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jueves, 29 de julio de 2010

JOSEFINA PLÁ - LIBROS EN LA COLONIA DE (1600 A 1767) / Fuente: EL LIBRO EN LA ÉPOCA COLONIAL (ESTUDIOS PARAGUAYOS)


EL LIBRO EN LA COLONIA DE 1600 A 1767
Documento de
JOSEFINA PLÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
.
EL LIBRO EN LA COLONIA DE 1600 A 1767
De acuerdo a lo expresado con anterioridad (Capítulo Preliminar) la enseñanza primaria durante la Colonia estuvo en los primero; tiempos más atendida de lo que en general se cree, aunque menos también sin duda de lo que estuvo en la intención metropolitana y en el deseo de los colonos.
Ya el canónigo Lezcano, corno se ha dicho, había fundado en 1545 su escuela de letras. Noticias posteriores, dentro todavía del siglo XVI, nos dan la cifra de 2.oo0 asistentes a las escuelas primarias asuncenas (1). Claro que esta enseñanza no rebasaba en la época los conocimientos básicos de lectura, escritura, contar y doctrina; y la juventud de ese tiempo no tuvo en la abrumadora mayoría de los casos, lugar a desenvolverse a más alto nivel y en más amplias disciplinas, ya literarias, ya doctrinales.
Ahora bien, si la enseñanza supone escuelas, éstas suponen textos. No tenemos idea de la forma en que este problema fue solucionado durante los primeros lustros. No es improbable, como se dijo en capítulo anterior, que en las primeras armadas que siguieron a la de Don Pedro de Mendoza (Pancaldo, Orué) vinieran ya silabarios y cartillas: aunque no hemos hallado al menos rastro de ello en nuestros archivos; y la palabra cartilla sólo aparece muchos años más tarde. Ya nos hemos referido (capítulo I) al comercio clandestino de cartillas, en los últimos años del XVI.
Un papel importante desempeñaron a partir de fines del XVI, los jesuitas. Desde su llegada, la enseñanza ya no funcionó solamente al nivel que hoy llamaríamos primario. La corrección de lenguaje de que hacen gala muchos documentos de esa época es sin duda, al principio, lógico reflejo del conocimiento del idioma, en la administración llevada directamente por españoles idóneos; pero esa corrección se mantiene, a cierto nivel por lo menos, en los documentos, después de extinguida a principios del XVII, la generación conquistadora; y este hecho es tanto más de notar en una época en la cual el guaraní primaba en lo cotidiano en una forma ya difícil hoy de concebir.
Es verdad que el contingente de pobladores españoles se renovó con las sucesivas Armadas, pero no es menos cierto que las fundaciones del Gauirá y otras invirtieron gran parte de ese contingente, debilitando así al potencial cultural capitalino. Por otra parte los españoles en el Paraguay nunca fueron lo suficientemente numerosos para llegar a constituir, ni siquiera en Asunción, grupos de presión de acción decisiva en lo cultural como sucedió en otras regiones.
Papel importante sin embargo podemos asignar en el mantenimiento del idioma al cultivo del mismo en el seno de las familias hidalgas, "patricias", especialmente las formadas a raíz de la venida de mujeres españolas en las Armadas de Sanabria y de Ortiz de Zárate. Los miembros españoles y sus descendientes conservarían la lengua como blasón de estirpe, defendiéndola de la presión mayoritaria del guaraní, aunque al propio tiempo utilizasen éste como vehículo de relación con la mayoría.
Las mujeres de la colonia, se ha dicho, entendían el castellano, pero no lo hablaban: esta situación duró hasta entrada la Independencia. Por cierto que esta, limitación del idioma castellano, en su más denso nivel, a la población masculina, reproduce en cierto modo, curiosamente, el cuadro de ciertas culturas primitivas, en las cuales cada sexo posee su lenguaje propio. Sin embargo, es obvio que los libras piadosos edificantes eran lerdos por igual por los maridos y las esposas; y ello supone que por lo menos en un número dado de hogares, la mujer alcanzaba cierto dominio del idioma, aunque quizá éste fuese ejercitado más en la lectura que en la conversación.
Vale la pena tal vez reflexionar sobre lo que esa defensa del idioma, representó en una sociedad donde la población blanca se hallaba en proporción de uno a quinientos con respecto a la indígena (2).
Se ha hablado mucho de la prodigiosa supervivencia del guaraní; pero quizá no se ha pensado suficientemente en lo que significa el hecho inversa; la mantención y extensión del castellano durante los mismos siglos coloniales, contando con tan escasísima núcleo de hispanoparlantes originarios y a pesar de las voces de alarma que respecto a la situación del español en la colonia lanzaron algunos gobernadores a fines del XVIII.
Tres ejemplos de este dominio del idioma bien que en época aún temprana, por cierto, son Rui Díaz de Guzmán, el obispo Trejo y el Beato Roque González de Santa Cruz.
Es imposible que esta conservación del idioma llegase a ser un hecho sin la ayuda, en gran medida, del libro. Ya se ha hecho referencia a la entrada de letra impresa, restringida seguramente, pero que no dejó de hacerse sentir, ya, desde 1590. Después de esta fecha, precisamente cuando crecen el aislamiento y la pobreza del área, aumentan las probabilidades de contacto con el libro a través de las facilidades que ofrece el comercio de Buenos Aires con la metrópoli, y que, por supuesto, no pueden ser aprovechadas en toda su amplitud debido a las circunstancias mencionadas en primer lugar. Pero no por eso dejan de entrar libros. Lo hacen por diversas vías, como lo irán sugiriendo hechos indirectos.
El Padre Furlong ha recalcado el papel importante que en el movimiento bibliográfico de esos tiempos corresponde a la Orden de Jesús en el Plata diciendo (3) que los jesuitas "eran incansables en la importación de libros, así para sus propias bibliotecas como para las ajenas a la Orden". Dato que hemos anotado ya. Añade que tenían librerías semi públicas, "en las cuales muchas obras, y sobre todo los textos escolares, se hallaban para la venta, no lucrativa, sino difusiva"... (Sin mucho trabajo podría en realidad comprobarse que una lista unificada de las pequeñas bibliotecas particulares de la época daría como resultado en su total una lista muy semejante a la de la biblioteca, conventual franciscana. de Villarrica, por ejemplo, con la natural excepción de las obras más densamente teológicas, o específicas de la Orden).
"Sacerdotes y monjas encargaban a menudo a los Padres la adquisición de libros" dice Furlong (se refiere al Plata) dando listas inclusive de los libros comprados. No sabemos -faltos siempre de documentos- en qué medida exacta, ni siquiera aproximada, estos hechos tuvieron su correspondiente reflejo en el Paraguay; pero sí consta, que jesuitas o miembros de la Orden u otras Órdenes residentes en el Paraguay encargaban libros por intermedio de jesuitas viajeros. Los permisos de embarque en puertos españoles mencionan, en las listas de viajeros jesuitas, paquetes o bultos de libros.
Hay indicios suficientes para presumir que aquí, como en el Plata, los jesuitas fueron intermediarios oficiales para la introducción de libros para las bibliotecas particulares: estos libros sin embargo y como es obvio, serían siempre de carácter piadoso o moralizante; en todo caso, ceñidos a los títulos profanos, disciplinas austeras, como la historia.
Pero es indudable que en este comercio fué Buenos Aires la que obtuvo la mejor parte. A principios del siglo XVII era nutrida la biblioteca de los jesuitas de Córdoba. El obispo monseñor Carranza (4) poseyó una "en 253 cuerpos" (volúmenes) que donó a la Orden Carmelitana en 1625. Fué nutrida según el mismo Furlong (5) la biblioteca del Paraguayo Hernando de Trejo y Sanabria, titular de la Universidad de Córdoba, biblioteca allí formada y que por ese motivo no pudo beneficiar a la cultura paraguaya.
Nada tendría de extraño que también los particulares paraguayos, conforme a lo varias veces ya expresado, hubiesen utilizado esos buenos servicios, con las limitaciones propias de la situación. Pero, naturalmente, los libros comprados por tal intermedio no podrían en ningún momento rebasar las listas de la más correcta ortodoxia; pero se comprende que también en más de un caso se tratase de libros fuera del "ámbito específicamente doctrinal, piadoso o edificante: libros de historia, y avanzando el tiempo, de pedagogía, de geografía, viajes, filosofía, etc.

El predominio de las lecturas religiosas en esta área y en el transcurso de los años que van desde el comienzo de la décima séptima centuria hasta 1767 -fecha de la expulsión de los jesuitas- es un hecho capital de esta cultura.
Aparte de las restricciones que pesaron sobre la adquisición de libros profanos -restricciones varias veces mencionadas (con las salvedades también, del caso, cada vez) hay que tener en cuenta que la educación, en manos de Órdenes religiosas, o ceñida estrechamente a sus directivas espirituales, es seguro que no dejó mucho margen de elección en esta materia a los particulares. Por tanto, reiterando conceptos ya expuestos, no creernos razonable trasladar a este medio y época las palabras que a cuestión paralela aplica J. Eusebio de Llano Zapata en su interesantísima carta a Monseñor Cayetano M. de Agramante, Obispo de Charcas, a mediados del XVII "de libros italianos, franceses y portugueses ha casi un siglo que son tantos los que se conducen a aquellos países que hoy se hallan en ellos los mejores que se hayan escrito en esas lenguas, que por este comercio se han hecho comunes a los eruditos americanos, pasando también su cultivo a las mujeres que se precian de discretas" ...
Está fuera de cuestión que los conocimientos políglotos excedieron las posibilidades culturales del medio (si se exceptúa el latín en el medio religioso y entre los abogados y médicos) aunque alguna vez tropezamos en las listas con algún libro en italiano o en portugués, no es cosa frecuente. Y el contacto femenino con los productos imprentarios de la época tampoco pudo asumir aquí los eufóricos contornos que delinea la carta precedente.
No se ha hallado rastro de la literatura de ficción condenada ya por el Sinodo de Tucumán en 1581. Si entró alguno de esos libros, lo hizo en forma tan subrepticia, recatada y secreta, que no ha quedado el más mínimo indicio.
Resumiendo, damos por sentado que a partir de 1600, entraron en el Paraguay, junto con los de teología, piadosos o edificantes, tales cuales libros de materia no eclesiástica (historia, sobre todo) pero todos ajustados a la más estricta ortodoxia. Su lista, de títulos, a lo que hasta ahora se pudo comprobar, fue además corta y poco variada. Por supuesto, entran las indispensables de medicina, derecho, etc.
¿Cuáles fueron particularizados, esos libros de contenido profano entrados al Paraguay para uso de particulares o no durante esos años de colonia, en los cuales los jesuitas y otras Órdenes religiosas mantenían un control severo sobre la mentalidad colonial?
No existe modo de llegar a una respuesta ampliamente correcta: sólo disponemos de unos cuantos indicios, indirectos las más; y ya expresados algunos: aunque es verdad que aun en su limitación, esos indicios resultan importantes.
La ausencia de un centro humanístico organizado (la ansiada y nunca alcanzada Universidad, perseguida por los gobernadores coloniales, pero que sólo fue un hecho para verla situarse lejos, en Córdoba) privó al medio de un eje polarizador del comercio intelectual, y por tanto, libresco. Sería inútil querer separar, en aquellas épocas, como en éstas, la corriente de formación universitaria y el pulso de las lecturas literarias, y por tanto la importación de libros.
La corriente libresca se canalizó desde Europa hacia el Plata y ,de preferencia hacia Córdoba; lo prueban los datos recogidos por estudiosos como Furlong (7) a la vez que el Paraguay quedaba, prácticamente, al margen de esta corriente. Sin embargo, es oportuno anotar el papel que en la diversificación e intensificación de estos conceptos pudieron tener los paraguayos que fueron a estudiar a Córdoba en esos años, y que aunque no fueron numerosos no dejaron de traer a su regreso en los últimos tiempos, alguna novedad, seguramente no siempre dentro de los estrictos límites de lo ortodoxo y doctrinal, y que en alguna medida enriquecían la lista bibliográfica local. A este respecto son elocuentes las palabras de Rengger, mucho más tardías, es ciento (8) pero que creemos aplicables ya al último tercio del XVIII por lo menos:
"Los criollos y nativos que se graduaban en Montserrat, volvían a sus provincias con escasísimo respeto hacia las disposiciones del Vaticano y con la cabeza llena de un espíritu nuevo, aunque indefinido para ellos" ...
Un documento datado en 1874, o sea ya en fecha avanzada dentro de la colonia, da una idea -de su ambiente cultural enrarecido:
"Siendo aquella provincia por su extensión y población de las que producían ingenios sobresalientes, se hallaba inculta y pobre por carecer del comercio universal y no podían aquellos cultivarse sino en las religiones (Órdenes religiosas) como lo hacían muchos de ellos, o marchando a muchísima costa a estudiar a la Universidad de Córdoba, distante 400 leguas, malográndose muchísimos por falta de medios, o por no alejarse tanto de sus casas; por lo que erg, manifiesta la suma ignorancia, y la necesidad de dicho establecimiento" . . . (9).
Si éste era el panorama ya terminado el siglo XVIII, puede imaginarse cómo habrá sido el del siglo XVII, calificado como "de mortal postración para el Paraguay".
Los raros libros profanos llegarían así en forma esporádica, adventicia: los más formando parte de equipajes viajeros o a través de amistosas comisiones, conforme a lo expuesto con anterioridad. En esa sociedad culturalmente bradicárdica, patriarcal, el libro eventualmente no ortodoxo (o simplemente considerado de lectura no útil para el alma) debió circular muy parcamente, como remedio .y consolación de tedios y alivio de curiosidades; esa circulación no se instaló en la forma continuada, amplia y estable, indispensable para la formación de un nivel cultural definido.
Corroborando lo dicho hasta ahora: es difícil encontrar repositorios de cierta consideración en fechas dentro del siglo XVII. Y cuando se da con uno, los libros aparecen en número insignificante -uno, tres, cuatro, media docena-. Esa escasez puede ser tomada como cifra de la penuria cultural, de la que por demás se hacen eco las noticias, de la época; y que no resulta difícil de comprender, desaparecidas (por la acción inevitable del tiempo, y demás circunstancias concomitantes) las escasas disponibilidades bibliográficas locales, y no habiendo sido factible reponerlas y menos aún, aumentarlas.
Si dentro del XVI y principios del XVII hallamos obras escritas por conquistadores e residentes temporales -Villafaña; Cabeza de Vaca, Schmidl, Centenera- y hasta por un hijo de la tierra -Rui Díaz de Guzmán- toda actividad literaria local cesa totalmente durante ese último siglo. Todas las posibilidades parecen trasladarse automáticamente al ámbito jesuítico. No solamente porque a partir de esos mismos años, con corta diferencia, empieza la literatura local a centrarse en plumas de la Orden, con las Anuas Jesuíticas (1616) y un poco más tarde con obras de gramática (TESORO de Montoya, 1632) o de historia, sino porque también, según indicios no corroborados suficientemente, dentro del mismo siglo y hacia su último tercio, había comenzado la actividad imprentaria misionera, bajo formas técnicas asimilables a la incunable, facilitando la edición de textos destinados a la catequesis (la imprenta de tipos móviles funcionó desde 1700).
Desde esta fecha, hasta 1728, la imprenta misionera producirá libros, algunos de ellos de estupenda presentación gráfica, la mayor parte traducciones, aunque también se halla entre ellas el primer libro en vernáculo escrito por un aborigen.
La bibliografía jesuítica caracteriza pues este período (siglo XVIII) y le da un sello singular; de ella se hablará en el capítulo siguiente. Son todas ellas obras informativas, históricas o polémicas y la ilustran nombres como Montoya, Techo, Sepp, Lozano, Guevara, Charlevoix, Cardiel, Peramás y otros.
(Quizá formasen parte originariamente de los repositorios no señalados de este período los libros "viejos" en latín que aparecen a menudo en época tardía, sin especificación de títulos, a veces en poder de personas de las cuales no se podía pensar poseyeran el latín hasta el punto de solazarse en la lectura de teologías doblemente indigestas por el idioma excipiente).

En ausencia de testimonios directos y especificados de la entrada de libros al país durante la segunda mitad del siglo XVII y la primera mitad del XVIII, habremos de tomar sin grave error a nuestro ver, como testimonio del presunto flujo libresco, las pequeñas bibliotecas (si cabe llamar así a media docena de volúmenes) que figuran en testamentarías dentro del XVIII; (algunas, raras, datan de fines del XVII) presumiblemente, por tanto, formadas años antes, en la juventud del testador: quizá heredados por éste.
Esas colecciones particulares, cuyas listas nos han llegado, pertenecientes a viejos miembros de no menos viejas familias -y por ello mismo representativas de una época cultural- son elocuentes. Se trata de catálogos en los cuales predomina siempre (cuando no domina por completo) la lectura doctrinal o religiosa, edificante, piadosa, libros de misa, ejercicios espirituales; novenas; vidas de santos, libros de meditación, de oración, de preparación para la muerte. Los títulos aparecen constantemente los mismos, repetidos de unas listas a otras, desde la famosa de Salazar: SEMANASANTARIO, PREPARACION PARA LA MUERTE, RAMILLETE DE DIVINAS FLORES, EPISTOLAS DE SAN JERONIMO, SALMOS DE DAVID, etc.
Libros auténticamente profanos aparecen como se ha dicho repetidamente, rarísima vez en estas listas. Cabe preguntarse -en vista, de lo expuesto con anterioridad sobre la posible llegada de libros de contrabando-: de veras no existieron o fueron eliminados de ellas? Es posible que en algún caso existiese esa expurgación y que la realizasen: o el propio testador (celoso de que su memoria quedase en el testamento con los perfiles más austeros posibles) o sus herederos, llevados del mismo escrupuloso prurito. El paradero de los libros heterodoxos -y ya sabemos que este calificativo era de espectro asombrosamente amplio en aquel tiempo- es, en este caso hipotético, un misterio; posiblemente pasasen a otras manos bajo cuerda, si no eran piadosamente quemados por los herederos. Só'o de cuando en cuando, ya dentro del XVIII, aparece un libro de fábulas, de historia o de poesía clásica -un Esopo, un Quinto Curcio, un Séneca, un Tácito, o un Virgilio-.
La literatura patrística en sus manifestaciones menos abstrusas -San Agustín, San Jerónimo- la obra de algunos teólogos o comentaristas del barroco -San Francisco de Sales, principalmente- fueron (aparte los textos, más amables, de Fray Luis de Granada, o Fray Luis de León, y los consabidos "florilegios" y "meditaciones") el pasto lectural cotidiano de los más letrados de la colonia; quienes, así, sabían mucho acerca de la vida futura, pero poco del pasado humano; y se desentendían del futuro terrestre en cuanto no se cifrase en la necesidad inmediata de mantener ciertas convenciones de honor y dignidad familiar dentro de una sociedad inmóvil. (Palabras de Rengger, aunque alusivas a una época más tardía, refuerzan estos supuestos).
Así considerado a primera vista el panorama cultural desde la conquista hasta el XVIII, casi podríamos decir que el pensamiento en esta región quedó prácticamente detenido dentro de límites medievales. La ruptura de aquella unidad de pensamiento que caracteriza, a la sociedad medieval -ruptura, que se produce en Europa masivamente con el siglo XVI- acá llegó tan amortiguada que puede considerárse- la casi inexistente. A los efectos del pensamiento local, es como si la propia América no hubiese sido todavía descubierta.
Una prueba de esta realidad la dan actas del Cabildo, ya de fines del siglo XVII donde a menudo encontramos junto a la noticia de una, rigurosa sequía, de una hambruna o de una epidemia, la unánime votación de una procesión solemne y otros actos piadosos "para asegurar el perdón divino y el alejamiento del enemigo (Satanás)" o se multa a los vecinos que no han acudido a las rogativas para impetrar la lluvia.
El renacimiento, repetimos, en cierto sentido, no existió pues para estas comunidades. El humanismo de que hizo gala esta sociedad colonial seguía siendo un humanismo; morral, de cepa, cristiana; el humanismo filosófico y estético grecolatino no había penetrado en ellas.

Todo tiende a confirmar la idea de que en este período (siglo XVII y hasta el último tercio del XVIII) las pocas bibliotecas no pertenecientes a Órdenes religiosas, y a las cuales podemos aplicar, con bastante generosidad, ese título (de 25 obras arriba) se hallaron mayoritariamente en poder de los clérigos y gentes de Derecho, y una que otra, de las viejas familias. Aún entre sus letrados, las listas eran a veces brevísimas: Pedro Navarro, clérigo de la capital, dejaba en 1692 cinco libros: "3 morales y 2 latinos".
No se ha insinuado, que sepamos, hasta ahora el análisis de los conflictos, no por limitados en su exterior menos dramáticos en su fondo, que debieron plantearse no sólo en los distintos enclaves fundacionales de las primeras épocas, aislados entre sí y más aún con respecto a la capital, sino simplemente entre los distintos núcleos o grupos de colonos, arribarlos a la región en esa misma época, y separados entre sí en su llegada por lapsos relativamente considerables, en el periodo 1534-1600. Quizá en el distinto caudal de experiencia y diferente visión del mundo haya que hallar el origen de algo del espíritu conflictivo de la colonia, no explicable o no explicado ya por otros numerosos y plausibles motivos.
La abundancia de títulos latinos dentro de las modestas listas del XVI y hasta mediados del XVIII habla de un conocimiento extensivo e intensivo de la lengua traído consigo por el colono (clérigo, escribano, hombre de leyes) en algunos casos; en otros, a través, primero, de la enseñanza del Colegio Jesuítico local; segundo, de los estudiantes en Córdoba.
En muchos casos, lo regular sería que el dueño de esos libros viniese del exterior ya conocedor por profesión (médico o abogado) del idioma del Lacio. Quizá por eso ya finalizado el XVII y más aún conforme avanza el XVIII hallamos indicios de que el conocimiento del latín iba estrechando su ámbito: en las listas el adjetivo "latino" o la advertencia "en latín" aparecen sustituyendo al título del libro (en ciertas listas aparecen, esos títulos transcriptos con errores garrafales) signo indirecto de que ya para entonces el latín debía "ser griego" para gentes que una generación o dos antes lo manejaba aún como un segundo idioma.
Esto lógicamente se refiere a los libros no profesionales (medicina, foro, etc.) o a los religiosos en bibliotecas de sacerdotes. Entraron también, en mayor número, libros de medicina y farmacia.
A partir de mediados del XVIII empezamos a encontrar en las magras listas la acotación "manuscrito" (10).
Un signo del crecimiento en la apetencia de lecturas a la par que de la escasez de libros, lo da la existencia, comprobada en listas y ya antes señalada, de libros copiados a mano.
Es cosa sabida que cuando los libros son pocos en número y no ocupan un lugar propio y particular en la casa, su desaparición -a plazo más o menos breve- es segura: su escasez los hace insignificantes, los coloca al margen del escrúpulo conservador, máxime cuando ellos exceden el nivel cultural de los poseedores. Inversamente, la copia manual es patético signo de un regreso a la valorización de la lectura. La copia a mano de textos escasos que por algún motivo interesaban a los lectores fue práctica frecuente en esa, época: hasta entrado el siglo XIX comprobamos en las bibliotecas particulares la expresión "libro manuscrito".
Difícil hallar un signo más elocuente del amor o del interés por una obra o un autor, y de lo que el libro significó para el lector: difícil también encontrar síntoma más fehaciente de la escasez bibliográfica.
Aquí regresamos fatalmente al tema de las restricciones sufridas por el comercio de libros durante esos años.
En documentos de esa época hallamos queja de autoridades eclesiásticas sobre la enorme cantidad de libros perniciosos que entraban en el Plata. En 1699, es decir, tocando ya con la mano el XVIII, escribiría al Rey el Obispo de Tucumán, Monseñor Manuel Mercadillo:
"Que era excesivo el caudal de libros que circulaban en estas regiones, y que era menester impedir la libre circulación de tantos libros de viajes, tantos relatos fabulosos, tantas obras mundanas, y tantas publicaciones extranjeras como eran las que corrían de mano en mano, no sin detrimento de las buenas costumbres".
Aunque podría objetarse que el buen sacerdote debía ser un poco dado a la hipérbole, como tantos en aquel tiempo, mucho de real habría de seguro en la situación, y es lógico pensar que al contagio general en el área no escaparía, aunque a trasmano, el Paraguay. Debemos, sin embargo, tener en cuenta para la oportuna evaluación, aparte las mencionadas probabilidades de exageración, que el hecho de que esos libros entraran en Buenos Aires y de allí a otras provincias en gran número, no quiere necesariamente decir que llegaran acá, pocos o muchos. Pudieron hacer su entrada en algún caso paro, pasar de contrabando a otras regiones, ni más ni menos que sucedió con los esclavos. E inclusive los llegados a Tucumán y otros puntos es más que posible lo hicieran desde y a través del Perú o Chile.
En todo caso, repetimos, si libros de los mencionados llegaron al Paraguay, no debió ser en gran número. Las características de la sociedad colonial, a que varias veces hemos hecho ya referencia, no favorecen otras suposiciones; pero aparte de esto, las listas de obras hasta ahora descubiertas en archivo tampoco las propician. Comparando esas listas con las que ofrecen, sobre importación bibliográfica al Río de la Plata, Torres Revello y otros, encontramos una enorme tendencia a la morigeración en la profanidad de los títulos.
En algunos casos, las mismas listas -inventarios atestiguan la existencia de estanterías ad hoc; ("un estante que contenía los libros" ... ) y éstas a su vez significan la larga data, de estas colecciones, ya fuesen ellas originales, ya resto de repositorios más numerosos. Pero aun dando por sentado que las colecciones fuesen formadas por los propios testadores, ellas dan fe de una ansiedad de conocimiento que dadas las circunstancias tuvo que luchar con no pocos obstáculos para llegar a su logro: comunicación escasa, pobreza, etc.
No hemos hallado, repetimos, repositorios anteriores a 1650; lo cual se relaciona con lo poco antes expresado acerca de la lentitud del pulso cultural, por lo menos durante más de la mitad del XVII.
Comenzado el XVIII, la sublevación comunera coloca en primera línea, en su aspecto intelectual o por lo menos cultivado, a algunos de los hombres de aquella época. Uno de ellos, Antonio de Urrunaga, es llamado por sus contemporáneos "un Séneca con espada": testimonio de que aquí, como en la metrópoli, el nombre del filósofo hispanoromano servía -como sirve todavía- en lenguaje popular para designar a la persona de amplia y sazonada ilustración. Preciso es que adquiriese en alguna parte Don Antonio esa sabiduría; tenía que ser acá, ya que el bueno del jefe de milicias no había salido del país; y debía ser la suya de condición, en parte al menos, laica, pues de otra manera habría recibido distinto calificativo. Para ello sin embargo bastaría que se extendiera sobre las áreas de historia y leyes, sin incurrir en informalidades ficcionales...
Ya muy adelante el siglo, parece introducirse cierta, leve variedad en el repertorio de lecturas, según lo notaremos en las listas de testamentos. Incluidos en forma un tanto vaga y difícil de organizar en sistema dentro del pensamiento colonial, hallamos rastros de la frecuentación de algunos libros profanos, aunque siempre dentro de límites estrictamente ortodoxos. Que obras de Lope, de Calderón, de Tirso, llegaron desde fines del XVII o principios del XVIII a los hogares particulares, está probado. Los documentos de testamentaría de José Pereira, caballero de estimable fortuna, dedicado a negocios de préstamo, y fallecido en 1780, atestiguan que este señor poseía, entre otros libros perdidos, un volumen de Historia, romana, otro sobre monarquía incaica (posiblemente Garcilaso) uno del TEATRO CRITICO de Feijóo, y "uno de comedias de Calderón de la Barca:". (No había libros religiosos en esta colección. Caso infrecuente).
No hemos podido conseguir la lista de la biblioteca del Colegio Jesuítico de Asunción; pero no hay razón para suponer que, aun dan-do de barato fuese menos copiosa que la de Mendoza, Tucumán o Salta (para no hablar de la de Córdoba) la del Colegio asunceno estuviese cualitativamente y en líneas generales constituida de manera distinta: es decir, que seguramente no erramos al dar por seguro que en ésta, como en aquéllas, al lado de las obras de teología moral y de piedad (consideradas básicas, y por tanto indispensables, en aquella época) hayan tenido un lugar las obras profanas, (historia, geografía, teatro, poesía latina) en cierta medida y proporción. Lo mismo puede asegurarse de las otras Órdenes: franciscanos, dominicos, mercedarios. Naturalmente la lista de obras no específicamente religiosas variaría dentro de ciertos límites de acuerdo a las congregaciones, por la lógica preferencia de cada una, de ellas hacia determinados autores; en concreto, a los de la propia Orden. Representativa debe juzgarse la biblioteca de los Padres franciscanos de Villarrica (11).
Las bibliotecas de las Reducciones, cuya mención particular pertenece a otro lugar, dieron sin duda, en sus menores dimensiones, reproducción de la, línea bibliográfica de la que pudiera llamarse biblioteca central o sea la del Colegio; aunque alguna de ellas, como la de Candelaria, alcanzara el respetable número de 4.800 volúmenes.
Las Congregaciones establecidas en el Paraguay, y no sólo los jesuitas, se preocuparon siempre de poner a disposición de sus miembros sus bibliotecas, donde pudiesen ampliar y renovar sus lecturas, no sólo en materia de doctrina, y piedad, sino también en materia histórica y filosófica. Estas bibliotecas -debieron lógicamente contribuir también a la cultura de los particulares, aunque por supuesto, seguiría manteniéndola dentro de los límites ortodoxos, con el predominio de lo teológico o por lo menos lo doctrinal: es decir, que tal vez no todos los libros en ellas existentes fuesen de libre lectura: sin contar el impedimento que en algún caso podría suponer, el desconocimiento del latín u otro idioma.
De teatro, sabemos que siguió llegando a los Colegios el de Lope, Calderón, Tirso, Mira de Amescua; sobre todo el teatro de estos autores orientado hacia lo religioso; aunque también es seguro, hubo teatro profano; comedias, o entremeses ligeros sin mayores complicaciones. Por analogía con lo sucedido en otros ambientes del Plata -Tucumán y otras áreas- podemos suponer que en la biblioteca del Colegio asunceno como en las de Doctrinas, hubo surtido de teatro religioso: autos, loas, milagros; ya de autores españoles del Siglo de Oro, ya obras de estos o de otros (italianos franceses) refundidos expresamente para la obra de catequización en América. Era un material imprescindible, aunque faltan datos para perfilar el catálogo de esas obras. Ellas seguramente constituyen el repertorio al cual se recurría también en a Colonia cuando el Cabildo ordenaba organizar representaciones en las fechas religiosas solemnes, especialmente- el Corpus: (de lo cual no hay noticia después de 1616; aunque esto de ningún mido significa que ellas no hayan continuado).
Los rasgos de Moliere que se hallan a ciertos niveles del folklore indicarían la frecuentación de obras de este autor o por lo menos de refundiciones o versiones especiales: realizadas éstas con vistas a la representación, fueron instrumentadas por las Órdenes religiosas para, edificación y solaz popular: pero su nombre no figura en las listas halladas sino en una ocasión, y sólo con el de la obra. Otras piezas religiosas eran darlas en los Colegios; en el asunceno por tanto; y estas mismas, u otras, constituían el repertorio de las que en ocasiones determinadas, organizaban les Cabildos (12).
El mismo Furlong cita el lote importado por los jesuitas Arroyo y Gervasoni en 1753 y en la cual figuran libros como EL ESPECTÁCULO DE LA NATURALEZA, POLÍTICA INDIANA, HISTORIA DE LAS INDIAS; LA FILOSOFÍA de Losada, la GEOGRAFÍA de Murillo; obras que por cierto se encuentran en las listas de bibliotecas paraguayas articulares del último cuarto del XVIII, y cuya enumeración de por sí es signo de la comunicación establecida por entonces en este renglón con la metrópoli por un lado, por otro con las llamadas "provincias de abajo"; no sólo al nivel de las adquisiciones de la Orden, sino también al nivel particular. Ingresan también por entonces libres de viajes, que a la vez que ensancharían el conocimiento del mundo contemporáneo en aquellas mentes sencillas por tanto tiempo ceñidas a los límites de la propia geografía y obligados a oír de ese mundo como se oye de los países encantados en los cuentos, excitarían la curiosidad y serían semilla de apetencia de nuevos conocimientos: ocasión de comparar y de reflexionar.
Por esta fecha también entraron libros como BERTOLDO, BERTOLDINO Y CACASENO, cuya lectura impregnó muchas imaginaciones. Aunque no hemos hallado hasta ahora indicios concretos, tenemos los que ofrecen los vestigios folklóricos, donde hallamos relatos indudablemente enraizados en ese libro, los cuales unidos a elementos proporcionados por la tradición oral de origen hispánico, como los de Pedro de Urdemalas, el rico acervo de cuentos populares regionales, etc. se vieron revertidos luego en los cuentos y "sucedidos" que forman hoy parte del mutilado folklore local (los cuentos de Perú Rima por ejemplo).
Como en la colonia, no funcionaron imprentas, no podían en modo alguno afectarlas las Cédulas referentes a la impresión de obras, como la del 19 de marzo de 1647, mencionada (Capítulo Preliminar). Pueden haberlas afectado en cambio (no hay indicio) las prohibiciones taxativas como las que muy adelante ya, en 1768 (Cédula del 18 de octubre) prohibieron, en las cátelas de Universidades y Colegios, el uso de las obras del Padre Pedro de Calatayud, la SUMMA MORAL del Padre H. de Busenbaum y la DEDICATORIA en ENIGMA THEOLOGICUM. Por Cédula del 20 de abril de 1778 se prohibió en Indias la entrada de "Un libro en octavo mayor intitularlo AÑO DE 1440, sin nombre de autor ni de impresor" debido a que ...
"no sólo se combate con él la Religión Católica y lo más sagrado de ella, sino que también servía a destruir el orden del buen gobierno, la autoridad de los magistrados y los derechos de la soberanía, promoviendo la libertad e independencia de los súbditos y sus Monarcas y señores legítimos".
Otra Cédula en 1779 prohibió la HISTORIA DE AMERICA de Robertson, portadora de la "leyenda negra" de la Conquista. (La HISTORIA de Robertson llegó sin embargo al Paraguay).
Por contraste se encuentran también libros recomendados, tales como el mencionado en la Cédula del 13 de marzo de 1768, INCOMMODA PROBABILISSIMI, del Catedrático de Primo de Santo Tomás en la Universidad de Valencia, Fray Luis Vicente Más de Casavalls.
Aún encontramos aquí y allá datos referentes a las bibliotecas religiosas existentes en el área de la Colonia, aunque ninguno lo explícito que sería de desear.
En 1723 al producirse el primero y momentáneo destierro de los jesuitas de la capital durante la revolución comunera, la primera preocupación de los Padres fue poner a buen recaudo "los vasos sagrados y los libras de la biblioteca". Aun encontramos algunas otras referencias a esa biblioteca en años posteriores: en 1745 se manifiesta "no haberse mostrado el Padre bibliotecario muy diligente en el cuidado de ella", y el Provincial Nüsdorffer ordenó se lo sustituyera por otro Padre más eficaz.
Otra consecuencia de la expulsión de los jesuitas en tiempos de Antequera fue la suspensión o cierre de la única escuela o colegio de que por entonces disponía Asunción: la de los Padres Jesuitas.
El Cabildo por nota se dirigió al Rectorado del Colegio exponiendo la situación, y rogando se volviera a abrir dicha escuela de primeras letras. Ello es una prueba: Primero, de la escasez de medios de enseñanza en aquella época (primer tercio del XVIII); Segundo, de que esa enseñanza se hallaba, en manos de los jesuitas y otros religiosos. La expulsión definitiva de los hijos -le Loyola en 1767 dejó huérfana la colonia; y esta orfandad la reflejan suficientemente documentos de época.
Expulsados definitivamente los jesuitas, y revertirlos al Estado sus bienes, se plantea la pregunta: ¿qué se hizo, entre otras pertenencias, de las bibliotecas de los Colegios de Asunción, y los que sin duda funcionaron en Yaguarón, Paraguarí, etc.? Es de suponer que durante algún tiempo continuasen en sus lugares, más o menos custodiada, como, sucedió con algunas de las Misiones: pero transcurrido algún tiempo, los factores negativos que en todas las épocas han incidido localmente para la destrucción de la letra escrita, comenzaron a hacerse sentir, llevando, en un plazo más o menos largo, a la desaparición de gran parte .de esas bibliotecas.
Lo que de ellas restó fue sin .duda a nutrir los fondos bibliotecario del Colegio de San Carlos; quizá algunos de ellos figuraron entre los bienes de Tesorería, cuyas listas encontramos en tiempos de Franca, y en la biblioteca que según datos éste organizó con carácter y destino público.
Una parte de eses libros llegó así hasta la época de Don Carlos y hallaron finalidad más amplia en ese tiempo. En todo caso no creemos arriesgado lanzar la idea de que la utilidad cultural de esos repositorios después de la salida de sus dueños se vio reducida al mínimo. Una consecuencia, -de la expulsión de los jesuitas de que se habló ya fue la disminución más acusada aún en el conocimiento de la lengua latina. Las viejas generaciones siguieron utilizando los libros en latín pero las nuevas no hallaron ya tantas posibilidades para la adquisición de esos conocimientos, ni aún después de la apertura del Real Colegio Seminario de San Carlos. Sin embargo tenemos conocimiento, en estas épocas y hasta el final del segundo período independiente, de algunos buenos latinistas: uno de los últimos fue el Padre Maíz. Pero el latín dejó de ser lectura de doctos en la medida en que hasta entonces lo había sido; y remató el efecto la secularización religiosa ordenada por Francia en 1824.

Como resumen de este período podríamos establecer pues las siguientes conclusiones:
I. El libro no profesional fue en la colonia y en su abrumadora mayoría, de contenido religioso;
II. El movimiento libresco profano, animado en el Plata, especialmente a mediados del XVIII, alcanzó en medida muy limitada esta área;
III. Las bibliotecas no profesionales, escasas en número y volumen, y de carácter también predominante teológico y doctrinario, salvo algunas excepciones, pertenecieron también en su mayoría a gente eclesiástica (clérigos y otros; no se incluyen acá las bibliotecas de instituciones religiosas); esta situación duró hasta el último tercio del XVIII;
IV. Como consecuencia de esta situación, la mentalidad colectiva permaneció, hasta mediados del siglo XVIII y aún la segunda mitad, anclada en lo medieval (unidad de pensamiento; el humanitarismo cristiano sustituye al humanismo; filosofía, ciencia, religión, arte forman un cuerpo común e indivisible, nervado por la teología escolástica) ;
V. Cuando desde mediados del XVIII empieza a modificarse ligeramente el cariz de las listas bibliográficas dando cabida sensible a libros profanos, ello tiene lugar, al parecer, en la mayoría de los casos, a través de españoles que visitan el Paraguay, residen en él largo plazo, o se afincan definitivamente en el país.
En esta renovación del panorama bibliográfico intervienen también: la actuación de los últimos gobernadores, portadores en cierta medida del mismo espíritu "ilustrado" que trajo como consecuencia la expulsión de los jesuitas; y los aportes intelectuales de los egresados de la Universidad de Córdoba.


NOTAS
(1) Véase el libro de Olinda Massare de Kostianovsky: LA INSTRUCCION PÚBLICA EN EL PARAGUAY
(2) Ver estadísticas de Rosenblat y otras.
(3) Obra citada, pág. 8.
(4) FURLONG, obra citada, pág. 27.
(5) FURLONG, obra citada, pág. 28.
(6) FURLONG, Bibliotecas Americanas durante la dominación hispánica. Apéndice VII, pág, 158 y sigts.
(7) FURLONG, citado, 27 a 30.
(8) RENGGER y LOITGCHAMP: Ensayo histórica sobre la Revolución del Paraguay Ed. especial precedida de una biografía etc. Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1181,
(9) Cédula Real dada en San Lorenzo el 18 de noviembre de 1784, relativa a las gestiones para la fundación del Colegio de San Carlos en 1776.
(10) Lo cual no quiere decir que no pudieron existir ya antes de esa fecha.
(11) Hay documentación en el Archivo Nacional, Sección Nueva encuadernación.
(12) Véase Josefina Plá: "El teatro religioso en el Paraguay".
Fuente: EL LIBRO EN LA ÉPOCA COLONIAL
Autora: JOSEFINA PLÁ
ESTUDIOS PARAGUAYOS
Revista de la Universidad Católica
“Nuestra Señora de la Asunción”
Vol. VII, Nº 1
Asunción – Paraguay 1979.
.
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