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jueves, 4 de marzo de 2010

MARÍA MAGDALENA MARÍA por LITA PÉREZ CÁCERES / Edición digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

MARÍA MAGDALENA MARÍA
Autora: LITA PÉREZ CÁCERES
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Intercontinental Editora, 1997.


Prólogo
* Para leer un libro necesitamos ciertas razones, a veces arbitrarias. Alguien puede aconsejarnos que lo hagamos, u obligarnos. Podemos entusiasmarnos con las diez primeras líneas, o seguir leyendo penosamente, motivados por un oscuro sentimiento de deber.
* Sin embargo, para leer este libro de Lita Pérez Cáceres sólo hace falta empezar. Ella es una comunicadora infatigable que conoce muy bien y usa, siempre versátil y fresca, los lenguajes de la radio, de la literatura, de la televisión, de las publicaciones del mundo actual. Sólo le falta ser guionista de cine y actriz, y manifestarse estéticamente en estos géneros que tanto ha frecuentado como espectadora, sobre todo en Buenos Aires, ciudad que la vio crecer y hasta hoy anima muchos aspectos de la estructura de su personalidad.
* En plena producción, Lita Pérez Cáceres está floreciendo con tonalidades extrañas en su creación literaria. ¿Escritora costumbrista? ¿Humorista? ¿Atrevidamente intimista, como balanceándose infinitamente entre su rostro y la máscara adoptada?
* La palabra de esta brillante mujer es como una linterna que busca en las descripciones, en las evocaciones y giros narrativos, al mismo tiempo, lo más dulce y más amargo, las grandes paradojas del destino humano y animal, inmersa sin retaceos en la naturaleza de nuestra cultura contemporánea. Ella sabe contar anécdotas, hechos, historias, situaciones, con asombrosa practicidad y con ironía apoyada en ricos giros verbales.
* Su universo literario es amplio. En él caben la niñez y la muerte, la represión y la rosa, el pan y los infiernos. Sabe convertir en espectáculo lo más simple y trivial, pero con una hondura tan peculiar, que logra volver a vivir y hacernos vivir insólitos sucesos, desde muy por detrás de los conceptos.
* Es como si ella sintonizara lo que sucedió, lo que sucede, lo que está en el aire, en el ir y venir de esta civilización, para convertirse en eco de una sensibilidad colectiva, en la réplica mordaz, y a veces como espejo empañado de un tenue lirismo.
Sus ficciones tienen valor literario y periodístico. Lita Pérez Cáceres ha sabido unificar los mejores elementos de la crónica como técnica moderna de comunicación, saltando olímpicamente sobre las murallas de los géneros.
Sólo hay que entrar sin prisa en estas páginas, en letras y palabras que pueden, repentinamente, ser dibujos de cariñosos fantasmas y caserones tristes, de amantes que postergan su cita para la eternidad, de enfermos internados y encerrados en hospitales-cárceles de los que salen a ratos flotando sobre un vehículo especial, ultrafuturista, llamado espíritu.
Éste es un pueblo con personajes tontos y geniales, cuerdos y locos, en el reino de la fantasía que linda, casi sin fronteras, con un país real en el que Lita Pérez Cáceres despliega sus armas y sus pócimas para salir a la calle, a buscar su pan y el más alto sentido de la libertad creadora.
Nila López

La gran celda

** María Martha trataba infructuosamente de abrir el candado. Su padre, con mirada desaprobadora, continuaba:
-Es un disparate gastar el dinero en una casa en ruinas. No entiendo por qué lo has hecho. Y sin consultarme. ¡Si es una tapera! Me habían avisado tus hermanos, pero no les creí. Francamente hija, no te reconozco. Vivimos tan bien los tres, tu madre va a enfermarse si nos dejás.
-Hagan de cuenta que me caso.
-Martha, estoy hablando en serio. Ojalá te casaras. Se te borrarían esas ideas locas. Pero dudo que a estas alturas consigas marido... Además, sos muy seria, casi beata, y ahora los hombres buscan mujeres más audaces, más modernas.
-No me dirás que comprar esta casa para vivir sola es una idea de beata.
-No. Dios me libre, de loca y de aturdida, sí. ¿Ya consultaste con el padre Damián?
-No, y no pienso hacerlo, y por favor dejá de hablar, que me ponés nerviosa.
Se dio por vencida, sacó la llave e invitó a su padre a entrar por un lugar en donde el alambrado estaba roto. Tenía un vestido blanco, vaporoso, que él nunca había visto. Casi se le rompió al pasar por entre los alambres y se le llenó de abrojos al cruzar el tupido matorral que cubría el sendero que conducía a la casa. Éste era un recuerdo lastimoso de lo que había sido y apenas conservaba intactos los ladrillos de las dos hileras centrales. A los costados, las malezas ganaban terreno y pregonaban la interminable victoria de la naturaleza sobre los hombres.
Al pisar la galería del frente, María Martha declaró: «Es inútil papá, yo, María Martha Rolón, de 46 años de edad, soltera y sin compromiso, estoy inmensamente feliz con la compra de esta casa. Me mudaré cuando esté habitable y viviré aquí hasta que muera». Don Enrique no sólo estaba furioso sino atónito. Su única hija mujer parecía otra. Desde que heredó la fortuna de la tía, no podía manejarla, se le escurría de las manos. No obstante, creyó oportuno seguir argumentando: «Estás completamente loca, tu tía te dejó su dinero porque sos soltera y quiso ayudarte a vivir mejor. Con nosotros no te falta nada y lo hubieras invertido en la financiera de tu hermano en vez de tirarlo en esta basura. Todavía, si estuviera ubicada en la calle principal, sería pasable, pero aquí, en este lugar perdido de Areguá, es tonto gastar en ella».
María Martha no contestaba, estaba muy atenta con lo que le pasaba con sus llaves. Entraban en las cerraduras, daban vueltas chirriando, pero no lograban abrir las puertas. Ninguna de las dos de frente. Quizás estuviesen cerradas por dentro con trancas, pensó. Trataría de entrar por una de las puertas de atrás.
-Vamos por la otra galería papá. Por acá es imposible.
El padre trató de ser más conciliatorio:
-Marthita, no seas caprichosa, nunca lo fuiste. ¿Cómo se te ocurre venir a vivir aquí? La casa está horrible y, aunque la arreglaras, ¿qué harías? Todas tus amistades están en Asunción. Tu madre no puede moverse sin tu compañía. ¿Qué clase de sociedad vas a encontrar en este pueblito? ¿Con quién vas a hablar? Véndela hijita, hacé caso a tu padre que quiere lo mejor para vos.
-Por favor, papá, está decidido. El arquitecto me aseguró que la estructura principal es fuerte y no está dañada. Sólo falta cambiar algunas tejas, revocar, hacer un baño nuevo, pintarla..., lustrarla, si querés. Son meros detalles. Yo la estoy viendo resplandeciente ya, llena de vida, de luz.
-Nunca supuse que fueras tan imaginativa. Aquí necesitás, por lo menos 10 millones de guaraníes para comenzar. Pero, ¿por qué? ¿Cómo una chica decente va a vivir sola? ¿Qué van a decir nuestros amigos?
Su hija ya no escuchaba, el fenómeno de las llaves volvió a repetirse en las tres puertas traseras, feamente mutiladas, sin vidrios y con postigos carcomidos por soles y lluvias implacables.
La terraza estaba sombreada por los mangos que se alzaban a su lado y cuyas raíces amenazaban levantar la casa para llevarla hasta el infinito.
-Y ahora, ¿se puede saber qué pasa? Estoy seguro que los cuidadores te dieron cualquier llave y no las verdaderas. Se fueron muy resentidos.
-No importa papá; total, si no te gusta por fuera, no vale la pena entrar, no creo que seas capaz de echarle una miradita por dentro a las cosas, y, sobre todo, a las personas.
Don Enrique se fue sin despedirse. Estaba furioso. Le hubiera venido muy bien el dinero de la herencia, porque Gigí tenía caprichos más costosos cada día.
La mujer quedó sola, sentada en la balaustrada. Parecía una muchacha, había cambiado mucho exteriormente. Las líneas de amargura, que solían bajar a los costados de su boca habían desaparecido. Su cabello suelto se distribuía graciosamente alrededor de su cara.
El vestido ocultaba su austera delgadez y la envolvía amorosamente. Soñaba. Sus ojos miraban el montecito de fondo. Un cuarto en ruinas se ocultaba allí. Aún no sabía qué hacer con él. Parecía una celda, tenía un ventanuco con rejas de hierro y un pesado portón que se cerraba por fuera. Estaba lleno de suciedad y las gallinas eran allí dueñas y señoras.
María Martha sentía pena por sus padres. Doña Laureana y don Enrique vivían para las apariencias. Por eso es que había podido engañarlos durante tanto tiempo. Su aspecto apacible, su trato dulce y su docilidad los convencieron de que era una hija modelo. Quizás un poco mediocre, pero esa era una ventaja y no un inconveniente. Sus años junto a ellos fueron un interminable actuar.
Ahora era ella misma. En esta casa cometería todas las locuras posibles, se dedicaría a pintar, a recitar, a patinar, a tener un amante joven, a practicar nudismo. El mundo de las habladurías y convencionalismos sería desterrado para siempre de su entorno. Sería libre.
Creyó escuchar unos pasos sigilosos y se acercó a la puerta. Sí, eran pasos y voces apenas susurradas. Miró por el gran agujero de la llave y vislumbró el resplandor de una vela. Golpeó y golpeó hasta que le abrieron. La habitación era inmensa, y aun así parecía chica. Llena de seres oscuros, hambrientos y semidesnudos. La miraban con odio y con miedo. El lugar apestaba con el olor del terror, de la represión... Era inaguantable. No podía hablar, los reconoció como a viejos enemigos y se sintió indefensa. Comenzó a retroceder, pero ellos la rodearon y se acercaron cada vez más.
Qué extraño era todo, no decían palabra y, sin embargo, ella los oía hablar con las voces de su padre, de su madre, de su confesor. Voces conocidas que decían cosas despreciadas. Todos sus deseos, sus ilusiones más queridas fueron muriendo. Los pequeños e implacables seres venidos de las tinieblas de la hipocresía no la dejarían ser.
Se tapó los oídos y se rindió. La condujeron en una procesión siniestra hasta el cuarto del montecito. Le hicieron un lugar en el piso. Le vendaron los ojos, la amordazaron, ataron sus manos y sus pies. Cerraron la puerta al irse.
Ella miró el cielo oscurecido y la luz de las estrellas que se insinuaban le dio fuerzas para resistir. Quizás mañana llegaría el día de su verdad. Aguantaría en la pequeña celda.
Afuera, en la grande, el día era noche una vez más.
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Hipocondría

** Pero esto es ya un escándalo, el doctor tendría que haber llegado hace una hora. Ah, se aprovecha porque aquí todos sus pacientes somos asegurados y no gana casi nada. Viéndonos desde fuera cualquiera creería que estamos cómodos, que no nos duele nada. Antes por lo menos tenía a quien quejarme, mi hermana me acompañaba, pero ahora la muy cretina prefiere quedarse a cuidar a su marido. Cornuda consciente, cree que el tipo cambió porque se hizo viejo, piensa retenerlo ahora, desvencijada y sesentona como está. Claro, ella dice que es lo único que le queda porque no tuvieron hijos y que yo haría lo mismo si no hubiera perdido al buen partido de Binghams... Y sí, puede ser, pero a él valdría la pena cuidarlo. Era un gringo muy trabajador y no me casé por ser más honesta que ella. Sabía que no iba a poder darle una familia y él tenía la manía de la perpetuación de su apellido. Desde chica la abuela Sara me contaba que yo salí a mamá. Como ella, tengo una sensibilidad exagerada, todo me conmueve y mi corazón no soporta las emociones fuertes. Y eso nadie lo va a negar, porque lloro hasta cuando miro las telenovelas.
Parece que el aire acondicionado no funciona bien, estoy sintiendo mucho calor. No es uno de esos sofocones que me dan desde hace algún tiempo, es como si algo muy caliente y viscoso quisiera salir de mi garganta. También... esto es un invernadero, puro vidrio polarizado. A veces miro mi ciudad desde la aduana y la veo reflejada en esta torre. ¿Quién habrá sido el de la idea de mudar la clínica aquí? Todo es muy moderno pero los consultorios son apenas jaulas de madera terciada. Cuando me atendía el doctor Trossi no me importaba, porque nunca me revisaba, pero ahora que lo cambié por el doctor Ferrer me da la impresión de que alguien me mira por la rejilla del aire acondicionado... qué sé yo por qué... Cosas que se le ocurren a una.
Hablando de Roma... ahí llega. Antes me gustaba mucho. Es buen mozo y siempre está impecable. Nunca una mota de suciedad, nunca un cabello fuera de su lugar. A veces me distraía mirando su reloj de oro y me olvidaba de contarle mis malestares. Pero ahora ni lo miro, lo que me hizo no se lo perdono. Me clavó bien hondo el puñal. Hasta ahora me pongo roja de la rabia cuando me acuerdo: «Usted no tiene nada. Está sana y no hace falta que venga todas las semanas. Lo único serio es su histeria galopante». ¿Histérica yo? Lo que lloré... Al principio busqué en el diccionario y no entendí lo que me quiso decir, pero cuando Berta, mi compañera de sección, me lo aclaró con esas palabras tan vulgares que suele usar, casi me da uno de mis ataques. Pero qué me importa, no hay que revolver el pasado, como suele decir Tomás, el marido de mi hermana, y la verdad es que a él no le conviene revolver nada.
El doctor Ferrer es tan diferente. Me escuchó con atención y me mandó hacer como veinte análisis, ha, ni siquiera esas secretarias de plástico podían creerlo. Pero ¡por Dios! Casi se me cerró por completo la garganta. ¿No tendré alergia al desodorante de ambiente? Fue una sensación muy desagradable, creí que me moría. Esto se lo tengo que contar apenas entre, tal vez sea algo serio. Puede ser la ansiedad por conocer su diagnóstico definitivo. Desde la primera vez me prestó atención. Le contó de mi taquicardia, de mis vértigos, de mis jaquecas... No le dije nada sobre el adormecimiento de las manos, me olvidé, hoy sin falta se lo digo.
Lo que no me gustó nada es que me mandó a la doctora Saralegui, que es especialista en enfermedades nerviosas, y me dio un sobre cerrado para que se lo mostrara. Pero yo no aguanté y lo abrí con el vapor de la pava y leí. No entendí las palabras raras, sólo me quedaron grabadas éstas: «Confirmar si la paciente es S. B.». Y ahí vino el misterio, todos comenzaron a adivinar. Teresa, mi hermana, dijo que a lo mejor quería decir sentimental-buena. Petrona, la muchacha piensa que es algo de la sensualidad. ¡Claro, como se pasa el día leyendo la revista LUZ! y el grosero de mi cuñado... mejor no acordarme.
Me estoy sintiendo cada vez peor, puede ser algo grave y quizás tenga que jubilarme antes de tiempo. ¿Y estas polillas? ¿De dónde salen? No, no, es posible, estoy llena de polillas, salen volando de mi boca, de mi nariz, de mis orejas... Nadie hace nada, todos están estupefactos, inmóviles, pegados a sus asientos... Hasta la señora que atiende la cantina me mira con la boca abierta y una bandeja en las manos... Por lo visto no piensan ayudarme, no se dan cuenta que estoy totalmente paralizada, que sufrí un gran derrame... Ahora quisiera verlo a Tomás y refregarle por la cara eso que dijo de sexo virgen... Ahora todos van a creerme... estoy enferma, muy enferma, muy, pero muy enferma...
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María-Magdalena-María

** Tomó mi mano y entramos juntos. La habitación estaba en penumbras. Un solo mueble, el sofá, y hacia él fuimos. Era una sala extraña, vacía...
Me tomó fuertemente de las manos y me invitó a entrar. Yo no quería. Accedí finalmente y pasamos a una sala semivacía con un sofá destacándose en el centro. En el piso una lámpara pequeña estaba encendida para dar intimidad. El tapizado del sofá era áspero y sentía en mis muslos como arena. Estaba insegura, incómoda...
Me obligó a entrar cuando notó que yo tenía miedo. Nunca había estado sola con un hombre antes. Pero no pude evitarlo y cuando empezó a caminar hacia el sofá, dándome la mano, me sentí perdida. Sus besos y sus abrazos fueron más y más apasionados, no podía escapar. El sofá era estrecho y me apretaba, toda mi piel me apretaba...
Me empujó dentro de la habitación. Yo estaba aterrorizada. Sola con un desconocido, en un cuarto extraño que tenía un sofá en el centro y un velador que apenas iluminaba. Le supliqué que me dejara salir. De pronto sentí sus besos, cada vez más apremiantes y mis pezones cada vez —30→ más ansiosos. No quería acariciarlo, su piel era oscura como la noche, cálida, suave. Me recostó y cerré los ojos. Ni siquiera traté de impedirlo. Bajo mi espalda la arena de la tela y sobre mi vientre una marea pesada, subiendo, bajando, subiendo, bajando...
¿Cómo iba a presentir que este animal me atacaría? Yo caminaba tranquila y él me asaltó, me obligó a seguirlo. Apuntándome con un arma me introdujo a un cuartito casi vacío, me abofeteó y cuando dejé de llorar vi el sofá. Su voz era un rugido, me arrancó la ropa a zarpazos. Era un loco, una fiera y su olor me embriagaba. Me arrastró y no tuvo piedad de mis ruegos. Fue como una tormenta que arrasó todo. Y después, la calma.
¡Ay qué serenidad! ¡Ay pasión! ¡Ay amor!
Besé hasta el último centímetro de su piel marina y lamí sus cordilleras dulces, fingí morirme de placer, abandonarme al amor.
Cuando quedó dormido tomé el arma y lo maté...
Sí señores, no sé de qué se asombran. Me había deshonrado. Yo soy María y apenas tengo 15 años. Arruinó mi vida. Fue tan brutal conmigo, acabó con todos mis sueños y empezó con mis deseos. No es verdad que lo hice por venganza, nunca lo había visto antes. No fui su amante ni su concubina.
Soy joven y estoy manchada, me robó la pureza, mi tesoro más preciado.
Soy María y era virgen ¿es que no comprenden? ¿Por qué me miran así? ¿De dónde han sacado que él iba abandonarme porque estoy vieja, porque estoy horrible?
Vieja es ella, Magdalena, su mujer, la que nos perseguía siempre. Yo lo maté porque jugó conmigo. No soy la asesina, soy la víctima.
¿Quién iba a quererme después?
DESHONRADA.
MARCHITA.
ROTA.
FLOJA.
PÁLIDA.
QUIETA.
¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?
¿Qué hombre compartiría conmigo aquel sofá si yo quedaba sola?
Tuve que matarlo, él era culpable de la caída de María y de la locura de Magdalena...
Tomó mi mano con suavidad, entramos junto a la habitación poco iluminada. Pude distinguir el sofá, era el único mueble...
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El día de las locas

** -¡Patrona! ¡La Margarita se asomó!
La voz de Doris, penetrante, llegó hasta doña Lucía, que increíblemente ágil, se levantó de su mecedora de mimbre y corrió hasta la puerta principal.
Allí, apenas sacando la cabeza, estaba Margarita. Eran las tres y el calor reverberaba en las calles de tierra. Sobre el arenal podían verse espejismos.
Doña Lucía no necesitaba gritar para hacerse temer, le bastaba mirar fijamente con sus terribles ojos de lechuza. La pupila cerró la puerta y atravesó el salón todavía a oscuras y con olor a humedad.
-Andá a preparar el clericó y no aparezcas hasta que te llame.
En el altillo comenzaban los quejidos de Irma, exactamente a las tres del 30 de junio. ¿Cómo podía saber ella la fecha? ¿Qué secretos resortes de su mente funcionaban todavía?
Daba mucho trabajo bañarla y vestirla. Siempre había sido robusta y ahora, en su madurez virginal, el peso de la locura se aposentaba en sus carnes aún bellas. Prometía portarse bien y no hacer escándalos. Aurora y Nilsa la vestían y la peinaban con un estilo soso, anticuado. Vestidos cerrados y grises, cabellos tirantes y boca sin una pizca de rouge. De nada valía, nunca faltaba un minero atrevido que en el medio de la confusión de la noche la sacaba a bailar. Ella se mordía los labios para enrojecerlos y se pellizcaba las mejillas con el mismo fin. Nadie sospechaba que Doris le había enseñado esos trucos. Sus ojos negros brillaban demenciales y hablaba con los gestos de sus manos. Cuando su madre se sentía tierna solía decir: «Mi niña tiene las manos como palomas».
A las cuatro, Aurora dejó adormecida a Irma en la hamaca. La apaciguaba cantándole viejas canciones aprendidas de su abuela. Irma se convertía así en su hija grande, en ella podía volcar toda la ternura que guardó para el que murió. A pesar de su tremendo peso, la sentaba sobre sus rodillas y le hablaba como a una criatura. Aurora era la niñera perfecta, jugaba a las escondidas, a las prendas, a las rondas. Nilsa las secundaba. El altillo del burdel era durante veintinueve días: escuela, teatro, jardín... todo lo que la imaginación de las tres mujeres quisiera.
Doña Lucía permitía que su hija intimara con ellas porque las sabía distintas. Las tres eran mansas y las hermanaba el sufrimiento.
Aurora era la flor de la casa, la más apetecida. Ni con tantos años encima su piel de leche y rosas se marchitaba y a la luz de los candiles brillaba como seda de la China. El cabello rubio daba un aura angelical a su rostro y nada en la expresión de su mirada hacía sospechar que estaba irremediablemente loca. Era una espléndida mujer.
Nilsa tenía en cambio el encanto de la púber. Pequeña de huesos, con hoyuelos que hacían menos tonta su sonrisa, se dejaba usar sin protestas. Durante muchos años doña Lucía la había obligado a vestirse de colegiala y sólo gozaban de ella los hacendados que cruzaban el pueblo. Después de la tragedia doña Lucía no le prestó más atención y es así que Nilsa cada 30 se mezclaba con las chicas y atendía a los mineros sudorosos y aterrados. En ocasiones su risa sin motivo los irritaba y la golpeaban, descargando en ella la furia acumulada en los túneles. Pocos se daban cuenta de que nunca hablaba y que sus ojos siempre miraban al cielo, buscando un arco iris invisible.
Las otras eran comunes, Alicia las capitaneaba. Mabel, Sara, Emilia y Margarita parecían copias borrosas en tono sepia de las indias que poblaban las montañas.
Se arrinconaban en el salón, contra la pared del espejo manchado, que gritaba con el empapelado suelto, su vejez y su hastío. Los farolitos alumbraban las siluetas cuadradas, silenciosas, con los rostros pintarrajeados, con enormes bocas sangrantes cual heridas que cruzaban las caras blancas a fuerza de polvos. Aplastaban el flequillo que despedía aroma de aceite barato. Todas vestían de rosa, en telas burdas que resaltaban sobre el tono cobrizo de los escotes. Se veían las rodillas gruesas y ásperas. Pocas aguantaban los zapatos toda la noche, no bien la oscuridad doblaba el recodo de la madrugada, los dejaban en el piso y las parejas, solemnes, los pisoteaban.
Doña Lucía, o «madam», como había sido llamada en otros tiempos no perdía de vista los cuartos del fondo. Ninguno de esos borrachos podía pasar de los quince minutos. Su dormitorio se reservaba para el ingeniero que llegaba bañado y ebrio, pasada la medianoche. Hacía el amor con Aurora y dormía hasta el día siguiente.
Doris controlaba a Irma. Cuando ella quería escapar por la parte rota del cercado, la denunciaba y la encerraban.
Desde aquel día inolvidable para todos, el burdel sólo podía operar un día al mes, el 30. Al sonar la última sirena de la mina, los hombres corrían a las bocas de los socavones. ¡El 30! ¡El 30!, era el grito de todas las gargantas. Hasta los viejos desdentados recobraban algo de su entusiasmo.
Los dedos entumecidos por el frío, los ojos desacostumbrados a la luz los hacía parecerse a topos desorientados huyendo de la madriguera.
Una fila de trabajadores que blasfemaban y hacían proyectos marcaba el inicio del atardecer. El cajero también se apresuraba para llegar primero a yacer con Alicia.
Las ventanas de todas las casas se cerraban a las cinco y las lámparas de la taberna se llenaban con kerosene.
Estaba prohibido vender bebidas alcohólicas en el prostíbulo, pero Doris se ingeniaba para fabricar un licor de mandarinas que mezclaba con alcohol medicinal. Al cabo de unas copas se encontraban tan embriagados que pocos recordaban si ya habían cumplido con el deseo que los llevó hasta la casa de las locas. Eran remedos de hombres, cáscaras gastadas con callos en el alma. Perdidos ya los sueños y simulando vivir en tanto realizaban lo que hacían los otros, los hombres de la luz, los de la superficie.
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La tarde era muy ardiente, casi tanto como la piel de Irma. No podía sofocar su corazón y el sudor se secaba apenas salía de sus poros invisibles.
Leandro la esperaba a las 3 en el viejo establo... apenas mamá duerma me escapo... nadie tiene que darse cuenta... ni su abuelo el poderoso Patiño... el que se cree dueño de la mina, del almacén, del burdel... de todas nosotras... Leandro y yo no, no somos de él... me quiere a pesar de ellas, sabe que soy virgen para él... su abuelo me desprecia pero no podrá separarnos... ya voy amor mío... ya voy.
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Margarita fumaba sentada frente a la cama de Irma, quien deliraba recordando la tarde del incendio. Alicia cambiaba los paños fríos y los colocaba sobre la frente de la doncella marchita que se retorcía como si el humo todavía la ahogaba.
-Déjenme entrar... él está ahí, me espera... Leandro mi amor... déjenme... quiero entrar...
Una bofetada de Margarita la calmaba y continuaba llorando silenciosamente.
Unos mineros habían descubierto el lugar de las citas de los amantes y juraron vengarse del viejo Patiño quitándole lo que más quería. El incendio del establo fue un castigo que lo volvió más cruel. Cuando su nieto murió carbonizado, detuvo el tiempo. Nadie podía entrar ni salir del pueblo. Nadie podía morir ni nacer. No mató a los asesinos, los condenó a trabajar para siempre. Las prostitutas maduraron a la sombra de las paredes y de las puertas siempre cerradas del caserón que sólo se abría una vez al mes. Repetían siempre la misma escena, los mismos cuerpos, iguales movimientos cada vez más lentos.
Con el correr de los años todo se convirtió en una caricatura. Los vestidos fueron quedando grandes, colgaban de los hombros huesudos, la piel de las mujeres bordaba filigranas de arrugas que el carmín no disimulaba y los hombres, esqueletos que fumaban, no notaban nada, estaban casi ciegos.
El burdel abría cada 30, y cada 30, las mujeres se alborotaban y seguirían alborotándose en tanto hubiese un día 30 en el almanaque.

Enlace al ÍNDICE de la versión digital de María Magdalena María enla BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

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