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miércoles, 14 de abril de 2010

AUGUSTO CASOLA - EL COMPRADOR DE SUEÑOS y EL ESCRITOR Y SU ARTE / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA - TOMO I (A-L) de TERESA MÉNDEZ-FAITH.


CUENTOS de
AUGUSTO CASOLA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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EL COMPRADOR DE SUEÑOS
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Se lo veía cansado, con la barba de varios días sin afeitar, encorvado casi hasta la cintura, cubierta la cabeza con un viejo sombrero de fieltro. Llevaba en una mano un paraguas y en la otra las riendas de su carreta que se desplazaba lentamente, tirada por dos bueyes famélicos cuya característica más resaltante eran los huesos de las ancas que parecían todo el contenido de esas bolsas de arpillera que les servía de pellejo. Sólo en la expresión de su rostro resplandecía un algo indomable, como si estuviese poseído de un anhelo que lo empujaba hacia delante, enfrentado a la alternativa de triunfar o sucumbir. El cabello canoso que escapaba desgreñado bajo las alas del sombrero le caía sobre los ojos dándole un aspecto feroz por el brillo tenaz de su mirada.
El atardecer ya había avanzado hasta la mitad de su camino cuando el anciano divisó a lo lejos los primeros techos de tejas coloradas y las paredes pintadas de un blanco níveo, ahora teñidas de rojo al recibir en sus fachadas los postreros rayos del sol.
Se detuvo un momento a retomar aliento. Aún quedaba por recorrer la empinada cuesta que zigzagueante subía por la ladera para ir a desembocar en el pueblo que venía buscando desde tantos años atrás, cuando oyó en lejanas tierras la increíble historia de Virginia y despertó en él una codicia que hasta entonces jamás había conocido. Nunca hasta ese día en que sentado con otros hombres alrededor del fuego, supo de la existencia de Virginia y de los maravillosos sueños de la niña.
Casi no quería creerlo al principio, pero luego de recabar aquí y allá, llegó a la conclusión de que la niña existía, lo mismo que el pueblo en la cumbre de un pequeño cerro, asentado sobre el socavón abierto en la roca roja.
Y ahora estaba frente a él, esperanzado en hallar por fin esa quimera largamente acariciada de poseer el mayor de los tesoros que podría desear como comprador de sueños. Estaba seguro de poder conseguir a la niña y se sentía dispuesto a robarla si eso fuera necesario, pero lo más seguro era que esa criatura ingenua y esa gente feliz y despreocupada de la cual le habían hablado tantas veces, consentirían de buen grado en que ella lo acompañara, después de deslumbrarlos con cualquiera de los ricos sueños guardados en las bolsas y baúles que constituían la carga de su carreta.
Era en realidad una historia bastante extraña la de Virginia. Nadie supo nunca de dónde salió. Apareció en el pueblo y cuando soñaba, sus sueños cobraban vida y se integraban al lugar. Con el correr del tiempo, cuánto de lo existente en los alrededores eran sueños y cuánto realidad, nadie podría decirlo con exactitud. Lo cierto era que entre lo espeso y agreste de la selva que rodeaba el poblado, el sitio ocupado por las casitas resplandecía como un vergel transplantado de algún cuento de hadas, donde las casas lucían su blancura resplandeciente, coronadas por la techumbre de intenso vermellón que contrastaba su inmaculada armonía con el fondo verde de los árboles y el refulgente azul del cielo sobre el cual solían deslizarse nubes casi tan blancas como las fachadas de las casas, creándose un exuberante paisaje de belleza sin par.
Los sueños de Virginia al principio crearon zozobra porque aparecían de la noche a la mañana los seres y objetos más extraños que pudieran ser creados por la imaginación de una niña pequeña. Soñaba gatos con dos cabezas y éstos recorrían los cercados de las casas y maullaban a dos voces sobre las cumbreras, las noches de luna o soñaba lluvia de pétalos y al día siguiente nadie podía caminar por las calles inundadas. Soñaba soles azules y el amanecer se transformaba en un caleidoscópico vértigo de colores.
Los jardines que formaban un lago inquieto de aromas se extendían hasta el horizonte y las verjas de las ventanas eran sólo ramas floridas entrelazadas en figuras exóticas y su aliento de azahares, azaleas inocuas, jazmines fosforescentes, rosas encantadas, violetas ondulantes y tréboles inmensos bajo los cuales corrían y cantaban duendes diminutos de ropaje colorinche y grotesco, flotaba en el aire creando en los lugareños y en los forasteros que a veces cruzaban por el pueblo, una cierta embriaguez enunciadora de dichas y alegrías insospechadas que seguían envolviendo a los que se iban, en un tenue manto difícil de arrojar, eran también resultado de los sueños de Virginia, como lo eran las gemas que aparecían aquí y allá entre el pasto y que la gente usaba para adornarse los días de fiesta. Esa historia es la que despertó la codicia del viejo comprador de sueños e hizo que se pusiera en marcha recorriendo el largo camino que lo trajo hasta Marginal, cada vez más entusiasmado en su confianza de conseguir a la niña de los sueños reales con sólo exhibir los sueños soñados arrumbados en la carreta.
-La llevaré -pensaba- por todo el mundo y me enriqueceré pidiéndole que sueñe para mí cosas magníficas a cambio de otros sueños que yo pudiera darle. Tengo tantos que ni siquiera sé cuántos son ni de dónde los fui comprando. Hay gente que da sus sueños por cualquier bagatela o los cambia por otros que al final un comprador de sueños no sabe si hace buen negocio cuando vende lo conseguido aquí o lo cambia por otros allá. Tengo tantos espejismos en mi carreta que creo que los míos ya los vendí y uso los de otros (¿o será que ya no me quedan y por eso van tantos meses sin que sueñe?).
El viejo sabía que al comprar un sueño el vendedor perdía gran parte de su alegría, por eso sus transacciones eran rápidas y desaparecía del lugar lo antes posible, pues casi siempre los que venden un sueño se arrepienten y persiguen al comprador, desesperados al descubrir cuando despiertan al otro día que una noche sin ellos es lúgubre y tenebrosa, un abismo infinito al que se cae y crece a cada instante. Hondo, hondo, hondo.
Llegó a la cumbre del cerro cuando ya se hacía noche cerrada. Algunas mujeres risueñas lo rodearon mirándolo con curiosidad. El viejo se sintió impresionado por su belleza. También habían niños y hombres que se acercaron a él observándolo y atisbando la inmensa carreta tirada por los bueyes melancólicos que avanzaban tras los pasos de su amo.
-¿Dónde puedo encontrar a Virginia?- preguntó a una de las mujeres que estaba cerca suyo.
-Ahora está por dormir -le respondió ésta-, pero si te apuras, tal vez puedas hablarle un momento.
El hombre avivó sus pasos para llegar hasta la niña que estaba en una hamaca hecha de nubes polícromas tomadas de un sueño de atardecer y que flotaba entre dos árboles de gruesos troncos añosos y solemnes que parecían guardarla de la adversidad.
-Yo soy el comprador de sueños -se presentó- y vengo a comprar los tuyos y a llevarte conmigo. Tengo guardado en los baúles de mi carreta los más extraños sueños que se puedan conseguir. Hay algunos hermosos y otros terribles. Algunos que bastaría verlos para reventar en carcajadas y otros tan tristes que sería imposible dejar de llorar ante ellos. Tengo pesadillas infernales, monstruos espantosos, horrorosas creaciones capaces de helar la sangre a cualquiera, pero lo daría todo a cambio de tus sueños porque eres la única que ha logrado volverlos realidad. He visto los animales, las flores, las piedras preciosas que brotan de todos lados, he visto las casas que soñaste y a estos seres de eterna juventud creados por tu imaginación. He visto los arroyos transparentes que cruzan y bordean Marginal y sé que todo lo has hecho tú. Por eso, Virginia, vengo de tan lejos corno no te imaginas, a buscarte.
La niña lo observaba absorta y asombrada, alga temerosa de las palabras de ese anciano de tan extraño aspecto, y mientras duró su discurso, ni ella ni los que los rodeaban pudieron apenas respirar.
-Pero éste es mi pueblo- respondió Virginia después de mirar las caras extasiadas de sus amigos. -Tú eres un extraño, no sé si bueno, aunque no lo creo, porque no puede ser bueno alguien que va por el mundo comprando a la gente lo único que realmente posee. No deseo venderte mis sueños y menos ir contigo. ¿Acaso aquí no soy feliz? ¿Acaso no ves que cuanto me rodea es bello? Yo no quiero vender mis sueños a nadie ni irme de aquí.
-¿Es que no te das cuenta -exclamó el viejo- que yendo juntos el mundo se postraría a nuestros pies? Tú soñarías por los demás y ellos obtendrían sus deseos con sólo pedirlos. Tendríamos riquezas inauditas, tendríamos un mundo donde sólo existiría lo que tú quisieras y si acaso alguno intentara apoderarse de tus sueños yo soltaría de mis arcones las furias de las cuales te he hablado y nadie, jamás, pretendería enfrentarse a nosotros. Conseguiríamos todo con sólo amenazar a los demás con nuestros horrores. Hasta podrías crear monstruos aun más terroríficos que los míos.
-Yo no creo monstruos -respondió Virginia-, sólo sueño cosas alegres y bellas. Sueño flores y muñecas, animales extraños pero bondadosos y no quiero aterrorizar a nadie porque ya tienen bastante con sus miedos de cada día. ¿Acaso no son felices cuando sueñan lo que quieren? Las ilusiones que veo al dormir quedan sobre la tierra pero no por ello voy a pretender que me teman. Los que viven conmigo me quieren. Es suficiente. Viejo comprador, tú no me gustas y te tengo mucho miedo.
-Es que estoy decidido a llevarte- respondió el hombre y en sus ojos brillaron dos relámpagos de ira.
-Aunque tú no quieras, tendrás que venir conmigo. Mírame -abrió los brazos mostrando la suciedad de sus ropas-. Estoy sucio porque nunca pude comprarme cosas bonitas o limpias. Estoy viejo porque los años han pasado sobre mí marcándome con su furor implacable. Estoy pobre porque nunca pude realizar un solo sueño de los muchos que he tenido. ¡Vengo de muy lejos y no volveré sin llevarte conmigo!
La noche era oscura y el terror ocupó un sitio entre los que escuchaban violentas palabras del viejo. Virginia medio se había sentado en su hamaca y las estrellas resplandecían con un brillo torvo y amenazador. Todo el bosque permanecía inmóvil, alerta, asombrado. El viejo levantaba la voz cada vez más aguda y sus palabras retumbaban espantando a los duendes y pequeños animales que se habían acercado para dormir alrededor de Virginia como todas las noches. Los hombres, las mujeres y los niños se mantenían a su lado inermes de pánico. El viejo abrió una de las cajas de su carreta y de ella escaparon cuatro sombras espantosas que brillaron con resplandor viscoso. La gente gritó despavorida porque nunca antes habían visto sino las bellezas creadas por la niña y esas apariciones les causó tal repugnancia y miedo que se pusieron a temblar a un mismo ritmo previendo una desgracia cercana.
-¡Seguiré sacando pesadillas -amenazó el anciano a la vez que desenvolvía un atado voluminoso- ¡como éstas! -cien culebras cayeron al suelo reptando hacia cualquier lado- ¡o éstas!- y de las paredes del carro descendieron varios encapuchados sin cabeza blandiendo enormes cuchillos con los que atravesaron los cuerpos de los niños que tenían más cerca, los cuales al ser tocados desaparecían en un humo amarillento.
-Es que no puedo -dijo Virginia sollozando-, no puedo ir aunque quiera porque entonces desaparecería todo. No me toques, viejo, no me toques porque sería demasiado tarde. Cómo es que no te has dado cuenta: lo que hay aquí en esta noche es un sueño mío, un sueño horrible como nunca he tenido pero que lo venía presintiendo desde el principio. No me toques, viejo tonto...
El hombre entreabrió sus labios dejando ver en medio del resplandor maléfico de su poder, los huecos dejados por los dientes que le faltaban y creyéndose dueño del triunfo avanzó hacia la niña sin hacer caso a sus lágrimas ni a sus ruegos, sin escuchar las voces de desesperación que escapaban de las gargantas ni el bramido sordo del bosque inmenso y con un rápido movimiento asió por los hombros a Virginia que gritó una vez más:
- ¡No me toques, viejo, no me toques...! ¡Ay! ya es tarde...
De pronto la sonrisa desapareció del rostro del comprador de sueños. Su carro se deslizó, tambaleó y cayó al abismo arrojando las cajas y paquetes que estaban amontonados en él, y los sueños huyeron escabulléndose hacia la negrura de las sombras, libres nuevamente de su encierro y cuanto le rodeaba empezó a desaparecer. Virginia se esfumó entre sus dedos y el bosque, las casas, los jardines, los arroyos, los animales, la gente y el cerro desaparecieron por encanto ante los ojos desorbitados del viejo que permanecía estupefacto, comprendiendo en su agonía, que cuanto había visto era un sueño y que él mismo, tan ambicioso y tan audaz en su búsqueda, no era más que otra sombra creada por Virginia y que en un segundo más pasaría a integrar la horrorosa bruma de la noche fría y sin estrellas de los sueños perdidos.
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De: Revista del PEN Club del Paraguay, N° 4
(Asunción, 1982)
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EL ESCRITOR Y SU ARTE
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Mi escritorio no es muy grande. Apenas una mesa rectangular, cubierta con el vidrio bajo el cual, están anotados los pocos números telefónicos que suelo usar en el curso de los meses y una que otra tarjeta amarillenta de plomeros que, alguna vez, solucionaron goteras en el baño o de dibujantes que, en ocasiones, se tomaron la molestia de engalanar mis trabajos literarios cuando todavía se me daba por publicar cosas baladíes, artísticas según algunos, pero siempre innecesarias, aunque adobadas por la relamida satisfacción de leer mi nombre en letras de molde. También persiste bajo el cristal de esa humilde tabla de trabajo, una foto de lo que fue, en otro tiempo muy lejano, mi familia. Ahora, me resultan casi extraños los rostros sonrientes que me miran, pues vaya uno a saber a dónde fueron a parar o si todavía existen! Hace demasiado tiempo que no sé nada de ellos. Debo reconocer, sin embargo, en honor a la verdad, a la cual me he entregado en cuerpo y alma, que hay momentos de debilidad cuando la nostalgia, esa culebra traicionera y ruin que habita en los espíritus avanzados, se desliza queda, entremedio de los intersticios mal cerrados de la memoria y a causa de la flaqueza latente en uno, siempre logra atravesar las capas superficiales, alucinando la claridad del pensamiento con meras sensiblerías lacrimógenas, que se sacuden ante mis ojos, esparciendo la polvareda apestante de quien sabe que zahúrdas de la memoria, inquietantes recuerdos borrosos, imágenes causadas por la imaginación desbocada que, en breves oleadas, me enfrentan a los rostros sonrientes, capturados por la fotografía, que tampoco me atrevo a destruir, temeroso, tal vez a causa de los resquicios de ignorancia supersticiosa, aferrada a los fondillos de las más brillantes inteligencias, pero enseguida logro superar la crisis y ya no sé más nada de nadie. Escribo. Escribo sin cesar, desde que me despierto, a cualquier hora del día, hasta que voy de nuevo a la cama, a cualquier hora del día. ¡Ah! lo que nunca falta sobre el escritorio es la máquina, que compré cuando decidí cambiar el curso de mi vida. Está colocada en el medio -justo frente a la silla enclenque de respaldo de madera, sentado en la cual paso la mayor parte de mi vida, y siempre con una hoja metida en la ranura, en espera de las letras que la irán llenando, A la derecha una resma de papel, obra segunda, que repongo de tanto en tanto y a la izquierda, apilonadas en el suelo, varias torres de hojas llenas de letras, fruto de mi imaginación más reciente, y esparcida en toda la habitación, columnas y columnas de hojas dactilografiadas con las ideas anteriores. Para mí, ellas son la prueba más pura y valedera de haber elegido, ¡por fin! el camino acertado. En realidad, toda la pieza está saturada de hojas de papel, con millones de letras, palabras y frases, entre las cuales, he logrado metáforas increíbles. Para mí, el mundo es esa habitación, desordenada y grotesca, donde no puedo moverme sin tropezar con algo mío, ya que es mío eso océano de ideas donde día a día, más y más, a cada instante, voy sumergiéndome, integrándome, deshaciéndome de mi existencia para traspasarla a los papeles. Acaso alguna vez quedará solo esa prueba única de mi transitar por la vida, de haber creado vida, que es lo guardado en esas montañas bellas y hedientes de años e inspiración. ¿Acaso es real ese moverme de un lado para otro buscando no sé qué entre la gente, entre la muchedumbre atolondrada, ansiosa, transpirada, que recorre las calles, cruza ciega las plazas, desespera por pequeñeces, se agolpa, ruge, se destroza y al final muere agobiada por el peso de tan desmedida actividad inútil?
La otra vez tuve que salir a buscar cosas para comer y al volver, me llamó la atención el desorden que había en el suelo y sobre el escritorio, donde las hojas recientes, desparramadas, se mezclaban con las pilas de creaciones viejas que guardo en un roperito, que estaba abierto, con su contenido esparcido y caótico. Me tomó bastante tiempo volver a ubicarlas en el orden lógico que les correspondía y perdí una jornada de trabajo catalogando el desbarajuste. Al final, me sentí tan cansado, que me dejé caer en la silla y quedé dormido, con un sueño inquieto y agobiante, sin reposo, debido a las ideas que, como mariposas negras, me golpeaban desde el fondo del cerebro, locas, ciegas, tratando de salir del encierro al que se habían sometidas contra su voluntad y a pesar mío, porqué ¿no fue siempre mi intención liberarlas, dejarlas en el papel, revestidas de letras y palabras refulgentes, en su nueva libertad, sólo limitada por la reducida capacidad que tengo de hacer las cosas más rápidas? Al fin desperté con una especie de sobresalto y el corazón palpitando en la garganta, ávido de seguir escribiendo, aún sin haber logrado el descanso pretendido. Por la ventana, entrecerrada a causa de tres altas cumbres de papeles, se filtraba un haz de luz anaranjado que iba a terminar sobre otras hojas amarillentas, cuyos reflejos, envolvían a la habitación en un tenue temblor de irrealidad, como si, dentro de la pieza no estuviera yo solamente, sino también otras inteligencias, burlonas o irascibles, deseosas de enfrentarme, para medir fuerzas conmigo. Pero enseguida el hechizo desapareció y quedamos en la normalidad yo y mis papeles, de nuevo dispersos, y en desorden las hojas que había arreglado con tanto esfuerzo antes de quedarme dormido. Miré todo ese alud ahora inmóvil de papeles caídos del roperito, otra vez abierto de par en par y que me cubrían las piernas, las manos y casi tapaban por completo la máquina de escribir.
Me sacudí de ellos con un manotazo urgente y de un puntapiés arrojé lejos de mi lado esa hojarasca absurda y abrumadora, esos hijos que ahora se rebelan contra mi autoridad y mi fuerza. Y sin embargo, tras el arrebato que me hizo actuar en forma tan descontrolada y, cuando los papeles, que igual a copos de nieve, habían volado por los aires hasta el techo para terminar descansando lánguidos e inofensivos unos sobre otros, acurrucados y temerosos de mi furia, sentí una ternura nueva y extraña que me iba invadiendo y, casi sin pensarlo, me encontré de rodillas juntándolos con cariño, colocándolos en razonable armonía y haciendo lo posible porque mis lágrimas no borronearan las letras escritas con tanto amor, con una vida entera de devoción y sacrificios, porque me resultaba imposible contenerme y los sollozos, brotaban incontrolables, sacudiendo mi cuerpo en dolorosos espasmos que parecía no iban a acabar jamás.
Por varios días seguí tecleando sin descanso, cada vez más atormentado por esas mariposas locas, agolpadas dentro de mi cabeza, chocando una y otra vez entre ellas, en atolondrado torbellino, que acababa estrellándose contra mi frente y los occipitales, las sienes, implacables, poseídas de una especie de frenesí de luz, no cejando en su desaforada búsqueda del resquicio que les daría ¡por fin! la vida. A mí me resultaba casi insoportable esa presión devoradora de ideas que, a borbotones, pasaban por el estrecho sendero conducente del tormentoso, rico, inagotable piélago de mi creatividad, al menguado universo físico de mis dedos, esclavos de la mezquindad de sus movimientos obtusos y grotescos, en el desesperado esfuerzo que realizan para trasladar, el universo entero, a los lerdos golpeteos de las teclas que una a una caen sobre el papel prensado en la máquina de escribir, donde las alucinadas mariposas se transforman, por arte de encantamiento en letras, palabras, frases, conceptos, historias, una increíble gama de criaturas de las cuales soy el padre, el creador. Dios. Yo.
Pero hasta esa última sensación de placer me iba siendo arrebatada porque sentía la cabeza como un globo tenso, hincado por alfilerazos continuos en su superficie y pronta a reventar, cuando llegara el golpe fatal que, en cualquier momento, podría destrozar mi estructura y dejar frustrado e incompleto el trabajo de tantos años. Decidí no dormir más y mantener a mis criaturas bajo el control de la mirada, seguro que al cerrar los ojos volverían a alborotarse en desordenada locura, mezclando todo, avanzando, cayendo, entreverando lo viejo con lo nuevo, lo imaginado con lo real, lo místico con lo profano. Por eso, decidí no dormir más y seguir trabajando en el anhelo de liberar a los fantasmas que mi imaginación y mi cerebro, reproducían en monstruoso maridaje, a un ritmo cada vez más vertiginoso, transformándome en una jaula de seres vocingleros. Debía seguir escribiendo para liberarlos al mundo, mi mayor deseo, de esas cuatro paredes y esa lenta máquina manejada por éstos dedos torpes, abúlicos, incapaces de comprender la grandeza de su misión. Tuve que salir y cuando abrí de nuevo la puerta, lo que vi, me hizo comprender ese miedo agazapado que me venía persiguiendo desde que dejé de dormir. Ahora estaban allí, oscilantes, burlonas, implacables, todas las letras escritas en el curso de los años, desafiándome con una danza violenta, irracional, pagana, que se iba ciñendo a mi cuerpo a pesar de los esfuerzos que hice por librarme de ellas. Las letras, rodeándome el cuello, paralizando mis manos, zumbantes. Millones de letras, ahogándome con su presión de mariposas negras, en su locura, mis hijos, mi creación...
*
-Yo le encontré así, tirado como está ahora. Era un escritor, todos los días se pasaba tecleando esa máquina. No sé qué lo que tanto escribía, pero a veces, no le dejaba a uno ni dormir con su tiquitiqui.
El otro vecino se agachó, para tomar entre los dedos, un manojo de los papeles entre los que el viejo se hallaba medio sumergido, con los ojos abiertos, clavados en el techo del cual caía un polvillo negro que le iba cubriendo el rostro, llenando la habitación de olor a moho.
-Pero éste habrá sido un escritor loco -exclamó-. Fíjense de lo que tiene llena todas esas montañas de papeles. Fíjense. Los curiosos estiraron el cuello para ver las páginas que mostraba el vecino:
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(Asunción: Ediciones La República, 1984)
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Fuente:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 1999. 433 páginas.
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