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sábado, 27 de noviembre de 2010

AUGUSTO ROA BASTOS - VIGILIA DEL ALMIRANTE (NOVELA) - Introducción: LOS TRES NARRADORES DE LA VIGILIA - ANTONIO CARMONA / Editorial SERVILIBRO, 2008.



VIGILIA DEL ALMIRANTE
Novela de
COLECCIÓN ROA BASTOS Nº 6
© HEREDEROS DE AUGUSTO ROA BASTOS
Editorial SERVILIBRO
25 de Mayo Esq. México
Telefax: (595-21) 444 770
Plaza Uruguaya, Asunción - Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Glosario: Antonio Carmona
Diseño de tapa : Bertha Jerusewich
Diagramación : Mirta Roa Mascheroni
Corrección: Augusto González
Edición: 2.000 Ejemplares
Asunción, noviembre de 2008
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
Asunción - Paraguay,
Noviembre de 2008 (346 páginas)


CONTRATAPA: Esta es una obra polifónica donde se entrecruzan el héroe y el antihéroe, el medioevo y el modernismo, la cristiandad y la apetencia del oro, el poder y el no poder, la violencia y la ternura, el amor y el odio, la miseria y la gloria enclavados eternamente sobre los maderos de la dialéctica. En fin, la historia del hombre de siempre, escrito con una maestría poética extraordinaria.
La novela aparentemente se desarrolla, en la mayor parte, en los días previos al descubrimiento en los que Colón es acosado por la desesperación y el temor a la muerte de sus marinos amotinados. Es como si en este corto tiempo se concentrara toda la vida vivida y por vivir de este marino hecho por la sola tenacidad de estar absolutamente cierto de ser el ser providencial que ha de descubrir la nueva ruta. Es como si la proximidad de la muerte lo volviera traslúcido a interpretar los enigmas de su propia vida. El pasado y el futuro se confunden y se entrelazan en un solo torbellino capaz de arrastrarlo al fondo del mar o a la cúspide de la gloria o a la del infortunio.


Voy perdiendo mi ser mientras me voy humanando.
Guyravera, Chamán guaraní



NOTA DEL AUTOR
Éste es un relato de ficción impura, o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia. Su visión y cosmovisión son las de un "mestizo de dos mundos", de dos historias que se contradicen y se niegan. Es por tanto una obra heterodoxa, ahistórica, acaso anti-histórica, anti-maniquea, lejos de la parodia y del pastiche, del anatema y de la hagiografía.
Quiere este texto recuperarla carnadura del hombre común, oscuramente genial, que produjo sin saberlo, sin proponérselo, sin presentirlo siquiera, el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad. Este hombre enigmático, tozudo, desmemoriado, para todo lo que no fuera su obsesión, nos dejó su ausencia, su olvido. La historia le robó su nombre. Necesitó quinientos años para nacer como mito.
Podemos contar en lengua de hoy su historia adivinada; una de las tantas de posible invención sobre el puñado de sombra vagamente humana que quedó del Almirante; imaginar su presencia en presente; o mejor aún, en el no tiempo, libremente, con amor-odio filial, con humor, con ironía, con el desenfado cimarrón del criollo, cuyo estigma virtual son la huella del parricidio y del incesto, su idolatría del poder, su heredada vocación etnocida y colonial, su alma dúplice.
Tanto las coincidencias como las discordancias, los anacronismos, inexactitudes y transgresiones con relación a los textos canónicos, son deliberados pero no arbitrarios ni caprichosos. Para la ficción no hay textos establecidos
Después de todo, un autor de historias fingidas escribe el libro que quiere leer y que no encuentra en ninguna parte; ese libro que sólo puede leer una vez en el momento en que lo escribe, ese libro que casi siempre no oculta sino un trasfondo secreto de su propia vida; el libro irrepetible que surge, cada vez, en el punto exacto de confluencia entre la experiencia individual y la colectiva, en la piedra de toque de un personaje arquetípico.
Es su solo derecho. Su relativa justificación.
A. R. B.


Estoy ausente porque soy el narrador.
Sólo el relato es real.
Tú eres el que escribe y es escrito.

El libro de las preguntas
Edmond Jabés



INTRODUCCIÓN
LOS TRES NARRADORES DE LA VIGILIA
Tres son los narradores que nos cuentan la "VIGILIA DEL ALMIRANTE": el mismo CRISTÓBAL COLÓN, en primera persona, narrando las peripecias del viaje, desde que le surgió el sueño de llegar a "LAS INDIAS", juntando datos y cartas de navegación: el narrador, AUGUSTO ROA BASTOS, que convoca a algunos testigos para historiar la historia no oficial del descubrimiento, "el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad"; y los cronistas de Indias.
Roa nos da el indicio en las Partes I, Cuenta el Almirante, VIII, Cuentan los cronistas, y X, Cuenta el narrador. El lector podrá descubrir que hay tres formas de narrar, tres hablas diferentes que corresponden a las diferentes voces de los que cuentan: la de Colón, que utiliza ciertas formas sintácticas y muchos términos de la época; la de los cronistas que es más contemporánea, aunque mechada con el estilo de algunos de los historiadores que contaron la historia de aquellos tiempos, principalmente Fray Bartolomé de las Casas, "amigo y biógrafo" de Colón; y, por último, la del narrador, actual y muy desenfadada, combinada con diálogos de gran sentido irónico, haciendo referencias a personajes de nuestra época.
Así que el lector tendrá que acostumbrarse a saltar de tiempos y de hablas, en un apasionante ejercicio de descubrimiento de nuestra lengua, como de contraste de la historia; desde las visiones antiguas de los primeros narradores, miradas desde el viejo mundo hacia la "magia" del nuevo que les maravilla y desconcierta, hasta las interpretaciones de nuestro tiempo, miradas críticas desde el actual nuevo mundo hacia la salvaje conquista en los salvajes parajes del nuevo mundo, con la cruz y la espada aliadas y contrapuestas.
Roa le hace decir a Colón: "Hay miles y miles de millones de estrellas en el cielo de la noche. Algo quieren decir, algo dicen, en un lenguaje desconocido e indescifrable. Es el libro más inmenso que se ha escrito desde la creación."
De la misma manera, él reúne los millones de signos que hay en la constelación de una lengua, los millones de hablas que cuentan una misma historia, en este caso la del Almirante y la del parto que surgió de ese alucinante viaje, de esa pesadilla despierta que hizo redonda la tierra y "descubrió" y "encubrió", en las propias palabras de Roa, el "nuevo mundo".
Tal vez sólo en "Yo El Supremo", Roa logra la multiplicación de voces y de historias para contar una sola historia. Sólo que en "Vigilia del Almirante" el relato parece sólo uno por su fascinante continuidad, por la naturalidad de los cambios de narraciones y de voces.
Atrapados en un océano de sargazos pestilentes, las carabelas y los tripulantes observan atónitos a los pájaros que vuelan hacia atrás, a mitad de camino, en una simbólica imagen de la relación entre dos mundos que se acercan y nunca terminan de juntarse. Colón y Roa se unen a todas las otras voces y nos cuentan la apasionante historia de un viaje que transformó y trastocó la historia de la humanidad.



PARTE I
CUENTA EL ALMIRANTE
Toda la tarde se oyeron pasar pájaros. Se los oía gritar roncamente entre los jirones de niebla. Contra la mancha roja del poniente se los podía ver entreverados en oscuro remolino volando hacia atrás para engañar al viento. Cruzan nubes bajas cargadas de agua, oliendo a muela podrida de mal tiempo. El mar de hojas color de oro verde cantárida se espesa en torno a tres cascarones desvelados y los empuja hacia atrás, a contracorriente.
De pronto ha cesado el viento. El cerco de los pájaros sigue pasando siempre de cola al revés, mancha luminosa enganchada a la desaparecida luz solar. A veces el arco se descompone en dos rayas oscuras formando el número siete como un rasgón en la sombra del tiempo, en el astroso trasero del cielo. Luego los pájaros desaparecen.
El mar se mueve apenas bajo el pesado mar de hierbas. Ni una brizna de viento y las naves al garete desde hace tres días, varadas en medio del oscuro colchón de vegetales en putrefacción. El mar en su calma mortal se ha convertido en estercolero de plantas acuáticas. Nadie puede calcular la extensión, la densidad, la profundidad de esta inmensa capa fósil de materia viviente. La fatalidad ha levantado este segundo mar encima del otro para cortarnos dos veces el camino. Su imaginación es capaz de inventar a cada paso nuevas dificultades. No van a amilanarme. Voy tan seguro de mí, tan centrada el alma en su eje, que no puedo detenerme a pensar lo peor donde otros imaginan que ya se están hundiendo. Siempre hay un camino mientras existe un pequeño deseo de delirio. Llevo encendida en mí la candela lejana.
Los hombres contemplan aplastados el mar de algas montado sobre el mar de fondo. Desde el castillo de popa les grito: "¡Mirad el cielo!... ¡Pasan pájaros!..." Nadie se mueve ni oye nada, salvo el cólico de la cólera revolviéndose en sus estómagos. Ni el vuelo de los pájaros ni el inmenso islote mucilaginoso que nos cerca, señal segura de costas cercanas, avientan su miedo. Creen que trato de seguir alucinándolos con embelecos. Sacar voces desde el vientre. Sonidos, fuegos fatuos, centellas voladoras, agujas de marear fijadas con una oblea de cera indicando falsas derrotas. Cuenta falsa de leguas, cada día reducida a la mitad. No pararemos de retroceder hasta llegar a cero.
El espacio infinito ha empezado a poner sus huevos en el ánimo de la gente. Hay que aliviar su angustia. Sé lo que les pasa a estos hombres. No es gente de mar. En su mayor parte es carne de presidio, frutos de horca caídos fuera de lugar, fuera de estación. Lloran como niños cuando se sienten destetados de lo conocido. Hay que engañarlos para su bien con la leche del buen juicio. Infelices don nadies que se han lanzado contra su voluntad a descubrir un mundo que no saben si existe.
A falta de acción, la angustia está ahí, áspera y turbia, potente como un cuchillo. La acción es el efecto de la angustia y la suprime. Si no hay acción la muerte es inexorable. Los desorejados y desnarigados son los que más la sienten, la oyen y la huelen. Su mutilación tiene para ellos el peso de la tierra y del mar. Es inútil que el ciego quiera ver el sol. Tengo la sensación de que la sangre, no las lágrimas, les corre de los ojos y se les desliza por fuera sobre la piel.
Las cosas no son como las vemos y sentimos sino como queremos que sean vistas, sentidas y hechas. No hay engaño en el engaño sino verdad que desea ocultar su nombre. O como lo dice finamente en latín mi amigo Pedro Mártir: el innato e inextirpable instinto humano de querer ocultar siempre algo de la verdad. Sólo mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo, diría después con gracia el Gracián. Sólo avanzando hacia atrás se puede llegar al futuro. El tiempo también es esférico. No se debe deleznar lo deleznable.
Viene el maestre Juan de la Cosa, ex propietario del galeón gallego que nos aposenta. Trae cara de pocos amigos. Voltea la inmensa melena hacia las algas y me interpela con un gesto, "¿Y ahora qué?", echándome a la cara su aliento almizclado. No querrá usted, le digo, que despellejemos a mano las cortaderas del mar. Más fácil sería raparle a usted su pilosa corona. Tampoco hay viento y si viene va a caer fiero. Vea, don Juan, ahora no podemos avanzar ni volver. Ya no podemos elegir. Aquí acamparemos hasta el día del Juicio Final. Lo dicho. Ocupe su puesto. Coma usted ese plancton hasta hartarse si tiene hambre. Fíjese usted, qué abundancia. Es alimenticio. Cuide su ex barco y su propio pellejo que también pronto dejará de pertenecerle. Se va el contramaestre inflando joroba de humillado. Lanza de paso sin dirección, sin intención, una pedorreta torva e indignada. Pero es a mí a quien viene dirigido el cuesco de retrocarga en medio de la pestilencia general.
Cierra de golpe la noche. Noche noche, sin cielo, sin estrellas. En la oscuridad se ven brillar en los ojos de los amotinados el miedo, la condenación, el odio. Duras sombras petrificadas sus siluetas. El vuelo de las aves no hace más que erizar la rebelión a contrapelo. Alguien ríe fuerte y barbota: ¡Sí... pájaros que vuelan arreculados por la tormenta! ¡Y nosotros, peor que ellos!... ¡Arreculados por un orate hacia la muerte!...
Razón le sobra al barbián. Vamos hacia atrás, al revés, empujados por la vasta pradera flotante en la que desovan anguilas enormes como serpientes. Se ven en la penumbra los racimos de huevos rojos como ascuas, los reptiles entrelazados en una inmensa cabellera de Medusa. Troncos de guaduas y de palmeras flotan a la deriva. No seria extraño que un bosque de bambúes y palmas reales creciera de pronto en la isla gelatinosa remedando un oasis. Las aletas triangulares de algún tiburón rayan la superficie del mar óseo. Ni el más mísero soplo de viento que reanime las velas y barra el hedor que nos ahoga.
Estamos entrando en el futuro de espaldas, a reculones. Y así nos va. En los últimos tres días no hemos hecho más que veinte leguas en un día natural y otro artificial. Desde que topamos con el infinito prado maloliente, hemos retrocedido otras diez leguas en diez días artificiales contados de sol a sol y otros diez días naturales contados de mediodía a mediodía. Hay que sumar a ellos los siete días y noches naturales en los que las naves están clavadas en su propia sombra sobre el pudridero. Desde la Isla de Hierro hasta aquí, antes de encallar en el tremedal de los sargazos, hemos navegado veinte y siete días. Pese al retraso hemos ganado sin embargo dos tercios de día de calendario. Tal vez no alcancemos a ver otra salida de sol. Los tres cuartos de día que hemos adelantado merced a los serviciales alisios, al rumbo rectísimo marcado por el Piloto, de nada nos servirán. El mar de hierba está anclado en las naves, al acecho para tragarnos.
En este viaje no cuentan meses ni años, leguas ni desengaños, días naturales ni artificiales. Un solo día hecho de innumerables días no basta para finar un viaje de imposible fin. La mitad de la noche es demasiado larga. Cinco siglos son demasiado cortos para saber si hemos llegado. Acorde con la inmovilidad de las naves, con el ansia mortal de nuestras ánimas, habría que contar las singladuras por milenios. La mitad de uno me bastaría para salir del anonimato.
He traído los títulos de don, de almirante, de visorrey, de adelantado, de gobernador general. Soy el primer grande extranjero de España. Fuera de España, naturalmente. Aun cuando los títulos sean falsos o estén en suspenso. En estos páramos infinitos no significan nada. Son la zanahoria colgada delante del hocico del jamelgo.
Me los darán cuando descubra las tierras. Si no las descubro tendré que comerme los títulos y las algas.
No he salido aún del anonimato. No he salido aún de la placenta capitular. No soy hasta ahora más que el feto de un descubridor encerrado en una botella. Nadie la arrojará al mar sin orillas. Nadie recogerá el mensaje. Nadie lo entendería por excesivo, por insignificante. He entrado en otro anonimato mayor. Antesala del anonimato absoluto. Sin embargo esas tierras están ahí, al alcance de las manos. Las agujas no mienten. Los moribundos tampoco. El Piloto no pudo mentirme cuando ya se moría. Salvo que la vida y la muerte sean una sola mentira.
Con la cabeza sobre mi almohada de agonizante, en la desconchada habitación de mi eremitorio en Valladolid, contemplo con ojos de ahogado este viaje al infinito que resume todos mis viajes, mi destino de noches y días en peregrinación. Es una luz sesgada, comida de sombras, como la del caleidoscopio del signore Vittorio, en la escuelita de Nervi. O la luz que no da luz como la candela lejana. Lo real y lo irreal cambian continuamente de lugar. Por momentos se mezclan y engañan. Nos vuelven seres ficticios que creen que no lo son. Recordar es retroceder, desnacer, meter la cabeza en el útero materno, a contravida.
El giro circular del tiempo transcurre a contratiempo. La rotación de los años tenuemente retrocede. El universo es divisible en grados de latitudes y longitudes, de cero a lo peor. Es infinito porque es circular. Gira sobre sí mismo dando la sensación de que recula. Pero sólo su sombra es la que vemos retroceder. Rotaciones entrelazadas en las que los polos del mundo se besan las espaldas. Los pájaros volando hacia atrás, el Mar de los sargazos remontando a contracorriente de los alisios, ponen su rúbrica por lo alto y por lo bajo en este general retroceso. El mundo da muchas vueltas. Tendremos que esperar el giro de una vuelta completa.
En estos casos no sirve de mucho recordar. El pasado remonta sobre sí mismo y da al ánima, a la memoria, incluso al estado cadavérico del cuerpo, la menguada ilusión de una resurrección. Así resucitan de sus muertes diarias hacia el ocaso las personas provectas. Les ilusiona ver morir al sol más débil, menos longevo y memorioso que sus viejas existencias, obsesionadas por la idea de sobrevivirse un día más.
Junto a mí está el desnarigado Juan Zumbado, el chinchorrero. Le han cortado la nariz por robo de unos pocos maravedís. Tiene por lo menos 70 años. Se le mueve sobre la testa rapada una capa de piojos duros, apretados y prensados como chinches. Se rasca la cabeza, olvidado de sí. Sus movimientos están congelados. Es una congelación de la médula, una entera falta de circulación de la vida. Ya está muerto el chinchorrero. Pero él cree que sigue estando vivo porque recuerda su vida pasada en el vertiginoso turbión de imágenes igual al que ve brotar de su propia asfixia el que se va ahogando. No hablo yo de las muertes idiotas de todo el mundo. Estoy hablando de un sufrimiento frío y sin imágenes como el que recorre el bastón de hierro que me atraviesa y me sostiene.
Hago girar el globo de Behaim que sigue punto por punto las indicaciones de la carta y del mapa de Toscanelli. Don Martín y don Paolo parecen haberse puesto de acuerdo. La ruta del Piloto es la misma, salvo algunos nombres distintos que no serían de lengua china sino de algunos dialectos regionales. La única diferencia inquietante entre las indicaciones del florentino y las del Piloto es la distancia. Éste habla de 750 leguas al poniente de las Islas Afortunadas. La carta de Toscanelli, de 1000 leguas. Hay una línea rectísima, la del Trópico de Cáncer, en 24 grados de latitud norte. Están marcadas, primero, las Antyllas. Luego, las Siete Ciudades, fundadas por los obispos navegantes. Aparece también esa misteriosa isla del Brasil que algún portugués metió de contrabando en esas cartas del tiempo de Lepe. Luego el archipiélago de las Once Mil Vírgenes, atravesado por el Piloto y sus náufragos, en la entrada de las Indias, a 750 leguas de las Canarias. El rumbo exacto marcado por el Piloto. La diferencia de 200 a 300 leguas puede ser un error de cálculo de este último.
Más al oeste, la enorme isla de Cipango, y más al oeste todavía, ya en plena China, la tierra firme de Cathay en la cual señorea el Gran Khan, Rey de Reyes. Allá los templos y las casas reales tienen tejados de oro. Cuarta al sudlesteueste, las ciudades de Mangi, Quinsai y Zaitón, todas las cuales están descritas en los libros de Marco Polo. Es como si ahora las estuviera yo viendo palpitar a lo lejos.
Estudio la carta del cielo. Hay eclipse. El sol está en Libra y la luna en Ariete. Hubiera preferido que estuvieran en Gémino y en Virgo. Estamos atravesando los últimos fuegos del equinoccio. A través de estos fuegos, en el hemisferio norte, los irlandeses hacen pasar a los animales y hombres estériles. A veces recobran éstos su potencia genésica o mueren de espantosas calenturas.
A nosotros nos está reservada la conflagración glacial, el fuego funeral, al otro lado del mundo. ¿No es la mejor prueba de que la tierra en cierto modo es redonda? No tan redonda sin embargo. Más parecida a una pera que a una naranja. Al seno de una mujer, precisó discretamente Plinio el Viejo antes de caer, presa de su insaciable curiosidad de lo natural, en el cráter del Vesubio, hijo hermafrodita de Vulcano, llamado el Mulo herculano.
Sus deyecciones devolvieron, siglos después, una de las sandalias de Plinio. El cuero convertido en pesado bronce. La otra, en forma de un pie de piedra. El pie de Plinio, tallado en cinabrio por el fuego, con el pulgar y el índice torcidos hacía arriba, formando la V de la victoria. Magra devolución de lo que fue un grande hombre. En lugar de las sandalias mineralizadas hubiera sido mejor que el Mulo hubiese devuelto algunas circunvoluciones del privilegiado cerebro; aunque no fueran más que los testículos del naturalista, vaciados en oro. En la entraña del oro siempre hay fuego. El oro mismo es fuego. El ascua luminosa del mediodía transforma el mercurio del sol en oro central. Su nadir, la miseria y la muerte.
En el útero en llamas de la bestia vulcana, perennemente en celo, brama el fuego central. Ya quisiera para mí esa tumba y esa lápida para retornar al calidum innatum, ya que no he de tenerlas en los abismos del mar. El fuego está en todas partes. Como cocinero en un barco negrero de Guinea he visto salir fuego del estómago de ciertos pájaros al abrirlos en canal. Y esos que están volando hacia atrás sobre el mar de Sargazos despiden una fina estela de humo tornasolado que sale por sus picos mientras reculan velozmente a la vez luminosos y oscuros. Un arco de saetas que vuelven a la cuerda del arco que las disparó.


PARTE II
CUESTIONES NÁUTICAS
La Estrella Polar se oculta tras la bruma. No aparece en el limbo del astrolabio. Escondida en la trituración nebulosa que empareja el alba con la noche, no me deja tomar la altura. No la contemplaré más. En este punto del hemisferio, la Polar no deja ver ya su luz astral. Otras constelaciones la han reemplazado. Sólo muestra una mancha vagamente luminosa entre la alidada y las tablillas de cobre de las pínulas. La nebulosa de Andrómeda me hace un guiño furtivo. Ah, si tuviera con ella una hija le pondría su nombre sobre la pila bautismal. La irritable y hermosa Casiopea de ojos verdosos y rubia cabellera me vuelve la espalda de dibujo perfecto, la comba de sus mórbidas nalgas, su perfil de medalla. En otro tiempo, coqueteaba conmigo. Allá ella. Sólo siento nostalgia de la Estrella Polar. La "tramontana" no es el punto refulgente sobre el Ártico en torno al cual gira el eje del cielo, como se cree. La Polar tiene su propio eje y vive en su propio cielo. Y cuando sale de su casa cierra todas sus puertas.
En parte alguna del mundo la noche y el día son exactamente iguales. Para mí, en todo tiempo y lugar, la noche es más inmensa que el día. La parte en sombras del cosmos es la medianoche primordial. Se agranda sin pausa a medida que el universo se expande. El pensamiento no puede recorrerlo en toda su extensión porque el universo no tiene extensión. Es infinitísimo. Sólo Dios puede rodearlo con sus brazos puesto que fue El quien lo creó.
En mis tiempos de grumete, espiaba la aparición de la Estrella Polar sobre el horizonte. La contemplaba a través de un agujero hecho en mi gorro dé hule por el defecto de un ojo que se me dañó y cambió de color a raíz de un lance de corsarios en Túnez. En el último cuarto de la noche, cuando la aurora comienza a ahuyentar los astros y la luz diurna barre las luminarias nocturnas, ella sube más alto aún, hasta 15° sobre el horizonte. Íngrima y sola, reina soberana del alba, antes de dar su lugar a Venus, la de los brazos quebrados y sexo resplandeciente, ornado de vello galáctico.
Con el gorro sobre la cara la contemplaba por el agujero y notaba que había cambiado de lugar, que estaba aún más hermosa. Siempre por encima del horizonte. Su brillo matutino tiene el color azulado del hielo. Me sentía lleno de adoración por ella. Me llamaban el "estrellero loco". Y la verdad es que sigo siendo un lunático de las estrellas y llegaré sin duda a ser un cuerdo estrellado. No alcanzaré sin embargo a ser sepultado bajo la Cruz del Sur con el epitafio, elegido por mí: "Está aquí el peregrino. / Equivocó el camino..."
Hay miles y miles de millones de estrellas en el cielo de la noche. Algo quieren decir, algo dicen, en un lenguaje desconocido e indescifrable. Es el libro más inmenso que se ha escrito desde la creación. Es el Libro verdaderamente sagrado pues lo escribió el mismo Dios. Las palabras de las estrellas están claramente impresas en el firmamento. Acaso mi nombre está escrito en una constelación invisible todavía. Alguna vez levantaré la vista y leeré la palabra.
La calor aprieta. La Polar, invisible, habrá subido por lo menos a 30°. En Sevilla, en este tiempo, se elevará a 36°. En los bosques se oye cantar al ruiseñor. Es la época en que las antiguas Hespérides hacían su agosto. Ya no existen los famosos jardines en los que el rey Héspero cultivaba sus manzanas de oro. Hércules arrancó los manzanos después de dar muerte a los siete grifones que los custodiaban, cumpliendo el undécimo trabajo. A las manzanas de oro sucedieron los malatos como frutos de castigo, caídos de las Escrituras.
Leprosos celtíberos iban en peregrinación a curarse a los fabulosos reinos del rey Héspero, miles de años antes de que se abriera en los campos del norte la estela de Santiago Apóstol. Había que verlos degollar a las tortugas gigantes bañándose con el torrente de su sangre. Millares y millares de esos galápagos antediluvianos dormitan entre los arrecifes calientes como si no hicieran más que aguardar el sacrificio purificador de los lázaros. Regresarán éstos, curados, portando grandes carapachos como petos y sombreros del mejor carey del mundo. He visto a curas y hasta a canónigos de Huelva, de Cádiz y de Córdoba, llevar tejas inmensas fabricadas con este material que refracta el sol sobre sus cabezas en aureolas tornasoladas. Ya les traeré yo tejas de oro.
Una indicación preciosa del Piloto. Me dijo que en estas latitudes, cuando la Osa Mayor se esconde bajo el polo ártico, las Guardas se ponen en el cielo de los caribes. El Piloto entendió caníbales. Gracias a este saber, dijo, mis hombres se salvaron de ser devorados en la isla donde ellos viven en medio de montículos de esqueletos y calaveras. Utilizan los cráneos como escudillas y adornan con ellos sus chozas. Son bravos y decididos, dijo. Tienen colmillos de tigres. No son monstruos. Son seres lunares, hermosos como tigres que han dejado de ser hombres, decía el Piloto con los ojos cerrados. Huyen dando alaridos al primer tiro de mosquetes y lombardas. El olor de la pólvora es para ellos el olor de la muerte. Siniestros (obsceni) llamó el poeta Virgilio a estos seres bestiales comparándolos con las Harpías del Hades, comedoras de niños. En una aldea de antropófagos, en Zambia, vi hasta qué punto de crueldad pueden llegar estos tenebrosos comedores de carne humana.
No puedo medir la altura pero tampoco las horas. La clepsidra y el reloj de arena marcan dos tiempos diferentes. Esto desde que zarpamos de La Gomera donde La Pinta tuvo que detenerse para remediar la rotura del timón. Hubo que cambiar las velas latinas y hacerlas redondas. Al zarpar de la Isla de Hierro la Santa María perdió un ancla y hubimos de reforzar los calafates. Desde la partida de Palos la nao capitana hacía agua. Claramente delatóse la mano de los saboteadores.
La navegación ha comenzado con mal pie. Tal un vapor de invisibles miasmas, sobre las carabelas flota el enojo de la gente de Palos aún aquí, a setecientas leguas. Ese embrujo desparrama en el aire un olor de impureza y catástrofe. Armadores, comerciantes, marineros y el mismo pueblo de las rúas y puertos no pudieron soportar en silencio la humillación de la sentencia real. Les puso sangre en el ojo el mandato de los Reyes que les ha obligado a entregarme los navíos y a contribuir con pesadas cargas al aparejo de la escuadra en pago de la deuda de tributos que la ciudad tiene atrasada con la Corona.
La provisión real ordenó a la letra: "Vos mandamos que tengáis aderezadas y puestas a punto las dichas carabelas armadas, antes de treinta días cabales, como sois obligados por esta sentencia, y las pongáis a disposición del Almirante de toda la armada que abrirá camino por la mar océana hacia las Yndias Orientales..." Luego, la puntilla aleve al pundonor palermo: "Bien sabéis como por algunas cosas hechas y cometidas por vosotros en deservicio nuestro, fuisteis condenados a nos servir dos meses con dichos navíos, armados a vuestra costa y expensas..."
La inquina de palenses y portuenses contra mí subió al punto rojo de una rebelión Fuenteovejuna. Temía yo que pudiesen asesinarme en cualquier momento en alguna oscura callejuela. Desde un balcón, una noche ventosa, me arrojaron flores. Las flores cayeron sobre mí con su pesado tiesto de mármol. Por poco me deja sin sesos. Sólo alcanzó a descalabrarme el pie gotoso.
En el puerto de Palos, en el puerto de Santa María, en Sevilla, en Huelva y en Cádiz, se hallaba siempre reunida una multitud vociferante. Como cien años después sucederá en las villas forales de Castilla, palermos, onubenses, porteños, gaditanos, sanluqueños y hasta vizcaínos han levantado en cadena varios alzamientos comuneros en defensa de sus fueros. Lo que en tierra andaluza y en pleno Medioevo resulta un poco desaforado. Y yo soy el chivo expiatorio.
Bañado de rojo y amarillo subía yo a mi propia nave capitana, en medio de rechiflas e insultos cada vez más soeces. Tiroteábanme con huevos y hortalizas y hasta con piedras. Debo a los hermanos Pinzón, a los Niño, a Juan de la Cosa, que la armada haya podido partir. Ellos mismos se encargaron lo formar la tripulación y hasta de la compra de bastimentos y lo armas.
Martín Alonso Pinzón, además de proveer su propia carabela, aportó un lote de treinta fogueados marineros paleños que le obedecen como a su patrón absoluto. No bastaban. El Martín Alonso persuadió al gobernador de Sevilla para liberar a setenta presos, de los que abarrotaban las cárceles de la provincia. Trajo veinte asesinos condenados a la horca. El mismo los eligió entre los más vigorosos y de condenas más largas. Únicamente no pudo enganchar a los prisioneros de Dios, condenados al fuego por los Tribunales de la Inquisición.
Hay varios desorejados y desnarigados por penas menores. Esas mutilaciones mutilan la disciplina en las naves. ¿Puede una nao capitana navegar desorejada, desnarigada?
"Irán encerrados -le dijo el Martín Alonso al gobernador- en una cárcel flotante más segura que ésta de piedra. El mar infinito atará su cadena a estos forzados. Si no encontramos las tierras que al genovés se le antoja que va a descubrir, los condenados volverán a sus celdas, a sus duelos y quebrantos, a su novia de dos palos. Por un tiempo ahorrará usted su comida, la pestilencia de sus personas".
El propio Martín Alonso y sus dos hermanos se alistaron on la expedición contra el clamor de sus familias y del populacho. No lo han hecho seguramente por la sola virtud de la generosidad. La ambición ha movido a los siete capitanes a someterse a mis órdenes. La codicia del oro, mi experiencia de navegante que ninguno de ellos puede emular, el mandato y el apoyo real que ninguno de ellos ha podido conseguir, son los acicates que los han reducido a no ser más que obedientes marineros de una empresa descubridora que a ellos les parece imposible.
Lo imposible no existe. Lo imposible no es sino la cadena de posibles que no ha empezado a cumplirse todavía. Después, lo que sucede es lo que nadie ha esperado, me sopló fray Juan Pérez a través de la rejilla del confesionario cuando le referí bajo puridad de sacramento el secreto que me confió el Piloto.  ¡Cuánta verdad mi querido amigo, mi venerado confesor! Y fray Antonio de Marchena a quien también revelé el secreto bajo sigilo de sacramento: A veces lo que se encuentra es lo que no se buscaba, hijo mío, musitó el fraile astrólogo. Nada de esto empecé a que los sueños se cumplan. Con la fe en Dios, hay que guardar siempre encendido un poco de delirio en lo más secreto del corazón. ¡Gracias, fray Juan, gracias, fray Antonio! ¡Qué bien me habéis comprendido!... Sólo existe lo posible. Mi posible no me abandonará jamás.
Acaso les debo a mis capitanes el éxito en la formación de la armada. Ahora se rebelan porque no encontramos las Indias. Pero si las encontramos también se rebelarán y me traicionarán. La ambición horada las piedras y las conciencias. Entretanto son acreedores a mi transitoria gratitud. Lo que no impedirá que los trate con mano de hierro. Sobre todo a este tunante de Martín Alonso Pinzón. Se cree el patrón absoluto de la empresa. Va como capitán de La Pinta y lleva a Cristóbal Quintero como contramaestre. La Niña, propiedad de Juan Niño, en la que éste va de contramaestre, lleva como capitán a Vicente Yáñez, hermano mellizo de Martín, y a los siete hermanos Niño. Peralonso Niño es muy niño todavía. Va como en una cuna. Con lo que la carabela niña más se parece a un buque-escuela de párvulos que al bajel de una escuadra descubridora con tripulación carcelaria.
Lo malo no es esto. Lo malo es la caterva de gente proterva que los Pinzones me han metido en los barcos. Hombres de no fiar ni confiar en un tomín. Los tengo en la alcuza del ojo. Hube de aceptarlo todo con tal de hacerme a la mar. A falta de otra cosa, por lo menos tienen buenos brazos, caras patibularias, siniestros corazones. Después de todo no son más que hombres. Y el hombre es la substancia más maleable y deleznable que existe. Depende de lo que se haga con ellos en una situación determinada. Los héroes se diferencian muy poco de los criminales. A veces éstos son más héroes y los héroes más criminales.
He guardado como escudero y mozo de cámara a Bartolomé Torres, el asesino del pregonero de Palos.
Esmirriado, patizambo, contrahecho. Cara y voz de eunuco. Vi en sus ojos la lumbre de la lealtad y del humor andaluces. Estos son permanentes, raciales, connaturales. Una cuchillada de sangre puede ser casual. No es el hombre el asesino sino el demonio que le habita. Y si el demonio es hembra, dos veces peor.
-¿Quieres ser mi escudero? - preguntéle.
- ¡Para eso he nacido, Señor Almirante! - dijo al punto con una voz que le salía de cualquier parte menos por la boca torcida de labios leporinos.
-Harás en la nao el trabajo del pregonero que asesinaste. Pagarás así tu crimen - le espeté clavándole los ojos.
-No hubo malicia, Señor Almirante - dijo echando los suyos al suelo-. Fue por un asunto de mujeres...
-No te he preguntado nada -cortéle para siempre al cuitado su propensión a las cuitas personales-. De aquí a aquí... -tracé una distancia imprecisable, infranqueable, de superior a inferior. El arco de la mano proyectó su ariete contra la boca confianzuda.
-¡Arredro vaya! -dijo en un silbo respetuoso la desencuadernada persona escupiendo en un chorro de sangre el único diente que le quedaba.
-De ti depende que el nudo corredizo no te ciña el pescuezo.
-Lo que su merced mande, Señor Almirante. Yo, a sus órdenes, derecho y arrecho como un palo, sabe usté, de la mejor madera... -murmuró cabizbajo royéndose los dedos cubiertos de verrugas y tiñéndolas de sangre como si fuera reventándolas una por una.
-¿Crees en Dios, Nuestro Señor?
-¡Como en el sol que nos alumbra, Señor Almirante! -dijo desde el milagro interior que le iluminaba el rostro corrugado. -No alumbra hoy el sol que dices.
-Nuestro Señor Dios tampoco se nos muestra todos los días de guardar. ¡Por El estoy vivo y El me ha puesto al servicio de su merced!
Le hice pregonero de la nao capitana. Si ahora le matan no será por un asunto de mujeres. Canta las horas, canta las leguas, cuida la arena del reloj, el agua del hidrante, lava mis llagas, me trae el caldo de almejas, prepara como un experto herbolario la emulsión de licopodio y azufre que alimenta mi fuego central, transmite mis órdenes, recoge para mí hasta el último chisme de la tripulación. La pequeña garduña con cara de hombre, cargada de movimiento y energía, cumple sus quehaceres con una eficacia de ultramundo. "Lo más sagrado para mí es cumplir sus órdenes con la más fina voluntad", dice el mequetrefe saltando sobre las piernas estevadas.
La atmósfera hostil se agravó después de partir de las Canarias. Debo pensar también en el maleficio de aquellas matriarcas de vida airada del puerto de Palos cuyos nombres llevaban puestos los barcos. Hay una conseja sobre esto. No en balde lo primero que hice fue mandar que borrasen en la proa de la nao capitana el nombre de La Gallega, de tufo celestinesco. Mandé cambiarlo por el santo nombre de la Virgen María, Madre de Dios. A ella consagro toda mi devoción después de la Serenísima Reina, mi protectora.
El vizcaíno Juan de la Cosa me tiene referida la historia picaresca de su galeón en el que va no como propietario sino como contramaestre a mis órdenes. Ha querido humillarme con la fama picante de la meretriz del puerto, cuyo nombre llevaba su barco. ¡Mirad La Gallega, decían por gracejo viendo la nave, va de virgen y santa! Por la gente común sé que el nombre primitivo de La Gallega le vino de haber sido construida en Galicia. Pero es que la meretriz también era de Galicia.
Pese a su pierna tullida, gozaba en el oficio fama de juglaresa. En la venta del Rocío siempre tenía a su alrededor un corro de hombres a los que alucinaba prometiéndoles inauditos placeres. Cuentan que una vez se desnudó hasta la cintura para mostrarles cómo la distorsión de la pierna rígida prolongaba los goces del amor a extremos inconcebibles. Los marineros aullaban de lujuria. La Gallega los ahuyentaba a latigazos tal la sacerdotisa de un templo. Luego, enviaba a sus pupilas, larguiruchas y famélicas, a hacer el trabajo en las casas bajas del Lucero Andaluz, de las que ellas era la Madre abadesa.
Los Pinzones y los Niños se negaron a reemplazar los de La Pinta y La Niña. Alegaron que más valían nombres de personas de carne y hueso, los de aquellas mujeres garbosas conocidas por ellos, honra y gozo de los hombres del puerto, que apelativos inventados como amuletos de salvación. Todo esto sin otro afán que llevarme la contra en los pequeños detalles.


ÍNDICE
Nota del Autor
 Introducción
Parte I - Cuenta el Almirante
Parte II- Cuestiones, náuticas 
Parte III- Del libro de navegación
Parte IV - Frontera
 Parte V - Los pájaros profetas 
Parte VI - El oro que cagó el moro
 Parte VII - Un Júpiter con marmita
Parte VIII- Cuentan los cronistas - El Piloto Desconocido
Parte IX - ¿Existió el Piloto, desconocido? 
Parte X - Cuenta el narrador - Plaçe a Sus Altezas
 Parte XI -A gran señor todo honor
 Parte XII - Bienvenido, Job
Parte XIII - Hacia el Oriente 
Parte XIV - Cuenta el Almirante - Secretos del deseo
Parte XV - Secretos de la arena 
Parte XVI - El pezón de la pera 
Parte XVII - La Reina alférez 
Parte XVIII - Cábala
Parte XIX - El náufrago
Parte XX - El cortesano
Parte XXI - (Fragmentos de una biografía apócrifa)
Parte XXII -Amadises, Palmerines y Esplandianes
Parte XXIII - Cuenta el narrador - El marinero Tifis
Parte XXIV - Memorias desmemoriadas
Parte XXV - El Caballero de la Triste Figura 
Parte XXVI - Libro de las Memorias 
Parte XXVII - Cuenta el Almirante
Parte XXVIII - Plática de mesana 
Parte XXIX - Cuarto intermedio
Parte XXX - El visionario
Parte XXXI - El pájaro sagrado
Parte XXXII - Castrar el sol
Parte XXXIII - Libro de las Profecías
Parte XXXIV - Cuenta el narrador
Parte XXXV - Medida por medida
Parte XXXVI - Visión del Paraíso Terrenal
Parte XXXVII - Cuenta el Almirante
Parte XXXVIII - Ganancias y pérdidas
Parte XXXIX - La candela lejana
Parte XL - Sábado 13 de octubre - Cuenta el Almirante
Parte XLI - Natura naturans
Parte XLII - Ite misa est
Parte XLIII - Los gentiles Avaporú
Parte XLIV - Visita real
Parte XLV - Cuenta el narrador - El Memorial perdido
Parte XLVI - Descubrimiento = encubrimiento
XLVII - De naufragios y alianzas
Parte XLVIII - Cuenta el ermitaño 263
Parte XLIX - Retorno al límite
Parte L - Fin de jornada
Parte LI - Postrera peregrinación
Parte LII - El Almirante se despide 
Parte LIII - Las cuentas claras
Reconocimientos / Glosario



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