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viernes, 12 de febrero de 2010

EL VIAJE por DELFINA ACOSTA - Prólogo: UN VIAJE POR LOS LABERINTOS DEL SER por RENÉE FERRER / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

EL VIAJE
Autora: DELFINA ACOSTA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],
Editorial Don Bosco, [s.a.].


PRÓLOGO
UN VIAJE POR LOS LABERINTOS DEL SER

Conocida desde hace años por su poesía, Delfina Acosta revela en su primer libro de cuentos «El Viaje», una vigorosa fibra de narradora, que explora con agudeza las penumbras del ser.
Las historias de Delfina inquietan, sorprenden, sacuden, por el acople de secuencias inesperadas, por las reacciones que escapan al comportamiento habitual, por la resolución sardónica de las tramas, así como por la utilización frecuente de imágenes y situaciones surrealistas, por lo general desconcertantes, muchas veces lastimosas, ciertamente reveladoras de un conocimiento de la condición humana.
Hay un dejo de ironía, de burla, de sonrisa triste, una cierta piedad, en estos textos donde se pone de manifiesto una crítica mordaz de la sociedad, a través del develamiento de las lacras interiores que ensucian a los hombres y mujeres de todas las épocas.
Con un lenguaje preciso, incisivo, avaro de la adjetivación, alternando la poesía con el sarcasmo, Delfina nos pinta la realidad escamoteada por la apariencia; la fuerza de los deseos ocultos y la vacuidad de las divagaciones pueriles; la vida patética y las reacciones insólitas de esos seres a los cuales cuestiona con rigor, pero mira con solidaria compasión. Los denuncia para comprenderlos, los satiriza para explicarlos, y, finalmente, los acepta sin enjuiciamientos, como miembros de un círculo al cual pertenecemos todos.
Creo que Delfina Acosta ingresa a la ficción breve con un trazo acendrado y un acento original, sumándose de este modo a otras voces femeninas, que desde hace más de una década han cuestionado nuestros patrones sociales, aquilatando con sus obras la narrativa paraguaya.
Celebro este paso primerizo de Delfina Acosta en el ámbito de la cuentística, con el convencimiento de que constituye el inicio de una promisoria caminata hacia múltiples realizaciones. - RENÉE FERRER
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AMALIA BUSCA NOVIO
No pretendo que se me ame, como cuando tenía veinte años, pero con mis sesenta no he perdido aún las esperanzas de encontrar un hombre apasionado. Un hombre que me oiga tocar el piano aplaudiendo efusivamente mis interpretaciones de Mozart. Sería cosa más fácil todavía echar a caminar con él por la avenida de los olmos, respirar el fresco aroma de la tardecita, que suele ser prodigioso a las seis, y compartir aquellos sencillos proyectos de pasar el fin de semana en el hotel La alameda.
Elegiría un traje de baño en tono mostaza para sentarme a descansar en la arena.
Hablaríamos de cosas tales como: Aquello. Lo otro. Mentira. Verdad. Mentira. Tú ganas.
Compraríamos collares con semillas de frutas verdes que venden los indios, estremecidos cada uno por el temor de ser reconocidos a pesar de nuestras gafas y de nuestro maquillaje por los jóvenes nadadores. Nuestros admiradores nos pedirían, de tanto en tanto, autógrafos. No es poca cosa haber escrito más de veinte libros de amor, ser tan famosa como Corín Tellado y levantarme un galán de treinta años.
Nos sentaríamos en uno de los tantos miradores del hotel para ver la puesta del sol. Todos los atardeceres son magníficos, pero ninguno se compara con el que el mar te enseña a través de los catalejos. Ahora la ola arriba, ahora la ola abajo, ahora la ola cubriendo los peñascos, ahora dejando ver el puñal de piedra, y, por su parte, el corazón que no se queda quieto, el corazón subiendo y bajando hasta la altura de las golondrinas que rompen el viento.
Felipe, mi ultimo galán, amó más mi nombre que mi persona. ¿Con que eres tú quien ha escrito Veinte besos para Isolda?, me dijo aquella lluviosa noche de mayo mientras probábamos caviar en la abundante cena que ordené para dos personas. Nos habíamos conocido en el hotel Los búhos y habíamos jurado amarnos para siempre. Hacía bastante frío. Yo juré con lágrimas y vehemencia. Felipe me había mentido. Tenía la triste apariencia de un niño desprotegido; sentí tanta lástima por él cuando lo vi, pero mi lástima se transformó en amor apenas me llevó junto al murallón de la azotea de las palomas para besarme en la boca.
Besaba tan bien.
Juntos escribimos una novela de amor inspirada en la famosa emperatriz Sissí. Quita aquello, quita eso, me decía constantemente durante la penosa tarea de hilvanar una historia. No sé si su ayuda fue válida. Lo cierto es que Felipe se mandó mudar a Francia para escribir columnas literarias en un importante periódico vespertino. Creyó haber oído el llamado de la vocación junto a mí. Yo pensé que se había llevado mi manuscrito; pero aún conservaba un resto de mínima decencia. Mi libro estaba intacto; sin embargo, ya había perdido su amor.
La tía Constantina, que ha sobrepasado un poco los ochenta años, me comenta en su última carta que se ha enamorado de un joven de dieciséis.
Dice que lo cuida, que le peina la larga cabellera después de cada baño, que le prepara una dieta especial de cereales y panes tostados para que no le salgan granitos en la cara.
La tía será vieja, viejísima, pero sabe llevar con coquetería sus ochenta años, y hasta es capaz de provocar escándalos cuando se lanza a las aguas del mar con su traje de baño color topacio. Hay que verla, metiendo y sacando la cabeza del agua como un delfín, mientras sus fuertes brazos rompen las olas acercándola rápidamente hasta el buque de ultramar. Ha sido siempre tan vital.
Desearía enamorarme. Otelo, el joven levantador de pesas que vive en el piso nº 14, me mira a veces, o parece que me mira. ¿Qué ha visto en mí? Tal vez mi definitiva voluntad de amar, la majestad de mis ojos azules y este coraje endemoniado que me anima a derribar árboles sin sierra eléctrica. Tengo tanto para dar aún.
A veces sueño que Otelo está escondido dentro de uno de los varios placares de la casa. Precisamente, el juego de niños que tanto me gusta. De pronto, aparece ahorcado. De pronto, vestido con mis prendas íntimas. Es tan simpático Otelo. Como un ahijado. Y ya siento su cuerpo caliente, al lado de mi cuerpo, en la cama. Amalia qué bella estás, me dice desenredando las violetas de mi larga cabellera. Y ya sueño que vamos por la avenida de los olmos, tratando de abrirnos paso ante la copiosa lluvia de palomas que levantan vuelo. Otelo me besa en la boca diciéndome cosas bonitas que no llego a comprender del todo, pero que endulzan mi corazón.
Es tan reconfortante soñar.
No importa que él pase en estos momentos con Micaela, la chueca, por mi vereda, y le sonría, y le ponga flores en el ojal de su vestido, y le convide con helados de frutilla haciendo tanto alarde. Yo soy su novia, y eso es todo.
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EL CUERVO
Cuando el señor Bradbury llegó poco después de que cayera la tormenta ofreciéndonos una aspiradora americana, ni mi madre ni yo podíamos saber cuánta influencia llegaría a tener aquel anciano hombre en nuestras vidas. Era tan increíblemente anciano. Y tan frágil y enfermizo en apariencia. Por donde quiera que se lo mirase tenía mucho más de cien años. El señor Bradbury vestía un sobretodo de color azul eléctrico, cuyas mangas, ensanchadas y extremadamente largas, le llegaban casi hasta las rodillas. A decir verdad, no se desenvolvía con gracia como suelen desenvolverse los viejos a esa edad, pero sabía llevar con distinción su hermoso bastón de caoba.
Aquel bastón de caoba con punta de oro debía valer muchísimo dinero. Me animaba, a veces, el tonto deseo de preguntarle cuántos dólares había pagado por él, pero de inmediato desechaba la idea pues ese tipo de interrogatorio no se hace a un hombre mayor de edad. ¡Y que además vendía aspiradoras americanas!
Con rapidez nos explicaba las múltiples y apasionantes funciones de los botones mientras limpiaba el aparador inglés y la vieja alfombra de la sala. Quedamos encantadísimas con los resultados y decidimos comprar el producto en el instante. Ciento noventa dólares. Trato hecho. El señor Bradbury, en señal de profundo agradecimiento, prometió visitarnos a la tarde para tomar con nosotras el té.
No sabría cómo explicarlo, pero llegó a la cita convenida con un traje verde claro de estupendo corte y un aspecto casi juvenil. No parecía el mismo señor Bradbury que había aparecido durante la gran tormenta. En ciertos momentos de afectuosidad se lo veía hasta seductor. De hecho, sobrepasaba largamente los cien años. Misterio. Conversamos sobre tantas cosas. Las pinturas de Miguel Ángel, los cuentos de Borges, la promoción de nuevas invenciones lingüísticas que aumentaba el tiraje de las novelas breves, la naturaleza, las flores... Mi madre, que apenas intervenía en la conversación con un sí o con un no, tuvo la buena idea de dejarnos solos yéndose a la cocina para preparar el segundo servicio del té.
Me encantaba oír hablar al señor Bradbury. Él me explicaba, sin sonrojarse, misteriosas prácticas sexuales de los pájaros. (Mi madre hubiera pegado un grito de escándalo de haberlo estado oyendo). Precisamente, una pareja de palomas había bajado sobre las ramas del duraznero del patio cuando sentí que toda yo me había transformado en una paloma. El señor Bradbury, en cambio, era un cuervo. Un arrogante y hermoso cuervo. Dando breves aleteos conseguimos subir sobre el aparador inglés. Sin embargo nuestros picos no conseguían sujetarse el uno del otro por lo que caímos violentamente en el piso. Aún intentábamos besarnos. Yo sentía que amaba a aquel hombre; lo amaba mucho antes de que viniera a golpear nuestra puerta ofreciéndonos la aspiradora americana. Me seducía su cultísima charla, la ligera aspereza, como de nueces, de sus manos, el misterio de sus ciento cinco años, sus largas uñas, más propias de una mujer, con las que se rascaba el mentón. Oh, yo lo amaba. Sin embargo, nuestros picos no conseguían amoldarse al beso. Podía sentir su aliento de cuervo en mi rostro, pero eso no me bastaba. ¡Qué difíciles son los caminos del amor!
Cuando mi madre apareció con el segundo servicio de té, levantamos vuelo, huyendo por las ventanas abiertas. La bandeja y las tazas de porcelana cayeron al suelo con una explosión. Nunca olvidaré el rostro asustado de mi madre mientras lanzaba un grito de horror.
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EL VIAJE

A la memoria de mi padre,
Don Nicolás Acosta
Hacía tanto tiempo que no veíamos un niño. Allá por el año 1916, la colectividad de ancianos se alentó mutuamente para adquirir un niño oriental, pero nuestros esfuerzos se resquebrajaron amargamente en su presencia porque, contrariamente a lo que aguardábamos de su irradiación de timbal y de corneta, el chico no hacía sino señalar un médano en la playa, comunicándonos esa pereza y ese desgano de quien se ha cansado de llorar. No es que no queríamos compartir el terror de su soledad, pero teníamos miedo de volver a entender el porqué de su llanto, ¡hacía tanto tiempo que habíamos dejado atrás la infancia!
En vano desplegábamos esfuerzos por reanimarlo; tal vez él odiaba esa felicidad estúpida con la que le bosquejábamos nuestro cariño (sentíamos temor de tocarlo) y le contábamos nuestras desesperadas historias de ancianitos olvidados.
Un delicado amor se deslizaba por la aspereza de nuestros párpados resquebrajados cuando él nos miraba con sus ojos aguados, tristes, advirtiéndonos entre hipos que su madre venía a rescatarlo en el trencito de madera con el que jugaba. Pero el tren llegaba y salía de la imaginaria estación de New York o, quizás, de Tokio, con tantas advertencias de banderitas rojas para que su madre lo viera, y la pobre era una y otra vez arrastrada por ese enloquecido maquinista a cuerda.
¡Ay! ¿Dónde están las mujeres que no saben que sus hijos claman por ellas? ¿En qué feria se han quedado? ¿Los torvos entrechoques de la pareja de papagayos, las embelesó, quizás? ¿Dónde están las madres de cabellera delicada? ¿Dónde? ¿Dónde?
A veces nos cansábamos de escuchar sus lloriqueos y nos entregábamos en la vigilancia del reloj; qué bueno era saber que nuestra enfermera o nodriza (para el caso daba igual, lo mismo cuando la queríamos o no) nos traería al mediodía un revuelto de carne y de verduras. Sólo la velocidad y el traqueteo de nuestras mandíbulas al masticar nuestra porción de comida era capaz de alegrar a la señorita Susana. Oh, la buenísima señorita Susana. Con una jadeante exclamación de victoria, ella nos alentaba a seguir tragando el resto del filete de pescado, luego los caballones de perejil y después los tubos de cebolla.
Amábamos a esa mujer. Oh, sí la amábamos. Qué importancia tenía que nos despertara a la medianoche para hacernos dar ese horrible, ese frenético paseo por los pasillos de medio metro de anchura porque alguien había reclamado contra aquel olor que había coincidido con nuestro sobresalto. Ay, nosotros lo sabíamos muy bien, no habíamos hecho la cochinada pero nadie nos creía. Y era por eso el castigo del paseo. Y luego el agua fría de la ducha que dejaba al descubierto las ramas esqueléticas de nuestro desnudo corazón. Y más tarde, las velocísimas nubes de talco que nos hacían sonar las narices permitiéndonos soñar con el pañuelo perfumado de nuestra buena madre.
No siempre era así, desde luego; algunas tardes salíamos a dar caminatas bajo la enramada de flores. Cargábamos sobre nuestras espinas dorsales arqueadas el aroma dulzón de los jazmines.
¡Cómo pesaba a nuestro cuerpo de naturaleza invernal, la naturaleza fogosa de la primavera; exigiendo cada vez más ella nos pedía que nos sirviéramos también de las manos y de los pies, por lo que nos largábamos a gatear, recomponiendo por milésima vez, un mensaje de orfandad y de desdicha!
Gateábamos, y la delirante lanza del cazador apagaba nuestros obstinados bufidos mientras el director de Instituto bajaba el tercio de su cortina azul. Arrebatado por el espectáculo, el Dr. Ángulo hacía sonar una y otra vez la alarma que sacudía la delicada llanura de los pasillos; pronto aparecían el jefe y el subjefe portando enormes jeringas que nos empujaban a gatear con mayor velocidad todavía. Podíamos haber llegado hasta el puerto de Singapur, pero en cambio éramos arrastrados hasta la playa por las aguas espiraladas de la memoria, y era así que nos despertábamos llorando, recordando -repentinamente- que ya no éramos niños sonrosados, prodigiosos querubines, hermanitos menores...
¿De qué hornada del infierno era lanzado el sudoroso pánico que nos envolvía? Pero, tal vez no llorábamos por la súbita certificación de nuestra edad (algunos frisábamos los noventa años, otros los ciento veinticinco), ni por nuestra detención anunciada por la señorita Susana a través de los altoparlantes, sino por el doloroso desvío de la aguja en nuestros huesos. Ciertamente, hubiéramos preferido el castigo de las calientes palizas a la trágica pinchazón de la morfina que nos sumía a todos en un modelo común de sueño. Recordábamos también monótonos atardeceres en el Instituto. Dormitando bajo los obscuros alerones éramos visitados por nuestras jóvenes madres que nos abrigaban con mantas de algodón. Una, en especial, venía cada atardecer a bendecir a su hijo. Yo no la conocía. Oh, este chico está mal, susurraba sacudiendo la cabeza junto a la cabecera de su cama.
Su sombra paralizada sobre el crucifijo destilaba no sé cuán extraño amor, cuán inalcanzable fortuna, de modo que, sin saber qué hacer para querer a madre ajena, la llamábamos señora, con temor. Apartándonos de la dimensión de su presencia que abarcaba unas cuatro o seis baldosas, solíamos observar al chico enfermo: sumergido en la salobre leche que bebía de aquel monstruo de aguijones hipodérmicos, clamaba por volver a su hogar. Son perturbaciones propias de la senilidad y de la fiebre, explicaba la señorita Susana, extendiéndose en solicitudes para con el paralizado. Lo mismo un osito de peluche que una estrella de mar o una lagartija disecada para Dionisio: todo cuanto él quería era volver a su casa. Y nosotros también. Pero ya no recordábamos el camino, ni la otra mitad del bosque. Las señalizaciones de las curvas peligrosas habían desaparecido bajo la apariencia de una estola de yuyales que reverdecían alrededor de una cruz.
Acaso nuestra casa se había venido abajo. Acaso no quedaba de ella sino la ordinaria intención de los lindes; aquellos viejos postes carcomidos por las hormigas que cuidaban aún el sueño de una casona con frescos corredores. Y qué decir de los fragantes jazmineros: los fue secando la ausencia de las altas conversaciones nocturnas. Y qué decir del guayabo: el lazo de conciencia que hubiese tenido, partió con la correa del perro desatada de su tronco.
(Y qué decir de los tirantes: el aire inflamado de polvo debió haberlos derrumbado cuando Dios pasó su dedo por la viga mayor reclamando limpieza)
La buena de la señorita Susana nos comentaba (para que nunca más nos olvidemos) que cierta tarde el verano había asustado terriblemente a un niño pelirrojo. ¿Por qué señorita Susana?; ¿Por qué señorita Susana?, suspirábamos con temblorosa emoción, mientras acomodábamos nuestros anteojos muy cerca de nuestros corazones.
El chico, que se creía muy listo (mas ni siquiera sabía como se llamaba), se había bajado del liviano cuenco de su madre, largándose a curiosear por los interminables pasillos del Instituto.
Le tomó cuatro días y cuatro noches zafarse de la deliberada torpeza con que pretendíamos agasajarlo. En realidad no hacíamos más que amasarlo con nuestros cuerpos para que los inspectores no lo hallaran a la hora del requisamiento general. Lloramos muchísimo cuando lo perdimos. Era muy bello, tenía los ojos grandes y contemplaba nuestra ceguera con un enardecimiento infantil que lo fijaba a los cristales de sus anteojos.
Podíamos haberle indicado las procesiones de las puertas, pero no le dejamos alcanzar siquiera el umbral de nuestra prisión. Esa fue la última vez que vimos un niño. Y era muy frecuente que después soñáramos con su figura, su trajecito de mar azul, sus dos estrellas, y aquella débil voz suya con la que aún seguía llamado a su madre. Luego los sueños se transformaban en pesadillas que nos dejaban pasmados, mas sonriendo, igualmente, de emoción: alzábamos con nuestros pesados brazos a cientos de miles de chimpancés. ¿Eran así los niños ahora? Y viajábamos largas horas nocturnas con los asombrados chimpancés en la inequívoca dirección del baño. Prontamente, sus necesidades fisiológicas nos contagiaban una creciente velocidad, aunque así y todo, algunas veces, algunos: nada.
Oh, Kiato llegó oportunamente a nuestra puerta.
Sólo la mareante y vertiginosa velocidad de su trencito nos impedía descansar de lo más profundo de nuestro cansancio y de nuestra larguísima vejez sin visitas.
Nuestros asientos arrellanados, levantaban, a veces, bruscos, sorpresivos vuelos que nos asustaban muchísimo. Una cosa: ¿Viajaríamos o no? De pronto, seguro, todos estábamos dispuestos a mandarnos mudar del Instituto. Sin embargo, ¿qué era aquel berrinche de niños? ¿Qué eran esos espasmos?
Kiato decía que su madre vendría a buscarlo muy pronto en el tren; subiríamos -entonces- con él los que quisiéramos. De hecho, desaprobábamos ya los diminutos vagones de la pequeña maquinaria, pero teníamos fe en esa heroica banderita blanca enarbolada en la misma delantera del motor. Ay, la bandera nos instaba a avizorar un horizonte verdoso sobre colinas de cimas florecidas. A pesar del humeo sofocante de la chimenea y de nuestros consumidos tabacos, sabíamos que distinguiríamos, al fin, el caminillo de nuestra casa. Cabríamos todos en el trencillo de juguete. ¡Y viajaríamos!
No obstante, ¿cómo explicárselo a Ud. para que no sintiera lástima?
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LA FIESTA DEL MAR
Por alguna u otra razón que nadie -jamás- podrá descifrar, el poeta Franz Kurtz tenía un aire de desdichado al darte los buenos días, y, cuando te cruzabas con él, en una esquina, frente al viejo mercado municipal de las codornices o frente a la destartalada estación del ferrocarril sureño, te decía buenos días como quien dice adiós, y cuando te dabas vuelta, y era él, mientras tú le hacías la gracia de un simpático mono de circo, Franz te miraba sin comprender cuál de los dos tenía la culpa, o qué maldito bien te había hecho la vida (para pasar tanta vergüenza), y cuando tú abusabas en el apretón de las manos, él retiraba la suya, apagando con la frialdad cadavérica de sus dedos las castañuelas resonantes de tu calurosa amistad y, finalmente, cuando le sorprendías pegado a una de las tantas ventanillas del autobús, exhibiendo sombríamente su pasaje al guardia de la empresa, te saludaba sin verte ya, como quien echa al vuelo el pañuelo de un estornudo, nada más.
Qué desencanto la vida para Franz. Y qué soledad la suya, sin el derecho, siquiera, de elegir, porque las novias se le iban para la cuadra de enfrente, siempre inalcanzables con su vestido de primavera y sus cabellos trenzados de aromas de canela.
Pienso que todos los poetas son parecidos a Franz. Franz Kurtz. O casi todos. Por eso el gobierno inventó lo del gran cartel del mar, como primera medida de cultura, para romper la desoladora condición histórica de nuestra mediterraneidad y reconfortar a los intelectuales y a los soñadores como Franz, ávidos de mar.
Gran cartel de mar, el nuestro, con aquellas altas olas artificiales, aquellas espumas congeladas, aquellas gaviotas perpetuadas en su vuelo hacia el norte y aquellos arrecifes de mentira; gran cartel paisajista que los poetas contemplaban, melancólicos, sin que los incomodara el luminoso cartel de coca-cola que los oficiales del ejército levantaron como segunda medida de reconstrucción patriótica, gran cartel de mar, que algunos poetas, afectados de sentimentalismo, observaban desde su miserable pensión con catalejos y se echaban luego a llorar, repitiendo que sí, que era nomás el mar, no importa cuánta peregrinación inútil de gaviotas y retorno de loros amarillos, no importa cuantos golpes desiguales de marea, cuanta ilusoria carabela o gabarra deshaciéndose del cascarón de la pintura, era nomás el mar, la mar, no importa cuanta playa de arena cubierta por el hondo sentimiento de aquellas tres valientes palabras: ¡viva la revolución! Que viva la revolución aunque la vida siguiera su curso ordinario dentro de un progreso y una paz sepulcral como nunca tuvimos y los poetas recitaban sus poemas contestatarios, sin que nadie los oyera, salvo el mismo Presidente de la República, quien también escribía sonetos sobre el dorso de cualquier invitación oficial, cultivando el estilo, claro está, de Pablo Neruda: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche».
Que viva la revolución, porque al civilismo se lo lleva el aire del ocio mientras que en la refriega todo el mundo cabe en una plaza, y aún se encuentra un lugarcito de margaritas para echarse a morir con la debida gloria; pero, era nomás el mar, no importa cuánto silencio, cuánto caracol como huevo de perdiz, cuanta resolana, cuanto afiche y cuanto espejismo. Por supuesto, el mar que conocíamos no era el mar de verdad que sí rugía y que se traía y que se llevaba a la playa con cada golpe de oleaje, nuestro mar era el mar de las enseñanzas escolares, aprendido de memoria a través de la geografía moderna. Ay, yo daba vueltas, tú dabas vueltas, él daba vueltas al globo terráqueo, y qué duro meterse en la cabeza tan larga asignatura cuyo fundamental misterio era la historia del almirante Colón y sus tres carabelas, ay, tres carabelas llegadas a América por pura inspiración del velamen, y, luego, imaginaros, poder conocer los detalles más curiosos de las altas corrientes marinas, los animales recogidos bajo los perdidos cofres de los tesoros que ninguna empresa tuvo la suerte de hallar y las embarcaciones marinas arrestadas por las plantas musgosas con el último pirata entregado al placer de fumar su pipa, alegre en la popa, imaginaros, poder conocer las diferentes variedades de sales que en octubre se abrían como girasoles bajo el agua mientras el viento de la primavera se llevaba, arriba, las sombrillas cubanas, y aquel guarapo de los ahogados perdidos de sus madres, de sus novias, de todo el grupo excursionista, por no saber nadar aunque pareciera tan fácil la cosa desde la práctica sobre el taburete.
Caramba, aquello de nadar era toda una ciencia, algo de hacer o no hacer en un arrebato de extremo heroísmo. Lo que se dice nadar, nadar, todos lo hacían pero nosotros no, mas le dábamos pataleos al aire tendidos sobre las sillas y a grandes manotazos avanzábamos, o como que avanzábamos, hasta que toda la tripulación se venía abajo en el preciso instante en que un vértigo de fondo, un salpicón de corales y unas explosiones herbáceas tiraban de las patas de las sillas. Aquí y así como nos ven, tenemos espíritu de mar, tal vez porque sobrevivimos, aun sin crédito extranjero, y nos pasamos noches sin dormir, soplando fogatas frente al gran cartel del mar, y viene cayendo gente a la peña entre el alboroto de los niños y de los perros, y vienen resbalándose las muchachas hasta la peña, entre el apuro y la didáctica por fritar cebollas en el fuego, cebollas que todos comemos, brindando por los buenos tiempos, éstos, los tiempos de las noches estrelladas, de las buenas cosechas, de la gran bendición de los maizales que se arraigan aún en los cementerios, y de la prosperidad de los cafetales, y alguien ya ha traído su piano al oír la buena noticia de que la fiesta es frente al gran cartel del mar, de modo que la humilde vendedora de azahares baila, el usurero italiano baila, y un tercero les hace compás, no hay caso, nadie sabe quien es, pero baila tan bien, tanto para el costado como para el revés, para su pareja como para las demás parejas, baila tan bien el tercero, escondido celosamente dentro de su gran mascarilla de cambá, que todas queremos comprometerlo para que baile conmigo la próxima pieza, algún cielito, tal vez un merequetengue, los pasitos que me enseñaron la tardecita de las azaleas florecidas, cuando mi abuela se reclinaba en su mecedora de mimbre, pero, mira qué gran susto, cambá, el viento se llevó tu mascarilla, Franz Kurtz; quién hubiera sospechado, con ese aire de desdicha que siempre tenías al decir adiós, y con esa prudencia de los tristes con que te acercabas a los bailes para ver a las mulatas mover la calabaza; quién hubiera creído, ahora tú eres el que levanta el polvo con el zapateo, sintiendo que te sofocas con el giro de la cumparsita, y sabes que ya es tarde, que la cristalería de tu fama de poeta triste se rompió en mil añicos, de modo que no te queda más remedio que ensoparte en todos los pedidos musicales que la orquesta complazca. Y ahora todos nos metemos en el baile, olvidando las tristes horas que pasamos enjaulados en esta patria miserable, sin mar, sin ejército de marina, sin atardeceres de salitre que golpeen levemente los jazmines de los balcones, todo el mundo metido en el último furgón de la casa, respirando el vaho creciente de los muebles viejos, de los armarios de madera de caoba y del centenario arcón familiar, todo el mundo en la cocina, ordeñando la vaca que si ponemos acá no nos permite caber ahí, que si la ponemos donde sea no nos deja pasar, porque el recinto se ha quedado tan chico después de la última remodelación de la ordeñadora automática.
Y ahora el baile nos queda tan pequeño, tan como encimado porque también han venido los revolucionarios, imagínense, y los poetas de las odas a la Virgen de los mandiocales, y ha venido el mismo Presidente de la República con su sombrero panameño y su camisa de lino azul, y los niños meten nomás las manos dentro de sus grandes bolsillos repartiéndose caramelos de azúcar quemada y licor. Ay, qué respirada está la noche; cuánto cantar de cigarras subidas a lo alto de los eucaliptos, qué enredo de sables en la vueltita de los charangos como si el baile fuese la misma guerra, y se cumple el pedido de que el Presidente ordene cuál es la mejor pareja, por lo que todo el mundo le saca milagros a sus alpargatas, y tan metidos estamos en la calentura de la fiesta que nadie oye, que nadie oyó el ruido de tren que hace el viento al bajar por las colinas rocosas, hasta que alguien grita desde el campanario que viene el tifón partiendo en dos mitades el gran cartel del mar, y los peces azules se meten dentro de nuestros vestidos, el raso de los líquenes enreda las patas de los caballos y las mulas; son abiertas las jaulas de los caracolitos por la fuerza de los cangrejos que revientan en la fritura de las mazorcas; el mar se nos viene encima con su oleaje de pocillos, platos y vasijas de porcelana porque el barco paisajista naufraga, y alguien grita que pare la fiesta, que calle la orquesta, pero ni modo, con el agua hasta el cuello bailamos la cumparsita, llevados y traídos por la olas, libres por siempre jamás.
Nunca nos hemos divertido tanto. Esa fue la fiesta en la mar.
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Prólogo - Un viaje por los laberintos del ser
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