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viernes, 19 de marzo de 2010

JOSEFINA PLÁ - CRONOLOGIA DEL BARROCO HISPANO GUARANI / Fuente: EL BARROCO HISPANO GUARANI. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY.


EL BARROCO HISPANO GUARANI
Autor: JOSEFINA PLÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

SEGUNDA PARTE
LA OBRA

I
AMBITO, VOLUMEN Y
CRONOLOGIA DEL BARROCO HISPANO GUARANI

A) AMBITO
Las modificaciones territoriales a que dieron origen la nueva división de la Provincia Gigante de las Indias en dos Gobernaciones, y tratados con Portugal, primero; medidas gubernativas de otros órdenes luego; la independencia después, repercutieran como es lógico en la delimitación administrativa o política del área conocida como Provincia Espiritual de las Misiones del Paraguay, que se vio al cabo repartida definitivamente en denominaciones históricas distintas. Así se pudo hablar, y se habla, de Misiones paraguayas, argentinas y brasileñas. Esta distribución geopolítica, posterior al hecho mismo misionero, no tiene, ante nuestro objetivo, validez alguna. En su actividad espiritual y en su proceso sociocultural, reflejados por fuerza en su labor, las Misiones conservan hasta el fin su unidad.
Por otra parte, hemos de tener en cuenta no sólo los factores espirituales – esencial y exclusivamente hispánicos – que promovieron y galvanizaron, configurándolo, el hecho misionero y los elementos de estilo predominantemente peninsulares, sino también el material humano que actuó en la empresa y que fue a la vez la razón suficiente de ella; la población adoctrinada, a cuya obra – concomitancia y resultante de una empresa civilizadora única – se trata de reconstituir una fisonomía.
No se yerra pues al englobar desde el punto de vista crítico – el único que acá interesa – toda la producción de las Misiones guaraníes (se hallen éstas o no en territorio paraguayo actual) bajo el título de barroco hispanoguaraní. No abarca esta denominación por tanto exclusivamente el arte asentado en los pueblos de fundación jesuítica y hoy paraguayos por razón de limites (ocho); ella debe extenderse a la totalidad de un arte que tuvo como elemento básico, objetivo y razón última una masa indígena identificada en el idioma, unificada por el ideal religioso bajo el signo de un pensamiento totalizador. Un arte que en ese ideal religioso, cernido por la sensibilidad autóctona, encontró las razones más profundas de su acento peculiar.
Por otra parte, no todo el barroco producido en esta área tuvo su asiento o su destino en las Misiones jesuíticas. Más todavía: nos hallamos precisamente ante el hecho concreto de que del volumen subsistente de arte religioso paraguayo, la parte mejor conservada y más completa se halla precisamente en iglesias de pueblos de origen y régimen no jesuítico, centros de misiones franciscanas o que estuvieron a cargo del clero secular: Itá, Yaguarón, Tobati, Piribebuy, Valenzuela, algunos inclusive fundados en fecha posterior a la expulsión de los jesuitas: Quyquyó 1777, Ybycui 1766, Hiaty 1773, Caapucú 1777.
Aunque a la organización y realización de este otro volumen artístico haya presidido un sentido institucional distinto, no es por ello menos cierto que en el hecho intervienen básicamente los mismos factores fundamentes: el pensamiento religioso hispánico, la mano de obra y el fervor indígena, en medida, sin duda, distinta que en las Reducciones y orientada social y económicamente en forma diferente, pero idéntica en su esencial sentido de espiritual instrumento. Los elementos, así, son los mismos; varía sólo su proporción dentro de la estructura. Pero hay otras razones que concurren para que el arte del área no misionera pueda, no sólo reivindicar, como hecho conjunto, el mencionado calificativo, sino además establecer puntos de contacto subsidiarios con el arte misionero.
Un informe de Peralta dado en 1742 (fecha por cierto bien adelantada en la vida del barroco misionero) expresa, al referirse a los templos franciscanos, "que eran muy pobres" achacando esta pobreza a la vida precaria que en ellos se llevaba, "a causa de los ataques de los indios payaguaes" sobre todo. Aun sin necesidad de estos datos y basándose sólo en la historia de la colonia, se puede afirmar que en las Misiones de los hijos de Asís no se pudo desarrollar antes de bien entrado el siglo XVIII una actividad lo suficientemente organizada y metódica como para traducirse en producción artísticamente considerable, aunque no escaseasen las piezas menores: imágenes, nichos, pequeños retablos, etc.
Fray Francisco José de Parras, que muy cerca de la mitad del siglo visitó esas mismas Misiones (1) no dejó constancia de hecho descollante alguno con respecto a sus iglesias, aunque al referirse a Itá habla de "talleres de escultura y de muebles artísticos, embutidos de nácar". Pero no seria posible asegurar que en las Misiones franciscanas existió un arte parejo en su plan y volumen al de las Misiones jesuíticas, y contemporáneo de él; y que cuanta obra barroca hallamos en el área no jesuítica sea producción de talleres de esos mismos pueblos u otros de la misma área. El sistema de vida de esos pueblos era muy distinto del que regía en las Doctrinas; y es dudoso que en ellas, aun habiendo sido las circunstancias más favorables, se hubiese podido establecer la construcción ofrendaria al trabajo de que dieron ejemplo señero las Reducciones jesuíticas.
Si en esos pueblos existieron iglesias cuya ornamentación en nada cedió en cuanto concepción y estilo, a la de las iglesias misioneras (antes al contrario, en más de un caso las superó en ciertos rasgos estilísticos, aunque nunca alcanzó la profusión y riqueza de aquéllas) éstas se realizaron muy próximas a la fecha de la expulsión jesuítica, o posteriormente a ella. Pero ello no las excluye ni mucho menos del cuadro general de este barroco, por cuanto, si bien en una parte de su volumen no determinable intervino la mano maestra e inclusive foránea, es idéntica la orientación en el propósito, el mismo el repertorio estilístico; y además, es presumible que en ella intervino, en medida tampoco por ahora precisable y por vías distintas, la mano de obra misionera.
Por todo lo apuntado, y mientras no se disponga de documentos que permitan atribuir con certeza la realización de esas obras – como en Yaguarón – a artistas foráneos; y aunque en la realización de ellos no hayan intervenido en forma personal y decisiva artistas procedentes de talleres de Doctrinas, considero, como más arriba he expresada, que esta producción debe quedar englobada dentro del barroco hispanoguaraní, al ser sus elementos procedentes del barroco hispánico principalmente, sus objetivos orientados en idéntico espíritu y sobre todo su realización plástica en conjunto mayoritariamente indígena o mestiza.
La denominación no abarca en cambio el arte producido fuera del área específicamente denominada guaraní, o sea aquella en que el elemento étnico dominante fue éste. Ni las Misiones de Tucumán, ni las de Mojos y Chiquitos, a pesar de hallarse comprendidas en el mapa espiritual de la provincia jesuítica del Paraguay, quedan incluidas en ella. Con esto queda establecido el ámbito del barroco hispanoguaraní, que no sólo abarca el producido en los pueblos del mapa espiritual jesuítico de las Misiones guaraníes, sino también, con las reservas que estudios más detenidos y documentados establecerán sin duda, el perteneciente a las distintas parroquias paraguayas, antiguamente iglesias de pueblos a cargo de misioneros no jesuitas o del clero secular, en cuyas obras intervino, no solamente el elemento indígena puro, sino también el mestizo, e inclusive, eventualmente, el criollo, y hasta el europeo; y también indios misioneros.

B) VOLUMEN
En lo que se refiere al volumen de la obra barroca hispanoguarani, empecemos por recordar que desde la fundación de la primera Misión estable a orillas del Paraná (1609) hasta la expulsión de los jesuitas (1767), es decir, durante más de siglo y medio, la actividad de los talleres misioneros sucesivamente creados no cesa un instante, se reanuda tras cada fracaso o traslado de Misión, y adquiere mayor volumen y alcance a medida que se consolida su experiencia.
La enorme producción artística de las Misiones la atestiguan no sólo los documentos de la época y posteriores, sino también, por analogía, la decoración y ornamento de las propias iglesias no jesuíticas – pocas – hoy subsistentes, relativamente conservadas (iglesias del área de encomiendas), que no se aproximaron sin embargo por cierto a la riqueza de aquéllas. Lo prueba también haber sido esos talleres en determinada época capaces inclusive de exportación de trabajos de talla (retablos, cúpulas e imágenes).
Cada Misión tenía sólo un templo, pero muy capaz. "La iglesia no es más que una, pero tan capaz como las catedrales de España", dice Cardiel. Era lógico que así fuese, ya que debía albergar a toda la población en los actos religiosos a los cuales nadie faltaba. No eran raros los templos que tenían 70 metros o más de largo y casi todos median más de 60. Tenían todos tres naves, con excepción de Concepción, que tenía cinco. Como las Misiones fundadas alcanzaron a más de 70; como muchas de ellas, destruidas, cambiaron de lugar hasta tres veces (Santa María de Fe, Santiago) alzando cada vez su templo; como algunos templos de la segunda época se incendiaron o deterioraron y hubo que reconstruirlos, quizá pudiera calcularse en más de 75 el número de iglesias edificadas en Misiones. A este número podríamos añadir por lo menos otras treinta de los llamados pueblos indios y pueblos de españoles. (Contamos sólo aquellas que existían antes del XIX).
Los templos de la época funcional, si no insumieron trabajo artístico en su arquitectura, lo acumularon en su ornato. Al hacerse más duraderos los edificios, la ornamentación se extendió, cubrió muros y techo. Las estructuras visibles de madera estaban todas decoradas. Todas las iglesias poseían altares, generalmente cuatro, además del altar mayor (Concepción seis, Santa Rosa siete) todos tallados, pintados y dorados. Las imágenes adornaban no solamente los altares y retablos, a menudo en gran número (once en el altar mayor de San Ignacio Guazú, catorce en el de Candelaria, doce en el de San Javier), sino también las cúpulas, coros e intercolumnios, como en Santa Rosa; los coronamientos y frontones exteriores, como en San Miguel; las hornacinas de fachadas y muros laterales; las torres, como en Jesús, Concepción y Apóstoles. Furlong calcula en dos mil el número de imágenes realizadas en Misiones: seguramente fueron el doble. Al numero de imágenes de bulto para los altares y la ornamentación interna hay que añadir los altares mismos, algunos hasta de catorce metros de altura; los techos artesonados, los falsos arcos, los púlpitos, columnas (estas se decoraban casi siempre con planchas talladas superpuestas), los doseles, balaustres, ménsulas, frisos, pilastras; los confesonarios, que eran "preciosos, grandes, dorados y pintados que parecen retablos"; los coros, puertas y ventanas, rejas, comulgatorios ("las barandillas de comunión son tan grandes que en algunas caben hasta ochenta personas; y en algunas partes están con mucho adorno de dorado y pintado, y muy costosos paños y lienzos"); los baptisterios (el de Santa Rosa era un verdadero retablo), los retablos y armarios de sacristía (el de Yaguarón es un monumental ejemplo), los altares portátiles, andas (en Santa María hay una muy bella), catafalcos, mesas, cofres, escaños, sillones, candelabros, algunos de ellos grandes como columnas. Las cúpulas de los templos de la última época fueron en su gran mayoría de madera (Santa Rosa, San Luis, San Miguel, San Ignacio Guazú, Borja); de madera fue, por supuesto, la trabajada para Córdoba. Así pudo decir un testigo:
"He hallado templos cuya suntuosidad en esas partes no puede contemplarse sin admiración, y cualquiera de ellos excede incomparablemente a mi iglesia catedral que es su matriz (Córdoba) en el crecido número de ornamentos preciosos y grandiosas alhajas de plata en que están surtidas".
En su Breve Relación, capitulo VII, dice Cardiel, varias veces ya citado:
"Todas están por dentro con mucha hermosura, no sólo los retablos de cinco altares que suele haber, sino, también las columnas o pilares de las naves y los marcos de las vidrieras, y todo el techo y bóveda están muy pintados y dorados (2), y entreverado lo uno con lo otro de manera que abriendo las puertas de las iglesias que dan a la plaza y caen al comedio, y dos a los dos lados, con la claridad y resplandor del sol que los baña, hacen una hermosa vista".
(En el capitulo IV hemos visto cómo describe Santa Rosa el viajero francés De Moussy, que la visitó en 1854, es decir, noventa años después de la expulsión de los jesuitas).
Santa Rosa fue, sin duda, una de las más hermosas iglesias; pero las hubo aún más ricas. De Loreto dice el Padre Oliver:
"La iglesia es nueva, grande, con su media naranja bien pintada, con algunos pasos de la historia de David: el altar mayor es obra muy grave y hermosa, con diez estatuas primorosas: los cuatro altares laterales con muy hermosas estatuas, obras todas del Hermano Brassanelli...."
De Itapúa dice Azara, que la visitó años después de la expulsión: "más pintorroteada de lo que puedo decir, y con infinitas tallas y adornos". (Digamos de paso que la cultura artística de Azara adolecía, como correspondía a su tiempo, de antagonismo hacia toda expresión que no fuese la perfección clásica; y ello hemos de tenerlo en cuenta al sopesar sus apreciaciones).
El inventario realizado al tiempo de la expulsión señala en Itapúa treinta y dos ventanas entre grandes y chicas, todas con vidrieras (no fue por cierto caso único) "con arcos y esculturas pintadas de colores y oro".
De Santa Ana dice el misma Azara: "tiene ochenta y cinco varas (sesenta y cuatro metros) sin el presbiterio" (lo cual le da nueve metros más) "iguala a las más en ornamentos y alhajas".
De Santo Angel: "Toda la multitud de estatuas es de ángeles".
De Trinidad: "estuvo bien pintada y llena de estatuas".
De San Ignacio Guazú: "La bóveda es de madera, muy pintada (1600 tableros tenía el techo) como la media naranja, baja y ciega. Los arcos torales tienen mucha talla dorada, como sus cinco altares y dos confesonarios. La sacristía es muy capaz... En el colegio que fue de los jesuitas todo bien pavimentado, con buenas puertas y ventanas y vidrios y pinturas... Junto al colegio una capilla de Nuestra Señora de Loreto, muy pintada y cargada de ornatos, entre ellos veinte cuadritos de mármol con medios relieves; pero sus figuras carecen de cabezas..."
De Santa María de Fe: "Los altares, además de estar decorados, tienen muchos espejos y ramos dorados. El altar mayor y los dos colaterales tienen frontales y divisiones de plata, primorosamente labrados y embutidos, y con muchas piedras preciosas".
Pero la labor de los tallistas misioneros no se limitó a las iglesias. Un volumen enorme se distribuyó en otras construcciones. En cada Misión, según instrucción expresa del Provincial Padre Diego de Torres, debía haber una capilla de Nuestra Señora de Loreto, con las dimensiones mismas de la Santa Casa Matriz en Roma (40 X 20 x 25 varas), "con el altar y los demás como en ella está". Ignoramos si estos detalles se cumplieron a la letra (3) pero que en cada Misión hubo una capilla de esa advocación, no cabe duda. En la plaza de cada Reducción, hubo asimismo una capilla por lo menos. Las hubo igualmente en los caminos hacia las chacras y estancias; también en las estancias mismas. (En algunas de éstas había, adosada a la capilla, una casa para el Padre que periódicamente las visitaba). Había capillas en los cementerios, "con un retablo de las Animas".
En cada uno de los altares mayores debía haber cuadros o estatuas de los santos PP. Ignacio y Javier; cruces en todos los caminos, cruces en todas las casas, imágenes para los viajeros.
Es común atribuir a los templos de Misiones grandes riquezas en metales preciosos (idea concomitante de la que vio en la empresa misionera una proficua explotación material). Cardiel da una relación de los ornamentos y alhajas existentes en cada iglesia, y ciertamente no es excesiva. Pero como ya se ha expuesto anteriormente, manifestaciones en cartas o informes de viajeros de la misma Orden (algunas se han citado ya) apoyan la presunción de que no eran esas iglesias tan modestas en sus ornamentos como se deduciría de las palabras de Cardiel. Los ya mencionados inventarios proporcionan una liste de alhajas bastante nutrida; y la enumeración que hace Aguirre, tomada de los inventarios, así como la de los despojos llevados por Rivera en 1820, demuestran que los ornamentos de las Misiones eran abundantes y suntuosos. Salvo en el hecho de identificar como oro lo que sólo fue plata dorada, no exageró seguramente Azara al referirse a las iglesias de Misiones.
De Santa Rosa dice: "Por lo tocante a alhajas de plata y oro y ornamentos preciosos seguramente que muchas catedrales no tienen ni la mitad..."
De Itapúa: "Infinitos adornos, ornamentos y alhajas preciosas..."
De Santa Ana: "Iguala a las más en ornamentos y alhajas..."
De San Ignacio Guazú: "Es la más rica en ornamentos, candeleros y muchas alhajas de plata..."
De Candelaria: "No cede a las otras en ornamentos preciosos y alhajas de plata".
Robertson calculó la riqueza en alhajas de Santa Rosa en trescientas mil esterlinas. Estas riquezas serian según él, resultado de la acumulación principalmente de ofrendas hechas al Tabernáculo; no especifica por quiénes, pero quizá resulte un poco exagerada esta atribución en una colonia pobre (los indios nada podían ofrecer, porque nada tenían, y los colonos no es de creer fuesen tan ricos). La afirmación precisaría ser revisada; cosa que por otra parte ya es imposible. Un dato positivo: el templo de San Miguel, del cual ya se había tocado algo, lo avaluaban los expertos, al tiempo de la salida de los jesuitas, en un millón de pesos (4) (en el cálculo entraba el edificio).
Precisa repetirlo; es dudoso que existiese en las Misiones mucho oro aunque es seguro hubiese, como se dijo, en cada una un cáliz de oro, y en algunas dos (5). Se usó mucho la plata sobredorada, y esto soliviantó la fantasía de los cronistas, que olvidaron que no es oro todo lo que reluce. Cuando Chagas saqueó las Misiones de la izquierda del Paraná, se llevó un cuantioso botín en plata, pero para nada se mencionó el oro; ni lo nombró Fructuoso Rivera en 1820, salvo en alhajas menores (rosarios, etc.). Es verdad que ya para entonces habían entrado las Misiones en la fase del despojo, iniciada con la contribución de 1810, y quizá mucho antes, subrepticiamente.
Alguna de las piezas de plata eran de grandes dimensiones, como los candelabros de las festividades, de vara y media de alto, o la jarra, que todavía en 1854 vio De Moussy en Santa Rosa. Todos estos objetos estaban ricamente tallados y cincelados, y eran obra de los mismos talleres misioneros.
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Fueron, pues, las Misiones, a pesar de las vicisitudes que nunca, en una u otra forma, dejaron de afligirlas – bien que desde mediados del XVII esas vicisitudes ya no alcanzasen las catastróficas proporciones del principio –, foco de actividad incesante, que creó en el seno de la comarca, hasta entonces enteramente virgen, una riqueza artística enorme, cuyo aspecto y valor sólo la fantasía puede hoy reconstituir.
Intentemos imaginarnos lo que fueron aquellos templos edificados por una multitud apenas emancipada de la vida silvícola (por gentes que hasta entonces no habían sabido trabajar el metal ni la madera) bajo la dirección de unos pocos sacerdotes blancos en el seno de esa misma selva, lejos de los centros donde el europeo elaboraba en sangre y en espíritu la cultura colonial; en un ámbito en que ésta no tenía entrada en sus formas laicas, del mismo modo que sus habitantes no podían traspasar los límites de la Reducción, sino en caso de necesidad. En esas selvosas soledades donde amagaba incesante el malón y acechaba el cazador de esclavos; donde al atardecer se escuchaba el rugido de los grandes felinos, y reptaban los monstruosos ofidios, se levantaba el templo como celoso pastor guardando el ordenado rebaño de las viviendas indígenas, y ofrecía a la mirada, aún antes de traspasar el umbral, la visión resplandeciente de sus oros y sus colores múltiples, de sus formas extrañas, reflejándose sus destellos, de detalle en detalle, bajo la magia cegadora de las luces, con los enormes cirios de pura cera colocados en candelabros de plata, de bronce o de madera, altos como columnas, tallados y dorados; las imágenes en actitudes tanto más fascinantes cuanto menos comprendidas. El templo era el trasunto de un mundo que el indio apenas conseguía entrever a través de sermones y ceremonias; el umbral de una felicidad abstracta de la cual sólo podía alcanzar el deslumbramiento, la reverberación, del encantamiento, como en los sueños. Podemos comprender el encandilamiento del indígena, y también intuir cuánto debió contribuir a la formación de ambiente, para el desarrollo de las Misiones, la idea, acariciada por el indio, en su humildad, como un milagro, de que en aquel fausto tenía él una parte; de que en aquel fantástico mundo de esplendores, del cual los Padres poseían la clave, mucho era obra suya, resultado de su esfuerzo y de su fe. A través de esos fulgores creería entrever un anticipo del brillante premio que en el paraíso esperaba a los humildes de corazón. Si en alguna parte del barroco mereció llamarse arte religioso por excelencia, fue aquí, en este remoto y aislado ámbito de las Misiones guaraníes. Aquí alcanzó plenitud la virtualidad estético-religiosa, rudimentaria en su nivel, poderosa en su alcance, porque operó en el plano por excelencia de lo imaginativo y emocional.

Se inicia el deterioro
Con la expulsión de los jesuitas en 1767 se inicia, lentamente al principio, pronto en forma acelerada, la pérdida de este tesoro. El Gobeinador Bucareli dio órdenes bien intencionadas para la conservación de los pueblos bajo el régimen laico; trató de estimular la iniciativa del indio; pero el nuevo sistema fue un fracaso. Los religiosos franciscanos o los clérigos, que sustituyeron a los jesuitas, no recibieron de sus feligreses el mismo acatamiento que los Padres; no por falta de virtudes seguramente, sino porque el espíritu que aportaban al ministerio no era el mismo que había presidido a la labor jesuítica y al cual estaban habituados los indígenas. Estos se habían acostumbrado a ver en el sacerdote no sólo al maestro, al distribuidor de los sacramentos, sino también al guía en todos los aspectos de la vida, el jefe capaz de asistirlos en todas las necesidades, de infundirles una fe en la acción, llevándoles inclusive al combate... "La escisión entre la autoridad religiosa y la civil desorientó al indígena, destruyó la cohesión social". Las Misiones empezaron a despoblarse rápidamente. "Este pueblo y otros también se perderán en breve tiempo para el Rey y para Dios. Y prestamente nos iremos nosotros a nuestra condenación..." escribían en febrero de 1768 al Gobernador Bucareli los indígenas de San Luis. Allí se confirmó aquello de que "el Padre era para la Misión lo que el alma para el cuerpo".
En 1772 Trinidad tiene sólo treinta habitantes. En 1774 "los pueblos amenazan ruina"; en 1776 "los catorce pueblos de esta provincia amenazan total decadencia"; en 1788 "presentan un triste y doloroso espectáculo". Las palabras de Aguirre en su Diario son terminantes: "no solamente perecen los pueblos guaraníes, sino que es veloz su ruina"..., "se huyen los indios, reemplazándoles los españoles"... (Los pocos censos de la época dan fe de esa fuga continua de indios misioneros, con destino no precisado). A fines del XVIII, informa Gregorio de Doblas, "se ha descuidado la reparación y aumento de las iglesias, así como de las casas principales llamadas Colegios, de modo que se han arruinado". El régimen de pueblos de indios continuó sin embargo en lo que al Paraguay se refiere, hasta que en 1848 lo suprimió Carlos Antonio López.

La época aciaga de las Misiones
Veinte años después de la expulsión, Azara encuentra aún ricas las iglesias, aunque acusan ya signos de deterioro las más de ellas. Continúan, sin embargo, en pie todas, menos Trinidad, la primera en experimentar las consecuencias del abandono y falta de vigilancia. Buscadores de tesoros, al sacar de su lugar piedras–clave de la bóveda, precipitan su derrumbamiento. Pero es en 1815 cuando empieza la época aciaga de Misiones.
En ese año, en efecto, Artigas envía a su ahijado Guaracarí, llamado "Andresito", a tomar los cinco pueblos situados a orillas del Paraná. Andresito se apodera de Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio Miní y Corpus, iniciando así la guerra por el territorio, que prosigue con alternativas, adversas todas al final a los pueblos de Misiones. En 1817, Chagas y sus lugartenientes saquean San Carlos, Apóstoles y San José, aunque dejando intactos los edificios. No tienen tanta suerte Santo Tomás, La Cruz, Mártires, Santa María la Mayor, San Javier, Santo Angel Custodio y San Luis, en los cuales al saqueo siguió el incendio, quedando arrasados los templos. Las imágenes y retablos fueron llevados a Borja, las alhajas, a Porto Alegre primero y a Río luego. La plata del saqueo "alcanzó a ochenta arrobas", aunque es de presumir que no todo fue declarado; como sucedió siempre en tales casos, algo debió pegarse a los dedos de la soldadesca.
Rodríguez de Francia, entonces, mandó tropas al Paraná, y desmanteló los cinco pueblos citados en primer lugar, conquistados antes pero no saqueados por Andresito: Candelaria, Loreto, Santa Ana, San Ignacio Miní y Corpus. Hizo trasladar a la población, y con ella las imágenes y otros objetos (muebles, libros) repartiendo los habitantes y parte del patrimonio en las Misiones de la orilla derecha del río, y prendió fuego a los desmantelados edificios.
El mismo año, siguiendo el sistema de represalias, Andresito destruyó Apóstoles, San Carlos y San José, que, saqueadas por Chagas, habían quedado no obstante en pie.
Remató la destrucción Fructuoso Rivera, en 1820, al persuadir a los habitantes de las siete Misiones del Uruguay a que abandonasen sus pueblos para instalarse en territorio más adecuado. Las poblaciones abandonaron sus respectivos asientos para reubicarse siguiendo las indicaciones del caudillo uruguayo. En carretas trasladaron lo que pudieron. Rivera pasó a su Gobierno lista de los ornamentos hallados en las iglesias.
En menos de quince años, pues, han desaparecido prácticamente veintidós de las treinta Misiones, y con ellas, sus templos. Sólo permanecen intactas las ocho situadas a la orilla derecha del Paraná. Podía esperarse que éstas sobrevivieran. Pero un destino aciago parece perseguir la obra de la Orden. Ya se ha hablado de la suerte corrida por Trinidad, una de las principales. En 1848 es demolida la iglesia de Itapúa, en un acto de increíble estupidez por parte de un jefe político, que al notar que una de las columnas torsas en que se apoyaba la nave parecía un poco insegura, decidió echar abajo el templo para evitar riesgos de una vez por todas... Hoy, de la iglesia de Itapúa, primera sede de talleres en Misiones, no quedan ni los cimientos. En 1883, un voraz incendio destruyó Santa Rosa. En 1899 otro incendio devoró Santos Cosme y Damián, salvándose apenas parte del templo, que desde entonces acá se ha ido desintegrando: en 1954 se vino abajo la fachada, con su interesante murciélago esculpido en el frontis, y en 1970 el resto. En 1920 se había derrumbado, ante la indiferencia de quienes más habrían debido atender este patrimonio artístico, San Ignacio Guazú, con su hermoso techo pintado. Un número imposible de concretar, pero enorme, de imágenes, retablos y otros elementos de la decoración interna de los templos, han ido desapareciendo, destruidos por los insectos o a consecuencia del paulatino deterioro. Más tarde ha intervenido, para disminuir más rápidamente el patrimonio, el comercio de antigüedades.
Las alhajas y ornamentos corrieron destino parejo. El despojo, aunque a escala mínima, debió empezar desde la salida de los Padres; pero sólo se documenta desde 1810, fecha en que entró en ellos la mano secular; siguió haciéndolo bajo Francia en cuya época la Tesorería del Estado guardaba una considerable cantidad de plata labrada de procedencia de las Misiones (6), y luego bajo los López. Don Carlos dictó la disposición por la cual debían ingresar en las arcas del Estado toda la vajilla y alhajas eclesiásticas, reservando las iglesias sólo lo meramente necesario para el culto: la mencionada Tesorería fue el depósito de un gran caudal de piezas de plata, cuyo destino había de ser la dispersión y el saqueo. Nunca sabremos cuánto del patrimonio de las iglesias cayó en poder de los aliados en Piribebuy (1868) ni cuánta alhaja eclesiástica figuró en el cajón con novecientas libras de plata de chafalonía del Estado, embarcadas en 1869 por orden del Gobierno provisorio para su venta en Buenos Aires.
Los restos de un patrimonio
Todas estas vicisitudes han ido poco a poco reduciendo el volumen original a una centésima parte. Sobre restos bien escasos – desmigajados y desorganizados además – ha de asentarse el estudio de la obra misionera. Sin embargo, esos magros y desperdigados restos permiten de inmediato comprender que nos hallamos en presencia de un barroco de caracteres diferenciados dentro del panorama general del barroco hispanoamericano, como producto de circunstancias históricas completamente peculiares, de factores étnicos y ecológicos igualmente únicos.

C) CRONOLOGIA
La cronología de la producción barroca de esta área – si por tal cronología entendemos no sólo el establecimiento de fecha en cada caso peculiar, sino también la discriminación de secuencias estilísticas o de época, la determinación de las influencias que se hicieron sentir en esa producción según modelo o maestros – ofrece en lo que se refiere a las Misiones, dificultades, la mayoría irreductibles, originadas en su mayoría en las vicisitudes corridas por los mismos pueblos.
La fecha de erección o de consagración de los templos, que en otras áreas suele constituir preciosa guía, resulta, al aplicarla a ésta, ineficaz, casi siempre. Aunque esa fecha sea conocida – a menudo no es posible fijarla, a causa de la ausencia de archivos y otras fuentes de información – no siempre puede servir de índice:
a) Por la ya varias veces mencionada multiplicidad de influencias y magisterios.
b) Por la destrucción total, en muchos casos, de los templos; esa destrucción abre en todo intento de cronología conjunta o particular un hiato insalvable.
c) Por el trasiego de que ha sido objeto la suntuaria de muchas iglesias, sin catálogo, lista o referencia que pueda ayudarnos a reconstituir el itinerario de esas piezas trashumantes, sino en unos poquísimos e insignificantes casos particulares.
La lógica necesidad de renovar, aumentar o mejorar el decorado, convertido en piadoso prurito en los propios conversos, ha sido la causa de que en más de un caso una iglesia de fecha conocida y aún fuera del área misionera, haya sido objeto de cambios o de acrecimientos imposibles de verificar, aun en el caso de que la iglesia se conservase; salvo cuando esa mejora o acrecimiento pertenece a época más cercana; por ejemplo, las mejoras de la época carolina en ciertas iglesias del área parroquial. Cuando una iglesia destruida fue de nuevo levantada, o una iglesia provisional fue sustituida por la definitiva, parte del decorado del edificio anterior pasó eventualmente a ocupar un sitio en el nuevo templo, con el consiguiente desajuste cronológico. Esto sucedió evidentemente, y en mayor o menor medida, al ser sustituidas las iglesias misioneras funcionales por los nuevos templos de piedra, ya en el siglo XVIII. Otras veces, las piezas móviles – especialmente los altares, en menor grado los confesonarios, púlpitos, etc.– no siempre se adaptaban a las dimensiones o disposiciones de los nuevos edificios, y en más de un caso hubieron de ceder su lugar a otras nuevas, pasando las relegadas a capillas menores u oratorios. Algunos de los retablos de iglesias como Villa Florida, San Miguel, etc., es posible hayan tenido ese origen. Iglesias nuevas en la época carolina se surtieron a veces como se ha indicado repetidamente, con el patrimonio de los templos misioneros.
Como ilustración, en términos generales, de lo que se acaba de expresar tomemos, a falta de un templo jesuítico, a Yaguarón, iglesia franciscana, una de las pocas que conservan su patrimonio artístico en regular estado. Sus obras dieron comienzo en 1755. Su ornamentación, a tono con la peninsular de época, ofrece notable unidad en lo que se refiere al altar mayor, púlpito, confesonarios y piezas de dos retablos. Sin embargo, en este conjunto, el más completo de todos los aún existente, no dejan de observarse rasgos del mencionado desajuste. En efecto, basta fijarse en las mesas de los retablos laterales, cuyo estilo es completamente distinto del de la mesa del altar mayor y de los mismos retablos que coronan esas mesas; el sabor arcaico de éstas contrasta con el barroco tardío de aquéllos. La sabiduría estilística patente en el altar mayor, en los retablos y confesonarios, impide asignar esta incongruencia al autor del planeamiento y realización, y por tanto hemos de atribuirle otro origen. Podemos formular las siguientes hipótesis:
1) Las mesas proceden de otra iglesia local anterior, y han sido aprovechadas en la nueva.
2) Fueron realizadas al propio tiempo que la iglesia nueva; pero sobre modelos de distinta época. (Las causas pueden haber sido muchas: por ejemplo, haberse agotado el presupuesto de la obra y haber tenido que recurrir a donaciones, completando la decoración dentro de las posibilidades).
3) Fueron traídas de iglesias de otras localidades, y su realización es contemporánea de la de Yaguarón o anterior a ella.
4) Fueron realizadas en época posterior a la de la iglesia para sustituir a las originales destruidas.
Como se puede comprobar, el margen a las suposiciones es amplio, y en ausencia de documentos, cualquiera de ellas es viable.
En el mismo templo, al lado del altar mayor, el púlpito y los retablos laterales mencionados, de fina ejecución, hallamos otro retablo de ejecución tosca, a todas luces de mano inferior, colocado sin embargo sobre una mesa igualmente fina que las de los otros altares (altar de San Roque) clamando a voz en cuello la sustitución de que fue objeto. (El altar original paso, junto con su gemelo, a la iglesia de Santísima Trinidad, levantada por Don Carlos, en 1854).
Quizá haya que repetir una vez más que la indiscriminación en los modelos, en mayoría de origen estampario, y la ausencia de un plan conjunto en la decoración hacen que en la ornamentación misionera piezas de estilos y acentos diversos puedan ser perfectamente contemporáneos. No es cierto que, como afirma Lugones, el arte misionero siguiese la evolución de su época, sin discrepar de ella "a no ser para ir hacia el mamarracho". Esta producción es más bien una negación sistemática a la continuidad en la evolución. Aunque en sus líneas generales no pudo, como es lógico, evadir del todo el proceso evolutivo, dando cabida discontinuamente a los elementos nuevos que modificaban la faz del barroco, no es menos cierto lo que dice Pagano, que en esta área no es posible seguir el proceso de evolución histórica, por cuanto "los estilos juegan una danza de avance y retroceso, según los talleres y según las épocas".
Si fijar la cronología de un volumen dado de esta decoración resulta difícil cuando se trata de conjuntos definidos, puede imaginarse los obstáculos que presentará el asunto cuando se trata de piezas aisladas, desconectadas del conjunto primitivo.
En dos o más iglesias pueden hallarse obras de la misma mano o taller; en la misma iglesia, como ya se ha dicho, piezas de acento plástico muy distinto. El patrimonio primitivo de una iglesia dada puede haber sido repartido y formar actualmente parte de otras varias – éste es el caso de las cinco misiones de la izquierda del Paraná, cuyas imágenes y altares fueron, como sabemos, traídos en su mayor parte a la orilla derecha por orden de Francia. El hecho de que una imagen dada se halle hoy en determinada iglesia no acredita en modo alguno que pertenezca al patrimonio original; ni siquiera que no haya pertenecido antes a otro templo.
Lo transcripto basta para dar una idea de las dificultades con que tropezará el estudioso al llegar al terreno de la cronología en el barroco local. El estudio se ha iniciado un poco tarde, demasiado tarde ya en la mayoría de los casos. Seguramente que recurriendo a tal o cual dato disperso y haciendo jugar la lógica, podremos llegar a la conclusión de que el grupo de gran tamaño de la Trinidad, hoy en el Museo de La Plata, es más que probable coronase el crucero en la iglesia de ese nombre; que la colosal figura de Dios Padre que se encuentra en el mismo templo de Trinidad, hoy en ruinas, debió ocupar el nicho central del altar mayor; que el bellísimo Cristo de Jesús, obra capital de este barroco, es seguro procede de Corpus, una de las iglesias desmanteladas por Francia, si no es que formó parte de las imágenes destinadas al mismo inconcluso templo de Jesús; que las imágenes de gran tamaño de San Ignacio, San Javier, San Estanislao, San Luis Gonzaga, o por lo menos las dos primeras, pertenecieron a los altares mayores de iglesias que llevaban esa advocación; que las imágenes de buen tamaño de Santa Rosa pertenecieron a la iglesia de este nombre... Pero nunca ya sabremos cuál era el estilo de conjunto de esos templos de Santa Rosa, Trinidad, San Juan Bautista, que los cronistas describen, deslumbrados por su profusión y riqueza, y de los cuales no pueden darnos ni la más remota idea los pobres indicios existentes. ¿Cómo era la decoración interior de Itapúa, el templo más hermoso de Misiones a este lado del Paraná; o la de San Ignacio Miní, o la de la misma Santa María o Santiago?... ¿Cómo fueron esas iglesias de las cuales sólo se conservan apenas unos tableros, unas pilastras, un fragmento de falso arco o de coronamiento, en los que florece un barroco austero y prescindente, pero vigoroso, con vigor de planta germinada en tierra de rozado, tan distinto de la opulencia sensual y cortesana de Yaguarón?
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II. CARACTERES GENERALES DEL BARROCO HISPANO GUARANI
Aporte del Jesuita. Ausencia de Focos Irradiantes. El Sistema de Trabajo. El Aislamiento. Adaptación al Medio. Intervención del Indígena. El Sol Humanizado. Factores Determinantes en la Selección Decorativa. Motivos Decorativos del Dintorno. Simbología en las Imágenes. Determinismo Local. El Elemento Mudejar. La Participación Indígena en la Selección. Motivación Selectiva. Ascetismo Característico. Elementos Predominantes. Rasgos Generales de Estilo. Influencia de los Modelos. Las Imágenes Huecas. El Uniplanismo. Grupos Escultóricos.


NOTAS

1) FRAY ANTONIO JOSE DE PARRAS. Diario y derrotero de sus viajes. Buenos Aires 1954.
2) CARDIEL. Carta Relación de las Misiones. (1747) Buenos Aires 1954.
3) La única capilla de Loreto que se conserva, la de Santa Rosa, dista mucho de tener esas dimensiones; es apenas una habitación de aproximadamente 6 x 4 en la cual se conservan algunas imágenes.
4) PADRE PABLO HERNANDEZ. Organización social de las Misiones Jesuíticas Guaraníes, Gustavo Gili, Editor, Barcelona, 1913.
5) Consúltense los inventarios realizados al tiempo de la expulsión.
6) Véanse en el Archivo Nacional, entre otros, los volúmenes 3106 (año 1923); 2624 y 1823.
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Fuente: EL BARROCO HISPANO GUARANI por JOSEFINA PLA. Editorial del Centenario S.R.L. Asunción, 1975. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
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