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miércoles, 4 de agosto de 2010

RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA - EL DELATOR / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - 19 TRABAJOS (1984).


EL DELATOR
Cuento de
RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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EL DELATOR
Lo que le voy a contar le servirá seguramente para enriquecer ese ensayo suyo sobre la indignidad del hombre; pero también puede ayudarle a meditar cómo el destino, cuyos designios permanecen indescifrables a nuestro humano entendimiento, parece de vez en cuando responder a la ley de la causa y el efecto, aunque en estos intervenga, independientemente, el caprichoso azar.

Yo tenía hace tiempo un campito en las afueras adónde iba más por aliviar tensiones, que de otra manera me hubieran puesto irremediablemente horizontal, que por motivos de trabajo. Mis idas recurrentes a la colonia me llevaron a un bar donde hice unos pocos amigos. Soy hombre de palabra escueta y me intimida entrar en confianza, pero la mirada incisiva y penetrante de Don Pantaleón; la parca discreción de su lengua, me ganaron enseguida. Ud. no se imagina lo difícil que fue para mí el encuentro que tuve con él hace poco más de diez años.

Cuando me senté a su lado, aquella tarde, candente aún de retardado sol, Don Pantaleón inclinó la cabeza sobre el vaso de caña en la mesa de un bar des poblado de conversaciones y testigos. Se hundió en un mutismo extraño; fijos los ojos sobre una mancha azucarada, donde se hacinaban las moscas enturbiando el aire con sus giros zumbadores. La voz no le salía, aunque la presentí revolcándosele adentro, pugnando por liberar sin saber cómo su densa carga de congoja. A mí tampoco las cosas se me hacían fáciles, pues guardaba tras mi reserva un secreto nefasto. Ninguno habló durante largo rato, aunque un evidente deseo de confidencia nos tensaba.

Al cabo me dijo que se sentía ruin, que no pudo evitarlo, ni entendía por qué lo había hecho. Desde su tono cavernoso me llegaban las palabras con una demorada pesadumbre, golpeando el laberinto oscurecido de mi mente, que también tenía su preocupación escondida. Cualquiera hubiera dicho que no lo escuchaba, o tal vez que lo hacía con demasiada atención. Le musité unas frases que se le pasaron inadvertidas. Creí que no me oyó cuando le anuncié que tenía algo que decirle, atormentado como estaba por aquella culpa atroz. Sólo después comprendí que prefirió hablar primero.

Las pausas se demoraban sobre los dispersos transeúntes que entraban en la noche inminente, cargada de aguaceros. La indecisión espesaba aquella vez el diálogo habitual de los domingos. La muchacha encargada de servir paseaba su aburrimiento con aire adormilado entre las mesas vacías, haciendo más patente la quietud; y en el retazo de campo encuadrado en la ventana, el tiempo goteaba ininterrumpidamente su carga de silencios.

Como regresando de un sueño me miró. Tengo que contárselo a alguien, me repetía con angustiada insistencia. Y yo también, aunque me costase, debía decírselo. Mentalmente lo hacía cada vez que vacilaba; pero el sonido de mi voz se apeaba a último momento de mis labios. Era como si sobre dos líneas paralelas jugase la confesión su contrapunto.

Empezó recordando a un malevo, amigo suyo: el Trampero. Habían sido compañeros en el Chaco durante la conscripción, donde la camaradería del cuartel entretejió su urdimbre de afectos y confianza. La vida los llevó después por caminos divergentes: Don Pantaleón era hombre de bien, establecido desde hacía muchos años en un paraje cercano; un campesino de ley, como él mismo se autocalificaba con orgullo; y el otro, un cuatrero de esos que hacen historia, a quien el temor, o la secreta admiración de la gente, envolvió con la aureola de intocable. En el mismo valle había robado la caballada de Don Miguel Rotela hacía unos meses; poco después se alzó con un centenar de novillos de Don Emeterio, matando al capataz; despobló retiros; asoló estancias; sin contar los parajes norteños, desde donde llegaba, bordeando pulperías trasnochadas, la sombra de sus hazañas. No había quien no hubiera puesto alguna cabeza a su servicio.

El hombre dilataba la conversación evitando el meollo del asunto. El calor impregnó de vahos aguardentosos la voz que parecía complacerse con la tardanza del rodeo. Yo interiormente se lo agradecía, porque de ese modo demoraba aunque fuese un poco la noticia que le tenía reservada. Me contó que días atrás, por una desgraciada casualidad se enteró de que el Trampero tenía pensado robarse La Agracia-da. En rueda de truco se coló la confidencia, justo frente a él, que generalmente no jugaba y esa noche se había arrimado de puro hastío. Poseído por una malsana inquietud se cercioró de los detalles, indagó día, hora, lugar exacto del abigeo, e impulsado por una fuerza incomprensible, se lo contó todo al comisario.

-No puedo perdonármelo- me decía una y otra vez. El Trampero era, sí, un ladrón pero era su amigo. Aquel viejo vínculo pesaba ahora sobre su delación para ahondar remordimientos y recuerdos. Traté de justificarlo, aliviarle la quemazón de la conciencia con razones que yo mismo desmerecía. Tal vez fue su intención congraciarse con el Jefe Político; comprar la vigilancia de los conscriptos para su campo o sentirse importante compartiendo un secreto con la autoridad. ¿Quién puede en realidad bucear con acierto en la confusa marea de los móviles inconscientes?

-Nada de eso me justifica- me respondió cortante, avergonzado, visiblemente arrepentido. Encerrado en el rancho se pasó el día, evitando el encuentro con la gente, hasta que no aguantó más, y me buscó en el bar.

En el techo se encendió un foco mortecino, que alguna vieja batería ayudaba a parpadear. Su voz me llegaba como desde lejos. Del día y lugar estaba seguro, pero no de quienes lo acompañarían esta vez. Los matones de siempre, seguramente; los que hacen el trabajo ingrato y se aprovechan de paso de cuanta mujercita encuentran desprevenida. A estas horas el robo estaría consumado; prefería no saberlo, con la esperanza de cualquier imprevisto que torciera los planes.

Fíjese, yo lo escuchaba cada vez más alarmado con mi noticia amordazada todavía. Me aseguró que esa vileza no se le despegaría ya de la piel. Cuando concluyó me escrutó desde sus ojos aguachados esperando a su vez mi confidencia.

No sé cómo pude mantenerle la mirada hasta el final. Con reticencia se derramaron mis palabras. Empecé diciéndole que sabía lo del Trampero. El robo de La Agraciada se venía gestando desde hacía tiempo, y cada cual tenía su sospecha. El Trampero era un hombre que se regodeaba con el riesgo de ser descubierto y la certeza de que ninguna delación lo pondría en la cárcel. Quería robar a sabiendas de todo el mundo y salir indemne como era hábito en su trajinada vida de malevo impávido. El robo se produjo, como estaba previsto, la noche antes. Se lo llevaron todo, salvo las ovejas y los chanchos. Algunos incautos del valle se plegaron, animados por jugosas promesas de reparto. Pero esta vez hubo tiroteo y hubo sangre. Ni un solo parpadeo le delataba el pensamiento. El Comisario estaba advertido y en el entrevero murieron dos. Tuve que decirle entonces que el más joven era su hijo.

Aquella noche una lluvia torrencial esfumó los contornos de los montes arrastrando los restos de recientes incendios. Se empapó la paja de los techos; y en el rancho de Don Pantaleón la viga más alta gimió largamente bajo el peso de un balanceo siniestro.
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Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Asunción – Paraguay 1984 (139 páginas).
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