Recomendados

jueves, 28 de enero de 2010

DESTINO: CUENTOS VERDADEROS Y RELATOS IMAGINARIOS. Autor: PANCHO ODDONE / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


DESTINO:
CUENTOS VERDADEROS Y RELATOS IMAGINARIOS
Autor: PANCHO ODDONE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],
Editorial Arandura, [2000].

Proemio
«Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno».
Terencio

No soporto la solemnidad en ningún caso y menos aún en la literatura. Como decía el maestro Witold Gombrowicz, la literatura debe divertir y entretener. De otra manera, no sirve. Divertir es un término complejo que implica una encantadora excitación. Puede ser de horror o de placer, pero necesariamente se orienta hacia el descubrimiento del deleite.
Finalmente, el deleite es el objetivo natural de la faena cotidiana de hombres y mujeres sometidos al aburrimiento de esta edad sin gloria, donde la locura, aquella condición trascendente que exaltó Erasmo de Rotterdam, se entiende equivocadamente como un pecado y no como una virtud.
Lo cierto es que resulta imposible distinguir entre la realidad y la fantasía. Tampoco existe una razón inteligente para dedicarse a una tarea discriminatoria que sería, en cualquier caso, estéril.
La fantasía, la imaginación, la magia de la vida cotidiana, integran una nebulosa a la cual se le ha dado el nombre de DESTINO. Una acumulación de conductas que condicionan el papel que le toca jugar en la vida a cada hombre, dentro de una serie de acontecimientos que constituyen la trama del universo.
En la antigüedad clásica los griegos, que eran muy sabios, adjudicaron a los dioses la responsabilidad de definir el DESTINO de los seres humanos. Premiaban o castigaban. Otorgaban la fortuna, el amor, el triunfo o el fracaso a quienes transitaban en la periferia del monte Olimpo.
En este mundo de paradojas, quieren asumir esa responsabilidad los políticos, los peluqueros y los tecnócratas de las multinacionales con el penoso resultado que está a la vista.
Con el objeto de restablecer el equilibrio universal, rescatando la condición humana de la mediocridad y la rutina, es que los escritores contamos historias fantásticas auténticamente reales.
Describimos la vida como es, con su magia y fantasía, para que el lector se divierta, se entretenga, y disfrute con deleite de la misteriosa ambigüedad del DESTINO.

«No hay fantasía tan frívola o extravagante como para no parecerme conforme a la inteligencia humana».
Michel de Montaigne
.
El aburrimiento del señor Artemio
El señor Artemio leía los Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. No estaba acostumbrado a introducirse en los textos esotéricos, pero pensó que a los cincuenta años debía intentar descubrir algunos misterios de la vida. No consideraba una pretensión insólita esta aventura del pensamiento, porque en realidad se trataba de una mera fórmula destinada a paliar su aburrimiento.
Continuaba soltero. Se había preocupado por asegurar una pequeña fortuna, heredada, que multiplicó sin proponérselo.
La vida ascética, austera y sin mayor inclinación hacia los deleites mundanos, había producido, además, un efecto multiplicador de los recursos acumulados, sin haber descubierto de qué manera podía gastarlos. Ese aspecto del necesario aprendizaje de la vida constituía para él una nebulosa impenetrable.
Por la ventana abierta de su cuarto entraba una brisa fría que se convirtió, en pocos minutos, en viento huracanado. El primer trueno de una violenta tormenta de primavera sonó en sus oídos como un mensaje indescifrable del más allá, región sobre la cual no tenía noticias específicas, aunque sí algunas presunciones.
La lámpara de su mesa de luz estalló y el cuarto, igual que toda la casa y el mismo barrio, como descubrió minutos después, se sumió en la oscuridad.
Era demasiado tarde para informar a la compañía de electricidad. Imaginó que algunos vecinos, con hijos y preocupaciones domésticas, a las cuales se había negado a lo largo de su vida, tendrían mejores razones para preocuparse y pedir auxilio.
Cerró el libro, se levantó de la cama y caminó en la oscuridad hasta la cocina. Un intenso olor de cable quemado le anticipó que la heladera había padecido las consecuencias del siniestro. El televisor se negó a producir imagen o sonido alguno. No intentó siquiera que el equipo de música, con la radio incorporada, demostrara que podía cumplir la función para la cual había sido proyectado.
El desastre era total. Para su sorpresa, el teléfono había resistido la violencia del meteoro, como consecuencia de algún extraño misterio de la técnica sin explicación posible para quien la electrónica se limitaba a la posibilidad de enchufar un aparato o apretar un botón, para encender o apagar algo, que debía funcionar de alguna manera. Convencido de que no podría avanzar en el conocimiento de los Signos de la Ciencia Sagrada, el señor Artemio, incapaz de luchar contra la adversidad en una noche tormentosa, en que se le negaba cualquier posibilidad de comunicación con el mundo, se fue a dormir. Al día siguiente llamó a la compañía de electricidad y una amable telefonista le informó que el departamento técnico enviaría una comisión para comprobar el deterioro de los electrodomésticos, según la precisa terminología que utilizó la muchacha. Si habían sido afectados como consecuencia de alguna deficiencia técnica de la compañía, ésta se haría cargo de los gastos. Una buena noticia. Cuatro días más tarde el señor Artemio tiró la comida que guardaba en el refrigerador. No había podido escuchar las noticias y dejó de ver varios capítulos de la telenovela que lo tenía amarrado al sillón del living, durante sus silenciosas tardes de solitario.
Cada día llamó por teléfono a la compañía para reclamar la presencia de los técnicos. Finalmente al sexto día cuatro hombres vestidos con mamelucos verdes y con rostro ceñudo le exigieron sin amabilidad que les mostrara los equipos deteriorados.
-Hace una semana que los espero -dijo con timidez. El jefe del grupo le dedicó una torva mirada.
-¿Y qué? Tenemos mucho trabajo. Usted no es el único. Pero tiene luz, ¿no? ¿De qué se queja? Firme aquí.
El señor Artemio no quiso pensar qué hubiera ocurrido si no firmaba. Le sacaron el papel de las manos, le dejaron una copia y mientras se marchaban uno volvió la cabeza y dijo:
-Tiene que ir a la compañía, hacer una solicitud, lleve presupuestos de los arreglos, tres por lo menos, copia del contrato de alquiler, no es propietario ¿no? (lo miró con asco), también copias de las facturas pagadas de los últimos seis meses y... bueno, no sé qué más. Vaya y allá le dirán.
Se fueron. El señor Artemio se sintió vejado.
Dos días más tarde se presentó en el departamento de reclamos de la compañía con todos los documentos que le habían pedido los técnicos, además de la fotocopia de la cédula de identidad, el comprobante de no adeudar impuestos y una carta del propietario de la casa en la cual lo autorizaba a formular el reclamo.
Le dieron una tarjeta con la fecha de la presentación y un número.
-¿Cuándo cree que podré cobrar? -se atrevió a preguntar.
El empleado lo miró alarmado.
-Recién presenta todo y ya quiere saber cuándo va a cobrar. Qué frescura. Uno escucha cualquier cosa en este mostrador.
Le dio la espalda y se fue a su escritorio. Meneaba la cabeza mientras lo miraba todavía como a un animal exótico.
El señor Artemio llevó a arreglar los aparatos. Podía pasarse sin las noticias, siempre eran las mismas, también sin la heladera porque compraba comida hecha en la rotisería, pero no podía superar la angustia de ignorar lo que ocurría con la heroína del teleteatro que acercaba un poco de emoción a su aburrimiento.
Un mes más tarde, después de innumerables llamados a distintas dependencias de la compañía decidió dedicarse personalmente a la búsqueda del expediente.
Empezó por la planta baja del edificio de diez pisos. Cuando no lo miraban con pena le contestaban con fastidio. Después de varios días de vagabundeo, su figura se incorporó definitivamente a la estructura de la compañía. El señor Artemio no tenía obligaciones, de manera que podía perseguir la errática ruta del expediente.
Se dedicó a recorrer pisos, oficinas y baños del edificio, lo cual le permitió introducirse en un mundo que podía presumirse árido, pero que insinuaba a cada momento la posibilidad de tornarse fascinante. Un mes y medio más tarde, abrió la puerta de una oficina desconocida, en un piso que no podría recordar. Un funcionario miraba atentamente el papel secante, enmarcado en una gran carpeta de cuero. La lividez de su rostro, alumbrado por la media luz de la lámpara de escritorio, no sorprendió al señor Artemio. Lo que sí llamó su atención, fue una casi imperceptible y ondulante línea de sangre que brotaba de su frente. Los ojos abiertos parecían los de un pescado muerto, impávidos y vidriosos. La mano izquierda permanecía apoyada en el escritorio. La derecha empuñaba todavía un revólver de gran tamaño.
Nunca había visto algo parecido en las oficinas de la compañía. Si bien lo que veía no era un pescado muerto, aunque lo pareciera, el hecho es que el señor funcionario estaba definitivamente muerto. Era improbable que protagonizara una representación teatral, en una compañía de electricidad, y tampoco podía tratarse de una broma, dedicada a alguien cuya presencia era totalmente fortuita y de ninguna manera prevista.
El señor Artemio cerró la puerta delicadamente antes de salir al pasillo. No por temor de que el difunto se molestara, sino para evitar llamar la atención.
Lo cierto es que precipitado a un horror desconcertante como consecuencia de ese inesperado espectáculo, en una confusa mezcla de ideas, asoció la muerte del desconocido con el odio que poco a poco, muy sutilmente, y casi sin ser consciente de ello, había ido desarrollando a lo largo de los pasillos de la compañía, mientras observaba los rostros indiferentes, sombríos, satánicos y torturantes de los funcionarios de la empresa.
Llegó a su casa con una extraña sensación de culpa y un profundo asco. Conservaba en su mente el recuerdo de ese rostro lívido, la desagradable imagen de la sangre sobre el escritorio, y la fugaz percepción de un blancuzco objeto indefinible que podía ser un papel estrujado, o restos de masa encefálica del funcionario, que había dejado de serlo de un modo abrupto.
La idea lo hizo vomitar con relativa oportunidad, porque había atravesado el living, tambaleándose por la angustia, y pudo llegar al baño antes que se produjera esa natural reacción sicofísica. Durante varias semanas evitó volver a la compañía.
El interés por las noticias reemplazó la pasión por el teleteatro. Lo que había visto no desaparecería de su memoria. Acentuó su horror la circunstancia de que nunca apareció la información del crimen o suicidio en los noticieros, ni en los diarios, gasto relativamente inútil que incorporó a su economía doméstica, porque quería saber quién era o había sido, el cadáver, y qué se conjeturaba sobre el origen de la tragedia. Porque Artemio supuso que se trataba de una tragedia.
Cuatro semanas después de ese extraordinario suceso ignorado por el periodismo, decidió volver a la compañía. Descubrió nuevas dependencias por las que presumiblemente había pasado, o estaría por pasar, su expediente. Los porteros del edificio y algunos empleados, empezaron a saludarlo con simpatía.
Tuvo la extraña sensación de que lo miraban, no como a un nuevo amigo, sino como a un cómplice. Se trataba de una idea fantástica. Absurda. Sin embargo se acentuaba por la convicción de que entre la gran cantidad de empleados que ocupaban el edificio, no era posible que nadie lo hubiera visto salir del lugar del crimen. Si es que se trataba de un crimen, porque el revólver estaba allí, al alcance de la mano.
Lo más torturante era que no podía preguntar nada. Eso lo obligaría a revelar su involuntaria participación en el trágico asunto. Además, la caótica rutina de sus averiguaciones sobre el expediente, hasta ese momento inútiles, habían tornado confusos sus cambiantes itinerarios en los diez pisos del edificio, aparentemente iguales, aunque alguno era diferente porque ocultaba un cadáver.
Dos semanas más tarde el señor Artemio parecía haber olvidado el episodio. Se preguntó más de una vez si no habría sido una fantasía, o una consecuencia traumática de la presión moral, a lo largo de ese fantástico viaje a través de la inconmensurable burocracia de la electricidad.
Acosado por la heroica determinación de encontrar la ruta correcta que lo aproximara al fin de la aventura, y respondiendo a la vaga indicación de que su tema podía estar en la oficina 1023 del quinto piso, marchó hacia el lugar señalado sin poder evitar el agobio de un profundo escepticismo.
No había oficina 1023, ni 1024, ni 1020, ni siquiera alguna que fuera contenida en un número que superara los tres dígitos cabalísticos. Preso de rabia y desesperación, abrió abruptamente la puerta de una oficina cualquiera.
Una señorita acostada sobre el escritorio, con la pollera recogida y las piernas levantadas, no hacía ningún esfuerzo para impedir que un señor, con los pantalones en los tobillos, luchara fieramente por introducir su sexo en el lugar que se había propuesto, mientras ella se pintaba las uñas y reía burlonamente. El funcionario, porque debía ser sin duda un funcionario, no alcanzaba la altura correcta para cumplir su objetivo.
La muchacha miró con indiferencia al señor Artemio y con el pincel del esmalte le indicó que cerrara la puerta.
El gesto lo hizo vacilar. No supo si la indicación de cerrar la puerta implicaba una invitación a permanecer, o a salir de la oficina. Optó por esta última alternativa y se dirigió al ascensor. Esperó un largo rato mirando de vez en cuando al fondo del pasillo. Quería saber si algún empleado abriría la puerta de la oficina, y en ese caso cuál sería la consecuencia.
El pasillo permaneció solitario y silencioso, hasta que un grito, originado en una garganta jadeante y enronquecida, que podía interpretarse como una expresión de triunfo, le indicó que el funcionario había logrado su propósito.
La puerta del ascensor se abrió, y el señor Artemio, todavía estupefacto, y acaso abrumado por la excitación aunque esos dos conceptos puedan interpretarse como contradictorios, oprimió la botonera con la intención de huir del lugar, respondiendo al objetivo de desembarcar en otro piso que pudiera acercarlo al expediente.
El edificio de la empresa de electricidad se convirtió para el señor Artemio, en la antesala del infierno. Como si esta idea casi mundana del destino final pasara, necesariamente, por las circunstancias límite de la vida.
El viaje en el ascensor pareció demasiado largo, aunque le resultó imposible establecer precisiones. Ignoraba en qué piso estaba la oficina del acoso sexual, en el caso de que de eso se tratara, porque ninguno de los dos, ni la muchacha ni el funcionario, parecían expresar alguna intención de resistirse.
Cuando el ascensor se detuvo, el señor Artemio salió a un estrecho pasillo apenas iluminado, por el cual corría un viento frío y denso. A pesar de la hora, eran más de las ocho de la noche, el señor Artemio se introdujo, a través de la única puerta abierta sobre el pasillo, en una amplia oficina iluminada como un escenario de comedia musical. Veinte hombres se movían con precisión alrededor de una docena de escritorios y de un aparato metálico, en el que pudo reconocer una impresora plana. Nadie pareció reparar en el intruso y la actividad continuó sin pausa. El desconocido visitante del crepúsculo recorrió los escritorios con pasos lentos, casi tímidos, mientras observaba si su expediente podía estar en ese extraño lugar, pleno de actividad, en una hora insólita para la administración de una empresa de electricidad.
Entonces descubrió, con cierta aprensión y una cuota inevitable de estupor, que allí funcionaba una imprenta y por los papeles que se acumulaban ordenadamente sobre los escritorios, la máquina parecía dedicada a fabricar dinero. Había visto una igual, en el último número de Mecánica Popular.
Los fajos de billetes color verde se apilaban sobre las mesas, después de ser contados en máquinas electrónicas de alta velocidad. La electricidad producida por la compañía, se aplicaba a una tarea que seguramente no había sido prevista en los estatutos.
Coincidiendo con esta perturbadora conclusión, un hombre le dijo que tomara asiento y esperara. La orden, porque eso pareció, contradijo y definitivamente anuló la imperiosa necesidad de salir corriendo. Trató de imaginar alguna fórmula que disimulara su presencia en ese lugar, pero no lo logró. El hombre le hizo un gesto que no dejaba dudas con respecto a su interpretación. Se sentó en una silla e intentó pensar si podía mantenerse al margen de lo que ocurría frente a sus ojos.
Dos movimientos, en realidad involuntarios y consecuencia del miedo, destinados a cambiar el curso de los acontecimientos, tropezaron con un gesto de fastidio de su guardián, porque en eso parecía haberse convertido el tipo que ostentaba, como dato distintivo, una pistolera colgando de su hombro, de la cual emergía como una flor ominosa, un revólver de grueso calibre.
Dos horas más tarde guardaron el dinero en grandes cajas de cartón, cubrieron con una manta la impresora, apagaron la mayor parte de las luces y se marcharon. El hombre de la pistolera le dijo:
-Cuidá que nadie entre. Mañana te veo.
El señor Artemio intentó hablar pero el otro hizo un gesto indescifrable, salió del salón y cerró la puerta con llave.
El señor Artemio buscó una salida. Había una sola puerta, la que había utilizado para entrar y estaba cerrada con llave. No había ventanas. Miró la entrada de aire acondicionado y fantaseó con la extraordinaria idea de escapar por allí, como había visto tantas veces en las películas de espionaje. La rejilla que cubría el túnel estaba muy alta y ya no era tan ágil. Recordó su expediente y llegó a la desconsoladora conclusión de que allí no lo encontraría. Después se puso a llorar.
Reflexionó que en realidad no necesitaba el dinero que la compañía debía pagarle por los electrodomésticos. Había sido un estúpido capricho.
Se acostó en el suelo, sobre la manta que quitó de la impresora, apoyó la cabeza en un paquete que contenía un millón de dólares y se quedó dormido.
Había vivido demasiadas emociones.
Cuando despertó, miró el reloj. Eran las seis de la mañana. No podía saber si había amanecido, porque no había ventanas. Le dolían los huesos como todas las mañanas, pero en este caso lo atribuyó a la situación. No había sido un descanso razonable, para los problemas que le producía el exceso de ácido úrico.
Una hora más tarde tiraron la puerta abajo. Una entusiasta comisión de más de diez policías ocupó el salón y llevó a cabo un inventario de las cajas que contenían el dinero. El señor Artemio quiso hablar con el que comandaba la partida. La respuesta del oficial no admitió ninguna réplica.
-Te sentás allí. No molestes. Ya me voy a ocupar de vos.
En media hora de trabajo silencioso y bien sincronizado cargaron las cajas y se las llevaron. El señor Artemio fue arrastrado hasta la puerta trasera del edificio, como consecuencia del movimiento general producido por el desplazamiento de los policías y no por una imposición expresa del jefe.
Dos camiones, con las cajas y los policías, se alejaron rápidamente del edificio bajo un tímido sol primaveral.
No obstante su inocencia, el señor Artemio comprendió que los policías robaban a los falsificadores.
El jefe se volvió hacia el señor Artemio.
-Te advierto -le dijo-. Hoy te salvaste, porque todo salió bien. Tu jefe se cagó y no apareció. Pero la próxima sos boleta.
.
Crónica colonial
El camarero resbaló, gesticuló con los brazos para recobrar el equilibrio, entonces la bandeja partió como lanzada por un discóbolo, imagen que de ninguna manera podía corresponderse con una cafetería. Los platos y tazas volaron en diferentes direcciones.
Una taza rebotó sobre el saco de un muchacho que miró sorprendido cómo se extendía sobre su camisa una húmeda mancha de café. Se quitó los pequeños anteojos redondos, sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y comenzó a pasarlo sobre el saco y la camisa. Mientras se dedicaba a esta operación inútil se volvió hacia el camarero, sentado en el suelo a su lado, en una posición exótica para ese lugar y le preguntó si se había hecho daño.
Paula lanzó una carcajada, reprimida por una mínima sensación de vergüenza. El muchacho la miró y sonrió. El camarero se puso de pie e intentó ayudar en la limpieza del traje. Paula quiso colaborar, pidió al camarero agua caliente para continuar la tarea, cada vez más inútil y pidió disculpas por la carcajada.
El joven, delgado y de mediana estatura, comentó que se trataba solamente de algo que podía ser reparado, aunque no en ese lugar ni tampoco en ese momento. El pelo castaño, enrulado a la moda, agregaba una cualidad infantil a su rostro de líneas finas y equilibradas. La mirada de un azul intenso, con un impreciso brillo de humor, tornaba inviable cualquier hipótesis de reproche. Con un estilo descontraído, buenas maneras y un ligero acento extranjero dijo llamarse Eddy Montt Stuart.
Paula decidió adoptarlo. Fue seducida por el dominio de sí mismo, su delicada belleza y la sorprendente indiferencia ante el desastre producido en su ropa por el involuntario resbalón del camarero. Era un hombre singular.
En las mismas circunstancias sus amigos hubieran exhibido otra actitud. Hijos privilegiados de una sociedad formalmente refinada y profundamente violenta, vivían convencidos de que la fuerza física, expresada en gestos y gritos, implicaba una explícita ratificación de hombría. La violencia resultaba la conducta necesaria para responder a la misteriosa agresión de las circunstancias.
En la situación de Eddy habrían reaccionado contra el camarero. Aun contra las tazas de café.
Eddy Montt Stuart, amparado por el dato impreciso de ser vagamente hijo de un alto funcionario de la Embajada Británica, se convirtió en una pieza insustituible en el brillante, ocioso y divertido mundo al que accedió de la mano de Paula. Participó de una intensa actividad social preservando su individualidad, sin asociarse plenamente a la manera de sentir y vivir de sus nuevos amigos.
El inglesito, decían, tiene su propio mundo, pero es simpático e inteligente. Sedujo por igual a mujeres y hombres, impuso su personalidad sin proponérselo, a través de una sutil e imprecisa energía que parecía surgir de una actitud pasiva, neutral, sin aristas ni fisuras, indiferente a los hechos que vivía y protagonizaba. Como si estuviera con sus amigos y también en otra parte. Parecía transparente y a la vez impenetrable.
Paula lo quiso saber todo sobre Eddy y la curiosidad se contagió a los otros miembros de la tribu.
El nuevo huésped de la comunidad accedió a satisfacer esa curiosidad, soslayando sus misterios personales. Una tarde relató historias viejas y nuevas, leyendas, tradiciones y costumbres de su país, ante un auditorio ligeramente hostil, después insólitamente atento y finalmente verdaderamente interesado, que siguió las alternativas de las aventuras protagonizadas por reyes, príncipes, amantes, duques y soldados.
Trágicos episodios guerreros y crónicas apasionantes de amores adúlteros, fueron relatados con melancólica precisión, como si el narrador aceptara que la memoria hubiera reemplazado la vida intensa de un bello y excitante mundo perdido. Un mundo en el cual parecía subliminalmente inmerso, pero que no podía rescatar totalmente por razones inescrutables.
Su padre debía ser un hombre del Intelligence Service. Un James Bond jubilado. Quizá un funcionario sacrificado por pecados ajenos, vinculados a la traición o al espionaje, que vivía su exilio moral en un recodo de Sudamérica, lejos de la corte y sin esperanza de retorno. Un soldado de Su Majestad en el ostracismo, después de cumplir con su deber.
Algunas historias cargadas de emoción generaron extrañas hipótesis sobre la vida de Eddy. En medio de una inesperada confidencia confesó que no conocía el Palacio de Buckingham. Su familia descendía por vía indirecta del escocés Duque de Stuart, quien en una circunstancia tormentosa enfrentó a Jorge V. La realeza, entonces más homogénea y menos liberal, no perdonó esa expresión de soberbia.
Los Stuart tuvieron prohibida la entrada al palacio hasta que Isabel II asumió el trono. A partir de ese momento las cosas cambiaron sutilmente.
La abuela Stuart fue invitada a tomar el té con la reina madre, pero no entró al palacio por la puerta principal, sino que debió utilizar una puerta lateral por la cual transitaron, en los últimos siglos, confidentes misteriosos, portadores de secretos inconfesables, adúlteros nobilísimos, conspiraciones frustradas y exitosas e insidias destinadas a corromper el poder. También usaban esa pequeña puerta lateral, los amigos ajenos al protocolo como la familia de Eddy, porque no obstante las cuentas pendientes, más aún cuando se trataba de cuentas reales, la historia no podía ser cambiada por la caprichosa voluntad de una persona, aunque esa persona fuera el mismo rey, desaparecido años atrás por muerte natural, para desdicha del imperio y por suerte para la familia Stuart. La justicia se restableció, y el perdón llegó, pero con limitaciones.
Eddy se convirtió en el centro de la actividad social del grupo de amigos de Paula. En toda reunión, cumpleaños, casamiento, aniversario o fiesta de rutina el inglesito, noble, aunque nunca lo dijo, encabezó la lista de invitados.
El conflicto entre los Stuart y la monarquía en los tiempos de Jorge V fue objeto de conjeturas. Un acertijo al que cada uno aportó variadas, ingeniosas e insólitas hipótesis.
Los más vulgares arriesgaron la opinión de que el Duque había huido con el dinero destinado a las actividades secretas del Imperio. Los románticos imaginaron a Jorge V entrando en la alcoba real, en el mismo momento en que el Stuart huía por la ventana, ante la consternación de la reina, no por la llegada del rey, sino por la huida del duque.
Las mujeres adherían a esta tesis y concluían con que un rey debía rodear sus actos de mayor publicidad, porque para eso era el primero entre los primeros y no debía correr riesgos inútiles.
No se atrevieron a comunicar estas razonables conjeturas a Eddy, porque no quisieron herir sus sentimientos, ni agredir su vena patriótica, cualidad natural en un inglés, más todavía cuando se trataba de un inglés descendiente de un duque, aun cuando fuera por vía indirecta.
El propio Eddy develó el misterio en un momento de debilidad, circunstancia a la que no escapa ningún hijo de hombre y mujer cualquiera sea su origen, noble o plebeyo.
La tradición adjudica la creación del Crepe Suzette a un episodio protagonizado por una amante de Jorge V, durante una noche de parranda real en París. El postre con que culminó la comida fueron los vulgares panqueques. Suzette, graciosa, apasionada y temperamental se habría sentado en la falda de su augusta majestad, y en un gesto imprudente destinado a abrazar la voluminosa y real humanidad de su amante, volcó sobre los panqueques el alcohol encendido de una de las lámparas que alumbraban la mesa del banquete. Los panqueques fueron sometidos a una inesperada y nueva cocción.
La consecuencia social y política fue que un nuevo producto enriqueció la gastronomía francesa hasta el día de hoy. Los Crepes Suzette.
El rey estimó que de todas las batallas libradas por los ingleses en Francia durante la Guerra de los Cien Años, ninguna había sido más heroica, original y creativa.
El episodio cubrió de gloria la imagen del rey y fue difundido por él mismo con relativo recato, por lo que fue conocido en Europa, Inglaterra y en un sector importante de Oriente Medio, donde el ejército de su majestad se batía con los afganos. Suzette fue inmortalizada.
Con mordaz ironía Eddy comentó que la historia verdadera, tenía una variante. El protagonista fue el octavo duque de Stuart y no Jorge V.
Si se hubiera tratado solamente de reivindicar méritos por la victoria en una batalla, o destacar el acierto en la firma de un convenio con los prusianos, para defender los intereses del imperio en Oriente, Stuart no hubiera discutido la paternidad del asunto. Pero se trataba de Suzette y de la introducción de una revolución gastronómica en el mundo moderno.
La soberbia del duque pudo más que la devoción al imperio, la obediencia al rey y la necesaria humildad frente a las tradiciones que caracterizaron la conducta libre, heroica y valerosa de los aristócratas de la rubia Albión.
Con condenable inmodestia revindicó su participación en el episodio. Se trataba de su amante y no la del rey. Fue su falda el lugar en que Suzette decidió recalar su trasero con entusiasmo, y fue también su dinero un protagonista importante porque el duque pagó la fiesta, lo cual no era poca cosa para un escocés. El rey Jorge, fue solamente su ilustre invitado.
El ingrato episodio colmado de valores imponderables, creó un abismo entre los Stuart y la corona, hasta que Isabel II decidió olvidar la afrenta y tendió un puente generoso destinado a acercar a las familias, pero oficializando la versión propalada por el rey Jorge. Los Stuart traicionaron la memoria de su antepasado por amor a la soberana y aceptaron la versión oficial. Un té con la reina madre en el palacio de Buckingham valía el sacrificio. También justificaba la vergüenza.
Eddy terminó el relato y hubo un brillo particular en sus ojos, algo parecido a las estrellas que titilan en la mirada de los actores, durante los primeros planos, en las escenas dramáticas de las películas norteamericanas. Eddy se emocionó con su propio relato. La tradicional flema británica lo había abandonado.
Se produjo un silencio tenso como el que separó durante varios años a las dos grandes familias británicas. Los Crepes Suzette adquirieron una nueva dimensión y todos fueron conscientes de la profundidad del drama de los Stuart.
Otro día Eddy comentó que Dios había puesto a los ingleses en esa pequeña isla para que construyeran un imperio. Le recordaron la condición de los nativos sometidos y explicó que durante la construcción del imperio, no había tiempo para tratar de entender a los nativos. Pareció una expresión de soberbia, pero fue dicha con naturalidad, como quien puntualiza un mero dato objetivo.
Eddy desaparecía con frecuencia. Cuando volvía a comunicarse con Paula, no era posible saber en dónde había estado, aunque sugería viajes por el interior del país en compañía de su padre, el misterioso funcionario de la Embajada Británica.
En una oportunidad Paula lo llevó hasta su domicilio. Eddy tocó el timbre en una puerta lateral de la embajada, alguien que Paula no pudo ver desde su auto, abrió la puerta y el muchacho se introdujo en el edificio mientras saludaba con el brazo en alto a modo de despedida.
El inglesito fue el niño mimado de la sociedad porteña. Se lo encontraba en partidos de polo, inauguraciones de discotecas, exposiciones de pintura, presentaciones de libros, fiestas privadas, excursiones a estancias vecinas a la capital.
Fue invitado a participar de dos cacerías en San Martín de los Andes, en el establecimiento de un alemán que había montado un sofisticado negocio de caza para turistas ricos, donde tuvo el excepcional privilegio de disparar primero a un ciervo escogido para la ocasión. El alemán explicó que si bien sentía una profunda antipatía por los ingleses, era respetuoso de las jerarquías y a su establecimiento concurrían muchos burgueses millonarios, pero muy pocos aristócratas verdaderos.
Eddy se alejó nuevamente, como hacía con frecuencia.
Paula organizó una fiesta sin ningún motivo especial, aunque vivió secretamente el proyecto como un homenaje al descendiente del duque de Stuart. Lo amaba. No solamente por su calidad humana, educación, cultura, buenos modales y estilo, le resultaba imposible ignorar que se trataba de un miembro de la realeza, ligeramente desplazado, pero con un linaje de centenares de años según había averiguado en la Enciclopedia Británica en el capítulo dedicado a los Stuart.
Llegó el día previsto para la fiesta y Eddy no se comunicaba. Paula comenzó a desesperar, de manera que tomó una decisión heroica. Fue hasta la Embajada Británica y oprimió el llamador en la puerta principal. Demoraron en atender pero finalmente se abrió la puerta. Un hombre grueso, rubicundo y con una sonrisa que le dividía la cara de hipertenso, le preguntó en qué podía servirle. Paula supo que era el portero, deducción verdaderamente obvia si se acepta que los porteros usan mandiles a rayas en las horas de trabajo y llevan un plumero en la mano como en este caso.
-Busco al señor Montt Stuart.
-¿A quién?
El rostro del portero varió de la simpatía espontánea a la intriga sospechosa.
-¿Quién dijo, señorita?
-Al señor Montt Stuart.
La voz inicialmente imperativa de Paula descendió unos decibeles. Impaciente por saber algo de Eddy tal vez había penetrado frívolamente algún secreto de la misión.
-Debe haber algún error. En la embajada no hay nadie con ese nombre.
Paula advirtió que su interlocutor se expresaba con un fuerte acento italiano, mientras movía el plumero con el cual proclamaba su condición de empleado de menor jerarquía. Este tano no participa de la vida confidencial de la embajada. Es solamente un mucamo, se dijo con impaciencia.
-¿No hay otra persona que pueda atenderme?
La voz recuperó el nivel de los decibeles.
-No señorita. Si usted se refiere a los funcionarios, trabajan por la mañana. El único que está es el embajador, pero no puedo ir a decirle que buscan en la embajada a una persona que no es de la embajada, que eso es lo que respondo, pero insisten. El embajador, si me recibe, pensará que estoy loco. Llevo muchos años trabajando aquí y no quiero que me despidan.
Paula se sintió impotente a la vez que intrigada. El tano era un muro impenetrable.
-Pero yo -vaciló- he traído a Eddy varias veces.
-¿Eddy?
Al portero se le iluminó la cara.
-¿Cómo dijo que se llamaba ese señor?
-Montt Stuart.
-Debe ser una confusión -reflexionó el portero-. Aquí hay un Eddy. Pero no se llama como usted dice, Eduardo Esminitrato, es su nombre.
-Debe estar equivocado. No es la misma persona -insistió Paula.
-Puede ser -vaciló el portero-. Podemos salir de dudas. Se volvió hacia el interior del edificio.
-Eddy -gritó-. Parece que alguien te busca.
-Voy papá -respondió Eddy.
.
.
Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
en el
www.portalguarani.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario