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jueves, 29 de julio de 2010

JOSEFINA PLÁ - LIBROS EN LA ÉPOCA HEROICA (1537 -1600) / Fuente: EL LIBRO EN LA ÉPOCA COLONIAL (ESTUDIOS PARAGUAYOS)


LIBROS EN LA ÉPOCA HEROICA (1537 -1600)
JOSEFINA PLÁ

(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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LOS LIBROS EN LA ÉPOCA HEROICA (1637 -1600)
Resulta poco plausible -aunque no imposible- suponer que aquellos audaces navegantes -Solís, Gaboto- que antes que el Adelantado de trágico destino pisaron tierras del Plata, emprendieran viaje sin algún libro en la faltriquera que amenizase sus escasos ocios. A este respecto debemos recordar que un somero repaso ,de las listas de conquistadores (Lafuente Machaín) permite estimar en un 20% el número de aquéllos que sabían leer y escribir, amén de aquellos que, como no era infrecuente en la época, sabían leer pero no escribir. Mas sin necesidad de remontarnos tan lejos, y cifiéndonos a la nombrada expedición de Don Pedro, sabemos que en los buques de éste vinieron al Plata (1534) los libros pertenencientes a los Padres Jerónimos y Mercedarios, así como a los clérigos que le acompañaron. Obras de teología, de sermones; catecismos, misales, florilegios. Con ellos habían hecho su entrada en tierras guaraníes las primeras muestras de literatura religiosa. Sin embargo, también habían venido, según parece, con la Armada de Orué, (1539) varios franciscanos (Padres Armenta, Lebrón y otros), que no desembarcaron en el Plata y quedaron en Santa Catalina. Pero como Santa Catalina pertenecía entonces al Paraguay (la provincia del Guairá llegaba hasta el Atlántico, con una dilatada costa) y esos franciscanos habrían traído también, pocos o muchos, sus libros religiosos, justo es anotarlos en su lugar, aunque el provecho de esos libros haya quedado ceñido en forma absoluta al de la pequeña comunidad.
Sabemos que al embarcarse Don Pedro de Mendoza se traía las obras de Erasmo, Petrarca y Virgilio, en amigable compañía. No sabemos si los dejó acá junto con el resto de salud y esperanzas, o si los llevó consigo en su truncado regreso. Pero aunque Don Pedro de Mendoza no llegó a la Asunción; y aunque se llevase sus volúmenes de vuelta, no por eso incluimos menos éstos en el primer contingente de letra impresa profana acá llegado; no debemos olvidar que entonces el Paraguay, era todo el Río de la Plata. Claro que con Don Pedro vinieron otros hidalgos, y con éstos otros libros (que, ellos sí, arribaron a la Asunción del Paraguay junto con los del piadoso equipaje de frailes y clérigos).
Y aquí nos topamos con el hecho capital de los archivos de entonces, abundantemente zarandeado: el de los libros de Juan de Salazar y Espinoza.

El testamento del hidalgo y capitán fundador de Asunción, otorgado el 25 de setiembre de 1557, habla de los volúmenes que formaron el catálogo de su biblioteca, para hoy no muy nutrida, pero preciosa para entonces.
En esa última voluntad, Salazar enumera sus libros "entre sus más preciadas pertenencias". Costa la lista de unos 12 volúmenes, algunos de los cuales no identificables en el documento por haber devorado las polillas, en errado procedimiento de alfabetización, algunos renglones: los identificables son los siguientes.
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*. EPISTOLAS Y EVANGELIOS PARA TODO EL AÑO
*. EPISPOLAS DE SANCT GERONIMO
*. FLORILEGIO SANTO
*. DOCTRINA CRISTIANA
*. EXPOSICION DEL PRIMER SALMO DE DAVID
*. SUMA DE LA DOCTRINA CRISTIANA
*. CAMINO DEL CIELO
*. ARITMÉTICA
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Todos ellos, menos uno, son como se ve, títulos religiosos.
La pequeña y piadosa biblioteca, tal como se nos presenta en el testamento, nos dice del espiritual perfil de estos conquistadores, que al traerse espada, y adarga, no olvidaron de traerse también sustento para sus almas. La lista en efecto bien podemos considerarla como modelo o ejemplo de otras que por ese tiempo y hasta muy adelante se introdujeron; y establecer como regla que en ellos los libros profanos, aún los autorizados, eran siempre los menos, y a menudo ninguno.
Salazar enumera en su testamento varios libros en blanco (de seguro por él mismo mandados confeccionar) formados mediante la encuadernación en pergamino de cierto número de hojas vírgenes. Esos libros en blanco (equivalentes a los cuadernos, las agendas o los dietarlas de hoy) estuvieron evidentemente destinados a consignar en ellos anotaciones de carácter continuado (un diario, relaciones, crónicas). De la afición de Salazar a escribir, y de su propósito de hacerlo, da fe además la relativamente grande cantidad de papel en blanco que dejó a su muerte (figura en su mismo testamento) y que obtuvo un buen precio en la subsiguiente almoneda (como no podía ser menos, dada la ocasión, ya que no eran frecuentes las oportunidades de adquirirlo).
Aquí darnos con el segundo punto que ha hecho siempre interesante en los recuentos de literatura nacional este testamento. Porque en él Salazar menciona "los libros de romance que tengo scribtos" recomendando "que mis hijos se los repartan entre sí". Y de estas frases se ha deducido que Salazar escribía romances; y se le ha llamado "el Capitán poeta".
Pero el testamento de Salazar dice textualmente: "Libros de romance y de mano lectural que tengo scribtos..." Romance, y no romances. Acá Salazar quiso significar simplemente "libros en la lengua corriente o romance" en oposición al latín, idioma, como sabemos aún empleado muy a menudo en libros editados en ese siglo y posteriores. Así lo hemos sostenido más de una vez; es decir, que la opinión antas mencionada es errónea, y que Salazar sólo quiso decir libros escritos en lengua vulgar por oposición a libros en latan. La palabra romance era empleada corrientemente en este sentido en la época en la cual Salazar abandonó la península, e inclusive se siguió empleando en épocas posteriores, y hasta muy tarde, como puede comprobarse en listas de libros enviados a malas durante todo el siglo XVII (e inclusive dentro del XVIII); la expresión "traducido del latín al romance" que figura en muchos libros de la época, sería de por sí sola fehaciente.
Indudablemente que, de tratarse de auténticos romances, esos libros desconocidos nos resultarían más interesantes todavía, por únicos en su género en aquel tiempo y en estas tierras. Pero, verso o prosa, los libros escritos por Salazar -las palabras libros y scribtos de mano lectural no pueden tener aquí sino un sentido: obras manuscritas e inéditas- abren amplio portillo a la curiosidad.
¿Cuál fue el contenido de esos manuscritos? ¿Eran relatos de la conquista en tierras del Plata? ¿Fueron historias de imaginación?
Lo primero, por obvias razones, es mucho más plausible; casi seguro. No habría sido Salazar el único en dejar noticia de lo sucedido en la joven colonia de aquellos años; bien que quizá ninguno de esos escritos (Memorial del Factor Donantes, relato de Fernández de la Torre, carta de Francisco González Paniagua, etc.) y salvando las Memorias de Cabeza de Vaca, merezca literariamente el nombre de libro (1).
La segunda pregunta que se impone, es: ¿Dónde y en qué momento fueron escritos?
¿Los escribió aquí? Esto es más probable, que no que los tuviera escritos antes de venir a América y cargarse con ellos en la talega pensando imprimirlos en estas tierras ... Más lógico pensar que los escribiera durante sus vigilias de conquistador, al resplandor de una hoguera de campamento: o a la luz de un precario candil ,de los que parece se usaron en los primeros tiempos de la conquista; en su rústica morada de Nuestra Señora de la Asunción.
En este caso podría pensarse que los escribió en el período mismo que precedió en su viaje a España, o sea entre 1537 y 1544 (si a ello le dejaron lugar las peripecias cotidianas) y que los llevó a la metrópoli para allí publicarlos, como se hizo con tantos relatos de conquistadores; aunque es también cosa de preguntarse si la forma arrebatada en que hubo de abandonar Asunción en esa coyuntura le dio tiempo para escoger su equipaje.
Pero si los llevó consigo en esa ocasión, sería cosa de preguntarse a su vez porqué no intentó publicarlos; o porqué, si lo intentó, no tuvo éxito; cosa improbable ésta dado el interés que por entonces suscitaba toda historia de las tierras nuevas.
Y entonces se impone suponer, como lo más plausible, que los escribiera ya asentado de nuevo en el Paraguay, ya sin deseos o perspectivas de regreso; en la segunda parte de su vida asuncena, a la sombra de la Casa Fuerte, en sus interminables veladas de desterrado; y que redactó esas páginas sobre el mismo escritorio que en su testamento menciona; soñando alguna vez en verlas en letra de molde en la patria lejana, leídas con avidez en antesalas de la corte, en tinelos, o en escaños de plazas, como se leían otros libros de conquistador, llenos de extraordinarios hechos, de novedades y de maravillas.
Llegados a este punto no podemos menos de pensar con melancolía en el magnífico testimonio de visu del fundador, quien, por ser hombre tan religioso, no podría menos de ser veraz; en los datos preciosos que el actor de tan dramáticas experiencias nos quiso transmitir; para siempre perdidos. Habría sido el testimonio directo del conquistador de los años primigenios (1534-1541) que falta en la historia de esta región (el de Villafañe es harto breve para contarse sino como mera información; y además el lapso y acontecimientos que abarca pertenecen casi exclusivamente a la intrahistoria de campamento). Ello no significa subestimar el valor enorme del testimonio de Schmidl; pero su visión aparece coloreada inevitablemente por su nacionalidad y condición de enrolado al margen de todo otro interés que la aventura.
Aún ausentes esos legajos inapreciables, queda sin embargo, para Solazar, el titulo de dueño de la primera biblioteca paraguaya de la cual dé fe nuestra crónica; y el blasón de, si no el primero, uno de los primeros autores en esta tierra. Pues cualquiera que sea la época en la cual escribió Salazar esos libros, al tener que hacerlo precisa,-mente antes de 15601, él habrá, de encabezar, junto con Cabeza de Vaca, Ulrico Schmidl y Hans Staden -más afortunados, ellos, al sobrevivir sus obras- la lista bibliográfica del acontecer en estas latitudes.

Desde luego, al mencionar los libros que se refieren al Paraguay y que fueron escritos en esa época o un poco más adelante, debemos separar la realización literaria de la gráfica; los escritos, lo fueron, alguno en el país, los más fuera de él; los editados, lo fueron forzosamente fuera del país: unos en idioma extranjero (Ulrico Schmidl) otros en castellano (Cabeza de Vaca, Rui Díaz de Guzmán, Barco Centenera) Algunos, como el de Hans Staden, permanecieron inéditos hasta época reciente.
Considerada en conjunto esta producción sobre aspecto de la conquista y la vida paraguaya durante el siglo XVI, salta a la vista que en su breve lista sólo una obra puede señalarse como muestra bilateral en este plan apreciativo de lo cultural; prueba de la voluntad de ser espiritual del nativo, y lógico testimonio a la vez de la circunstancia en que el autor debió fraguar su cultura, es decir, sus conceptos del mundo y de la vida. Esta obra es LA ARGENTINA, de Rui Díaz de Guzmán.
El análisis de esta obra resultaría por demás interesante en todos sus aspectos: contenido y lenguaje. (No creemos agotado el análisis de este libro con el poco ecuánime que de él hiciera Paul Groussac).
LA ARGENTINA da el módulo de una cultura en gestación donde lo hispánico y lo indígena se conjugan austeramente en busca de una integración espiritual: leerla, nos hace más de lamentar todavía la subsiguiente obscuración de las manifestaciones literarias coloniales.
Algunas noticias más, aquí y allá, aunque muy parcas, se dan, en los archivos, de libros durante esos años. Que los conquistadores, a esas alturas, conquistados ya por la tierra, no por eso dejaban de echar de menos los beneficios conviviales del libro, lo prueban las solicitudes que de éstos hacían a la Metrópoli, en cuanto tenían ocasión de hacerlo.
Más de un libro llegó sin duda en las pocas y sucesivas Armadas desde 1538 a 1575; pero pocos siempre, comparados con la nostálgica sed de espiritual comunión, de los colonos. Con Cabeza de Vaca, en 1540, llegó un lote de libros, con Barco de Centenera, en 1575, otros. Un buen lote aunque de carácter exclusivamente relacionado con su labor debieron traer también los franciscanos llegados en 1575, junto con el mismo Centenera. Pero evidentemente, estas pequeñas transfusiones resultaban insuficientes: Martín de Orué en 1516 manifiesta a la metrópoli, entre las necesidades de estos colonos, la de libros; lo mismo hacen Juan de Salmerón en 1556, Jaime Rasquín en 1557 y Barco de Centenara en 1575.
No serían, repetimos, Mendoza, Salazar y Cabeza de Vaca los únicos de los capitanes hildalgos u hombres de letras aquí llegados que trajesen entre sus bártulos unos cuantos libros. Lógico era que los médicos y "cirujanos de Su Majestad" trajesen su texto de Medicina, y sus textos jurídicos los leguleyos; los escribanos y notarios no se vendrían sin algún libro formulario o de consulta.
Corroborando estas suposiciones, hallamos que con la Armada de Sanabria, en 1555, había llegado el licenciado Fernando de Horta, portador de una biblioteca de Derecho, constante de 87 volúmenes: (número realmente considerable para esa época y más para el lugar) también figuraba en él algún libro menos jurídico, como HISTORIA, GENERAL DEL MUNDO. No debió faltar a los colonos materiales de consulta para los interminables pleitos de la colonia... Más tarde hallamos, muy ocasionalmente algún otro libro de historia. Estos van aumentando, aunque muy poco a poco, a lo largo de los lustros: quizá una estadística minuciosa demostrase que el crecimiento se efectuó a razón de titulo por lustro... Pero los libros profanos propiamente dichos son más raros todavía y más espaciados en ser llegada.
El hecho de que el material profano de lectura durante tantos lustros se haya visto limitado al Derecho y la Historia es posible que haya condicionado, en cierto sutil modo, la disposición de ánimo colectiva hacia estas materias: sabida es la consideración que los estudios de Derecho y de Historia disfrutaban en el consenso general. Estas dos disciplinas constituían en efecto los pivotes sobre los cuales girará significativamente el afán dialéctico local. También gozarán de predicamento los libros de medicina que se dan inclusive hasta en bibliotecas particulares: este uso tal vez explique cómo se hallan hasta hoy libros de medicina en manos de curanderos y payeseros. Y entre los bienes de Juan Porras de Amor, fallecido en 1599, encontramos un "libro de medicina" el cual compró, en dos pesos, en la subsiguiente almoneda, Cristóbal de Medina (2).
Libros de entretenimiento, repitámoslo, pocos. Un testamento de otorgante indescifrable y fecha imprecisa, pero que podemos presumiblemente situar alrededor de 1600, menciona "un pequeño libro de Guzmán.. . " (Suporemos "de Alfarache" pues falta de continuación). Y no hallamos otro indicio sugestivo de regodeos imaginativos, en los centenares de testamentos de la época.
Cuando los jesuitas, ya hacia el fin del siglo, fundan sus Colegios, se barrunta disponen ya de bibliotecas surtidas en cierta medida, pero siempre dentro del área teológica y sus colaterales religiosas y piadosas.
Estos años del siglo XVI que constituyeron la época heroica de la colonia, son pues años de aguda carencia libresca.
Esta carencia marcó sin duda el destino intelectual de las primeras generaciones paraguayas: la sed de saber no tuvo contrapartida, salvo en las disciplinas religiosa y ética, y limitadamente en lo histórico. Poca o ninguna concesión a la fantasía.
Los pocos libros que habían llegarlo con los colonizadores, y los que más tarde en número desconocido pero seguramente no copioso fueron llegando con las siguientes Armadas, debieron ser libros preciosos para los desterrados. En las noches cálidas, a la luz de las velas o de mortecinos candiles, leerían .y volverían a leer, melancólicamente, las páginas que espiritualmente les unían a un ambiente y a un mundo- lejanos y en muchos casos irrecuperables ya, y a través de ellas quedarían irremisiblemente fijados a un mundo ahora ya en profunda transformación.
Tocaba a su fin la primera etapa, la que hemos llamado heroica de la conquista: aquella durante la cual la comunicación con la metrópoli se interrumpió, a veces dramáticamente; animada apenas en un largo aislamiento de 40 años por la llegada de cuatro Armadas y en la cual se dieron un lapso de 10 años y otro de 15 en cuyo transcurso la colonia estuvo sin recibir auxilios de la Península.
Para entonces también surgía Buenos Aires, la ciudad que, desmintiendo por una vez aquello de que "segundas partes nunca fueron buenas" surgía vigorosa y afortunada -de entre los restos del primer Fuerte, a la, vez que con ella se alzaba a la entrada del Río de la Plata, la barrera que en adelante se interpondría -ineluctable designio geopolítico- entre Asunción y sus románticos derechos hegemónicos.
La fundación de Buenos Aires trae consigo a poco andar una activación sensible de las importaciones librescas, aunque el catálogo de éstas, a lo menos el visible, no hubiese experimentado cambio sensible, y continuase limitado a títulos teológicos, piadosos, edificantes y algún libro de historia -no todos eran considerados potables- y tal cual libro técnico. . . en cuanto podía hablarse de técnica en aquel tiempo.
En 1581 fray Francisco de Vitoria complacía, desde España un pedido de Hernando de Zárate, y una Real Cédula de ese mismo año ordenaba, se enviasen libros de texto al Río de la Plata; (Buenos Aires por entonces asentaba sus primeras casas) seguramente cierta cantidad de ellos subirían al Paraguay.
Por ejemplo, Furlong (3) menciona los libros traídos por Damián , Osorio y Blas de Peralta en 1590 y 1592, respectivamente; libros todos ellos de contenido teológico, menos un libro de Luis de Granada, otro de Historia y un "Tratado de la regla del arcabuz".
En 1590, se mencionan ya librerías bonaerenses fundadas antes de esa fecha. Importaciones de las cuales el Paraguay -no hay testimonios, pero el sentido común rige- debió participar en la medida compatible con la situación,
De esos centros de Buenos Aires irradió sin duda a otros puntos (no precisamente todos del Plata) la provisión de libros. A veces esos libros eran, en lo que al Paraguay se refiere, encargados directamente de la metrópoli, como en el caso de los Colegios Jesuíticos de Asunción y Villarrica, o de las propias Reducciones guaraníes, más tarde.
Sin embargo, y además, las librerías de Buenos Aires ejercieron un papel clandestino, cuya importancia no resulta fácil determinar, en la satisfacción de las ansias de lectura de la gente río arriba, sin hablar de otras regiones. Para fines del siglo había ya en Asunción quienes, en forma sea abierta, sea clandestina, comerciaban con libros. Lo prueba el hecho de que una visita fiscalizadora del Gobernador Hernandarias a las tiendas de Asunción en 1592 descubriera, en casa del Capitán Diego Núñez de Prado, "una venta de libros, propiedad de un tal Arias"; entre ellos "una partida de cartillas de aprender a leer". No se da a entender cuáles fuesen los otros libros de contrabando.

Los libros de texto, siquiera, primarios como lo son las cartillas, debieron hacer sentir su necesidad a raíz precisamente del establecimiento de las primeras escuelas elementales en la Colonia. Esto tuvo lugar en fecha temprana: sabemos que el clérigo Juan Gabriel Lezcano instituyó en 1545 una, escuela para los niños hijos de conquistadores. En esta, escuela, las cartillas serían lógicamente necesarias. Ese material didáctico, que de existir ya en esa fecha no pudo ser traído sipo por el buen Pancaldo en 1538 (cosa dudosa,) o por la Armada de Orué en 1541. Si entonces no lo hicieron, no pudo ya llegar sino con las Armadas posteriores a esa fecha, de las cuales la primera fue en 1556 (Armada de Sanabria).
Durante años pues los improvisados maestros de la colonia debieron arreglárselas como pudieron e improvisar métodos que supliesen la ausencia de los preciosos textos. (Esta situación se repetirá muchos años más tarde, en cierta época,, en tiempos de Francia, cuando la falta de libros, unida al incremento de la población escolar, creó circunstancias de apuro a los maestros; algunos de estos solo disponían de una cartilla o catón para enseñar a leer a toda la clase).
Con la llegada de los hijos de Loyola al Paraguay en 1585 debería darse por conclusa esta primera etapa heroica de la enseñanza en la colonia, ya que a partir de esa fecha encontramos en los despachos de viajeros al Plata e incluida en los permisos correspondientes, la licencia para traer libros en cantidad variable: licencia sujeta, a las restricciones de que dan fe las Cédulas citadas en los preliminares, pera cuyo ejercicio había dado, como se ve, margen al contrabando. Por razones de método, sin embargo, fijamos como fecha tope de esa época heroica la fundación del Colegio Jesuítico de Asunción en 1594, por el Padre Alonso Barzana.
Esa orden, esencialmente dedicada a la formación doctrinal y catequística, se encargó de hacer llegar con relativa abundancia libros a esta colonia, como a otros sitios de América; a la vez que los enviaba en mayor número todavía a las Reducciones. Todos estos libros y en especial los últimos, por razones obvias, respondieron siempre en primer lugar a las necesidades de consulta o de labor catequística y adoctrinante; es decir fueron predominantemente de índole teológica, piadosa o edificante. Y, paralelamente, didáctica.
La falta absoluta de documentos nos impide asentar, por otra parte, en qué medida la Orden Franciscana contribuyó, con la introducción de libros, a la cultura de la colonia. La existencia de bibliotecas en las Misiones y pueblos a cargo. Por otra parte, hay indicios, suficientes para presumir que aquí, como en el Plata, los jesuitas fueron intermediarios bien dispuestos para la introducción de libros para las bibliotecas particulares. Estos libros, sin embargo, y como es lógico, serían siempre de carácter piadoso o moralizante; en todo caso, ceñida su lista, en lo que consta a los títulos profanos, a disciplinas austeras, como la historia, o los viajes.

Al entrar el siglo XVII, establecida en cierta medida la continuidad de las comunicaciones con la Metrópoli, a través de Buenos Aires (no hay que olvidar que en este aspecto también esa ciudad sufrió lapsos de comunicación escasa con la metrópoli, aunque le quedó la opción, laboriosa, pero opción al fin y al cabo, de las comunicaciones con el Perú) el movimiento de libros en las colonias (y en el concepto movimiento incluimos no sólo el volumen o número de libros, sino también la diversidad o ampliación de temas o contenidos) ceñido a los envíos del exterior, sigue tropezando con los obstáculos siguientes, herencia del período anterior:
1) Las disposiciones restrictivas de la Corona (tanto las señaladas en el Capítulo I dictadas durante el XVI y siempre vigentes, como las emanadas dentro del XVII y que como es lógico, no dejarían de obrar en esta área);
2) El propio pulso cultural del Paraguay, condicionado por circunstancias de todos conocidas:
a) La pobreza, en general, de los colonos.
b) La escasa población alfabeta.
c) La presión que las Órdenes religiosas, como guías espirituales, ejercían en el pensamiento colonial.
Añadamos las restricciones que el traslado de gente a la metrópoli o de ella experimentó en épocas diversas. Esta incomunicación, como otras medidas restrictivas que afectaron a estas provincias, tuvieron siempre más raigal consecuencia para territorio de por sí aislado como el paraguayo.
Por otra parte, para esa fecha la generación conquistadora, es decir la que aportó su caudal físico y cultural a la cimentación de la colonia, había desaparecido ya casi del todo, antes de terminar el siglo. Ya en 1575, un cronista pinta el cuadro que ofrecía, Asunción a la llegada del viajero: "...un centenar de españoles medio desnudos y largas las barbas blancas, rodeados de seis mil doncellas y más de mil mancebos" (4). Y un poco más tarde, en 1594, alguien dice con sencillez- "...la gente nacida en España se va aquí acabando..."
Esto explica la ausencia absoluta de manifestaciones literarias durante el siglo subsiguiente; excepcián hecha -de las obras que como las de Rui Díaz de Guzmán criollo, y Barco de Centenera, español, habían sido concebidas y gestadas en período anterior. El aporte espiritual no había sedimentado institucionalmente y la "postración paraguaya" señalada en el terreno histórico (económico sobre todo) tuvo su correlativo en una postracción cultural cuya única contrapartida se halla en la actividad desarrollada en las Misiones. Algunas descripciones que hacen viajeros y cronistas acerca de la pobreza de la vida colonial son impresionantes. Actividad cuya cifra dio, desde el principio mismo del XVIII la bibliografía jesuítica local: pero que se mantuvo al margen de la colonia, incomunicada con ella.
Existen sin embargo listas de libros traídos al Plata a partir de 1590 y hasta fin de siglo que permiten completar el esquema del pensamiento colonial durante esos años. Sabemos que Blas de Peralta trajo en 1592: obras de Fray Luis de Granada, LA IMITACION DE CRISTO, y quizá algunas obras de Erasmo. (Los libros de éste gozaron de predicamento durante el siglo XVI, y algunas de ellas, especialmente EL CABALLERO, llegaron a América, en cierto número, hasta su prohibición).
LA CONSOLACION POR LA FILOSOFIA, de Boecio, aparece en varias listas de obras que atravesaron el Atlántico y llegaron a estas playas, así como las obras de San Agustín: LA CIUDAD DE DIOS, sobre todo, y algunos libros de historia griega y romana. Las hallamos ya un peco tardíamente, en bibliotecas laicas paraguayas del último tercio del XVIII. Pero posiblemente llegaron antes a las bibliotecas religiosas.

NOTAS
1-. No contamos tampoco los de Schmidel y Staden por haber sido escritos en otro idioma.
2-. A.N.A., Vol. 694, Sección Testamentos.
3-. FURLONG, Bibliotecas Americanas durante la dominación hispánica, pág. 24.
4-. No hay explicación de estos datos, que sugieren un desequilibrio demográfico de sexos notable.
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Fuente: EL LIBRO EN LA ÉPOCA COLONIAL
Autora: JOSEFINA PLÁ
ESTUDIOS PARAGUAYOS
Revista de la Universidad Católica
“Nuestra Señora de la Asunción”
Vol. VII, Nº 1
Asunción – Paraguay 1979.

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