Recomendados

jueves, 1 de abril de 2010

HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ - HISTORIAS DE SOLDADOS (EL SUEÑO DEL GENERAL EN JEFE, LA CASA DE LAS CRUCES y LA MUERTE GANADA / Fuente: EL OJO DEL BOSQUE


HISTORIAS DE SOLDADOS de
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
.
EL SUEÑO DEL GENERAL EN JEFE

«Las victorias suelen tener muchos padres;
las derrotas son huérfanas».
.
Hay varias versiones, doctor; ninguna exacta. Usted, que además de viejo amigo es mi médico, va a conocer la verdadera. Todo el mundo sabe que la Batalla Máxima se fue desarrollando en bien calculadas etapas; que fue culminación de una ofensiva estratégica íntimamente coordinada con una ofensiva táctica; que cada una de estas etapas nos conducía inexorablemente más cerca de la meta del plan operativo. Algunos mandos subordinados, previsiblemente, se atribuyeron la concepción de ese plan; otros, la ejecución original, espontánea, de la maniobra decisiva; pocos admitieron lo obvio: que un solo hombre, el único que por su posición podía ver en su lugar estratégico todas y cada una de las piezas sobre el tablero, era el genuino autor del plan. Mucho antes de la victoria, este hombre había descrito la Batalla como una operación infalible; aludiendo a Clausewitz, había anticipado el éxito definitivo, el verdadero éxito, como una suma de éxitos. Esta victoria sería, pues, el precipitado de una serie de victorias menores. Yo fui ese hombre; ningún otro podía serlo.
Si nuestro contendor no hubiese tenido un plan que le pareciera seguro; un plan cuya ejecución le absorbía hasta el punto de volverlo ciego frente a nuestras intenciones, hubiera adivinado el peligro un mes antes del desastre.
El enemigo se proponía el copo de nuestras divisiones atrincheradas en el sureste, en un vasto sector boscoso. Nosotros hacíamos lo posible para fingir la candidez de una víctima ingenua. Cada día inventábamos alguna nueva estratagema que despistara más y más a nuestro presunto victimario; hasta se dio el caso de soldados nuestros que se hicieron tomar prisioneros para dar informes falsos. Yo veía tan claro el juego del enemigo como si tuviera sus cartas en la mano. Logré convencer a su Comando de que nuestro interés estratégico estaba muy lejos de la zona en que se iba a cerrar nuestra tenaza.
Al terminar la undécima semana de continuo maniobrar, de éxitos parciales que iban ya perfilando la Batalla, nuestra ala derecha ya estaba totalmente fortalecida para la operación final de envolvimiento. Ordené que dos Divisiones de reserva se escalonaran disimuladamente en los tupidos bosques, detrás de dicha ala. Había llegado por fin el Día.
Entonces, a las seis en punto de la mañana de aquel primer domingo de otoño, llamé por teléfono al Estratega que usted bien conoce. Le dije: Todo está listo. Ataque.
Yo sabía que este señor criticaba acerbamente mi Comando. Enterado de que yo había definido la batalla en gestación como operación infalible o, para citar mis propias palabras, como operación matemática, el Estratega repetía la famosa frase de Antoine Henri Jomini: La guerra, lejos de ser una ciencia exacta es un drama terrible y apasionado; yo sabía éstas y otras indiscreciones próximas a la insubordinación; yo fingía ignorarlo todo; yo lo trataba con urbanidad y respeto. Sus excusas para aplazar unos días el golpe, no me convencían.
La acción, argüía la voz que llegaba solemne a través de los bosques por el hilo telefónico, no debía desencadenarse todavía. Yo insistí; aseguré que el éxito estaba debidamente calculado; que la operación no podía fallar; que tuviera él fe en los aguerridos veteranos que comandaba. Hablé con suavidad y lentitud; le dije: Nuestro Servicio de Inteligencia nos informa día tras día sobre la creciente desmoralización del enemigo. Entonces él, ex becario en Francia, graduado de la École Supérieure de Guerre, optó por apoyar su argumento nada menos que en Napoleón: On ne manoeuvre qu'autor d'un point fixe -dijo con fatuidad que no pudo disimular.
-Precisamente ahora ha llegado el momento de la maniobra decisiva -contesté- el grueso de sus fuerzas se halla ya en un punto fijo; ha sido empujado hasta ese punto.
Al día siguiente muy temprano, el jefe de Estado Mayor, por orden mía, exigió un parte minucioso. El Estratega volvió a argüir que era prematuro desencadenar la acción; que él daría inmediato aviso al Comando en Jefe apenas se hiciese oportuna la maniobra. Entre tanto los comandantes de División se impacientaban; intuían que había llegado la hora de cerrar la tenaza; ignoraban el porqué de la dilación. Mejor dicho: ignoraban su verdadero motivo.
El miércoles 12, al mediodía, el Estado Mayor volvió a telefonear y a exigir un informe detallado. En la tarde de ese mismo día recibí en mi Cuartel General una extensa carta manuscrita del Estratega. La carta, de seis pliegos, abundaba en citas de Clausewitz, Jomini, von der Goltz, Hamley, Foch, Maude; traía eruditas consideraciones sobre batallas de Aníbal -Tesino, Trebia, Trasimeno, Cannas-; el movimiento de Marlborough antes de la batalla de Blenheim; elogiaba a Napoleón en sus campañas más famosas, sin olvidar la de Waterloo; comentaba las ofensivas de Allenby en Palestina y de Franchet d'Espérey en los Balcanes. Hombre tan alto y fornido como el Estratega, ejerce sin embargo una escritura de caracteres apenas legibles por lo pequeños. De modo que los seis pliegos equivalían a doce.
-Los ingenuos -decía un párrafo subrayado- se dejan deslumbrar por la Estrategia; creen que la Estrategia es privativa de los «virtuosos»; al paso que la Táctica es para meros «artesanos». En rigor, por Estrategia debe entenderse el arte de la guerra; por Táctica, el arte de combatir. En algunos contextos, Estrategia es lo que se verifica en gran escala; Táctica, en escala menor.
Estas y otras definiciones y precisiones me dejaron caviloso. Sospeché que, al redactar su carta, el Estratega transcribía párrafos de un libro que hacía años tenía en preparación. Porque lo curioso es que las batallas evocadas y comentadas poco o nada tenían que ver con la que estábamos librando. La única operación que hubiera venido al caso -aunque un año después- era la toma de Beersheba por Allenby. Unos pozos de agua tan indispensables para Allenby en 1917 como para mí varios lustros después, me inspiraron un plan semejante al del General inglés. Al trazar mi plan, yo iba a pensar en la tercera batalla de Gaza, en los pozos de Beersheba, en la gran suerte del vizconde (futuro entonces) de Megiddo y Felixstowe.
La carta, salvo algunos pormenores algo ridículos y a conceptos de una acaso indomeñable pedantería, estaba bien escrita. Exhibía el considerable saber teórico del Estratega; revelaba, más que nada, con claridad meridiana, su temor a la responsabilidad. Hombre de gabinete, buen organizador, este señor nunca ha servido para mandar, para ejecutar una maniobra de gran envergadura. Ansioso de justificar sus dilaciones, su perplejidad, su indecisión, apelaba a la erudición, a la autoridad de teóricos célebres; inseguro, postulaba la sureté preconizada ejemplarmente por Foch. Habiendo sido presentado a Foch durante unos simulacros, veneraba su memoria y sus libros. Sus demasiado frecuentes monólogos militares, saqueaban los Principes de la guerre y la Conduite de la guerre para deslumbrar a sus oyentes con citas de frases lapidarias: «La ofensiva es la ley de la guerra» o «No hay resultado sin una causa; si queréis un efecto, producid una causa» etc.
Había yo decidido aplazar por dos días la maniobra y durante ese tiempo establecer una cobertura aún más sólida en el sector sureste. Pero llegaban ahora hasta el Cuartel General algunas insinuaciones, luego unas críticas más o menos veladas y por fin inequívocas quejas contra el Estratega. Los mandos subordinados perdían fe en su jefe. La impaciencia de los comandantes de División llegaba a un momento crítico.
Esa noche tuve un sueño extraño. Me soñé en el claro circular de un altísimo bosque. Un persistente cañoneo se oía desde el oeste. Creo que era de noche; pero el claro comenzó a iluminarse desde muchos ángulos, de entre los troncos de árboles colosales. Y entonces vi unas treinta figuras cuadradas militarmente. Eran jefes y oficiales del Ala Derecha; todos tenían la mano en la visera haciendo la venia. Al frente del grupo se erguía el jefe más viejo y de mayor prestancia.
-Mi General: -dijo- en nombre de los comandos subordinados y en el mío propio, me permito rogarle que asuma usted el mando directo de nuestro Cuerpo de Ejército.
La luz se hacía cada vez más clara y yo podía reconocer ahora a cada uno de los oficiales, aunque a algunos, el saludo militar les ocultaba la mitad del rostro dejando la otra en la penumbra. En el sueño, el viejo Comandante de la Sexta División de Infantería parecía aún más viejo. Sus largos bigotes grises, su barba ya casi blanca, le daban un aspecto venerable. Yo iba a contestar cuando todos, a un tiempo, dijeron en voz alta y sonora que produjo una resonancia de muchos, de muchísimos ecos en el bosque:
-Mi General: asuma usted el mando directo...
...General... mando directo... General... repitieron los ecos en torno al claro, lejos y cerca, hasta llenar todo el bosque con un clamor cuya intensidad aumentaba. Por fin se hizo un silencio. Pero enseguida la voz del jefe divisionario decía gravemente:
-Esta batalla, mi general, que usted ha dirigido en forma tan brillante, ha llegado a su etapa final. Usted lo sabe mejor que nadie; sabe también por qué no ha tenido ya su desenlace. Falta el último golpe. Délo usted, mi General, mañana.
Y en ese momento, cuando el viejo militar dijo mañana, tomé yo la decisión. Recuerdo muy bien ese instante del sueño en que me resolví a actuar sin dilación; yo creía estar despierto; me sentía en la más lúcida vigilia, no en la irrealidad del sueño; aceptaba aquel lujoso bosque como el bosque real próximo a la batalla; aceptaba las raras luces del sueño como normales y corrientes.
-Pierda usted cuidado -respondí. Ya he decidido reorganizar los comandos; yo asumiré el mando del Cuerpo, y usted, directamente bajo mis órdenes, ejecutará la maniobra; la destrucción del enemigo no llevará diez días. Señores: regresen a sus Puestos de Comando. Mañana habrá mucho que hacer. Buenas noches.
Al despertar, advertí que estaba amaneciendo.
***
Personal, no sólo profesionalmente, la situación era muy desagradable para mí. El Estratega, hombre sin vicios, austero y marcial, tenía buena foja de servicios. Hacía años que, muchos civiles y militares, nos consideraban rivales. No falta quien diga que en Francia fue un favorito de Foch. Esto no es cierto; a mí Foch nunca me dijo nada de él; cuando una vez le mencioné su nombre, el Mariscal no lo recordaba. -No recuerdo haberlo conocido nunca; -me aseguró- al principio creí que usted se refería a un escritor europeo, no a un militar de su país.
Pero volvamos a los últimos días de la gran batalla. Meses atrás yo había advertido la lucha interior del Estratega; fue cuando llegó al teatro de operaciones para ponerse a mis órdenes. Se me sometió como cumpliendo el más penoso deber; intuí que su sometimiento, según él lo sufría, era el del superior auténtico al superior meramente jerárquico. Adiviné por otra parte, que juzgaba mi actual jerarquía como el resultado fortuito de circunstancias felices. Él debería ejercer el Comando en Jefe; él debería llevar sobre sus hombros las estrellas de mi rango.
El día de nuestro primer encuentro en el Frente, recordé la frase de uno de mis profesores franceses. Fue en París, hacia 1925. -Su compatriota -me había confiado con aire de misterio- nunca será buen general; jamás se logrará en él la combinación de la sabia teoría y el carácter.
Usted doctor, que es oficial de Sanidad, no de Guerra, jamás habrá oído hablar de este notable militar francés, autor de un libro -excelente: se llama Charles de Gaulle.
Apenas clareó del todo, llamé por teléfono al vacilante y le anuncié que esa misma mañana llegaría a su P. C. Me preguntó con tono ambiguo qué me había parecido su carta: En ella he hecho un gran esfuerzo para explicar mis razones -dijo.
El P.C. era un rancho limpio, con piso de tierra apisonada bien barrido. El Jefe volvería en seguida de una inspección, me dijeron. Sobre una mesa rústica pero amplia y sólida, había una lámpara Petromax, un busto de Foch y, a uno y otro lado, libros favoritos del ausente. Un mapa militar colgaba de la pared izquierda. Sobre una repisa vi fotografías. Me acerqué para observarlas. En una, el Estratega, en uniforme de gala francés, aparecía junto a un oficial, también en uniforme de gala. Este oficial, seguramente francés, de mi estatura más o menos, parecía como empequeñecido junto a la alta y fornida figura del Estratega. Otra fotografía, mucho más grande, mostraba a nuestro personaje ahora en uniforme de gala nacional, con charreteras relucientes, cruces y medallas. Una tercera fotografía evocaba un desfile militar: a caballo, con entorchados dorados, la espada desnuda en la mano derecha, el Estratega saludaba pasando frente al palco presidencial. En un rincón del rancho, sobre una silla de campaña, vi brillar una espada de vaina niquelada y empuñadura con adornos labrados, sin duda alguna, en oro.
-¡Qué cosa más anacrónica -pensé- traer aquí una espada en la edad de la ametralladora y el tanque! ¡Y tantas fotos en uniforme de gala! El Estratega hubiera querido venir al Frente, vistiendo un uniforme de Mariscal del Imperio como el de Joachim Murat, y como éste montado en poderoso caballo, con una piel de tigre sobre la montura. (Hay un cuadro de Gros o de Gérard, no recuerdo bien, en que se ve un Murat, terrible, a caballo: un verdadero dios de la guerra sobre la famosa piel de tigre).
-Mi general, ¿Quiere mate cocido o café? -preguntó un ayudante. Yo ordené que me dejaran solo.
El cierre de la tapa de mi pistolera consistía en una lengüeta de cuero que, metida bajo un fierrito asido duramente a la funda misma de la pistola, mantenía a ésta bien protegida. Yo, por si acaso, saqué la lengüeta de donde estaba y la dejé suelta. Ya antes de mi rápido viaje, había examinado el arma. Tenía su carga completa, con un cartucho en la recámara. Estaba decidido a disparar sobre aquel señor si se mostraba rebelde, si se insolentaba.
Pasaron varios minutos que aproveché para examinar el mapa y mover imaginariamente, una vez más, sobre el vasto sector, las unidades de la maniobra final.
La puerta del rancho se oscureció de pronto; una figura alta y fornida se dibujó contra la claridad de la mañana. Era él: el ceño fruncido, los ojos como ascuas verdes bajo las cejas frondosas. En la mano izquierda tenía un garrote. El Estratega era zurdo.
-Usted está enfermo -le manifesté sin rodeos cuando su mano derecha apenas llegaba a la visera en un saludo que más pareció agresivo que ceremonioso. Usted necesita ser evacuado inmediatamente. Ahora yo asumo el mando directo del Cuerpo.
Se le demudó el rostro de ordinario pálido, serio y duro. Lívido, abiertos los ojos desmesuradamente, contraída la boca en furioso rictus, el hombre ya insinuaba un paso hacia adelante.
Tal debió de ser la mirada que recibió de mí, tal la determinación concentrada en ella durante el silencio abrupto que siguió a mis palabras y a su insinuado ademán, que el hombre pareció como detenido en seco por una espada cuya punta le punzara, firme y aguda, en la garganta.
Hizo otra vez la venia, con los ojos entrecerrados ahora, y se fue.
Ese mismo día se desencadenó la acción. Las condiciones tácticas y logísticas eran, como yo afirmaba, inmejorables. Una semana después el enemigo capituló con armas y bagajes.
.
LA CASA DE LAS CRUCES
.
Juan Llanos descendió del camión frente al establo de la casa abandonada y esperó a que los tres oficiales con que había venido hicieran pie en tierra. Luego él y los otros se encaminaron hacia la casa que, bajo el sol de febrero, sesteaba silenciosa en el pueblecito evacuado por el enemigo días atrás.
Los tres oficiales, hombres ya maduros, entraron primero en el que debió de ser el comedor de la vivienda desierta. Juan Llanos se detuvo un instante en el umbral, asqueado por un intenso olor de suciedad y humedad que había adentro. Venciendo el momentáneo malestar, penetró en la habitación. Una oscuridad de gruta lo envolvió cuando, apenas cruzado el umbral, la puerta se cerró sola a sus espaldas. El piso sonaba bajo sus botas a tierra apisonada. Sólo tras las rendijas de una ventanuca baja entraba alguna claridad y se veían vagamente los verdores del patio. Alguien encendió una linterna eléctrica.
-Ni una silla, ni una mesa -dijo el teniente primero.
-En ese rincón hay un cántaro roto -dijo el teniente segundo.
-Tal vez no hayan podido llevarse las camas -dijo la voz del capitán-. Vamos a averiguarlo.
Y los cuatro avanzaron hacia la única puerta interior situada a la izquierda.
La habitación a la que pasaron era alta y larguísima; el piso, también de tierra apisonada; las vigas del techo, toscas y llenas de telarañas; las paredes, blancuzcas. El círculo de luz amarillenta se detuvo sobre unas rayas negras pintadas en una pared que no tenía ventanas.
-¡Una cruz! -exclamó el teniente segundo.
El capitán, que blandía la linterna, hizo correr la luz a lo largo de toda la pared.
-¡Tres cruces! -corrigió. Y, en voz lenta, leyó el nombre que sobre cada una de ellas estaba pintado:
-Blas... Matías... Ricardo.
Las letras de estos tres nombres se destacaban, negras, gruesas, sobre la húmeda cal blanca.
-Sin duda los enterraron aquí, bajo cada una de esas cruces -afirmó el teniente primero.
-¿A quiénes? -preguntó Juan Llanos.
-A Blas, Matías y Ricardo habrá de ser -dijo el capitán, serio. Luego agregó: -Haremos colocar los catres esta noche cerca de esas cruces. Veremos si Juan Llanos tiene una grata sorpresa a eso de las doce.
-Me parece que la tierra no está bien apisonada en el espacio de piso frente a la última de las cruces -comentó el teniente segundo-. Esto debe probar que al menos una de las inhumaciones ha de ser más o menos reciente.
-Juan Llanos no tiene miedo de fantasmas -aseguró el capitán mirando al muchacho, Él ya es un hombre.
Juan Llanos no hizo ningún comentario, pero observó con detenimiento, ahora a la luz de su propia linterna, el piso de tierra dura y roja del larguísimo cuarto. Juan Llanos no había cumplido aún diecinueve años. Sus acompañantes andaban por los cuarenta.
Se oyó un ruido de motor en el patio: el chófer metía el camión en el establo. En ese mismo momento el ordenanza del capitán llegó en busca de su jefe para pedir órdenes.
-Aquí pasaremos la noche -le dijo el capitán secamente, Ármeme el catre en esta pieza; que los otros ordenanzas armen los otros catres también aquí. Y abra enseguida las ventanas para ventilar el cuarto.
Cuando oscureció, los cuatro oficiales cenaron sobriamente en el patio sentados en unos bancos que los ordenanzas encontraron en el establo.
***
Sobre un poncho tendido en el piso del desierto comedor y a la luz de una lámpara Petromax venida en el camión, los oficiales jugaban al póquer.
-Encontré un pedazo de carta quemada en un montón de ceniza que hay en el patio -informó el teniente primero-. El que escribió esa carta hace un año (fue escrita exactamente hace doce meses, el 13 de febrero) habla de tres muertes, de tres muertes violentas en la familia. La firma es de un tal Wenceslao Gutiérrez.
-Curioso -corroboró el teniente segundo, encima de cada una de las cruces he visto, pintada al rojo, una sola inicial: una G. ¿No la vieron ustedes? Los enterrados allí deben de ser todos Gutiérrez -añadió, señalando con la diestra la habitación contigua.
-¿Se acabó la caña? -preguntó el capitán.
Por toda respuesta, el teniente primero gritó:
-¡Martínez!
En el acto la figura del ordenanza Martínez se perfiló en el marco de la puerta, bañada en el fulgor potente de la lámpara.
-Traiga la caramañola de la vieja -le ordenó su amo.
-Su caña no es vieja ni nueva -corrigió el capitán-. Parece que ni es caña.
-A falta de pan... -empezó el teniente primero.
-Volviendo al tema -interrumpió el teniente segundo-. ¿Saben que yo también encontré algo muy significativo?
El ordenanza Martínez entró en ese instante con la cantimplora y un jarro de aluminio de los capturados al enemigo, lleno de caña. Dejó la cantimplora junto al teniente primero y entregó a éste el jarro. El teniente, sin decir una palabra, se lo cedió al capitán. El capitán bebió un largo trago con una mueca de asco y luego, haciendo chasquear la lengua, se lo devolvió a su dueño.
-Y... ¿qué es eso muy significativo? -preguntó ya sin asco en la cara y un brillo nuevo en los ojos.
-El «Diario» o cosa así de la familia Gutiérrez: un libro grueso de tapas negras, sucio, con hojas amarillas y escrito con tinta negra y roja... (Al terminar de decir esto recibió del teniente primero el jarro de la caña y, después de mirar a los tres en los ojos, bebió el líquido con una expresión en que se mezclaban placer y repugnancia).
-¿Y qué dice el libro? -urgió el capitán.
-Lo encontré en un saco de cuero dentro de un pozo cavado parece que con mucha prisa y, aparentemente, con intención de que allí se enterraran el libro y algunas cosas más... El que cavó el pozo debió de tener que huir, porque la pala la dejó allí tirada, junto al saco con el libro dentro. No lejos del pozo se ve el impacto de un morterazo y hay esquirlas de granada.
-Pero ¿qué dice el libro? -insistió el capitán.
-Era de bautismos y defunciones y de otros sucesos. Estaba en castellano, pero tenía páginas en clave, que no entendía. Todos los nombres de los bautizados o difuntos eran Gutiérrez o López Gutiérrez. Una página rasgada, de la que apenas queda la parte de arriba, tiene estas letras en tinta roja: VENG... Las otras letras de la palabra no se podían leer.
-¿Y dónde está el libro? -interrogó el teniente primero.
-Lo tiré en el pozo seco de brocal caído que hay al fondo del patio. Me daba asco. Además, en la primera página leí algo así como esta advertencia: «Nadie tiene derecho a leer ni poseer este libro, a menos que sea de la sangre de los Gutiérrez».
-De la sangre de los Gutiérrez... -dijo el capitán caviloso.
Juan Llanos decidió mentalmente rescatar el libro del pozo antes de acostarse y ver si era cierto lo que el teniente decía.
Entretanto, la partida de póquer languidecía. La familia Gutiérrez interesaba más que el juego. El jarro de caña pasaba de mano en mano, tras de haberse vaciado y llenado más de dos veces. Los oficiales se contaban extrañas historias de familias semejantes a la de Gutiérrez, o al tipo de familia que atribuían a la de Gutiérrez: hablaban de gentes que enterraban a sus muertos en los dormitorios, a varios metros de profundidad, y que, como si tal cosa, seguían viviendo en sus casas.
***
A las once de la noche el capitán, con los ojos colorados, se puso de pie. Sus movimientos no eran muy seguros:
-Vamos a dormir, señores -dijo- Mañana debemos seguir viaje al amanecer.
Juan Llanos salió de la habitación al patio y llamó a su ordenanza.
-Mi catre, en el medio del patio.
-Su orden -contestó el soldado.
Una luna inmensa, redonda, amarilla, brillaba en el cielo. Juan Llanos oyó unas risotadas aguardentosas en el dormitorio de sus compañeros.
-¿Vas a dormir afuera? -le preguntó el teniente segundo cuando Llanos entró en la pieza en que los tres oficiales se desvestían junto a sus catres.
-Sí -respondió lacónicamente. Y agregó: -Hace calor aquí y no huele bien.
-Eso es ser mal huésped de los Gutiérrez -le advirtió el teniente primero-. Además habrá rocío. En cuanto a escapar a ciertas cosas, a ciertas visitas, a ciertas sacudidas... Bueno: en el patio o aquí será lo mismo.
-A cualquier molestia que tenga esta noche, de hombre o de otra cosa -previno Llanos-, contestaré con tiros de revólver.
-No hay que olvidar que estamos en casa de los Gutiérrez, y que hay que guardar las formas, es decir, dormir en el dormitorio.
-¿Y a mí qué me importa de los Gutiérrez, vivos o muertos? ¡Pueden irse todos ellos, con su abuela, a la...!
Le parecía a Llanos que el uso y el abuso de palabras groseras lo aproximaban a los tres oficiales maduros, gente de otra educación, áspera y socarrona.
Luego volvió al patio y se fue derecho al pozo a buscar el libro. Era un pozo ciego, lleno de tierra y piedras, de un metro de profundidad, más o menos. Llanos se asombró de encontrar, en efecto, un libro de tapas negras. Y se asombró aún más al comprobar que en la primera página decía: «Nadie tiene derecho a leer ni poseer este libro a menos que sea de la sangre de los Gutiérrez».
En el patio bañado de luna el ordenanza había ya armado el catre de campaña. Cuando Llanos se acostó, puso el libro de los Gutiérrez junto a su gurupa, debajo del catre. Y el revólver, fuera de su funda, bajo la almohada. Tenía la cabeza pesada por los vapores de la caña. A través de la escasa lana de la almohada sentía en la mejilla la dureza del Smith & Wesson, calibre 38.
No pudo dormirse enseguida. No sabía si era una irritación de varios días contra los oficiales o una inexplicable aprensión lo que le robaba el sueño. Los oficiales no eran gente mala, no: al contrario. Pero siempre notaba en ellos la burla apenas disimulada. Lejos de tratarlo como a un igual, si no en graduación al menos en hombría, sólo veían en él al niño bien con pujos de virilidad madura. Advertía que les disgustaba su lenguaje y por eso trataba de despojarlo de toda expresión literaria o culta, intercalando entre frase y frase palabrotas prestadas de ellos que (él no lo sabía) sonaban en sus labios peor que las voces cultas.
-Se burlan de mí -pensó, tratando de dormir y empuñando, bajo la almohada, el Smith & Wesson, el índice en el gatillo-, pero ya les di mi aviso. Esta será la última broma que me hagan. No aguantaré más algo como lo de la otra noche, cerca de aquellos cadáveres enemigos momificados.
En los árboles del patio graznaba una lechuza. La luna amarilla antes, ahora tenía una blancura azulina, un brillo de nácar. Media hora después Juan Llanos dormía profundamente.
***
El catre empezó a moverse como en apenas perceptible balanceo. -Es como el camión, el catre -se dijo Juan en sueños-, los caminos estos...
Y enseguida el sueño lo llevó a otra parte, muy lejos; a los días de la escuela primaria. Mauricio, su compañero de banco, le mostraba un cuaderno de dibujos borroneados. Mauricio era envidioso y obsceno. Después, no entendió cómo, el cuaderno se convertía en el libro de bautismos y defunciones de la familia Gutiérrez. Leyó claramente otra vez en la primera página: «Nadie tiene derecho a leer o poseer este libro...».
El catre volvió en ese momento a balancearse, ahora como flotando en el aire frío de la noche, lleno de luna y rumores. Juan Llanos despertó con la diestra crispada en el cabo del revólver, el índice en el gatillo. Una suerte de vapor vibrante y translúcido lo envolvía. Creyó por un instante que fuera la luz de la luna, que vibrara metálicamente.
-¡He dicho que no me molesten!- gritó. Pero el grito se le congeló en la boca al ver, de pie en torno al catre, tres altas figuras, tres pares de ojos fosforescentes que lo miraban.
Juan Llanos disparó una, dos, tres veces. Las tres figuras se disiparon en el aire frío bajo la luna llena. Juan recordó el libro de tapas negras y lo buscó bajo el catre, para tirarlo lejos, para devolverlo. El libro había desaparecido.
Sobre el poncho de Castilla que cubría a Llanos reverberó durante unos segundos una cruz fulgurante como trazada con plata líquida.
-¿Qué son esos tiros? -gritó el capitán desde la ventana de la casa.
-Vinieron a buscar el libro negro -contestó Juan Llanos. -Ya se lo llevaron -agregó...
.
LA MUERTE GANADA
.
Encantado de verlo -me dijo el capitán-, estrechándome la mano con fuerza. Luego con el rápido ademán de costumbre ordenó a un soldado que trajera el tablero y las fichas de ajedrez.
El capitán era un hombre bajito, menudo de cuerpo. Supongo que por eso andaba siempre muy erguido y que sus fuertes apretones de mano se explicaban con un instintivo afán de compensar de algún modo la pequeñez de su tamaño. Tenía, no obstante, un extraordinario don de mando, don que ejercía con reposada circunspección y seriedad. En torno suyo, tenientes, sargentos, cabos y soldados se movían como autómatas, impelidos por los resortes mejor templados de la disciplina militar. Hacía meses que vivía yo entre combatientes y, mi amigo el capitán -Pablo, se llamaba- era el único militar absoluto que hasta entonces había conocido. Ser cualquier cosa de una manera pura, perfecta, es algo admirable. En Pablo la milicia era una vocación, un destino, un sacerdocio. Nadie más querido que él en el regimiento; nadie más considerado y generoso que él. Y nadie, tampoco, más exigente con sus subordinados.
Hasta el momento de evocar el episodio que les cuento, nunca había pensado en cómo pudo habérselas arreglado para suscitar el sorprendente respeto y la ciega adhesión que inspiraba su diminuta persona. Porque, al fin y a la postre, Pablo no tendría más de veinticinco años; su vida, antes de la guerra, había transcurrido en un barrio silencioso de aquella Asunción casi colonial que hoy va desapareciendo. En la escuela, en el colegio, en la universidad, no había sido él más que un muchacho serio y cortés, un poco retraído aunque aplicado y tenaz. Su biografía, antes de la guerra, no registraba nada de notable. Sólo la milicia (ya desde sus primeros meses en le Escuela de Oficiales de Reserva) reveló su vocación verdadera. Ahora, a tres años de su bautismo de fuego, su nombre se había hecho famoso en los campamentos del frente, aun en aquellos lejanos del sector donde operaba su unidad.
El rostro de Pablo era pequeñito; la nariz fina, los ojos castaños, muy brillantes y también pequeñitos. Y el bigotillo que le sombreaba el labio superior no se decidía a pasar de un esbozo de bigote. Calzaba Pablo botas de caballería y al cinto llevaba una Parabellum.
***
Empezamos a jugar al ajedrez en el patio de una casa estancia abandonada por el enemigo, donde Pablo había instalado su puesto de comando. Estábamos como a doscientos metros del río Parapití y, por tanto, bien al alcance de las ametralladoras y morteros enemigos emplazados en la orilla opuesta. Una tupida vegetación nos protegía de las miradas de los tiradores enemigos, de modo que no éramos blanco visible. El patio de la casa, ancha explanada de tierra seca y amarillenta, estaba rodeado de verdes cañaverales.
-Cuidado, que va a morir su rey -le dije al cabo de media hora de juego.
-No, todavía no, contestó Pablo. Mi rey tiene primero que ganarse su muerte, como todos nosotros.
-¿Ganarse su muerte?
-Sí. Ganarse su muerte quiere decir hacerse digno del silencio, del respeto, de...
-¿Silencio? Todos los muertos lo consiguen... gratis.
-Tal vez no todos. El respeto, sí, debe ser ganado.
-¿Y qué debe entenderse por ese respeto? -interrogué.
-Respeto significa, en este caso, estar ahí uno muerto, como si no se estuviera... O estar ahí de tal modo que nuestra muerte no sea un fracaso... algo sórdido. Estar ahí tan naturalmente como un árbol, o aún, tan naturalmente, repito, como si no estuviera ahí...
-¿Y quién podría lograr eso?
-El que haya perdido del todo el miedo a la muerte. Ese merecerá respeto y lo impondrá allí donde se quede.
Pablo me ganó aquella partida de ajedrez. Yo quise tomarme el desquite, como otras veces lo hiciera, sobre todo cuando perdía en forma tan inesperada, esto es, cuando ya me parecía estar ganando; pero él me dijo:
-Me parece que es hora de que usted se retire. La luz va faltando y usted tiene siete largos kilómetros por delante. Además ya comienzan los morterazos y el ruido no permitirá que nos concentremos en el juego.
En efecto, algunas granadas de mortero comenzaron a caer sobre los cañaverales y, como ya la oscuridad era general, podíamos ver las llamaradas de las explosiones contra el fondo lívido de la noche incipiente.
Al despedirme junté los talones con fuerza, sin darme cuenta de que lo hacía. Y eso que una despedida tan militar no era necesaria entre nosotros, pues no pertenecía yo a su unidad y nuestra relación nada tenía que ver con los deberes del servicio. La nuestra era sólo una amistad fundada en afinidades intelectuales y en una pasión común por el ajedrez. De nuevo sentí en la diestra el fuerte apretón desproporcionado al tamaño de la mano que lo daba, y escuché una serie de fórmulas de cortesía muy serias, aunque cordiales y sinceras.
Monté en el enorme burro que me servía de cabalgadura y enderecé hacia el camino recto que conducía a mi tienda de campaña. -Es raro que no me haya invitado a cenar -me decía yo mientras tanto-. No hay combates; estamos en realidad de vacaciones junto al famoso río; él no tiene nada que hacer ni yo tampoco. Además -agregué- ¿qué puede haber de molesto en recorrer este camino ya bien entrada la noche? Porque él insistió, al despedirse, que hubiera sido mejor para mí partir una hora antes. «La noche es desagradable ahí -me dijo- en esos caminos...».
Así monologaba yo cuando llegué a la recta misma, es decir, al larguísimo camino abierto por los zapadores, recto como una regla y polvoriento como si sobre toda su longitud se hubiesen derramado infinitas toneladas de impalpable harina ocre.
-De aquí a siete kilómetros -pensé- distinguiré a mi izquierda los faroles mbopí de nuestro campamento.
El burro tenía buen andar. Mi ordenanza lo había encontrado hacía un mes en el monte, cuando el enemigo abandonó la estancia en que ahora acampaba el batallón de Pablo. Habría recorrido yo un kilómetro más o menos cuando cobré súbita conciencia de la soledad que me rodeaba: a ambos lados de la ya oscura cinta polvorienta del camino se erguían las tinieblas de la selva. Estas tinieblas parecían moverse, desplazarse, amenazadoras, en el aire frío. Unos rumores vagos, temerosos, se arrastraban entre ellas; sonaban a mis espaldas; repercutían alejándose y luego volvían a oírse más próximos, a la izquierda, a la derecha.
-¡Bah! -me dije-. Así es siempre cuando hay muchos árboles, de noche. Miré hacia arriba para no dejarme sugestionar por las masas negras, movedizas, de la selva. Algunas estrellas fulgían y a su débil resplandor la arena del camino, ocre durante el día, adquiría una coloración de indeciso matiz. A veces hasta parecía fosforecer. A lo largo de aquel camino, semanas antes, se había librado una batalla de cinco días y cinco noches. Recordaba yo la tarde de mi llegada a aquel paraje, en un camión lleno de veteranos armados hasta los dientes. De trecho en trecho yacían sobre el camino cadáveres de enemigos rodeados de cuervos persistentes, impacientes. Era de ver cómo los cuervos, a la proximidad del camión, mostraban su fastidio por la interrupción del festín. Algunos saltaban a tierra desde el pecho del muerto en que estaban ocupados y con rápidos aletazos se alejaban unos metros, mal dispuestos a abandonar su presa. Otros volaban hacia los árboles más bajos y cercanos, para volver al difunto con mayor premura en cuanto el vehículo pasase. Otros no se movían de su sitio y seguían hundiendo el pico en la carroña, indiferentes al ruido del motor y a las voces de los soldados.
Hacía más de un mes que esto había acontecido. Ahora los cuervos no bajaban ya al camino durante el día porque de las carroñas sólo quedaba el esqueleto, aún uniformado, con las botas, algo del pantalón y algún resto de guerrera.
Me sacó de estos recuerdos una insólita inquietud que advertí en mi normalmente pacífica y flemática cabalgadura; primero fue un estremecimiento que la sacudió toda; luego me percaté de la alarma que revelaban sus grandes orejas erectas. El animal, de pronto, se detuvo. Miré hacia adelante y luego a uno y otro lado: a pocos pasos, a nuestra izquierda, yacía un esqueleto, calzadas las botas pardas, hebillado el ancho cinturón sobre el vacío de lo que fuera el vientre. La calavera miraba hacia nosotros con la negrura de las cuencas vaciadas a picotazos por los cuervos.
-¡Vamos! -grité al animal y le hundí los talones en los ijares- El animal, erizado de espanto, retrocedió. El espanto que estremecía a aquella carne pesada hecha para la esclavitud y la carga se me comunicó en ese instante como una descarga eléctrica. Tuve miedo, miedo como nunca. De la cabeza a los pies comenzó a circularme un zigzag de escalofríos. Me asaltaron imágenes de consejas terribles. Y recordé algo que había oído no sé cuándo: que mulas y burros perciben la presencia de los aparecidos; que para estos animales lo sobrenatural existe.
-¡Adelante! -grité blandiendo a manera de látigo una caña que llevaba en la diestra y descargándola con furia sobre las ancas del animal. Este reaccionó, pero en vez de correr hacia adelante se precipitó hacia la derecha y me introdujo unos cinco metros en la selva. Allí las tinieblas eran densísimas; al entrar en ellas sentí en la cara bruscos arañazos de ramas espinosas y me hallé rodeado de una agitación ubicua, como de presencias acechantes que se acercaban y alejaban.
Logré conducir la bestia de nuevo en el camino, pero ésta se empeñó en hacerlo lejos del lugar en que yacía el esqueleto, de modo que el trecho de regreso a través de los árboles a la visión de las estrellas fue bien largo. Tenía ya la garganta seca de los gritos con que pugné por alejar el miedo y dominar la rebeldía del animal.
Proseguí la marcha, pero una marcha insegura, jalonada de sobresaltos que eran violentísima sacudida en el cuerpo gris del animal. De la selva llegaban graznidos de pájaros nocturnos y el mismo rumor de antes, aunque ahora más claro, más distinto, en quejas de hombres heridos.
No insistiré en describir el miedo que me tenía tenso y afiebrado. Cualquiera creería que con un poco de paciencia y serenidad hubiese sido fácil dominar mi cabalgadura y hacerla marchar normalmente. Para mí aquello fue imposible. Era imposible también abandonar al animal y huir solo de su miedo y de mi miedo: mis piernas parecían estar amarradas al cuerpo gris de la bestia. Como quien ha asido un cable de alta tensión y ya no puede desasirse de él, así el miedo me tenía preso. El viaje duró una eternidad. Ante cada nuevo esqueleto se repetía el mismo episodio: fuga hacia la selva y luego el penoso retorno al camino entre la tenebrosa maraña.
Al fin vi brillar a lo lejos el amarillo fulgor de los faroles mbopí del campamento.
***
Durante varios días estuve como enfermo. Permanecía horas todo vestido, acostado en mi catre de campaña. De vez en cuando mi ordenanza asomaba su busto oscuro entre las lonas de la tienda con el pretexto de pedirme órdenes. Advertía en su cara una extrañeza que me inhibía. Como yo, él no tendría aún dieciocho años. Pero había nacido y se había criado en el campo. Era un hombre.
El teniente Centurión, de la Sanidad, vino a verme dos veces. Me dijo que tenía fiebre, que a lo mejor tenía paludismo. No era cierto, pero no le di explicaciones.
No fui más a ver a Pablo, aunque me hizo invitar por estafetas. Di pretextos de enfermedad, de ocupaciones inventadas. Pero él sí vino a verme una tarde de improviso.
-¿Dónde está el ajedrez? -me preguntó.
Mi ordenanza trajo las fichas y el tablero. Noté que Pablo me observaba y que sus ojos se detenían en mi mano al hacer yo una jugada. Al despedirse me la retuvo más que de ordinario en el familiar apretón:
-Ya tendrá noticias de mí -me aseguró. Mientras tanto, repóngase. No hay razón para andar tan deprimido. Todo se arreglará.
Días después su regimiento inició una maniobra. En un ataque frontal, Pablo cayó al frente de su batallón. Su cadáver llegó a nuestro campamento a las dos de la tarde. Tenía la cara limpia y tranquila y el pecho con una pequeña mancha de sangre. Alguien devolvió la pistola a su funda porque Pablo había caído con la Parabellum en la diestra y, ya muerto, aún la tenía allí, amartillada.
Lo enterramos al borde del mismo camino de nuestro campamento, en un cementerio cuya primera cruz fue la suya, no lejos del lugar de mis terrores de aquella noche. El enemigo, entretanto, había sido empujado bien lejos, hacia el Norte.
Un atardecer, después del rancho, me atreví a caminar solo por la recta. La oscuridad cayó de pronto, densa, sobre la selva. Yo seguí caminando alzando de vez en cuando los ojos hacia las estrellas recientes.
Y esa noche comprendí que en adelante ya no habría más terrores en aquel camino. Sólo paz y silencio. Pensé que Pablo los había conquistado; pensé que él estaba allí cerca, imponiéndolos; pensé que él estaba allí como si no estuviera.
.
Fuente: EL OJO DEL BOSQUE . De HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ , Arandurã Editorial, Edición digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
.
Visite la GALERÍA DE LETRAS
del PORTALGUARANI.COM
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario