoda y amplia, recostándola en un pilar o-bó-yecó, gozosa la anciana de vernos pendientes de sus labios, estremecidos los pájaros locos de nuestras cabecitas infantiles con sus casos tan variados como divertidos.
* Tenía fama de saber muchos casos, por lo que, tan pronto como se instalaba para contarnos sus cuentos, las vecinas todas, que salieran de los corredores de sus casas respectivas a gozar de la noche hermosa, se allegaba presto, con sendas silletas, a ocupar posiciones cerca de la narradora cuyo prestigio mayor era ese, mayor aún que el de su bondad y el de sus virtudes que eran muchas y ejemplares. Desde Ña Ramona-Sapó, la vieja cocinera, las criadas daban tregua a su quehacer y se acercaban silenciosas, se sentaban sobre los talones -o guapy y py rejhé- e inmóviles y absortas escuchaban más atentas y encantadas que los propios niños.
* Yo los invito a ustedes señores, a acompañarme allá. Abandonemos este salón; troquemos la tarde esta por una de esas nuestras encantadoras noches estivales del campo. Abandonemos las sillas e instalémonos sobre el verde y mullido, fresco y fragante gramillar de aquella plazoleta del pueblillo humilde. La noche es tranquila; el cielo un altar. Traslúcido y sereno el firmamento, hay, una divina quietud en este claro plenilunio, en que hasta las estrellas, ebrias de belleza, se diluyen en soñadora trasparencia, y el alma se llena de un sagrado recogimiento, de una ventura tan íntima y profunda, que hasta se vuelve dolorosa de soledad, de silencio, de ensueño...
* La modesta iglesia yergue en el centro su silueta obscura de líneas simples y puras; y luego de orar un momento por todos los muertos, en el bronce de su campanita humilde, se sumerge de nuevo en el gran silencio circundante.
* Confieso que me llené de sobresalto. ¿Qué podría decir yo, que por su enjundia o por su forma, o por ambas cosas a la vez, fuera digno de ser dicho bajo la grave responsabilidad de tan seria promesa?
No, mis queridas amigas, hube de decirles a las muy gentiles señoras de la Sub-Comisión Femenina del Gimnasio Paraguayo: una conferencia no; que para darla, ni podrían ustedes atribuirme títulos de que carezco, ni podría yo vencer el sentimiento de incapacidad que me haría aparecer cohibida, vacilante y desconcertada ante este auditorio.
* No, una conferencia, no...
* Bien sabéis, señoras amigas, que ni siquiera soy feminista; por lo menos, no lo soy en el sentido combativamente reivindicativo y airado que se atribuye al feminismo y que da a la palabra una estridencia tan poco, tan poco femenina...
* No vendré, pues, a haceros una disertación erudita, no les expondré un trabajo que sea fruto de largos y prolijos estudios. Vengo a conversar sencillamente con ustedes. Mi conversación será además muy simple: ligeras observaciones hechas como a flor de piel al pasar por sobre los variadísimos temas de nuestro interesante y rico folclore nacional. Quiero hablaros de algunas de nuestras leyendas populares. Más propiamente de los casos, como llama el pueblo a toda narración, fábula o romance de esta índole. Estos casos me han apasionado siempre profundamente, ya desde pequeña, cuando no veía en ellos más que los cuentos, ¡esos enloquecedores cuentos infantiles! Y más tarde, cuando he podido reflexionar sobre el sentido o concepto moral, religioso, o filosófico que entrañaban; cuando he podido aspirar la oculta esencia que les dio vida y percibir su intención, este interés se ha acrecentado notablemente.
* En ninguna parte es posible conocer mejor que en esos casos la idiosincrasia del bajo pueblo. Allí está reflejada, como en fidelísimo cristal, su alma ingenua, simple y clara, sin complejidades inquietantes, sin las tortuosidades de los espíritus muy evolucionados, con la frescura de emoción que habrán tenido todos los hombres en la aurora de los siglos, cuando todo era aún puro, nuevo, sano.
* Se ven también sus vicios y sus malicias inocentonas, desprovistas de los refinamientos de la maldad complicada.
* La mayor parte son morales, escondiendo bajo su aspecto supersticioso una intención muy alta de bien y de belleza. Otros son chistosos a su manera, sin fin determinado, como si el que los inventó no los hubiera hecho con otro objetivo que el de dar al que los escucha la caridad de la risa. Los hay, por fin, picarescos, a veces demasiado picarescos, como que no son cuentos de niños, aún cuando algunos lo parezcan. Sería desde luego absurdo pretender en personas mayorcitas una completa inocencia, pues esta hace rato ya, desde el hombre primero, que ha desaparecido. En cambio hay una gran exaltación de las virtudes en los tremendos castigos impuestos a los vicios que las contrarían. Este rico archivo -podríamos llamarlo así- archivo de inestimable eficacia en la documentación de la idiosincrasia popular, ha sido aún muy poco estudiado entre nosotros. Creo ser, y acaso no ande del todo equivocada, sino la iniciadora del género, una de las que primero pusieron en letras de molde un caso de nuestro folclore hace ya años, con las leyendas del Origen del Mono y del Caraû.
* Para presentaros este modesto trabajito no he abierto ningún libro, ni consultado una nota. No he abierto más que el arca de los propios recuerdos, evocando horas inolvidables de mi lejana y dichosa infancia. Y han surgido los casos, todos, con su perfume milagrero y arcaico.
* ¡Qué hondo encanto el de estas memorias de las leyendas guardadas celosamente a través de las generaciones y de los años remotos! ¿Guardadas por quién? Por una obscura voluntad colectiva que conserva como joyas valiosas estos casos que hicieron y siguen haciendo las delicias del ingenuo espíritu popular. ¡El pueblo que no lee, que no puede gozar del deleite de una bella página, que no puede embriagarse con la música de un verso alado y brillante, ni olvidar sus penas en el vuelo de una fantasía labrada por un esteta! Necesita soñar, necesita que sus ojos se ilusionen aunque sea pasajeramente, ciegos para la realidad. Por eso cree en las estupendas quimeras de su rico folclore. Escapa, así, a su existencia trabajada y doliente y se mece dichoso en las nubes luminosas del milagro y del ensueño.
* A una vieja tía debo estos recuerdos. Vivía largas temporadas en el campo. Era en un pueblito apacible, uno de esos nuestros pueblitos quietos, sobre los que sueña, en el dormir de los siglos, una paz profunda, callada y solitaria. La casa antigua, de gruesos adobes, daba a la plazoleta de la iglesia con sus amplios corredores, y era frente a la casa, sobre la gramilla, donde nos reuníamos en bullicioso enjambre Lina gran cantidad de sobrinos, asediando a la buena señora con nuestros pedidos de cuentos y más cuentos, cuando las vacaciones abrían en nuestras tareas escolares su paréntesis de luz tan esperado por los niños.
* Y ella, complaciente y jovial, se tornaba, en las claras noches de diciembre, en la Schahrazada maravillosa de nuestros relatos campesinos. Se instalaba en su silleta carapé, la clásica silleta de cuero de nuestras abuelas, tan cómoda y amplia, recostándola en un pilar o-bó-yecó, gozosa la anciana de vernos pendientes de sus labios, estremecidos los pájaros locos de nuestras cabecitas infantiles con sus casos tan variados como divertidos.
* Tenía fama de saber muchos casos, por lo que, tan pronto como se instalaba para contarnos sus cuentos, las vecinas todas, que salieran de los corredores de sus casas respectivas a gozar de la noche hermosa, se allegaba presto, con sendas silletas, a ocupar posiciones cerca de la narradora cuyo prestigio mayor era ese, mayor aún que el de su bondad y el de sus virtudes que eran muchas y ejemplares. Desde Ña Ramona-Sapó, la vieja cocinera, las criadas daban tregua a su quehacer y se acercaban silenciosas, se sentaban sobre los talones -o guapy y py rejhé- e inmóviles y absortas escuchaban más atentas y encantadas que los propios niños.
* Yo los invito a ustedes señores, a acompañarme allá. Abandonemos este salón; troquemos la tarde esta por una de esas nuestras encantadoras noches estivales del campo. Abandonemos las sillas e instalémonos sobre el verde y mullido, fresco y fragante gramillar de aquella plazoleta del pueblillo humilde. La noche es tranquila; el cielo un altar. Traslúcido y sereno el firmamento, hay, una divina quietud en este claro plenilunio, en que hasta las estrellas, ebrias de belleza, se diluyen en soñadora trasparencia, y el alma se llena de un sagrado recogimiento, de una ventura tan íntima y profunda, que hasta se vuelve dolorosa de soledad, de silencio, de ensueño...
* La modesta iglesia yergue en el centro su silueta obscura de líneas simples y puras; y luego de orar un momento por todos los muertos, en el bronce de su campanita humilde, se sumerge de nuevo en el gran silencio circundante.
* Apenas, allá muy lejos, en el camino que la luna platea, chirría una carreta viajera, y suena la voz remota del carretero rezagado y soñoliento que aguza a los bueyes: -¡Hoscooo!... ¡Rubio!... La brisa, pura, beata, callada, no agita una hoja, ni mueve una flor. Apenas, si en su vago crespón arrastra un perfume blando y sutil. Numerosos muds vagan -sueños inquietos de la noche en calma- sin conseguir despertar el anhelo de los niños, ocupados con los casos. Aquietado el loco afán infantil escuchemos con ellos, hagamos rueda con los vecinos, oigamos a la anciana. Tiene la voz dulce, fatigada de su largo vivir. Oigámosla.
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PERÚ-RIMÁ
* Otro tipo popularísimo, que es precisamente la antítesis del abá, es Perú rimá. Este perú-rimá es la encarnación del ingenio vivo y sutil. Es un sujeto listo, lleno de recursos y de ocurrencias felices que le hacen salir siempre adelante en sus empresas, sin dejarse sorprender jamás. Es irreverente, corrompido y sacrílego, socarrón y ladino. Pero, chistoso como él sólo, aún en las atrocidades mayores se hace perdonar por el regocijo que producen sus aventuras. Los curas suelen ser a menudo las víctimas de sus travesuras; se burla donosamente de ellos. Estos casos debieron tener su origen en tiempo de los jesuitas, cuando el indio, oprimido por la térrea disciplina implantada por estos en las reducciones, inventó el tipo que se burla de ellos como desquite de su opresión. En amor es de lo más afortunado, aun cuando el éxito de todas sus empresas lo debe y casi siempre, a la sorpresa y al engaño Entra casi siempre en el jardín encantado no francamente por la puerta abierta, sino torzando el acceso con la llave falsa del dolo. Pero para la cosecha grosera con que se conforma eso le tiene sin cuidado, pues no hay en él un rasgo de idealismo. Es de un epicureísmo bajo y animal.
* Un día el señor cura va de viaje en su mula. Lleva del tiento, además del breviario, una bolsita llena de onzas, producto del diezmo, que en la ciudad habrá de entregar al obispo. Perú desea apoderarse del dinero; pero la corpulencia del Paí le hace dudar del resultado de una agresión violenta y él que no quiere arriesgar el resultado en una lucha desigual. Se le ocurre el siguiente arbitrio: enciende fuego entre unos matorrales, a la vera del camino, pone agua a hervir en una ollita de tres pies y con un pedazo de carne que trae en el churrón (Perú es un eterno peregrino) hace un pucherito. El señor cura ha salido de su casa muy temprano porque es largo el camino a seguir. Hace un calor sofocante; no ha podido tomar mate, a causa de que el ama imprevisora no guardó leña de la víspera y por la obscuridad reinante no fue posible buscarla en el monte cercano para la lumbre. El camino ancho y desierto se pierde a lo lejos. La naturaleza aún duerme y el cura avanza fumando para engañar la vacuidad de su estómago. Ha amanecido ya y cuando tras un recodo del camino va a llegar al sitio en que está Perú haciendo su puchero, éste, que lo atisba rato ha, cubre inmediatamente el fuego con arena y haciendo desaparecer sus rastros coloca la olla en medio del camino y se da a contemplarla atentamente. Puesto de espaldas hace como que no ha visto al cura. Pero este, curioso por descubrir que es lo que le absorbe la atención, se aproxima y ve, maravillado, que el agua hierve sobre la simple arena del camino.
* -¿Cómo -le dice- qué haces allí?
* -Ya ve Paí: preparo mi desayuno.
* -¿Y el fuego?
* -¡Ah ¡che Paí! Yo no necesito de eso; mi olla es de virtud y el agua hierve sin fuego con solo ponerla en la arena.
* Revivió en el bueno del cura el mal humor de su ayuno frustrado y juzgando que una olla así resolvería espléndidamente todos los problemas, le propone comprarla. Pero Perú no quiere. Se niega, discute, torna a negarse ante las modestas ofertas del Paí, y sólo cuando este, urgido por el deseo de poseer la olla prodigiosa, ofrece íntegro el dinero que traía en la bolsa, Perú reflexiona, y cede en honor al Paí.
* -Sólo por ser usted se la doy; pues no tiene precio.
* Y encantado, hecho unas pascuas, el cura se aleja con su adquisición famosa. Perú sonríe, guarda el dinero y se aleja rápidamente antes de que aquel pueda darse cuenta del engaño.
* Un día el señor cura va de viaje en su mula. Lleva del tiento, además del breviario, una bolsita llena de onzas, producto del diezmo, que en la ciudad habrá de entregar al obispo. Perú desea apoderarse del dinero; pero la corpulencia del Paí le hace dudar del resultado de una agresión violenta y él que no quiere arriesgar el resultado en una lucha desigual. Se le ocurre el siguiente arbitrio: enciende fuego entre unos matorrales, a la vera del camino, pone agua a hervir en una ollita de tres pies y con un pedazo de carne que trae en el churrón (Perú es un eterno peregrino) hace un pucherito. El señor cura ha salido de su casa muy temprano porque es largo el camino a seguir. Hace un calor sofocante; no ha podido tomar mate, a causa de que el ama imprevisora no guardó leña de la víspera y por la obscuridad reinante no fue posible buscarla en el monte cercano para la lumbre. El camino ancho y desierto se pierde a lo lejos. La naturaleza aún duerme y el cura avanza fumando para engañar la vacuidad de su estómago. Ha amanecido ya y cuando tras un recodo del camino va a llegar al sitio en que está Perú haciendo su puchero, éste, que lo atisba rato ha, cubre inmediatamente el fuego con arena y haciendo desaparecer sus rastros coloca la olla en medio del camino y se da a contemplarla atentamente. Puesto de espaldas hace como que no ha visto al cura. Pero este, curioso por descubrir que es lo que le absorbe la atención, se aproxima y ve, maravillado, que el agua hierve sobre la simple arena del camino.
* -¿Cómo -le dice- qué haces allí?
* -Ya ve Paí: preparo mi desayuno.
* -¿Y el fuego?
* -¡Ah ¡che Paí! Yo no necesito de eso; mi olla es de virtud y el agua hierve sin fuego con solo ponerla en la arena.
* Revivió en el bueno del cura el mal humor de su ayuno frustrado y juzgando que una olla así resolvería espléndidamente todos los problemas, le propone comprarla. Pero Perú no quiere. Se niega, discute, torna a negarse ante las modestas ofertas del Paí, y sólo cuando este, urgido por el deseo de poseer la olla prodigiosa, ofrece íntegro el dinero que traía en la bolsa, Perú reflexiona, y cede en honor al Paí.
* -Sólo por ser usted se la doy; pues no tiene precio.
* Y encantado, hecho unas pascuas, el cura se aleja con su adquisición famosa. Perú sonríe, guarda el dinero y se aleja rápidamente antes de que aquel pueda darse cuenta del engaño.
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ADELA SPERATI
ADELA SPERATI
(En el acto de la inauguración del monumento
a la insigne educacionista paraguaya Adela Sperati,
fundadora de la Escuela Normal).
fundadora de la Escuela Normal).
* Una de las niñas que se educaron bajo la dirección de Adela Sperati, y que hoy es esposa y madre, cumple con el deber de balbucear ante estos despojos queridos la torpe pero hondamente sentida oración de su filial gratitud. De aquel bullicioso enjambre infantil muchas no están aquí; pero estoy segura de que a través del tiempo y del espacio, todas las que aún alientan nos acompañan espiritualmente en el cariñoso homenaje que rendimos a la maestra sabia, a la maestra buena, a la que fue un poco madre cariñosa de varias generaciones de niñas.
* No hace mucho, señores, al llevar por vez primera mis hijos a la misma escuela donde transcurrieron tantas dulces horas de mi vida, sentí plenamente la evocación conmovedora de aquella noble figura de educacionista que tanto contribuyó a plasmar nuestras inteligencias y nuestras almas. La visión de la vieja casa es la que todo nos había de Adela, llenó de una tierna efusión mi alma. El busto de su fundadora despertó en mí la misma ternura que despierta la imagen de la madre adorada, vista ya después de definitivamente perdida, cuando la experiencia de los años nos dice cuanto debemos a su amorosa solicitud y cuanto a sus purísimas enseñanzas. Y pasará el tiempo y aquellas bulliciosas criaturas verán emblanquecerse sus cabellos, pero el recuerdo de la maestra única florecerá eternamente en nosotras en una perenne primavera de amor y de gratitud.
* Siempre he oído decir que la tarea del magisterio es la más ingrata. Sugestionada por la frecuencia de tal afirmación la he creído exacta sin detenerme a analizarla. Pero hoy, en este momento, viendo como perdura a través de los años el culto que supo inspirar una gran maestra, inclínome a pensar que acaso no sea tan ingrato el apostolado de enseñar. Parece serlo [156] cuando el educador, falto de estímulos ajenos a la satisfacción de su propia conciencia, modela en la ruda labor de todos los días la inteligencia y el espíritu de los niños, cuyas almas inquietas, de sentimientos que apenas son bosquejos, al igual de sus frágiles cuerpecitos, no sienten la penetración de la verdad ni del reconocimiento. El niño no comprende sino muy vagamente el milagro de abnegación que realiza el maestro día por día, hora por hora, al inundarle luz su espíritu y su inteligencia; pero aun así, su instinto certero le hace amar, tanto como de ello es capaz, a ese paciente artífice de su ser moral. Más tarde, cuando han pasado los años y la reflexión da a las cosas su verdadero valor, ese primer sentimiento confuso del niño se vuelve un culto fervoroso. Y este culto es el que nos ha traído aquí, y volverá a traernos otras veces para honrar la memoria de la maestra veneranda. Y por eso he dicho que no es tan ingrato como suele decirse el abnegado sacrificio de un apostolado cuyos buenos obreros viven eternamente en el corazón de los que recibieron sus beneficios.
* ¡Adela, la maestra buena y santa que supo inspirar a todas sus alumnas un cariño imperecedero, como lo demuestra este acto que nos reúne emocionadas alrededor de sus cenizas! No olvidaré jamás la angustia infinita que me produjo su muerte. Fue la primera congoja de mi vida. El ardiente rocío de mi llanto regó la flor de mi ternura eternizándola. Y mi niñez riente y tranquila, que corría con la diáfana transparencia de un arroyuelo feliz, conoció el remanso profundo del dolor.
* ¡Su memoria está unida al aromado recuerdo de mi infancia va lejana; dulce y serena memoria de la que irradia una intensísima luz de bondad! Fue con sus niñas buena corro una madre; fue exquisita y, tierna, fue, también sabia y prudente. Aún me parece ver su figura; aún creo oír el timbre armonioso y velado de su voz. ¡Tan vivo es el recuerdo! El ricecito negrísimo temblándole sobre la ancha frente en el calor de sus exposiciones; el ademán armonioso; la mirada tranquila, infundiendo simpatía, respeto y confianza...
* Tenían sus lecciones un encanto especial que ahuyentaba el tedio de la clase. Sus ideas claras y precisas se infiltraban sin esfuerzo. Paciente e inalterable, tenía el don de imponerse por la dulzura, manteniendo la disciplina en las infantiles colmenas sin recurrir a esas asperezas y rigores que si afianzan el respeto medroso amenguan el cariño.
* Después de muchos esfuerzos y de paciente y larga labor en compañía de Celsa, que compartía con su hermana nuestra veneración y afecto, vio premiada su tarea cuando se recibieron las primeras maestras normales del país. ¡Con qué santo y legítimo orgullo no presentaría aquella cosecha primera! Al ver que su esfuerzo no fuera vano, que la simiente daba un fruto tan halagador, habrá sentido una embriaguez de triunfo suficiente para aliviarla de la fatiga de su mucho batallar. Y siguió con nuevos bríos y nueva fe en la tarea excelsa de iluminar las almas.
* Hasta que un día, ¡día aciago para todos los que la queríamos! el gran corazón bondadoso se detuvo y el alma toda blanca, nostálgica acaso del cielo, en rápido vuelo huyó...
* Su desaparición tuvo el mejor tributo, el más tierno, porque junto al dolor de los mayores que apreciaban reflexivamente su obra buena, corrió el raudal del llanto infantil desatado por el amor. Las lágrimas más puras, las de la santa inocencia, el soñado rocío de las almas en flor, regaron copiosamente su tumba. Y el recuerdo bendecido y amante floreció en rosas de ternura, que cual surgidas en una primavera milagrosa no se agostarán jamás.
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* No hace mucho, señores, al llevar por vez primera mis hijos a la misma escuela donde transcurrieron tantas dulces horas de mi vida, sentí plenamente la evocación conmovedora de aquella noble figura de educacionista que tanto contribuyó a plasmar nuestras inteligencias y nuestras almas. La visión de la vieja casa es la que todo nos había de Adela, llenó de una tierna efusión mi alma. El busto de su fundadora despertó en mí la misma ternura que despierta la imagen de la madre adorada, vista ya después de definitivamente perdida, cuando la experiencia de los años nos dice cuanto debemos a su amorosa solicitud y cuanto a sus purísimas enseñanzas. Y pasará el tiempo y aquellas bulliciosas criaturas verán emblanquecerse sus cabellos, pero el recuerdo de la maestra única florecerá eternamente en nosotras en una perenne primavera de amor y de gratitud.
* Siempre he oído decir que la tarea del magisterio es la más ingrata. Sugestionada por la frecuencia de tal afirmación la he creído exacta sin detenerme a analizarla. Pero hoy, en este momento, viendo como perdura a través de los años el culto que supo inspirar una gran maestra, inclínome a pensar que acaso no sea tan ingrato el apostolado de enseñar. Parece serlo [156] cuando el educador, falto de estímulos ajenos a la satisfacción de su propia conciencia, modela en la ruda labor de todos los días la inteligencia y el espíritu de los niños, cuyas almas inquietas, de sentimientos que apenas son bosquejos, al igual de sus frágiles cuerpecitos, no sienten la penetración de la verdad ni del reconocimiento. El niño no comprende sino muy vagamente el milagro de abnegación que realiza el maestro día por día, hora por hora, al inundarle luz su espíritu y su inteligencia; pero aun así, su instinto certero le hace amar, tanto como de ello es capaz, a ese paciente artífice de su ser moral. Más tarde, cuando han pasado los años y la reflexión da a las cosas su verdadero valor, ese primer sentimiento confuso del niño se vuelve un culto fervoroso. Y este culto es el que nos ha traído aquí, y volverá a traernos otras veces para honrar la memoria de la maestra veneranda. Y por eso he dicho que no es tan ingrato como suele decirse el abnegado sacrificio de un apostolado cuyos buenos obreros viven eternamente en el corazón de los que recibieron sus beneficios.
* ¡Adela, la maestra buena y santa que supo inspirar a todas sus alumnas un cariño imperecedero, como lo demuestra este acto que nos reúne emocionadas alrededor de sus cenizas! No olvidaré jamás la angustia infinita que me produjo su muerte. Fue la primera congoja de mi vida. El ardiente rocío de mi llanto regó la flor de mi ternura eternizándola. Y mi niñez riente y tranquila, que corría con la diáfana transparencia de un arroyuelo feliz, conoció el remanso profundo del dolor.
* ¡Su memoria está unida al aromado recuerdo de mi infancia va lejana; dulce y serena memoria de la que irradia una intensísima luz de bondad! Fue con sus niñas buena corro una madre; fue exquisita y, tierna, fue, también sabia y prudente. Aún me parece ver su figura; aún creo oír el timbre armonioso y velado de su voz. ¡Tan vivo es el recuerdo! El ricecito negrísimo temblándole sobre la ancha frente en el calor de sus exposiciones; el ademán armonioso; la mirada tranquila, infundiendo simpatía, respeto y confianza...
* Tenían sus lecciones un encanto especial que ahuyentaba el tedio de la clase. Sus ideas claras y precisas se infiltraban sin esfuerzo. Paciente e inalterable, tenía el don de imponerse por la dulzura, manteniendo la disciplina en las infantiles colmenas sin recurrir a esas asperezas y rigores que si afianzan el respeto medroso amenguan el cariño.
* Después de muchos esfuerzos y de paciente y larga labor en compañía de Celsa, que compartía con su hermana nuestra veneración y afecto, vio premiada su tarea cuando se recibieron las primeras maestras normales del país. ¡Con qué santo y legítimo orgullo no presentaría aquella cosecha primera! Al ver que su esfuerzo no fuera vano, que la simiente daba un fruto tan halagador, habrá sentido una embriaguez de triunfo suficiente para aliviarla de la fatiga de su mucho batallar. Y siguió con nuevos bríos y nueva fe en la tarea excelsa de iluminar las almas.
* Hasta que un día, ¡día aciago para todos los que la queríamos! el gran corazón bondadoso se detuvo y el alma toda blanca, nostálgica acaso del cielo, en rápido vuelo huyó...
* Su desaparición tuvo el mejor tributo, el más tierno, porque junto al dolor de los mayores que apreciaban reflexivamente su obra buena, corrió el raudal del llanto infantil desatado por el amor. Las lágrimas más puras, las de la santa inocencia, el soñado rocío de las almas en flor, regaron copiosamente su tumba. Y el recuerdo bendecido y amante floreció en rosas de ternura, que cual surgidas en una primavera milagrosa no se agostarán jamás.
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EN LA ESCUELA
* Después de muchos años he vuelto a la Escuela Normal y sentí al pisar sus umbrales una honda e inefable emoción. Una ráfaga del pasado trajo a mi memoria dulces recuerdas de mi niñez; me vi allí mismo, chiquilina de siete años, con mi vestido rosa, las dos trenzas a la espalda y el cesto en la mano, abrazada a mi madre que al dejarme por primera vez en la escuela lloraba dulcemente, mientras deslizaba en mis oídos amorosos consejos, incitándome a ser buena y estudiosa. Junto a nosotras presenciaba bondadosamente la escena la inolvidable Adela Sperati cuya voz queda e insinuante puso fin a los transportes de mi madre diciendo, mientras me tomaba de la mano: -Ya es hora de ir a clase; vamos nena...
* Hoy la escena se ha repetido, pero la madre soy yo. He llevado a dos hijos míos y he sentido en mí lo que muchos años atrás sintiera mi madre y he adivinado en mis pequeños lo que sentí yo cuando me llevaron por primera vez a la escuela. Todo en aquella casa tenía para mí recuerdos emocionantes: el amplio patio por donde corrí en mis juegos infantiles, la escalera que más de una vez subí a escape para no llegar tarde a clase, la campana cuyos sones vibran aun en mi alma con armonías de palabra amiga, el bullicio mismo de los escolares en medio de los cuales siento ganas de meterme para que la evocación sea más completa.
* Solo faltan -¡ay!- algunas figuras que mi imaginación hace revivir, no obstante, con singular relieve. No están ni Adela ni Celsa, las sabias maestras que tan bien sabían aunar la severidad con la dulzura y bajo cuyas miradas vigilantes se formaron varias generaciones de niñas, cada una de las cuales lleva imperecedero en el corazón su tierno recuerdo. En la dirección, donde saludo al ejemplar educacionista que rige la casa, veo el busto de Adela y aunque mis recuerdos me dicen que poco se le parece, siento ganas de acercar mis labios al frío rostro de la imagen para ofrecer a la memoria de mi maestra el tierno homenaje de un beso filial.
* Por un momento me sumerjo dulce y melancólicamente en la ilusión del pasado. Pero he aquí que me dicen:
* -Vamos a examinar a sus niños, señora.
* Y entonces las manecillas que oprimen mis manos y en las que creo percibir un temblor de miedo, me devuelven a la realidad. Una maestra entra, se apodera de mis hijos, se los lleva. Espío sus pasos. Véola entrar en la misma aula donde también a mí se me examinó Celsa; acaso se sientan en el mismo banco; tal vez escriben en el mismo pizarrón. Revivo plenamente mi niñez en mis niños: siento su misma emoción, su mismo miedo; como a ellos me late con fuerza el corazón, como sus ojos, los míos hacen esfuerzos por contener una lágrima que quiere brotar...
* Vuelven los niños pálidos e impresionadísimos y lo primero que me dicen es que la maestra es muy buena y cariñosa. Esto les da confianza. Y al retirarme con mis hijos de aquella casa, de la que recuerdo todavía las vigas que tiene cada aula, tantas veces las he contado en mis distracciones, me siento enternecida y brota en mí una calurosa simpatía hacia la maestra desconocida que todos los días, durante tres horas, será un poco la madre de mis hijos y me ayudará a formar su alma y su inteligencia. Mis niños me lo han dicho: -Mamá, es buena la maestra- y los niños no se equivocan. Les enseñaré a tener por ella el mismo culto que guardo yo por Adela y Celsa.
* Después de muchos años he vuelto a la Escuela Normal y sentí al pisar sus umbrales una honda e inefable emoción. Una ráfaga del pasado trajo a mi memoria dulces recuerdas de mi niñez; me vi allí mismo, chiquilina de siete años, con mi vestido rosa, las dos trenzas a la espalda y el cesto en la mano, abrazada a mi madre que al dejarme por primera vez en la escuela lloraba dulcemente, mientras deslizaba en mis oídos amorosos consejos, incitándome a ser buena y estudiosa. Junto a nosotras presenciaba bondadosamente la escena la inolvidable Adela Sperati cuya voz queda e insinuante puso fin a los transportes de mi madre diciendo, mientras me tomaba de la mano: -Ya es hora de ir a clase; vamos nena...
* Hoy la escena se ha repetido, pero la madre soy yo. He llevado a dos hijos míos y he sentido en mí lo que muchos años atrás sintiera mi madre y he adivinado en mis pequeños lo que sentí yo cuando me llevaron por primera vez a la escuela. Todo en aquella casa tenía para mí recuerdos emocionantes: el amplio patio por donde corrí en mis juegos infantiles, la escalera que más de una vez subí a escape para no llegar tarde a clase, la campana cuyos sones vibran aun en mi alma con armonías de palabra amiga, el bullicio mismo de los escolares en medio de los cuales siento ganas de meterme para que la evocación sea más completa.
* Solo faltan -¡ay!- algunas figuras que mi imaginación hace revivir, no obstante, con singular relieve. No están ni Adela ni Celsa, las sabias maestras que tan bien sabían aunar la severidad con la dulzura y bajo cuyas miradas vigilantes se formaron varias generaciones de niñas, cada una de las cuales lleva imperecedero en el corazón su tierno recuerdo. En la dirección, donde saludo al ejemplar educacionista que rige la casa, veo el busto de Adela y aunque mis recuerdos me dicen que poco se le parece, siento ganas de acercar mis labios al frío rostro de la imagen para ofrecer a la memoria de mi maestra el tierno homenaje de un beso filial.
* Por un momento me sumerjo dulce y melancólicamente en la ilusión del pasado. Pero he aquí que me dicen:
* -Vamos a examinar a sus niños, señora.
* Y entonces las manecillas que oprimen mis manos y en las que creo percibir un temblor de miedo, me devuelven a la realidad. Una maestra entra, se apodera de mis hijos, se los lleva. Espío sus pasos. Véola entrar en la misma aula donde también a mí se me examinó Celsa; acaso se sientan en el mismo banco; tal vez escriben en el mismo pizarrón. Revivo plenamente mi niñez en mis niños: siento su misma emoción, su mismo miedo; como a ellos me late con fuerza el corazón, como sus ojos, los míos hacen esfuerzos por contener una lágrima que quiere brotar...
* Vuelven los niños pálidos e impresionadísimos y lo primero que me dicen es que la maestra es muy buena y cariñosa. Esto les da confianza. Y al retirarme con mis hijos de aquella casa, de la que recuerdo todavía las vigas que tiene cada aula, tantas veces las he contado en mis distracciones, me siento enternecida y brota en mí una calurosa simpatía hacia la maestra desconocida que todos los días, durante tres horas, será un poco la madre de mis hijos y me ayudará a formar su alma y su inteligencia. Mis niños me lo han dicho: -Mamá, es buena la maestra- y los niños no se equivocan. Les enseñaré a tener por ella el mismo culto que guardo yo por Adela y Celsa.
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Enlace al ÍNDICE del libro TRADICIONES DEL HOGAR - Segunda serie en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
A manera de prólogo - Juicios sobre un libro anterior de la autora
* El episodio de la Residenta / Junto a la reja / El noviazgo del tiempo viejo / Una crítica de antaño / La sagrada ofrenda / La merced de la Virgen / Nuestro folclore / Py-chay / Apero-pe manté / Sólo con apuro volverá a salir / El chingolo / Las alhajas de la viuda / El abá / Perú-Rimá / Adela Sperati / En la escuela
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