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martes, 6 de abril de 2010

RAFAEL NASTA - SOLA / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z) Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH


CUENTOS de
RAFAEL NASTA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
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SOLA
Aquella tarde, mientras Ain-Dabech, pueblo pequeño y tranquilo de las legendarias tierras de Siria, rumiaba su quietud, Tufic Hadad, Farid Nahhas y otros compueblanos distraían sus ocios conversando amigablemente. Estaban sentados en un poyo rústico que había contra la pared de la vieja iglesia y miraban con cierta melancolía cómo el sol hundía, allá lejos, su ensangrentado disco. Tal vez, en ese momento, pensasen en la muerte de una esperanza más.
De los que formaban el grupo, alguien dijo: "Mamá recibió una postal de un tío que tenemos en América". Y siguió explicando lo que la postal decía. Tufic Hadad, abstraído repitió: América... América... Era la primera vez que llegaba el nombre de América a sus oídos y, en verdad, tuvo una extraña resonancia en sus tímpanos.
Luego, volviendo de su ensimismamiento, oyó cómo el otro continuaba: "Mi tío Ibrahim, siempre que nos escribe, dice que América es tierra fértil y generosa; tierra hospitalaria; tierra de promisión...".
Tufic se abstrajo nuevamente y repitió para sí: "América, tierra fértil, generosa, hospitalaria; tierra de promisión».
La noche se iba cerrando. Los tertulianos comenzaron a disgregarse. Tufic y Farid se dirigieron a sus respectivos hogares. Se separaron. Tufic repitió una, dos... cien veces el nombre de América. Desde entonces no pudo borrar de su mente el nombre de América y la tentación de conocerla empezó a punzarle el cerebro.
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***
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El verano se había presentado más caluroso que de costumbre. Tufic y Farid debían salvar la aplastante distancia de ocho horas de pesada caminata que mediaba entre su pueblo natal y la estación ferroviaria más próxima. Para que no les resultara tan fatigosa la jornada, resolvieron abandonar el pueblo a la salida de la luna.
Era la hora del crepúsculo. Los pastores regresaban con el ganado que trepaba trabajosamente la empinada cuesta del cerro. Los labradores abandonaban las eras y volvían sonrientes a sus hogares. La esquila de la iglesia llamaba a la oración y los que partían aquella noche asistieron a la última misa del Juri Safi. Luego, Zarife, la mamá de Farid, invitó a Tufic a cenar en su compañía aquella última noche.
Tufic había ilusionado a Farid para salir del pueblo en busca de mejor fortuna y creyó que era su deber tranquilizar a la buena señora. Esperaba que ésta le hiciera un aluvión de recomendaciones; pero no fue así. Cenaron en silencio, un silencio pesado, que roía el corazón de Tufic; pues comenzaba a darse cuenta de la responsabilidad con que se había cargado. Miraba cómo la anciana Zarife disponía todo, y observaba los detalles de su figura menuda y simpática; delgada, con su cabello gris que asomaba bajo el pañuelo negro que le cubría la cabeza; los ojos cansados y empequeñecidos; la frente surcada por arrugas, más o menos profundas; las mejillas fláccidas; el mentón en punta tendía a tocarle la nariz recta, ligeramente aplastada. Era bondadosa y caritativa. Siempre tenía una palabra de consuelo para el desesperado; tendía su débil brazo al caído; y socorría con una hogaza de pan al hambriento. En el pueblo, cariñosamente la llamaban "abuela Zarife", título del que se sentía orgullosa. Huérfana desde muy temprana edad, tuvo que afrontar sola la vida. Más tarde, viuda con cuatro hijos; tres de ellos, por voluntad de Alah, fueron cerrando los ojos a la vida para entregarse mansamente a la muerte. Ahora, sólo le quedaba Farid, el menor de todos. Por eso, porque Farid era el único hijo que le quedaba, Tufic comprendió el daño moral que le ocasionaba al separarlo de ella. Hubiera querido volver sobre sus pasos, desistir del viaje, pero, ya no era posible. Era tarde.
Una vez concluida la cena Zarife se aproximó a Tufic, y casi al oído, ahogando el llanto le dijo: "No olvides, Tufic, que es el único que tengo...".
La luna comenzó a prodigar sus argentados rayos que bañaban tibia y mansamente aquella soledad. Los compueblanos se habían dado cita en la explanada que circunda la iglesia, para despedir a los que emprendían el viaje hacia tierras de América. Había una algazara poco común. Todos recomendaban que se les visitase a sus parientes. Aunque los viajeros se dirigían a Buenos Aires, algunos daban direcciones de Montevideo, Asunción, Tegucigalpa, San Francisco de California... todo es América... Tufic y Farid asentían con la cabeza, mudos de emoción.
Mijaíl Farah, el poeta del pueblo, puso fin a esta situación dedicándoles una sentida casida; y Ragueb Atala, el laudista, pulsó su instrumento y les ofreció un "tacsim" que hizo enmudecer a todos. Ese silencio indicaba el momento de la despedida; el doloroso momento del llanto contenido; desgarrador instante de la partida.
Inútilmente se esforzaba Tufic por reír, la emoción le había anudado la garganta y paralizado los labios; mientras que Farid, abrazado a su madre, lloraba amargamente. Zarife le besaba y ponía en ello el calor y la fuerza de sus últimos años.
Bajaron por el sinuoso camino que bordea el cerro. Detrás quedaban quienes le habián despedido; el pueblo, la iglesia, la fuente. Tufic sentía clavarse en su espalda el fuego de las miradas que le quemaban el alma o la ternura de las mismas que le anudaban la garganta... Las voces llegaban confusas hasta que ellos; pues se alejaban cada vez más. A ratos oían con nitidez: "Buen viaje"... "Felicidades"... "Escriban"...
Después de andar una distancia considerable, en silencio y dándose vuelta de trecho en trecho, los dos compañeros se detuvieron. Quienes quedaban allá en el cerro, proseguían gritando: "Buen viaje"... Tufic y Farid se miraron e instintivamente se quedaron contemplando, por última vez, quizás, lo que allí dejaban. Con infinita nostalgia trataron de absorber y grabar aquel paisaje que, quién sabe si volverían a ver...
Arbustos verdinegros; copudos árboles que circundaban la ladera del cerro; en su explanada, las casas bajas y blancas, con tintes fantasmagóricos por la luz lunar, se alzaban como guardias alrededor de la antigua iglesia que levantaba en alto, como una antorcha olímpica, su oxidada cruz; más allá la fuente donde el rumoroso manantial, aletargado, modulaba su doliente canción, sólo interrumpida por las aldeanas que llegaban a llenar sus cántaros con sus cristalinas aguas. Fue en ese instante cuando más tristes y solos se sintieron los dos amigos. Hubieran querido volver y quedarse allí para siempre... Pero la novedad, la promesa de nuevos horizontes y otros pensamientos decidieron a Tufic que, cerrando los ojos, volvió la cabeza y con firmeza dijo: "Vámonos, Farid". Los amigos se abrazaron y juntos enfilaron la proa de sus jóvenes ilusiones hacia estas benditas tierras...
Zarife, allá arriba, acompañada de todos, quedó más sola que nunca.
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II
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Desembarcaron. ¡Cómo les vibró el espíritu ante la emoción del arribo a esta grande, opulenta y generosa Argentina! Bajo un cielo sereno, con un sol que inundaba la ciudad, sus retinas se empaparon de las bellezas sublimes que prodigaba esta tierra soñada y que tanto ansiaban conocer. Hermosa, aristocrática, sobre su estrado poderoso, los recibió con una sonrisa tierna y acogedora. Por esto inmediatamente nació en ellos un sentimiento de gratitud y admiración hacia esa madre que amorosa los cobijaba en su seno.
Después de un viaje tan largo, acostumbrados sus ojos a lejanías enormes y habituados al solar campesino, encontraron duras e imponentes las grandes edificaciones. Asesorados por Yeryos Danial, coterráneo de Tufic y Farid, pudieron en algunas semanas salvar el más grande escollo que hasta el momento se les presentaba: el idioma.
Traían ansias de trabajar y al poco tiempo se ocuparon en un establecimiento fabril. Allí durante ocho horas diarias, las máquinas entonaban febrilmente, con sus voces de aceros, el himno al progreso. Farid y Tufic lo escuchaban pacientemente y hasta con admiración. Cuando las máquinas enmudecían todos salían presurosos para sus casas. Ellos habían alquilado una pequeña y modesta habitación en las cercanías de la fábrica. Siempre los dos amigos recorrían el trayecto juntos; algunas veces, mientras caminaban lentamente como para descansar del trajín rítmico a que los sometía el establecimiento, conversaban sobre futuros proyectos; otras, lo hacían cada uno encerrado en sus pensamientos.
Aquella tarde había muerto ya. Las cosas empezaban a diluirse en las primeras sombras de la noche. Una ligera lluvia caía lentamente y los iba mojando. Los focos eléctricos fueron encendidos y rielaban en los charquitos formados por el agua que caía. Sobre el pavimento lustroso, los haces de luz formaban caprichosas figuras. Los transeúntes apuraban el paso para llegar pronto a sus hogares; algunos, sin duda, llevaban en su mente la imagen de sus niños que salían gozosos a su encuentro. En cambio Tufic y Farid, marchaban despacio, sin prisa, nadie les esperaba...
El campanario de una iglesia cercana hizo el preámbulo; luego dio las horas. El sonido del bronce vibró en el éter con acento melancólico y triste: diríase una dolorosa queja lanzada a los cuatro puntos cardinales.
Tufic, que era el más sensible de los dos camaradas, interpretó ese son triste y doloroso, como un aviso enviado del cielo para recordarles que unas horas más fueron debitadas en sus cuentas.
Marchaban bajo la garúa, en silencio. Farid, delgado y alto, cargado ligeramente de hombros; cetrino el rostro; castaño el cabello que peinaba hacia atrás descubriendo una frente amplia y despejada; grandes los ojos negros; recta la nariz; mediana la boca de carnosos y amoratados labios. Andaba, casi siempre cogitabundo: la cabeza caída sobre el pecho, mirando, con lánguida mirada, el suelo, como si buscara algo.
-Dime, Tufic -preguntó súbito y vehemente-, ¿escribiste a mi madre?
-Sí -repuso.
En silencio prosiguieron su camino. Era evidente que Farid llevaba la imagen de su madre y quería exteriorizar su pensamiento. Se lamentaba de haber sido díscolo y desatento en la escuela. Ahora tropezaba con la falta de no poder expresar directamente él sus emociones. Tenía que valerse de su buen amigo para dirigirse a su madre. ¡Cómo le pesaba ahora! -¿Mandaste también el giro? -volvió a interrogar.
Sí, Farid. Y le dije que pronto estarías nuevamente con ella.
-Eso es, Tufic- exclamó con el rostro iluminado por una extraña alegría, - ¡pronto estaré con ella para siempre! ¡Ah... ! Si Dios quiere, dentro de tres meses me embarcaré. Llegaré allá cuando la primavera comience a vestir los árboles con su ropaje de verdor lozano y los prados con flores frescas y polícromas. Te aseguro -agregó convencido y con tono de promesa- que no me separaré más de mi madrecita querida.
Volvieron a caer en el silencio. Cada uno barajaba sus propios pensamientos.
Farid, de natural pacato, se iba transformando paulatinamente a medida que se aproximaba la fecha de su regreso al terruño. De ordinario bajaba o subía las escaleras que conducían al subsuelo de la fábrica con indolencia, perezosamente. Hablaba poco. Se apartaba de los corrillos donde se jaraneaba. Ahora corría. Las escaleras las subía a grandes saltos. Era comunicativo, locuaz, dicharachero. Buscaba y urdía bromas.
Este cambio se explicaba: Zarife, en cada carta que le escribía, terminaba, poco más o menos, así: "... tu madre que te besa y abraza y espera ansiosa tu regreso para vivir sus últimos días en paz". En su cerebro acariciaba fogosamente la idea del regreso. ¡Por fin podría pagar el dolor ocasionado con su ausencia! Comenzó, Farid, a despedirse ya de sus compañeros de labor; pues le quedaban pocos días más de trabajo en la fábrica. Se iba... El mismo, con júbilo sin límites, lo manifestaba alegremente: ¡Me voy, muchachos!
La sirena del establecimiento anunció que era la hora de almorzar. Todos cesaron en sus tareas. Farid quiso ser el primero en ganar la calle; subió la escalera a saltos, de dos y tres escalones a la vez. En el último salto, resbaló y cayó de bruces. El golpe le hizo perder el dominio de sí mismo y se vino rodando escaleras abajo, culminando en un fortísimo golpe en la cabeza. Fue lo que vulgarmente se dice "un golpe tonto". Corrieron a socorrerlo. Farid había perdido el conocimiento. En un coche, sin pérdida de tiempo, lo condujeron hasta el hospital más cercano. El médico de guardia, fríamente, pronosticó: "Fractura del cráneo".
Sus compañeros recibieron la noticia con marcado estupor. Tufic quedó alelado, sin atinar a nada. Alguien, más tarde, comentó: "Fue una caída tonta". Y otro agregó: "Fue un golpe zonzo"....
Unos días después, Tufic pidió hablar con el médico que atendía a su amigo. Quería conocer la verdadera situación de Farid, el estado real del enfermo. Le hicieron esperar un momento. Tomó asiento en un banco que miraba al jardín. Mientras aguardaba contempló la mañana diáfana, de cielo despejado; el sol, luminoso, caía como un torrente de oro sobre el blanco edificio del hospital, sobre el verde follaje de los árboles, sobre la roja fuente que adornaba el jardín. Todo era claridad, luz, albura...
El médico lo interrumpió amablemente. Tras breve rodeo, para no herir su sensibilidad, le dijo: "Amiguito, su compañero vivirá, pero la noche morará en su cerebro...". Le palmeó la espalda cariñosamente y se alejó; Tufic quedó atónito. Creyó que la tierra se había abierto bajo sus pies. Un sopor comenzó a envolverlo. Se sentía desfallecer. En su cerebro, las imágenes chocaban confusamente: Farid... Zarife... El terruño... Allí afuera el día diáfano, todo luz... Adentro, el cerebro de Farid sumido en la noche, ¡todo tiniebla!...
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III
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Ante la realidad, Tufic se recobró. Continuó trabajando y periódicamente le escribía a la "abuela Zarife"; cuando se lo permitían sus recursos, lo hacía más o menos, así: "Querida mamacita: Una vez más debo postergar mi viaje. Hay cosas que no se pueden solucionar en un día. Si Dios me ayuda, muy pronto estaré a su lado para siempre. Le envío este giro, de muy modesta suma, para que se regale con algo de su agrado en las próximas fiestas de Navidad. Su hijo que la quiere y la abraza, Farid".
La "abuela Zarife", invariablemente contestaba: "Ven, hijo mío, no quiero dinero. Te quiero a ti, sólo a ti; vuelve a alegrar mis últimos días de existencia que ya se van acortando...".
Y las hojas del almanaque han ido cayendo, agobiadas y mustias, por el peso del tiempo... En la mente de Tufic, la figura de su amigo Farid Nahhas, toma cuerpo; la ve rodeada de una niebla cada vez más espesa, que la va encerrando como en una tumba, y esto lo desespera brutalmente. Se siente culpable directo de esta desgracia y de la otra que se desarrolla allá lejos... El cerro del terruño iluminado por los acariciadores rayos de la luna; con su iglesia; su fuente y la "abuela Zarife" que de pie cerca del camino abre sus ojos, sus empequeñecidos y cansados ojos, llenos de fe y de esperanzas, esperando ver aparecer en el pedregoso camino la figura de su único hijo Farid...
Pero, la "abuela Zarife", en el lejano pueblito de Siria, con su hijo Farid, con la visión de su hijo Farid, y rodeada de sus compueblanos, quedó sola... más sola que nunca...
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De: Hojas sueltas (Asunción: Mediterráneo Editorial, 1987)
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Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH ,
Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999.
De la página 441 a la 847.
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Enlace a:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
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