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viernes, 30 de abril de 2010

RENÉE FERRER - LA SECA Y OTROS CUENTOS / Texto de los cuentos: TARDE DE DOMINGO y EL DELATOR.

LA SECA Y OTROS CUENTOS
Por
RENÉE FERRER
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS en
Ediciones Alta Voz,
Asunción-Paraguay 2005
Apoya esta edición:
Universidad Íberoamericana
Ilustración de tapa: “EL ERIZO”, acrílico sobre tela,
de
MARGARITA MORSELLI
Comentarios y Propuestas didácticas:
ESTHER GONZÁLEZ PALACIOS.


**/**
ÍNDICE
ACERCA DE ESCRIBIR CUENTOS
TARDE DE DOMINGO // LA EXPOSICIÓN // LA CURA // SAMBA // LA CASA DEL CUADRO // EL SUEÑO DE LA REINA DE SABA // LA VISITA // NILO // LA VENGANZA // Y.. ANDA POR AHÍ NOMÁS // HELENA // LA CONFESIÓN // EL OVILLO // SANTA // BIOPSIA // EL DELATOR // CRÓNICA DE UNA MUERTE // LA SENTENCIA // LA SECA // LA COLECCIÓN DE RELOJES
COMENTARIOS Y PROPUESTAS DIDÁCTICAS
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TARDE DE DOMINGO
** Era un hombre magro, de cabellos crespos y estatura regular; la chispa celeste de sus ojos denotaba 51 una inteligencia ágil, desperdiciada tras un escritorio impersonal durante toda una vida de oficinista; de escasas palabras pero de conversación agradable cuando le interesaba el tema, que generalmente recaía sobre la mecánica, la política o las elucubraciones religiosas. Una vida modesta en su casa ataviada de glorietas, el póquer con los amigos cada semana; la conducta correcta dentro de la rutina más honorable y el orgullo de tres hijos universitarios conformaban los rasgos sobresalientes de su existencia. No se le conocían devaneos amorosos, ni dificultades económicas excesivas, hasta que se le enfermó la mujer.
** Ahora sentía en el pecho un fuego insaciable, un desasosiego ininterrumpido que le roía las vísceras. Los días se repetían cruelmente en su memoria, y en ese deshacerse del tiempo vivido tropezaba invariablemente con sentimientos ambiguos, malsanos. No entendía muy bien por qué se le habían borrado de la mente los momentos amables, que de seguro tuvieron que presentarse alguna vez a lo largo de su vida. Los gestos humanitarios, que sin duda tuvo, no rozaban nunca su recuerdo. Su pensamiento recaía siempre en la congoja.
** La cabeza le dolía con tenacidad, y entre los alfilerazos que le acribillaban las sienes se colaba la resaca de antiguas mezquindades. Hacía tiempo que no hablaba con nadie, aunque solía observar caras amigas que, al tratar de alcanzar, parecían eludirlo. ¿O era él quien se alejaba? No lograba entender. En cambio, siempre zumbaban a su alrededor rostros que hubiera querido evitar; gente dudosa, de pensamientos turbios también. Que envidiaran sus glorietas, su escritorio pasado de moda, sus libros de contabilidad, le parecía un sarcasmo feroz. ¡Que lo envidiaran a él, que nunca sobresalió en nada! Eso le dolía. Cuando lo despidieron por un motivo que ya no recordaba, se encerró en el patio trasero de su casita a podar las enredaderas dentro del más estricto anonimato. Y así pasaron sus días hasta que se le enfermó la mujer.
** Era insoportable retornar cada día a la habitación donde estaba la enferma, desfallecida sobre la cama matrimonial; con los ojos abiertos y fijos y sin dirigirle la palabra para nada. Le angustia ese silencio donde rebota su conversación. Evidentemente sus palabras no le llegaban. Era como si estuviera sorda o hubiera perdido la razón. ¿Habría perdido la razón? No lo sabía. De cualquier manera, no parecía otra cosa que una planta desgajada por la enfermedad. Sus hijos tampoco notaban su presencia, solo se ocupaban de ella. Cuando se les acercaba, seguían conversando como si evitaran verlo o no existiera. La sospecha de que le hacían el vacío por algún motivo incierto le ahondaba el sufrimiento. Los seguía por toda la casa, un poco a la distancia, como temiendo algo. Necesita de afecto, de una palabra; necesita desesperadamente del contacto tibio, físico, concreto de la carne.
** De noche, cosa extraña, la oscuridad huía de sus ojos. No conseguía la penumbra suficiente para dormir y se quedaba desvelado horas enteras condenado a la claridad; esa claridad que lo cegó desde aquella tarde, perdida un poco entre tantos recuerdos. No podía abandonar ni siquiera un momento su oficio agobiante de testigo oculto: siempre en vigilia, siempre acechante, escuchándolo todo, distinguiendo casi el pensamiento de los demás. Una luz carente de alegría delineaba, sin embargo, con despiadada nitidez sus viejos defectos. Estaba cansado pero no podía dormir; hambriento, y le repugnaba la comida; el agua quemaba sus labios, aunque la sed le desorbitara los ojos. Era extraño verse retornar siempre a la misma habitación para encontrar siempre el mismo silencio. Nadie le hace caso; su mujer está ahí, enredada en su propia telaraña, con los ojos brumosos, vacíos de tan abiertos. Lo llamaba sí, de vez en cuando; y cuando acudía, se desbarrancaba hacia la inconciencia; al poco rato lo llamaba otra vez, con esa voz impersonal de los enfermos que ya se han olvidado de sí mismos. Él permanecía a su lado como un intruso, sin saber qué hacer. Al rato se alejaba evitando mirar el crucifijo sobre la cabecera de la enferma.
** Se sentía arder. Ese fuego le llegaba en oleaje sucesivo desde los huesos hasta la piel, como si una ponzoña ardiente se le hubiera instalado definitivamente en la carne. Todo le dolía, pero no encontraba los remedios en el botiquín: ni aspirinas, ni sedantes, ni aquellos paquetitos de hierbas trituradas que su mujer solía comprar de tanto en tanto. Nada encontraba en la casa desde que ella cayó enferma. La ausencia de sus cuidados le dolía en la piel. La buscaba, obstinadamente la buscaba en los rincones familiares, en el patio, sabiéndola sin embargo inmóvil en su cuarto.
** Algo se asoma al borde de su memoria sin lograr imponerse del todo: la sospecha de algo vergonzoso y ruin. Aquella tarde era domingo y le pesaba. Se alejó de la casa con esa brasa encendida que acostumbraba tener dentro de las órbitas. Le urgía el deseo de rezar y no podía; de entrar en una iglesia, arrodillarse, pedir perdón, pero algo amordazaba sus impulsos, como si las oraciones aprendidas en su tiempo de niño hubieran quedado sepultadas con su infancia. Cuando se hizo grande, dejó de creer en Dios, pero ahora quería encontrarlo y se perdía en los laberintos de su propia desesperación. Una puerta se cerraba con estrépito cada vez que lo buscaba, y en ese destierro permanente de la bondad divina se sentía insoportablemente desdeñado. Vagamente comprendió que era demasiado tarde, y se enredó en el miedo.
** Aquella tarde era domingo. Como una brizna en el aire caliente del verano, volvió a los mismos parajes, arrastrado por el viento desparejo de un siniestro deseo. Un deseo de volver. Aquella pradera casi azul, donde jugaban los niños, se veía tan distante a pesar de estar ahí, que tuvo la vaga sospecha de que le estaba vedada. Parecía una pesadilla de hermosura de la cual quedara al margen. Se sentía trastornado; llegó a pensar que era otro: un desconocido, un extraño, un doble.
** Como entonces, aquella tarde era domingo. Sobre el pasto la gente seguía sentada con indolencia demorando la partida, indiferente a su paso, ajena al desatino de su corazón. Con las camisas desprendidas, sus vestidos alegres, hombres y mujeres parecían una prolongación del atardecer, contentos y agradecidos por esas delicias simples que no cuestan nada. De pronto los odió. Le molestaba la frescura suelta de sus voces, el eco de la felicidad. El guardia comenzó a cerrar los portones avisando a la gente que eran las seis; en las jaulas los animales se echaban a descansar como si supieran que su tarea cotidiana estaba cumplida, y él, como un exiliado en domingo, hizo su última recorrida.
** Casi de noche salió del Jardín Botánico, bordeando lentamente sus linderos. Un impulso urgente lo arrastra a ese lugar a pesar del corcoveo de su voluntad, que se resiste inútilmente con repugnancia. Como una niebla lo envolvió el recuerdo de aquella otra tarde de domingo, agobiándolo con su densidad intolerable.
** Reconoció vagamente el paraje. Orilló los matorrales polvorientos, y en la vereda de arena se tropezó con las mismas piedras. Entre el deseo de llegar y el de estar lejos, la totalidad de su ser se desgarraba. Era por allí, por allí cerca, lo presentía, lo palpaba en el aire. Continuó. La noche se iba tragando poco a poco los últimos jirones de la tarde. Se le agudizó la desazón y creyó que no resistiría esa tortura por más tiempo.
** Clavado en la vereda se quedó de pronto: el pulso encabritado bajo la hinchazón de las venas, la boca más seca, más amarga. La emoción lo fue resquebrajando a medida que comprendía. Finalmente lo vio. En el lugar exacto del suceso el vecindario había levantado una pequeña capillita: una casita baja, rosada, insignificante como él. En el alero del techo se erguía una cruz de madera enlazada por el paño blanco, que la piedad de una beata había almidonado. Recobró por un instante a su madre planchando los manteles de la Iglesia de la Virgen del Rosario, allá lejos, en sus siete años. Adentro, resguardada por una puertecita de vidrio, ardía vacilante una vela de sebo. Un grito se le quedó en la garganta para avivarle el sufrimiento. Se dobló sobre sí mismo hasta tocar el suelo, y sollozando reconoció el lugar exacto donde meses atrás, una tarde de domingo, se había pegado un tiro.
**/**
EL DELATOR
** Lo que le voy a contar le servirá seguramente para enriquecer ese ensayo suyo sobre la indignidad del hombre, pero también puede ayudarle a meditar sobre cómo el destino, cuyos designios permanecen indescifrables a nuestro humano entendimiento, parece a veces responder a la ley de la causa y el efecto, aunque en estos intervenga, independientemente, el caprichoso azar.
** Yo tenía hace tiempo un campito en las afueras, adonde iba más por aliviar tensiones que de otra manera me hubieran puesto irremediablemente horizontal, que por motivos de trabajo. Mis idas recurrentes a la colonia me llevaron a un bar donde hice unos pocos amigos. Soy hombre de palabra escueta y me intimida entrar en confianza, pero la mirada incisiva y penetrante de Don Pantaleón, la parca discreción de su lengua, me ganaron enseguida. Usted no se imagina lo difícil que fue para mí el encuentro que tuve con él hace poco más de diez años.
** Cuando me senté a su lado aquella tarde candente aún de retardado sal, Don Pantaleón inclinó la cabeza sobre el vaso de caña en la mesa de un bar despoblado de conversación y de testigos. Se hundió en un mutismo extraño, fijos los ojos sobre una mancha azucarada, donde se hacinaban las moscas enturbiando el aire con sus giros zumbadores. La voz no le salía, aunque la presentí revolcándosele adentro, pugnando por liberar sin saber cómo su densa carga de congoja. A mí tampoco las cosas se me hacían fáciles, pues guardaba tras mi reserva un secreto nefasto. Ninguno habló durante largo rato, aunque un evidente deseo de confidencia nos tensaba a los dos.
** Al cabo me dijo que se sentía ruin, que no pudo evitarlo, ni entendía por qué lo había hecho. Desde su tono cavernoso me llegaban las palabras con una demorada pesadumbre, golpeando el laberinto oscurecido de mi mente, que también tenía su preocupación escondida. Cualquiera hubiera dicho que no lo escuchaba, o tal vez que lo hacía con demasiada atención. Le musité unas frases que se le pasaron inadvertidas. Creí que no me oyó cuando le anuncié que tenía algo que decirle, atormentado como estaba por aquella culpa atroz. Solo después comprendí que prefirió hablar primero.
** Las pausas se demoraban sobre los dispersos transeúntes que entraban en la noche inminente, cargada de aguaceros. La indecisión espesaba aquella vez el diálogo habitual de los domingos. La muchacha encargada de servir paseaba su aburrimiento con aire adormilado entre las mesas vacías, haciendo más patenté la quietud, y en el retazo de campo encuadrado en la ventana el tiempo goteaba ininterrumpidamente su carga de silencios.
** Como regresando de un sueño me miró. Tengo que contárselo a alguien, me repetía con angustiada insistencia. Y yo también, aunque me costase, debía decírselo. Mentalmente lo hacía cada vez que él vacilaba, pero el sonido de mi voz se apeaba a último momento de mis labios. Era como si sobre dos líneas paralelas jugase la confesión su contrapunto.
** Empezó recordando a un malevo, amigo suyo: el Trampero. Habían sido compañeros en el Chaco durante la conscripción, cuando la camaradería del cuartel entretejió su urdimbre de afectos y confianza. La vida los llevó después por caminos divergentes: Don Pantaleón era hombre de bien, establecido desde hacía muchos años en un paraje cercano; un campesino de ley, como él mismo se autocalificaba con orgullo; y el otro, un cuatrero de esos que hacen historia, a quien el temor o la secreta admiración de la gente envolvió con la aureola de intocable. En el mismo valle había robado la caballada de Don Miguel Rotela hacía unos meses; poco después se alzó con un centenar de novillos de Don Emeterio, matando al capataz; despobló retiros, asoló estancias, sin contar los parajes norteños, desde donde llegaba bordeando pulperías trasnochadas la sombra de sus hazañas. No había quien no hubiera puesto alguna cabeza a su servicio.
** El hombre dilataba la conversación evitando el meollo del asunto. El calor impregnó de vahos aguardentosos la voz que parecía complacerse en la tardanza del rodeo. Yo interiormente se lo agradecía porque de ese modo demoraba, aunque fuese un poco, la noticia que le tenía reservada. Me contó que días atrás, por una desgraciada casualidad, se enteró de que el Trampero tenía pensado robar La Agraciada. En rueda de truco se coló la incidencia, justo frente a él, que generalmente no jugaba y esa noche se había arrimado de puro hastío. Poseído por una malsana inquietud se cercioró de los detalles, indagó día, hora, lugar exacto del abigeato, e impulsado por una fuerza incomprensible, se lo contó todo al comisario.
** No puedo perdonármelo, me decía una y otra vez. El Trampero, además de ladrón, era su amigo. Aquel viejo vínculo pesaba ahora sobre su delación para ahondar remordimientos y recuerdos. Traté de justificarlo, aliviarle la quemazón de la conciencia con razones que yo mismo desmerecía. Tal vez fue su intención congraciarse con el Jefe Político, comprar la vigilancia de los conscriptos para su campo, o sentirse importante compartiendo un secreto con la autoridad. ¿Quién puede en realidad bucear con acierto en la confusa marea de los móviles inconscientes?
** Nada de eso me justifica, me respondió cortante, avergonzado, visiblemente arrepentido. Encerrado en el rancho se pasó el día, evitando el encuentro con la gente, hasta que no aguantó más y me buscó en el bar.
** En el techo se encendió un foco mortecino que alguna vieja batería ayudaba a parpadear. Su voz me llegaba como desde lejos. Del día y lugar estaba seguro, pero no de quiénes lo acompañarían esta vez. Los matones de siempre, seguramente, los que hacen el trabajo ingrato y se aprovechan de paso de cuanta mujercita encuentran desprevenida. A estas horas el robo estaría consumado; prefería no saberlo, esperanzado aún en cualquier imprevisto que torciera los planes.
** Fíjese, yo lo escuchaba cada vez más alarmado, con mi noticia amordazada todavía. Me aseguró que esa vileza no se le despegaría ya de la piel. Cuando concluyó, me escrutó desde sus ojos aguachados esperando a su vez mi confidencia.
** No sé cómo pude mantenerle la mirada hasta el final. Con reticencia se derramaron mis palabras. Empecé diciéndole que sabía lo del Trampero. El robo de La Agraciada se venía gestando desde hacía tiempo, y cada cual tenía su sospecha. El Trampero era un hombre que se regodeaba con el riesgo de ser descubierto y la certeza de que ninguna delación lo pondría en la cárcel. Quería robar a sabiendas de todo el mundo y salir indemne como era hábito en su trajinada vida de malevo impávido. El robo se produjo como estaba previsto, la noche antes. Se lo llevaron todo, salvo las ovejas y los chanchos. Algunos incautos del valle se plegaron, animados por jugosas promesas de reparto. Pero esta vez hubo tiroteo y hubo sangre. Ni un solo parpadeo le delataba el pensamiento. El Comisario estaba advertido y en el entrevero murieron dos. Tuve que decirle entonces que el más joven era su hijo.
** Aquella noche una lluvia torrencial esfumó los contornos de los montes arrastrando los restos de recientes incendios. Se empapó la paja de los techos, y en el rancho de Don Pantaleón la viga más alta gimió largamente bajo el peso de un balanceo siniestro.
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MARIO RUBÉN ÁLVAREZ - LAS VOCES DE LA MEMORIA. HISTORIAS DE CANCIONES POPULARES PARAGUAYAS - TOMO V

LAS VOCES DE LA MEMORIA
HISTORIAS DE CANCIONES
POPULARES PARAGUAYAS
TOMO V

Autor y ©: MARIO RUBÉN ÁLVAREZ
Edición del autor y Julián Navarro Vera
Tapa: FLOR DE MBURUKUJA, arte radiográfico,
Prof. Dr. OSCAR CODAS THOMPSON
Diseño de tapa: GOIRIZ
Editora Litocolor S.R.L.
Asunción-Paraguay 2005
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"Hetáma ohasa ro’y
nde yvýgui asẽhague
ha akóinte che rasy
che mandu’a nde rehe"
Gregorio Narváez Arce
(Villarrica che ciudad)

"Mi destino irremediable
oñecumplíta che rehe"
Emiliano R. Fernández
(Adiós che parajekue)

"Ajúnte rohechami mombyry asyetégui
heta rohechama’u nde che pueblomi"
Mauricio Cardozo Ocampo
(Che pueblo põrã)

"El tiempo hãtã oiko
ñane ãkã omyapati"
Enrique Torres
(Che vallemi/Che táva Ybytymí)
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EL FUEGO DE LA NOSTALGIA
** No hay pueblo, ciudad, barrio, puerto, estancia, compañía, estación o paraje de nuestro país que no tenga al menos un poeta y un músico -el arte de la palabra y de la composición, a veces, ancla en una misma persona-, que les cante desde el latido más íntimo de su corazón. Sintetizan los sentimientos de sus valleygua que adoptan como suyas sus obras porque los artistas poseen el don de expresar a la colectividad. Son las necesarias e imprescindibles voces de otras voces.
** Rastrear las huellas -nítidas o borrosas, no pocas veces un misterio a descubrir- de las canciones dedicadas a los pueblos abre las posibilidades de encontrarse con historias que, desde la distancia, parecen coincidir. Son temas recurrentes, como dijera Alcibíades González Delvalle en el prólogo del IV Tomo. Dan la impresión de que parten de las mismas matrices, con referencias cambiadas. No es, sin embargo, así: mirando y escuchando detenidamente, los que no están envueltos afectivamente con las creaciones pueden concluir que son únicas e irrepetibles. Y los expresados directa-mente tienen la certeza de que en el mundo no hay polca o guarania más excelsa que la dedicada a la geografía de sus amores. Por ser tan inmensa su intensidad hubo hasta quienes llegaron a adeudar alguna muerte porque alguien osó poner en tela de juicio la belleza de la canción dedicada a su tierra natal.
** La nostalgia nacida de la ausencia, sin duda, es el fuego que enciende lo que se va a convertir en una hoguera de recuerdos donde la memoria dicta el contenido. Los sitios añorados del entorno, la madre, la mujer amada, la cándida niñez y otros elementos conforman el itinerario de los versos. Son los que le dan una identidad inconfundible porque es imposible que haya coincidencia en lo que va modelando el verbo calcinado por el techaga'u.
** Se dirá que los oriundos de un lugar son los que celebran con mayor sapiencia al terruño que los miró correteando, felices, por sus aires. No siempre es así. Las palabras prestadas de los arribeños para cantar emociones ajenas, a menudo, guardan también la eficacia de conmover tanto como si el destinatario de su inspiración formase parte de ellos mismos. Baste traer a colación aquí el impresionante origen de Quyquyhó. El poeta Antonio Ortiz Mayans no conocía aquella población del Departamento de Paraguarí. Guiado, sin embargo, por el retrato que le pintó Sixto Cano, insufló vida a una de las más bellas páginas del cancionero popular paraguayo. Situaciones parecidas se encontrarán en este libro con más frecuencia de lo que uno se imagina.
** Este V tomo de LAS VOCES DE LA MEMORIA reúne un corpus mínimo del universo total de las canciones dedicadas a las comunidades. No pretende, desde luego, agotar la rica mina de la producción poético-musical cuya destinataria es la querencia de sus autores. Su intención es abrir un camino que con el tiempo este mismo indagador impenitente abriga la intención de seguir recorriendo. Otros aportarán lo suyo, continuarán la exploración y, acaso, completarán la ardua aunque apasionante tarea de rescatar la memoria oral en la perdurabilidad de la palabra escrita.
MARIO RUBÉN ÁLVAREZ - Potrero Yvate, casi primavera, 2005
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MI CIUDAD LEJANA
CON SABOR A TECHAGA'U
Letra: OSCAR MENDOZA
** Estando fuera del país, nada es tan poderosa como la nostalgia. No hay corazón de hierro que enfrente con éxito al techaga'u que carcome el alma, que devora los gestos y hasta convierte en lágrimas los frutos nacidos de la memoria.
** El universo de las creaciones de la música paraguaya está habitado por muchas obras que fueron dictadas por el fuego de la ausencia. Algunas veces, la destinataria es una mujer que aguarda el regreso. O que alguien imagina que aguarda el regreso. En otras ocasiones es la tierra, el valle del poeta o del músico el que convoca a ese sentimiento ineludible y permanente.
** MARTÍN LEGUIZAMÓN es un músico nacido en Capiatá el 29 de julio de 1930. Su padre, BUENAVENTURA LEGUIZAMÓN, era trombonista en la banda que dirigía en Capiatá el progenitor del músico y compositor CARLOS LARA BAREIRO. De modo que Martín tenía en su propia casa el modelo que iba a seguir.
** Su derrotero de artista es rico y frondoso. Su maestro, entre otros, fue ROGELIO CUBILLA. Ya hecho y derecho, fue cantante de la Jazz Novel de ALFREDO RIQUELME, con JONHY TORALES, REYNALDO MEZA y RICARDO ZAYAS. Recaló después en la Montecarlo Jazz, además de haber pasado por otras agrupaciones.
** Gracias a JULIÁN REJALA, Martín Leguizamón se mudó al mundo de la música de inspiración folklórica. Le había escuchado cantar “Panambi Vera” con la Típica Pampa en el Bar Ideal, del Teatro Municipal, regenteado por VICTORINO VILLALBA. En su conjunto, cantó con WILMA FERREIRA integrado, además, por Eulogio Ayala y el arpista ALBINO QUIÑÓNEZ. En 1954 y 1955 realizaron giras que abarcaron diversos puntos de Argentina y Brasil.
** La historia de Martín adquirió nuevos horizontes cuando en la película “El Trueno entre las hojas”, basada en el cuento del mismo nombre de AUGUSTO ROA BASTOS, interpretó dos canciones: “Extraña mujer”, de CIRILO R. ZAYAS y CHINITA DE NICOLA y “Mi dicha lejana”, de EMIGDIO AYALA BÁEZ.
** Ya como solista, de 1957 a 1976, vivió en Buenos Aires. De allí saltó a Europa donde permaneció hasta 1980, integrando el “Conjunto Los Coyas” que, desde París, actuaba por todo el viejo continente y el Medio Oriente. Luego retornó al Paraguay para radicarse definitivamente.
** En 1965, con su compañero OSCAR MENDOZA -cantante y compositor-, creó la guarania Mi ciudad lejana. "Estábamos en Buenos Aires. Habíamos compartido lo bueno y lo malo durante mucho tiempo. Un día de nostalgia pensamos que podíamos hacer juntos una canción para la añorada Asunción. Mezclamos nuestras vivencias porque Oscar había nacido en el Barrio Obrero. Vivió en 11 Proyectadas y Parapití, mientras que yo me crié en 11 Proyectadas y Alberdi. Estuve allí desde los cinco años. Simultáneamente, mientras a mí me iba surgiendo la melodía, él iba haciendo ya la letra. Así nació “MI CIUDAD LEJANA” dedicada a nuestra inolvidable Asunción", recuerda Martín Leguizamón.
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MI CIUDAD LEJANA
La noche silente con manto de bruma
ahoga mis sueños de volverte a ver
y en mis ansias locas, mi ciudad lejana,
evoco tus calles que alientan mi ser.
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Evoco la infancia de primeros pasos
por las callejuelas de Loma Clavel,
mi Barrio Obrero no podré olvidarte
y mil serenatas a ti cantaré.
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Volveré un día, mi ciudad lejana,
y al pie de tu reja brindarte mi voz,
esa voz doliente que tanto reclama
tus noches de luna, noches de Asunción.
.
Tu puerto Sajonia, barrio San Antonio,
los bellos jardines que vi florecer.
También la orilla, saludando al río,
está Chacarita, mi dicha de ayer.
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Romance de estrellas, Pinosâ florido,
esparce en la noche su son musical
y el alba despierta con las burreritas
de sufrida estirpe, madre sin igual.
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Letra: Oscar Mendoza
Música: Martín Leguizamón

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ADIÓS CHE PARAJEKUE / ¡SALUD CHE PARAJEKUE!
DOS CANTOS DE AMOR A PINASCO
** Al abandonar Puerto Pinasco -localidad del Alto Paraguay-, en 1926, EMILIANO R. FERNÁNDEZ escribe ADIÓS CHE PARAJE KUE. Se despedía de ese pueblo taninero al que promete llevar en su memoria. Ndahaséi ramo jepe / el destino che obliga dice en la primera estrofa, consciente de su sino de andariego impenitente.
** Allí el poeta es categórico: Agã ipaha rohecha. No explica por qué razón. En la estrofa siguiente, sin embargo, se apea de su decisión anterior y dice: Jepémo mombyryve / arekóne nderehe / mi amoroso pensamiento/ roheha jeývo algún tiempo.
** Más adelante vuelve a ser drástico: Mi destino irremediable / oñekumpli cherehe / upévare ipahaite / ãgã ndéve apurahéi.
** Los años van pasando y un joven cordillerano más identificado como misionero encuentra la otra punta del ovillo de esta historia que ya parecía concluida definitivamente. NÉSTOR DAMIÁN GIRETT -nacido el 12 de abril de 1948 en Loma Eíra, Pindoty, del distrito de Isla Puku, en el departamento de La Cordillera, vivió desde criatura de pecho en una colonia de San Juan Bautista, Misiones, llevado por sus padres- sería el que encontraría la otra cara de este Emiliano-re tan conocido.
**"A mí siempre me gustó Emiliano. Ya había musicalizado de él “Ahátare pende hegui”. Estaba ya con mi conjunto LOS MISIONEROS PARAGUAYOS después de actuar muchos años con el dúo Pérez-Peralta, de Eusebio Ayala. Un día, en 1974, MANOLO MEZA, integrante de la agrupación de QUEMIL YAMBAY, me contó que conocía a LUCAS MEZA, músico y compañero de farra de Emiliano, en cuyo poder habían obras inéditas de nuestro poeta" recuerda Girett.
** Hasta Itauguá Guazu -jurisdicción de Itauguá- llegan un día Girett y Meza. "Tenía en varios cuadernos muchas obras inéditas de Emiliano Lucas Meza. Me permitió copiar las que me gustaban. Estábamos ya por despedirnos cuando fue a revisar el fondo de un baúl y allí encontró un sobre con una carta y una letra de Emiliano", cuenta Néstor Damián.
** - Esta carta él me mandó de Puerto Casado. Con ella me vino la poesía de ¡Salud che paraje kue!. Me pedía que le pusiera música porque le gustaba mi estilo de componer. Dice claramente: "Para que lo haga uso del verso". Ahora yo te entrego Girett para que le pongas la música-, le pide Lucas Meza.
** Es de este modo cómo Néstor Damián Girett accede al poema en el que Emiliano de nuevo le escribe a Pinasco unos años después. Girett dice que ese regreso fue en 1940. Sin embargo, la versión recogida por RUDI TORGA en el segundo tomo de la ANTOLOGÍA POÉTICA de EMILIANO R. FERNÁNDEZ, basada en la revista “Ocara poty cue mi” hay otro año. Allí, claramente está 1932. Tuvo que ser entonces, en los primeros meses de este año que Emiliano "sube" al Alto Paraguay, antes del inicio de la guerra con Bolivia.
** ¿Por qué no se baja a Pinasco y sólo le escribe? es una pregunta razonable. Girett afirma haber encontrado el porqué de este hecho.
** "Estuve por Ceibo, en Punta Riel, Chaco por donde anduvo Emiliano. Allí le encontré a don Lais (LADISLAO) ROMERO, quien había sido compañero de Emiliano. Tiene 92 años. El me explicó que Emiliano había sido echado de Pinasco por hablar contra la empresa e incitar a la rebelión de los trabajadores. Oiko chugui ku sindicalista ton. Entonces, cuando unos años después regresa, la empresa taninera ya sabe que él está yendo. Le impiden descender allí por aquel antecedente. Por eso dice che ahamivéta yvatévo. Y sobre todo Ha che nde hegui aguîete / ne aña pore aipohanóvo. Esto explica por qué no pudo quedarse alli", relata Girett.
** Un hecho curioso de los poemas es que ambos -Che paraje kue y ¡Salud che paraje kue!- tienen idéntica estructura. El primero comienza en Llena el alma de suspiro. El segundo en Llena el alma de contento. La penúltima estrofa del primero menciona: Ne maltratõ yvytu. Y la penúltima del segundo expresa: La furibunda tormenta / ne rakã’o kokuehe. Aludía a un tornado reciente, ya presentido por él, que en 15 dramáticos minutos había matado a seis personas.
** Las cinco estrofas de las dos letras están ordenadas en décima diez versos de ocho sílabas, cuyas raíces hay que buscarlas en la poesía española. Esto revela cómo en la creación de Emiliano había una perfecta coherencia. A veces, como en este caso y en el de CHE POCHÝMA NENDIVE y NDACHEPOCHÝI NENDIVE, es posible cerrar círculo. ¿Cuántos habrán quedado sólo abiertos, perdiéndose el par que los completa?
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ADIÓS CHE PARAJEKUE
Llena el alma de suspiro
aseguíta che rape
adiós che vy’ahague,
adiós lugar preferido
oguahẽ el tiempo cumplido
rohejávo katuete
ndahaséi ramo jepe
el destino che obliga
ãgã ipaha rohecha
adiós che parajekue.
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Adiós che sombra kuemi
adiós soñado lugar
tal vez momento fatal
che separa ndehegui
pero durante avivi
jepémo mombyryve
arekóne nderehe
mi amoroso pensamiento
rohecha jeývo algún tiempo
adiós che parajekue.
.
Adiós sombra inolvidable
mi dicha, placer, mi gloria
rogueraháta en mi memoria
en mi mente invariable
mi destino irremediable
oñecumplita che rehe
upévare ipahaite
ãgã ndéve apurahéi
ikatúnte ndajuvéi
adiós che parajekue.
.
Ne maltratárõ yvytu
nde jopérõ kuarahy
oity ramo nde poty
ha upéi reju nde piru
upérõ che mborayhu
ocuidáne nderehe
orregáne nde rogue
reikovemive haguã
ñandénte ojupe guarã
adiós che parajekue.
.
Tal vez algún pasajero
upéi reju rehayhu
remoguãhẽne opytu'u
ne sómbrape ohasakuévo
calma feliz y sociego
pegozáne oñondive
ha che mombyry asyete
aime va'erã ndehegui
ne pore’ỹ asufri
adiós che parajekue.
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Letra: Emiliano R. Fernández
Música: Félix Pérez Cardozo.
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¡SALUD CHE PARAJEKUE!
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Puerto Pinasco, 1932
.
Llena el alma de contento
ambopyahu che rape
ha oipeju che rekove
las alas del nuevo aliento
oguahê jevy el tiempo
ama’êmívo nde rehe
are ndajuvéire
siquiera ko ahasakuévo
che ahamivéta yvatévo
¡Salud che parajekue!
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En mi inspirada mente
jepiguáichante reiko
ha ipoty che korasõ
ndeve guarã para siempre
ha che ãngãkuápe ndénte
reikógui ymaite guive
Pinasco nde ha'e
che rekove myatãha
ha upévare aju rohecha
¡Salud che parajekue!
.
Tú la eterna primavera
che purahéi rerekua
ka'aguy poty ryãkuã
po'ápe reñemondéva
tu pintoresca ribera
ijavegua’ỹva mamove
ãgã upevarehe che
aju ndéve apurahéi
yma ndorohechavéi
¡Salud che parajekue!
.
La furibunda tormenta
ne rakã’o akokuehe
che képe ahechava'ekue
oñekumpli al final de cuenta
esa ráfaga violenta
anítamo oúve
chéko arroga nderehe
porque che nde rayhuhára
taipoty katu nde ára
¡Salud che parajekue!
.
Tal vez otro forastero
nde yvyra guýpe opyrũ
chéicha avei nde rayhu
con un amor duradero
y el vespertino lucero
tohecha nde pyhare
ha che ndehegui aguĩete
ne añapore aipohanóvo
ha'eva'erã che ahávo
¡Salud che parajekue!
.
Letra: Emiliano R. Fernández
Música: Néstor Damián Girett
//
ÍNDICE
Prólogo de Mario Rubén Álvarez
· Ndéve guarã Santani / Pueblo del encantado Tapirãkuãi
Letra: Federico Molas / Música: Juan Galeano Morel
· Arroyo Tapirakuãi / Enbrujo de aguas cristalinas
Letra: Federico Insfrán Peralta / Música: Ceferino Castillo
· A mi pueblo San José / Tierra "con fragancia de azahar"
Letra: Hermas Cáceres Acuña / Música: Dario Benítez Ferrari
· Alto Paraguay / Canción a los puertos del norte
Letra: Pablo A. Turró Zayas / Música: Ireneo Ojeda Aquino
· Che Curuguaty / El amor de un arribeño
Letra: José del Carmen Caballero / Música: Vidal Cabañas Saldívar
· Che Pueblo Cecilio Báez / Una canción para la antigua Yvahái
Letra y música: Silverio Rojas Vargas
· Choré querido / Una tierra de tierno encanto
Letra: Pintos Palma / Música: Hugo Pastor Insfrán
· Mi ciudad lejana / Con sabor a techaga’u
Letra: Oscar Mendoza / Música: Martín Leguizamón
· Mombyryete che retãgui / Itinerario de la ausencia
Letra y música: Oscar Corrales
· Nuestro Ykua Bolaños / Un canto desde la leyenda
Letra: Juan Luciano Mareco / Música: Ángel Benítez
· Rumores de Asunción / Una hija de la nostalgia
Letra y música: Ramón Mendoza
· Adiós che parajekue - ¡Salud che parajekue! / Dos cantos de amor a Pinasco
Letra: Emiliano R. Fernández / Música: Félix Pérez Cardozo
Letra: Emiliano R. Fernández / Música: Néstor Damián Girett
· A San Joaquín / El homenaje de dos arribeños
Letra: Miguel Ángel Ramos / Música: Anselmo López
· Asunción /Como una novia perdida en la bruma
Letra y música: Federico Riera
· Che mandu'ávo Loma Clavel-re / Barrio con nombre de poesía
Letra: Antonio Escobar Cantero / Música: Antonio Ovelar
· Che pueblo Acahay /Un cañadon rodeado de arroyos
Letra y música: Alfonso Romero Adorno
· Che Tavapy / Tiempo recobrado en la distancia
Letra y música: Felipe Santiago Morel Vega
· A mi Roque González /Amor a un pueblo desde la ternura de una mujer
Letra: Juan Alfonso Ramírez / Música: Juan Alfonso Ramírez - Mimi Alfonso
· A mi Puerto Sastre / Del esplendor al silencio
Letra y música: Heriberto Ayala Gómez
· Che válle General Díaz /Anclado en aroma de azucenas
Letra y música: Ferminiano Ozuna Valenzuela
· Villarrica / El recuerdo de nombres amados
Letra: Gumercindo Ayala Aquino / Música: Aniceto Vera Ibarrola
· Coronel Martínez / Versos nacidos del fuego de la nostalgia
Letra: Juan Alfonso Ramírez / Música: Félix Pérez Cardozo
· De antes, Asunción / En clave de nostalgia
Letra y música: Luis Alberto Montiel
· Itapúa poty / Una ciudad "radiante como la luna"
Letra: Luis Acosta / Música: Juan Carlos Soria
· Quyquyhó / El poder de la nostalgia
Letra: Antonio Ortiz Mayans / Música: Francisco Alvarenga
· Canción para Villa Hayes / El homenaje de un chileno
Letra y música: Jackson Manosalva
· San Pedro del Norte / El fruto maduro de un viaje
Letra y música: José Magno Soler
· Villarrica che ciudad / Una añoranza incurable
Letra: Gregorio Narváez Arce / Música: Andrés Cuenca Saldívar
· Pueblo de San Cosme / Flor a orillas del Paraná
Letra y música: Lorenzo Álvarez
· A mi pueblito Escobar /"Con polvos de mil caminos"
Letra y música: Emigdio Ayala Báez
· Concepción ¡Salud! / Del Guairá, con amor
Letra y música: Diosnel Chase
· Te añoro Piribebuy / La voz de la nostalgia
Letra: Rodis Segovia / Música: Fausto González
· Alfonso Loma /Tras las huellas perdidas
Letra y música: Pedro Godoy Ortellado
· Mi Villarrica / El fruto de un amor
Letra: Susana De Ninnis / Música: Angel Benítez
· Laguna põrã / Un pedazo de cielo en el Amambay
Letra y música: José Magno Soler
· Mamorei / Lugar encantado y encantador
Composición de Baby Brítez Caballero
· Purahéi Mamoreí-pe / Para volar por encina del tiempo
Letra y música: José Magno Soler
· Concepción jerére / Retorno al itinerario de la dicha pasada
Letra: Emiliano R. Fernández / Música: Guillermo Jara
· Estación Pakukua / Melodía con aroma de luna y madrugada
Melodía: Juan Cancio Barreto
· Misiones che guataha / Los lugares de la dicha
Letra y música: Néstor Damián Girett
· Paraguarí che valle põrã / Con la voz del verano
Letra: Antonio Rojas / Música: Denis Rojas
· Pueblo Ybycuí(*), che pueblo põrã(**) / Nostalgia en dos tiempos
Letra(*): Osvaldo Sosa Cordero
Letra y música (**): Mauricio Cardozo Ocampo
· Puerto Casado / Un pueblo sin mañana
Letra y música: Luis Riveros
· Puerto Elsa / Isla de agua y polvo
Letra: Margarita Pildayn
Música: Saturnimo (Nino) Espínola
· Che vallemi (Che táva Ybytymi) / Rescate de la verdadera identidad de una obra
Letra: Enrique Torres / Música: Eladio Martínez
· Yaguarón del Paraguay / La gratitud de un confinado
Letra: José V. (Valentín) Rognoni / Música: Diosnel Chase
· Carapeguá / Desde la otra orilla del Paraná
Letra y música: Hermenegildo Amarilla
· Cordillerano ko che / Celebración de la guitarra
Letra y música: Abdón Peralta Burgos
· Vergel luqueño / Flores de un aromado jardín
Letra: Juan E. (Estanislao) Torres Ruiz Díaz / Música: Dionisio Valiente Ramírez
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MARIO HALLEY MORA - CUENTOS, MICROCUENTOS Y ANTICUENTOS / BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES (LIBRO DIGITAL 100%)


por MARIO HALLEY MORA
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial El Lector, 1987.
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PRÓLOGO
HALLEY MORA COMO NARRADOR

** Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el Premio La República en 1981.
** En esta nueva edición de sus cuentos y de sus microcuentos es dable encontrar bien marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un carácter muy bien definido.
** Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez, fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado juego que contribuye a dar mayor realce a la situación dentro de la cual se debate uno de los personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico.
** Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma.
** En lo que se refiere a la microcuentos, éstos constituyen una variante dentro del género narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y hábilmente insinuada por el autor. Estos microcuentos constituyen, en su mayor parte, breves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los microcuentos y los hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad.
** El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos. - José-Luis Appleyard
**/**
CUENTOS
PERRITO

** Sus grandes ojos dorados miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada tristeza. Perrito no comprendía, no podía comprender aquello.
** La rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y bueno. La jaula rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos perros juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera el aire viejo y amigo de la calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los árboles y más perros que llegaban en la jaula rodante, y otros que eran metidos a la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas puertas, cuando se abrían, dejaban escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa procesión de perros dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco.
** Definitivamente, Perrito no comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran tristeza. ¿Dónde estaría el «Amo Chico»? Los «Amos Grandes» podían haberlo olvidado, pero el «Amo Chico» no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios abiertos, pasto húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el «Amo Chico».
** ¿Dónde estaría el «Amo Chico»?...
** -Papá... ¡míralo! ¡Lo encontré en la calle!
** En los brazos del niño palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada contra su corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido.
** -¿Lo ves, papá...? ¡Es un perrito...! ¡Es mi perrito...!
** El niño esperaba, tembloroso de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad se apagaba y el miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como cuando se preparaba a hacer algo que él intuía desagradable.
** -No. No podemos tener un perro. La casa es pequeña.
** La pelotita blanca era suave y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. Él lo había encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que reclamara su perrito.
** -¡Papá...! -lloriqueó.
** -No.
** Nunca su padre había sido tan alto, tan invencible. Nunca el «no» tan rotundo. Venía rodando desde una montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su cuerpo toda la lágrima que cabía adentro.
** -¡Es inútil que llores, hijo! ¡Hay que ser hombre!
** Él no quería ser hombre. Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia sobre su pecho. La piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía y fluía.
** -¿Por qué llora el nene...?
** A través de las lágrimas vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una esperanza. La montaña ya no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco y un sonido como de agua que corre suavizando piedras.
** -Ha traído un sucio perrito de la calle y...
** -¿Un perrito? Déjame verlo...
** Tendió el animalito a su madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde estaba apretado el perrito, se enfriaba un sudor cálido.
** -Pero si es tan bonito... querido.
** -No.
** -No debemos lastimar al nene.
** -¡Ni siquiera es de raza!
** ¿Raza...? ¡Pero si era un perrito completo! ¿No bastaba eso?
** Un hocico rosado para husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío, mientras él se escondía en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que se agita en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo eso...?
** -Tómalo, querido. Anda al jardín y espera.
** La esperanza crecía. Cuando lo mandaban afuera para discutir algo, el regreso era para saber que mamá tenía razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él regresaba.
** Salió al jardín con el perrito, que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los brazos. La puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De adentro llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de la madre. El eco macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se sentó en el césped y miró su tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada. Trató de atraparla, pero no pudo. Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se unían, se volvían una sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que el sol fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua clara que fluía y roía la piedra redonda del «no» invencible, volviéndola pequeñita, inofensiva, pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo.
** A sus espaldas, la puerta se abrió. Se volvió, y vio a su padre que lo contemplaba desde el umbral.
** -Entra, hijo.
** Se levantó y se encaminó al encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos estaba la felicidad.
** Su padre le quitó el cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró arrugando la nariz.
** -¿Qué nombre le pondremos...?
** -¡Perrito!
** -¡Pues anda a bañar a Perrito! ¡Está asqueroso...!
** Perrito fue creciendo poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento proceso que se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendría.
** Pero Perrito se detuvo muy pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro regalón para toda la vida, un perro de juguete, que ladraba también de juguete.
** Y el niño se conformó. Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño, sí. Pero reventaba de vida y alegría.
** -¡Perritoooo! ¡Mírame...! ¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...!
** El caballito de palo giraba y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno galope circular...
** Y Perrito se volvía loco. Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos del caballito de palo, temeroso de que el «Amo Chico» se fuera lejos, más lejos que el pan con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El «Amo Chico» no debía irse, porque el «Amo Chico» era el mundo, la frazada tibia de su lecho, el agua fresca que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que envolvía su cuerpo deliciosamente helado.
** Pero el caballito de palo no se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su itinerario de rueda...
** -¡Amo Chico! ¡Amo Chico...!
** Hasta que el galope sin saltos se detenía, el «Amo Chico» se apeaba, y tendía sus brazos para que Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento [13] y gimiente contra el cuerpo del «Amo Chico» rescatado de aquel galope hasta más lejos del mundo querido por los dos.
** -¡A casa... Perrito...!
Las calles abrían sus bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa del mundo. Hasta la casa donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo, sintiendo que la brisa ponía en las orejas flotantes campanitas de rumores apagados.
** ¡Corre...! ¡Perrito...! ¡Eh... eso no se hace...!
** Perrito lo sabía. Pero no podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclado con jugos, con savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba, saludando a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su cuerpo, y quedaba en el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su paso, dejado allí para que otros perros testimoniaran el suyo.
** -¡Vamos, Perrito...!
** A seguir corriendo. Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El aliento hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la panadería, el regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la carnicería. Corriendo, siempre corriendo, hasta la casa, hasta el pan con manteca y el baño frío y la toalla suave.
** -¡Cuidado... Perrito...!
** Y había en la voz asustada del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante el peligro mientras el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito temblaba de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una catedral viva y terrorífica.
** Perrito y el niño quedaban quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de músculos, nervios y colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho de su examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre las patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder.
** Y otra vez a correr, lejos del perro aquel que después de todo era un buen perro, viendo los dos la sonrisa ancha del mundo, saltando en las aceras sobre la sucesión de sombra y sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente de los latidos de la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño.
** Hasta irrumpir en la casa, con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el calzado, aterrorizando la virginidad de pisos y alfombras, para cruzar hasta la cocina, santuario cálido donde el perfume vivo de los alimentos simulaba un incienso grato. El tintineo de la vajilla, leche, té, pan blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo pulido que va dejando una costra de manteca sobre las migas de nieve.
** La lengua golosa resbalaba sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajo los colmillos de juguete. El crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado, mientras la panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre los pelitos del hocico hasta el último resto de sabor travieso.
** Modorra. Paz. Allá en el patio, donde la piedra loza guardaba un poco de sol que se había ido, el sueño tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los gorriones, desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba de olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar.
** -¡Perrito...! ¡Perrito...!
** Pero él prefería dormir. Estaba cansado.
** -¡Perrito! ¡Perrito!
** Perrito dormía en el centro de un mundo grande y feliz.
** Aquel día, cuando el rayo de sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los buenos días a los dos, sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama ancha y blanda. Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en vano. La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El «Amo Grande» no fue al trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono, discutía en voz baja, y miraba arriba, donde el «Amo Chico» seguía durmiendo su sueño extraño de la noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo.
** Cerraron la puerta para Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días olvidados, con hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el «Ama Grande» y el «Amo Grande», en un juego extraño, se escondían una de otro para llorar.
** Después, el «Amo Chico» se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de flores, en aquellos automóviles negros. Los «Amos Grandes» volvieron pero el «Amo Chico» no. Los «Amos Grandes» traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la casa.
** Perrito no pudo soportar la presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a buscar al niño. Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de los caballitos de palo, donde descubrió el olor del «Amo Chico» pero no al chico. Perrito siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó el hombre de la cuerda.
** Perrito sintió que la gran tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por eso estaba triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los otros perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo quedaba él, y un perro [16] viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres enormes y uno de ellos se llevó a tirones al perro viejo. El otro miró a Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo contra su pecho ancho, con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo cajón del fondo.
** Perrito despertó. Ya no quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que fluía de las paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba mojada y fuentes de agua fresca.
** -¡Perrito...! ¡Aquí...!
** ¡El Amo Chico...! Perrito salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le humedeció toda la cara con su lengua cariñosa.
** Después, los dos, amo y perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde y grande, tan grande como el cielo.
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MUERTE ADMINISTRATIVA
** Estaba sumergido en un dolorido golfo de silencio. Pero la voz del médico se abría paso hasta mí, como un lejano susurro de olas, con la diferencia de que aquel sonido tenía para mí un sentido claro, que llenaba mi pasiva indiferencia de enfermo con una información redonda, total, en cuyo perímetro apenas se agitaban mis ganas de seguir viviendo. «El hombre está muy grave» decía el susurro de olas lejanas, pasando sobre las aburridas escolleras de mi mínima resistencia. Y seguían otros conceptos: «Infección», «contagioso» y «necesidad de aislamiento».
** Después en mi camilla sostenida por jadeos resignados, fui navegando a lo largo de un corredor triste como un río sin peces ni pájaros, con la vista clavada en un cambiante cielo de tejuelas y maderas, hasta desembocar en el portal amplio, donde una ambulancia me esperaba, toda blanca en su presunción tonta de figurar en el otro extremo del luto.
** El vehículo se puso en marcha. Y agradecí que no sonara la sirena, pues siempre pensé que en su ulular insolente había una vacía ostentación de la angustia del que sufre, o de la caridad asalariada del que la conduce. Miles de sonidos callejeros penetraban en ese submundo sin matices ni aristas en que yacía. Y nada me decían hasta que un sonido especial se abrió paso, distinto y renovador, como un salvavidas que cae al agua y finge una islita de esperanza en la irreversible soledad del mar. Era nada más que un grito de niño pregonando un diario. Todos los dolores del planeta bajo las sudadas axilas de un niño, y en su grito, la vida, la realidad de la lucha vibrando en los tímpanos del mundo. Me aferré al salvavidas y deseé vivir con tantas ganas que sentí que una lágrima se abría paso entre los pelos de mis barbas y caía en mis oídos.
** Llegamos al sitio destinado a los infecciosos graves, y cuando otra camilla me conducía hacia el edificio, pensé que era tan raro que aún allí fuesen tan verdes los árboles y tan puros los cantos de los gorriones. Después, un nuevo lecho, nueva enfermera, nuevos médicos, y yo tratando de darles ánimo, mostrándoles mis manos engarfiadas a la larga cuerda del salvavidas.
** El lecho que esa mañana abandoné para ser trasladado aún estaba caliente cuando fue ocupado por otro enfermo. Al pie de él, una enfermera había hecho un pulcro paquete con mis pocas pertenencias. Mi madre entró silenciosamente en la sala, con su cara vieja pintada de angustia, alzó el paquetito que olía a mí, y se lo llevó en sus brazos, con el mismo gesto con que me llevaba acunado cuando yo era bebé.
** -Creo haber dejado aquí las pertenencias del enfermo N.º 124 -decía la enfermera, que acababa de tomar el turno.
** -Acaba de llevárselas su madre -respondía otra y añadía-. Se fue llorando, la pobre.
** -¡Era tan joven el 124! -suspiraba la enfermera.
** En una polvorienta oficina de los fondos del Hospital existe un fichero metálico. Dentro de sus cajones que chirrían con aspereza de herrumbre al ser abiertos hay ordenadas fichas que guardan la historia de cada enfermo. Son, dentro del fichero, tres cajones superpuestos.
** En el medio, están las fichas de los que luchan por vivir. Si alguien muere, allí se anota el hecho, la ficha va a la junta semanal de médicos, donde «el caso» se discute y analiza, y la ficha vuelve... al cajón de abajo. Pero si uno sale curado, o por lo menos con capacidad de prolongarse un poco más, en la cartulina se anota «alta», es objeto de la consabida discusión en la junta semanal, presumiblemente en tono más alegre, y vuelve, pero al cajón de arriba. Nunca conocí síntesis más gráfica y más breve de la vida y de la muerte que ese bendito fichero de tres cajones.
** La joven enfermera que tanto se dolió de la mala suerte del enfermo 124, que era yo, y que del llanto de mi madre, de mi abandono de la cama y del rescate de mis pobres cosas, dedujo que durante su ausencia me había muerto, abrió el cajón del medio, buscó la ficha N.º 124 y estampó en la última columna: «Fallecido». Con un femenino suspiro de pena como último homenaje al 124, colocó la ficha en la carpeta marcada «Junta de médicos», cerró la gaveta y se fue.
** Mientras tanto, yo volvía a vivir. Al menos de tal milagro me di cuenta al despertar una mañana, y recibir en el alma como un torrente de agradecimiento, cuando sentí que el olor de café que venía de la cocina, y el dolor de mis nalgas acribilladas de inyecciones, y el cuadro de San Cristóbal cruzando un río con el Niño en brazos, tenía nuevamente significado y presencia. Vivir, después de todo, era hermoso, pero no por contraposición a la fealdad de la muerte, sino por sí mismo, por el acto de oler café, sentir la carne dolida y pensar que como San Cristóbal, aún tendremos oportunidad de vadear el río una vez por jornada, llevando en hombros nuestra esperanza, hasta depositarla en la otra orilla del día.
** Y no me amargaba ni aterrorizaba la experiencia pasada. Si aquel agradable golfo de silencio tocaba las playas de la muerte, resultaba que la imagen que de ella teníamos estereotipada era falsa. Estaba desprovista de horror y de angustia, y aunque no había alegría en ese navegar cansino hacia la playa arrebujada de sombras, había, empapando los últimos jirones de la conciencia, una suerte de complacencia, la misma que en escala mayor se siente al regresar de un viaje, y arribar a la estación donde nos espera el flaco incentivo de nuestra rutina cotidiana, tal vez lo más parecido al «misterio de la muerte» que pueda ofrecer la vida.
** Siempre he mirado a los médicos con absoluto respeto. Desde niño los vi con el aire sabio de hermanos menores de un Dios que, si es capaz de darnos la vida, se ha cuidado de otorgar a los médicos el poder de devolvérnosla cuando amenaza acabarse. Por eso, agradecí con lánguida sumisión de enfermo la buena nueva que me dio mi médico, cuando me declaró fuera de infección y listo para seguir el tratamiento de recuperación en el Hospital de donde me habían traído. Me ayudó a dar mis primeros pasos hasta el automóvil de alquiler que me esperaba, y Dios sabe la vergüenza que tuve cuando me di cuenta que lo único que podía darle en cambio de mi vida era un apretón de manos. Pero él al menos parecía satisfecho.
** Durante el viaje al Hospital no me sentía tan débil, pero mi madre estaba a mi lado, jugando silenciosa su papel de heroína callada. Adivinaba su euforia de vencedora, que hasta teñía de un inesperado tono rosa sus mejillas y su frente. Entonces, recliné mi cabeza en el hueco de su hombro. Mas repito, no me sentía débil, pero deseé hacer total su sensación de victoria, y según creo, ninguna medalla enorgullece más a una mamá vieja que la cabeza del hijo posada en su pecho, regresado aquél del peligro, en viaje tan jubiloso y alado, que se arrastraba a sí mismo a través de los años, y desembarcaba en una niñez refugiada hasta siempre en el regazo materno.
** Llegamos al Hospital, descendí del automóvil y ayudado por mi madre me apersoné en la administración, para solicitar de nuevo mi ingreso. Expliqué al ceñudo funcionario, ayudado por rítmicos y grandes gestos de asentimiento de mi madre, que yo era el enfermo de la cama 124, que había sido trasladado a Infecciosos, y que volvía para seguir mi tratamiento. El funcionario, que se daba mucha importancia a sí mismo, partiendo de la premisa de que en cierto modo tenía poder de vida y muerte sobre las esperanzas de los enfermos, consultó un libro, me miró, volvió a consultar el libro mientras mi madre contenía la respiración y me dijo tranquilamente:
** -Usted no puede volver a ocupar la cama 124.
** -Entonces, deme otra -pedí.
** -Imposible, usted no puede ocupar ninguna cama.
** -¡Pero usted ve que estoy vivo! -protesté.
** -Bueno, eso es indudable -concedió graciosamente-, pero administrativamente usted está muerto. Y de acuerdo al reglamento, no puedo enviarle a usted a una cama, sino al Depósito, para la correspondiente autopsia.
** -Me niego a ir al Depósito -afirmé enfáticamente-. Necesito una cama, y si sus papeles dicen que estoy muerto, sostienen un error.
** -Es posible... -me dijo.
** -Entonces, corríjalo -supliqué.
** -¡No es de mi competencia! -exclamó con aire ofendido-. El error, si lo hay, proviene de otro Departamento, forma parte de un expediente completo, y yo no tengo atribuciones para enmendar errores de otras dependencias, ni usted tiene derecho a exigirme que me extralimite en mis funciones -golpeó la carpeta con la palma de las manos-. Si aquí dice que usted está muerto, es que está muerto...
** -¡Pero si estoy vivo! -repetí-. ¡Míreme, respiro, hablo!
** -Sí, sí, lo veo...
** -¡Entonces, reabra la carpeta y deme una cama!
** -Imposible -sentenció-. Por dos razones: primera, no me está permitido reabrir carpetas ya cerradas. Segunda: ¿Qué providencia voy a poner...? «Certifico que el fallecido enfermo N.º 124 se ha presentado reclamando una cama, y en abono de su solicitud respira y habla». Sería una negación de todo el expediente, joven, y un expediente es cosa respetable. Mire -lo abrió ante la respetuosa mirada de mi madre-. Está lleno de firmas y de sellos. Además, la última providencia dice: «Archívese»... y eso significa... eso, ¡archívese!
** Comprendí que era inútil discutir, y me marché apoyado como siempre en el brazo de mi madre, que había perdido su rubor de victoria. Ya en la calle, tuve una súbita inspiración.
** -Volvamos -le dije a mi madre, y regresamos a la oficina.
** -¿Otra vez usted? -me dijo el Administrador.
** -No -respondí-. Yo ya no soy yo, sino otro. El enfermo 124 realmente ya murió.
** -Ya sabía yo, los papeles no se equivocan -afirmó complacido.
** -Está bien, pero estoy enfermo y necesito una cama -solicité.
** -Perfecto -contestó-, pero sigamos el trámite de rutina, llene esta ficha.
** Llené la ficha, mientras él empezaba a borronear una virginal carpeta nueva.
** -Y ahora vaya y entréguela a la enfermera de la Sala 6 -me ordenó.
** Fui y le entregué la ficha y la carpeta a la enfermera de la Sala 6, que me hizo esperar media hora, después volvió y me dijo:
** -Pase, el doctor Fernández le va a inspeccionar.
** Expliqué al doctor Fernández lo de mi muerte. La cosa se aclaró, la sentimental y apresurada enfermera que me mató administrativamente fue objeto de una reprimenda y fui conducido de nuevo a la bendita cama N.º 124, que, a Dios gracias, estaba libre.
** Y ahora, sí me recupero de veras. Todo es alegría a mi alrededor, la cara de mi madre, las manzanas que me envían mis amigos. Todo menos la rencorosa mirada que me dirige el Administrador, cuando va al baño y pasa frente a mi puerta. Por mi culpa ha tenido que reabrir un expediente que ya tenía al final un sacrosanto «Archívese». No me perdona el haber puesto una piedrecita en la aceitada máquina de su adorada rutina administrativa. Paciencia.


**/**
MICROCUENTOS
Genealogía
** Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra. Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro, los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz, inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.
Fúnebre
** Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.
Comienzo
** De pronto cayó en la cuenta de que era inteligente. Hizo de la caverna un hogar. Fabricó herramientas, aprendió a encender y conservar el fuego e inventó las armas. Se sintió orgullosamente superior a toda criatura viviente sobre la faz de la tierra, y necesitó una medida de su propia importancia. Entonces, creó a Dios a su imagen y semejanza.
Mestizaje
El conquistador español tomó para sí a una joven india y tuvieron un hijo. Otros conquistadores lo imitaron y hubo muchos españoles con muchas mujeres indias. El mestizaje perfecto, con el varón de una estirpe y la mujer de otra. La dama española veía pasar al indio gallardo, desnudo y elástico, y suspiraba. Lo demasiado perfecto, deja de serlo.
En el origen
** El fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura. Entonces, en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una piedra y romper la envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera la primera herramienta: el martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo halló y al repetir la operación se aplastó el dedo. Entonces, inventó la primera palabrota.

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ANTICUENTOS

Del miedo
** Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir, porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia -de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento el agradable frío del metal...
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De la furia
** Siempre que quería decir algo estallaba un infernal ruido de cadenas, y mi voz quedaba ahogada, y las palabras y las ideas se hundían en un mar de hierro sonoro, denso como cieno, que gorgoteaba con júbilo grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase. Quería gritar más fuerte que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de marejada, capaz de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba parado, ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva de rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impelía a pelearle a aquella mudez impuesta. Entonces me ponía a correr como loco a lo largo de los médanos de mi soledad buscando al enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la arena que se deslizaba entre mis dedos con un ruidito que parecía la contenida risa maligna del mundo. Y todo seguía igual, durante horas y horas, con mi cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde bullía el torneo entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba contra el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la desesperada ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así hasta que el Capitán muera, o se canse. No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En el que nos persigue hay algo tristemente heroico, pero en el que nos acecha, algo de deliberada maldad de zarpa, el salto inesperado, la risa cortada en el gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo dicho, avisármelo. Uno no tiene la culpa de haber nacido con un millón de ideas vírgenes en las células, ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como testículos del alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o por lo menos de nuestra supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán, recio como un tronco reseco y duro que nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso de eso, con un orgullo que integra la frialdad de su mirada disciplinada y fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar.
** Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije, uno tiene su orgullo, y amor propio que substituye al coraje, y una conciencia vaga que parece agarrada al espinazo y nos induce a pensar y a creer que uno está -aquí- para algo más importante que correr sobre los médanos calientes y arañar la arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar al ruido, salía a desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto, incapaz de someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del pugilista que pega puñetazos a su sombra.
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Edición digital: Alicante :
Prólogo - Halley Mora como narrador
  • Perrito // Muerte administrativa // La libreta de almacén // El Luisón // La cita // La trampa // Cinta grabada // El arribeño // Castración // La cajita de música // Cosme Mendoza // Niceto González // Calaíto Sosa // Rosalía // El licenciado // Recuerdo de Reyes // El perro // El entierro // El maniquí // El Ángel de la Guarda // Papá y mamá // El fantasma

Microcuentos

  • Genealogía // Fúnebre // Comienzo // Mestizaje // En el origen // Dentro de 20 años // La diferencia // El vencedor // La pandorga // El patito feo // Círculo vicioso // El círculo // Policial // Secreto // El hijo // Mujer... // Tragedia // El jardinero // Defensa // Sexo y H. P. // Amor y celos // Locuras // ¿Vivir...? // Ministro // 50 años // Diferencia // Castigo // Historia // Frustración // La vida continúa // Suceso // Encuentro // Extremos // Hombre feliz // El fin del mundo // El río // 49 años // Nicanor // Lo grotesco // El puente // Los dos diarios

Anticuentos

  • Del miedo // De la furia // Del fuego.

NÉSTOR ROMERO VALDOVINOS - TARDES ASUNCENAS (UNA INESPERADA MUSA) / Fuente: LAS VOCES DE LA MEMORIA - TOMO IV Autor y ©: MARIO RUBÉN ÁLVAREZ


TARDES ASUNCENAS
UNA INESPERADA MUSA
Letra: NÉSTOR ROMERO VALDOVINOS
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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Quien adoptó -por esos azares de la vida del que abrazó por oficio la palabra-, la costumbre de relatar historias de canciones a veces se encuentra en una encrucijada. Los caminos que descubre en su indagación lo enfrentan a dos opciones: callar o contar lo que escuchó, aun a riesgo de decepcionar a sus lectores.
Este escribiente confiesa que algunas veces retuvo durante mucho tiempo el relato del origen de algunas composiciones. Sin embargo, invariablemente, terminó publicándolos porque el asumido compromiso es ofrecer una versión de cómo pudieron haber ocurrido los hechos. Que los mismos tengan un atractivo que atrape a la gente o no estén rodeados de esa aureola mágica que se espera es, en ese sentido, secundario.
Tardes asuncenas, guarania del periodista, dramaturgo y poeta NÉSTOR ROMERO VALDOVINOS y el músico y compositor TEÓFILO NOGUERA, es una de esas historias que pueden conducir al desencanto. Al escuchar sus bien tramados versos y disfrutar su melodía hecha a imagen y semejanza de la obra, uno se imagina al autor que desde la distancia -el exilio en este caso, referido ya al escritor que se vio obligado a salir del país tras la guerra fratricida de 1947-, recuerda a su amada en el atardecer de una calle asuncena. Lo que continúa en la pesquisa es conocer más detalles: el nombre de la novia (porque en el último verso usa esa palabra), la dirección a la que se refiere y acaso el desenlace del romance.
Hurgando en este universo de las canciones y sus letras, una realidad es clara, sin embargo: las historias responden a la realidad del autor o los autores en un momento concreto y el público -más allá de las circunstancias que motivaron las composiciones- le da sus propias alas para volar. Esto es, en definitivas, inherente a toda verdadera obra de arte.
Lo que se relata aquí viene de la pluma de TADEO ZARRATEA DÁVALOS, un yuteño lúcido y alerta ante las diversas expresiones de nuestra cultura popular.
“`No averigües el origen de las canciones porque te vas a desilusionar' me dijo una vez el poeta NÉSTOR ROMERO VALDOVINOS. Fue en la casa de RUDI TORGA, recuerdo, a unas cuadras de la calle Choferes del Chaco (...). Estábamos conversando animadamente cuando llegó el poeta y yo me dije: 'esta es mi oportunidad', porque hacía tiempo que deseaba saber el origen de mi canción favorita: TARDES ASUNCENAS de su coautoría con TEÓFILO NOGUERA por lo que apenas terminados los saludos del visitante ya le formulé el pedido", cuenta Zarratea.
Fue en ese momento que ROMERO VALDOVINOS le advirtió acerca del desengaño que le podría ocasionar el saber cómo nacieron algunas composiciones. Aunque Zarratea no lo dice, es obvio que estaba dispuesto a lo que viniera. Por eso es que reprodujo lo que le relató Néstor. "Llegaba yo a Buenos Aires después pie la guerra civil del '47 y en una reunión se me acerca un desterrado ya antiguo, TEÓFILO NOGUERA y me dice: 'Cómo quisiera hacerte escuchar una melodía que acabo de crear en recordación del Paraguay porque quiero que le escribas la letra. ¿No te irías a mi casa en alguna ocasión?'. 'Por qué no', le dije. '¿Cuándo podrá ser?'. 'Cuando quieras'. 'Este domingo'. 'Cómo no. Allí estaré'. 'Qué alegría me das ... qué querés comer?'. Pensé un instante y le dije ipokue locro. 'Eso vamos a comer', dijo".
Ambos cumplieron su promesa el siguiente fin de semana. "Al terminar la comida nos quedamos dormidos, yo en una perezosa. Alrededor de las cinco viene Noguera con su instrumento y me dice 'ahendukase niko ndéve la che melodía' y se sienta a ejecutar. Al rato le dije 'ya la tengo, ya está; dejame que le dé forma la próxima semana' y me despedí. Estaba con un tremendo dolor de cabeza por efecto del vino tinto con hielo. Sin embargo, llevé en mente la melodía. Era una auténtica melodía de añoranza al Paraguay. Pero como para mí 'el Paraguay' era solo Asunción, mi ciudad, casi la única que conocía, me trajo recuerdos de ella. Entonces, para no apartarme del tema, le doy un título provisorio: TARDES ASUNCENAS. Cuando esto le quise explicar a Noguera semanas después, él dijo: 'no hace falta, no tengo objeción alguna', es perfecta, ensayemos. Allí nos pusimos a ajustar la letra a la música y cobró vida tu canción favorita. Fue estrenada días después por el propio autor con su conjunto. Como ves el origen de esta canción no es nada poético", recuerda Zarratea que le dijo NÉSTOR ROMERO VALDOVIMOS. Tuvo que haber sido en la década de 1970.
"Como toda obra de arte, fue creada artesanalmente, echando mano a los recuerdos, aprovechando el estado de añoranza, el techaga'u en circunstancias difíciles para sus autores. El artista crea muchas veces en situaciones penosas. Por eso es más importante tomar la obra en sí y rescatar lo que esa obra le comunica a uno, independientemente de su origen e incluso de la intención del autor. La verdadera obra de arte es aquella que incita al consumidor a recrearla en su mente para deleite de sus sentimientos y emociones. Es allí donde cumple su misión", le dijo también el poeta.
Tadeo persistió en sus preguntas. Y quiso saber algo "de la musa inspiradora (...) aquella novia que te esperaba con la flor de resedá en su negra cabellera".
-Ah ... no. ésa no es mi novia; es mi madre. Ella es la que acostumbraba llevar la flor de resedá-, respondió Néstor Romero Valdovinos entonces.
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TARDES ASUNCENAS
Evoco en la distancia tu luz de atardeceres
el mágico silencio que tanto idolatré
la sombra de tus calles vistiendo mis amores
allí junto a la amada que nunca olvidaré.

Yo no sé si aún estará esa esquina de mi barrio
donde antaño yo aguardara a la dueña de mi amor
bella estampa del recuerdo perfumada de jazmines
y encendida por el beso que al marchar le daba el sol.

Las nubes de ese cielo tal vez ya se han marchado
cansadas de no hallarnos muy juntos como ayer
y acaso si la brisa las trae aquí en mi cielo
me cuenten que no ha muerto en tu alma ese querer.

Te imagino en la distancia aguardando mi llegada
y en tu negra cabellera una flor de resedá
bellas tardes asuncenas: yo presiento que han de oírme
y en un cofre de silencio a mi novia guardarán.
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Letra: Néstor Romero Valdovinos
Música: Teófilo Noguera
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Fuente: LAS VOCES DE LA MEMORIA - TOMO IV
HISTORIAS DE CANCIONES
POPULARES PARAGUAYAS
Autor y ©:
MARIO RUBÉN ÁLVAREZ
Edición del autor y Julián Navarro Vera
Dibujo y diseño de tapa:
Nicodemus Espinoza - NICO
Editora Litocolor S.R.L.
Asunción-Paraguay 2009
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Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.