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jueves, 28 de enero de 2010

WEEK-END. Autor: PANCHO ODDONE / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.



WEEK-END
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Arandura, [1993].

«El ser está solo, absolutamente solo frente a su propia responsabilidad en el ciclo sin fin de las existencias. Ningún dios interviene ni para condenar, ni para recompensar, ni para perdonar, ni para escuchar súplicas».
(Historia de Buda) André Bareau
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- I -
La habitación era pequeña y húmeda. La mitad de la pared estaba ocupada por una ventana. Enfrentaba otra a escasos dos metros. Otra habitación con otra gente. El sereno había dicho, es confortable y no hay muchos mosquitos. ¿Por lo menos tiene espirales? No, no quedan. Café sí tenía. No estuvo mal. Mariana quiso juntar las dos camas sacando de en medio la mesa de luz. Era difícil hacer cualquier movimiento. Aun ese que parecía tan simple. Además, los ruidos se multiplicaban y un roce era un estruendo. Cuando el sereno trajo el café tuve que pasar sobre la cama de Mariana y pisar el suelo frío y húmedo. ¿Por qué tan húmedo? «Es un hotel nuevo» contestó. Puse la bandeja sobre la cama y entré al baño. Tenía ganas de bañarme. De lavarme los dientes. De hacer como si no estuviera allí. El hecho de estarlo no era simple, natural o indiferente. No me explicaba por qué había ido con Mariana a Mar Del Plata. No hay que volver sobre las historias pasadas. Es que resulta difícil saber cuándo una historia es pasada y simplemente se extiende o continúa siendo presente o amenaza con no terminar nunca. Tampoco se sabe bien por qué tiene que terminar, si cuanto ocurre es placentero y bueno. Mariana dijo que estaba enamorada. Mario nos había despedido en su departamento cuando partimos. ¿Qué pensará ese tipo? ¿Sabrá que dentro de un rato Mariana estará durmiendo conmigo? En ese momento creí que él lo sabía, solamente que la cosa era tan grotesca y se había planteado tan sencillamente que su oposición se nos hubiera antojado escandalosa, absurda y arbitraria. A él también, naturalmente. Fue un viaje sin impaciencia. Apenas con interés. Estaba dispuesto a no tomar ninguna iniciativa. Pero eso era una trampa. El no tomar iniciativas implica una iniciativa. Ocho años atrás había terminado mi relación con Mariana. Después hubo encuentros fugaces y placenteros pero todavía con engaños y escenas y protestas de fidelidad en las cuales ninguno de los dos creíamos. Así fue limpiándose una relación caótica y apasionada. Se fue transformando en una relación placentera porque no teníamos necesidad de engañarnos. Cuatro días antes me había llamado:
«Debo ir a Mar Del Plata a buscar a mi hija. ¿Me llevas?» Le dije que sí. Y allí estábamos en ese hotel nuevo, pequeño, húmedo y con mosquitos. Me acosté y recogí el diario que estaba tirado en el suelo. «Nueva York 27, (AFP) -El informe Peers sobre la matanza de My Lay concluye que militares norteamericanos cometieron allí asesinatos, violaciones, mutilaciones y actos de sodomía- afirma el New York Times». Recordé lo que me había contado dos años atrás un periodista norteamericano con quien había estado en Bogotá. Que en Vietnam había prostíbulos con menores de doce años y que los principales usuarios eran los soldados norteamericanos. Había que pensar en eso. Los norteamericanos eran como cualquier otro pueblo. Lo importante es lo que está pasando en el mundo cuando estos hechos, que forman parte de todas las guerras, son publicados por la prensa y discutidos en casa por toda la familia. Sodomía, violación, asesinato. Los temas de la literatura universal. El punto de partida de la naturaleza humana. Toda la tragedia griega se reedita en la lectura diaria de la prensa.
Nada cambiará. ¿Importa que cambie? ¿Puede cambiar? Mariana se desvistió y se acurrucó a mi lado. Seguí leyendo. Ella empezó a besarme el pecho muy suavemente. Se entretuvo sobre mi estómago mientras con la mano me acariciaba. No habíamos dicho una sola palabra. Esta era la primera vez que hacíamos el amor desde hacía más de seis meses. Durante un rato continuó con sus caricias hasta que comencé a besarla. No podía apartar de mi mente la noticia sobre Vietnam. La brutalidad y la perversión ocurren porque las cosas no se hacen ni se asumen con normalidad. Dos horas más tarde Mariana dormía boca abajo y su piel blanca mostraba las curvas más perfectas. Estaba fatigado por manejar cuatrocientos kilómetros. También por dos horas de amor. Un mosquito comenzó a zumbar cerca de mi cabeza. Me cubrí totalmente con la sábana para evitarlo y traté de dormir. Al fin de cuentas el mosquito debería dejarme en paz. Tenía a su alcance un objeto más atractivo.
Me desperté temprano. Evité hacer ruido al levantarme y un momento después estaba bañado y vestido. Mariana dormía. Tomé el desayuno en un bar de la playa y empezaron a llegar los primeros bañistas. Familias con niños pequeños. Algunos muchachos y muchachas solas. El sol y la niebla de la mañana creaban reflejos dorados en la arena. Una hora más y la multitud habría ocupado bares, confiterías, playas, olas, aire, y espacio.
Volví al hotel donde Mariana se estaba vistiendo. Me besó con cariño. Yo estaba incómodo. Para mí la cosa había terminado. Ahora había que ir al mar y tomar sol y buscar un buen restaurante y comer mariscos y buen vino. Esa era la otra parte de la aventura. Fuimos a una playa distante de Mar del Plata. Cuando llegamos ya cada uno estaba en sus pensamientos. La noche había pasado. El agua fría y salada me hizo sentir joven y lleno de vida. Mariana caminaba por la playa. Me hizo señas para que me acercara y fingí no advertirlo. Estaba linda como siempre. Solamente que tenía ocho años más. Es decir, 28. Ahora era una hermosa mujer y solamente sus ocurrencias recordaban a la niña que había conocido una semana después de su matrimonio y dos días antes de su luna de miel que finalmente no se produjo nunca. Fue conmigo su luna de miel. Jamás quiso volver a ver a su marido. Durante dos años nos amamos a cada rato y en cualquier parte. Y ahora ocho años más tarde estábamos allí de nuevo y probando que ya no teníamos nada que ver. Solamente que lo pasábamos muy bien juntos y nos encantaba hacer el amor. En algún lugar de Mar del Plata estaba su hija que tenía ahora ocho años. Durante el almuerzo traté de convencerla de que debía casarse con Mario. No era una garantía de estabilidad. Actor y anarquista. Pero era un buen tipo. Le expliqué que yo era un solitario y que eso seguiría siendo toda mi vida. «Te vas a morir solo como un perro», dijo con rabia. No me sentí agredido. Estaba comiendo la mejor cazuela de mariscos que había comido en los últimos tiempos. Además me sentí libre de la preocupación que había tenido desde el día anterior y que recién ahora descubría con claridad. Mientras hablaba miré la calle sin notar lo que ocurría allí pero hubo algo que me llamó la atención. Un reflejo nada más, pero suficientemente claro como para ver sobre el asiento delantero de un automóvil una pistola ametralladora en el momento en que un muchacho se disponía a cerrar la puerta. Después metió el brazo por la ventanilla. Seguramente para poner el arma en el piso. Se volvió y entró al restaurante con tres personas más. Una muchacha y dos hombres. Mariana me hablaba de sus dudas sobre Mario y de cómo yo había destruido su vida sin darle alternativas. Eso fue cierto durante varios años. Aun después de terminar formalmente nuestra relación. Pero después fue ella la que se preocupó por realizar la tarea de destruir sus posibles amores utilizando los argumentos que yo había usado antes. No quería tener a Mariana a mi lado, pero tampoco quería no tenerla totalmente. La naturaleza humana es contradictoria y egoísta y yo me consideraba una cabal expresión de esa pauta de la condición humana. Los tres muchachos y la chica se sentaron cerca de nuestra mesa. La muchacha no era atractiva ni bella. Solamente saludable, rubia, rosada, gordita y aburrida. Ninguno de los cuatro hablaban. Solamente miraban el menú. El mayor andaría por los treinta años y era el único entre los tres hombres que estaba afeitado. Por eso era tan agresiva su nariz larga y roja. Acercaba el menú a los gruesos vidrios de sus anteojos de miope. Los otros dos muchachos eran más corrientes. A pesar de sus barbas. Era natural que usaran pantalones de vaquero y camisas de colores vivos, pero no eran indudablemente turistas. Por lo menos los turistas no acostumbran a viajar con una ametralladora en las manos. Y uno de ellos la tenía en las manos hasta el momento de dejarla sobre el asiento. ¿Y si no era una ametralladora? Sin embargo, resultaba difícil equivocarse. Mariana insistía en que Mario era bueno y generoso y creo que eso en realidad no le importaba demasiado. O no bastaba. El auto era un Chevrolet nuevo y brillaba al sol. La muchacha reía alegremente. El restaurante estaba colmado de tardíos veraneantes de marzo. Familias enteras. Gordos, flacos, altos, bajos, vestidos como turistas, niños llorones, matrimonios mayores solos, clase media de todos los niveles pero con el común denominador de poder pagar la cuenta bastante onerosa del restaurante. Todos, pacíficos, buenos, tolerantes, envidiosos, egoístas, generosos, sectarios, mediocres, inteligentes, torpes, rencorosos y resentidos. Es como la gente, simplemente. Incapaces de admitir la posibilidad de que todos esos calificativos pudieran encajar en cualquiera de ellos, pero inocentemente desprevenidos ante cuatro jóvenes de aspecto deportivo que aparentemente tienen la insólita costumbre de pasear con una ametralladora debajo del asiento del auto. Mariana me tomaba la mano. «No me escuchas» «Por supuesto que sí». «A mí no me digas por supuesto. Nos conocemos demasiado. Eso quiere decir que no me escuchabas y que te burlas». «No, claro que no». Por qué te interesa tanto esa gente. Supongo que no será por la gordita. No. Es por otra cosa. De pronto advierto que en el restaurante hay mucho ruido. Ruido de platos, cubiertos, voces, rumores, risas, llantos. Los mozos se mueven con rapidez, con sonrisas, con gestos. Sudan, se esfuerzan, trabajan. Quieren ser personales eficientes, naturales. Nadie logra eso. Ni los mozos ni los clientes. No pueden serlo. Se trata solamente de actitudes, formas, gestos, y mucha comida que atraviesa esos gestos y los alimenta. Los estimula. Mario nos despidió con recomendaciones de vieja. No corran demasiado. ¿Qué habrá querido decir? Quédense dos días, así podrán ir a la playa. Hay tipos extraños. Estaba un poco triste, comentó Mariana durante el viaje. ¿Quién? Mario. Ah. ¿Y por qué? Cretino. Cada día estás peor. Debo recordarte que Mario no es mi prometido, dije. Mucho más cretino por recordármelo. Curiosa gente. Un amigo me había invitado a comer con Inés, la hermana de Mariana. Yo no conocía a ninguna de las dos. Cuando llegamos ella abrió la puerta del departamento. Fue solamente un segundo, pero estaba todo dicho. Dos días atrás se había casado después de tres años de noviazgo. Clásico noviazgo de provinciana. Quiso que todo fuera convencional y en el viejo estilo. Reaccionaba así frente a la madre. Viuda, rica, fea, con amantes y rodeada de brujos y brujas que sobrevivían con su generosidad o irresponsabilidad o desaprensión. Cualquiera de los calificativos se acomodaba correctamente para definir la cosa. El esquema fue bueno hasta esa noche. El marido había salido esa mañana hacia el norte a arreglar algunos asuntos antes de iniciar el viaje de bodas. Ese fue su error. O por lo menos uno de ellos. Nos vimos ese día y el siguiente. Después todo fue natural y lógico. O completamente poco lógico, pero fue y eso es lo importante. Nos fuimos a Paraguay durante más de veinte días. ¿Por qué a Paraguay? Quién sabe. Cualquier lugar hubiera sido lo mismo. Puede ser que resulte exagerado pero prácticamente nos pasamos veinte días haciendo el amor. A cada rato, en cualquier parte. En la piscina del hotel, en los autos, en el campo sobre el pasto y bajo un sol ardiente y espantoso que nos parecía ideal y amable. Inventamos un código para comunicarnos delante de la gente sin que nos entendieran. Mariana tenía sentido del humor y una ingenuidad conmovedora. En esos días compré una edición francesa del Arte del Amor entre los hindúes. Estaba ilustrado con muchas fotografías de templos en cuyos bajos relieves se reproducían escenas de amor. En realidad diversas formas del acto sexual. Estábamos en la cama de nuestro cuarto en el hotel. Desnudos acostados boca abajo y mirando el libro que estaba en el suelo. Pasaba las hojas lentamente y en silencio. «Cómo chapaban los antiguos» fue el único comentario de Mariana. Y su voz era tan graciosa que hasta el día de hoy no lo he olvidado. Recordaba este episodio ahora sin razón aparente. Tal vez porque nos acercábamos al fin. Un auto patrullero de la policía pasó lentamente. Los cuatro jóvenes no lo advirtieron. Mariana contaba episodios de la infancia de Mario. En su natural exageración parecía una versión infantil de «La hora 25». Según parece a su padre lo habían matado en Yugoslavia, en su aldea, en la puerta de su casa. A su hermano también. Después de asesinarlos los ataron con alambre de púa en los árboles del jardín. ¿El padre era fascista? No, comunista. En realidad tampoco. En momentos de guerra a veces la gente termina en un bando o en otro y no se sabe bien por qué razones. Los enfrentamientos vienen de muy atrás. Es curioso cómo la crueldad tiene formas similares y parecidos recursos en lugares diferentes. También en Colombia, en el Caribe en general, las venganzas políticas terminan con el derrotado envuelto en alambre de púa y colgado de un árbol boca abajo. Pero en Colombia agregan un detalle. Los testículos en la boca del muerto. Un colombiano me lo explicó. Es un símbolo, dijo. ¿Símbolo? ¿de qué? Cómo, ¿no se da cuenta? No me di cuenta y no agregó más. Después calló. No valía la pena seguir hablando con alguien que no entendiera algo tan obvio. A los 10 años, Mario sobreviviente huyendo por Alemania. Después Italia. Francia más tarde. Mario a los 18 años sobreviviente embarcado como marinero. Mario terrorista en París. Mario en Buenos Aires. Basta de Mario. Y a pesar de todo, Mario no había aprendido nada. Como a esas mujeres que las violan veinte veces en la guerra y la experiencia para ellas no existe. Siguen tan niñas como lo eran antes de que la violencia las golpeara.
Cuando volvimos de Paraguay el melodrama y el escándalo. El marido de Mariana me buscó y me encontró. Lo cierto es que no le costó mucho hacerlo porque la reunión, no provocada, pero sí prevista tuvo lugar en la casa de la mecenas de los brujos. Dijo cosas vulgares, groseras, violentas, cursis, grandilocuentes. En realidad, fue el único que habló. Ese derecho no se le podía negar. Yo esperaba un golpe en cualquier momento y estaba dispuesto a asimilarlo. Pero no llegó. La perorata continuaba. Meretriz. Eso ya fue tan gracioso que no pude contener la risa. Tampoco Mariana. A partir de ese momento me resultó imposible escuchar el final del discurso. Creo que una hora después continuábamos riendo. La madre de Mariana, que naturalmente había oído todo desde una habitación contigua, entró al living de la casa donde se había desarrollado el drama. Nos pidió que no le contáramos nada de lo que había pasado porque no le interesaba, pero que esa noche venían a comer unos parientes que llegaban de Europa y que nada sabían del escándalo, entonces, lo menos que podía hacer yo por el honor de la familia y la dignidad de la hija, era participar de la comida fingiendo que era realmente el marido de Mariana. Después de esta perorata expresada con toda dignidad, se marchó. Nuestras carcajadas debieron oírse en todo el edificio. Tal vez en el barrio. Resolvimos que ya que era de la casa y debía oficiar como marido de Mariana, era natural que cumpliera mi rol con absoluta autenticidad. Nos fuimos al cuarto de soltera de Mariana, cerramos la puerta con llave e hicimos el amor hasta que nos quedamos dormidos. Esa no fue la única vez que desempeñé mi papel de falso marido a pedido de esa insólita mujer que cada día era sistemáticamente despojada por sus adivinos, videntes, brujos y enamorados.
La gente se renovaba con frecuencia en el restaurante. Un hombre que estaba detrás del mostrador, seguramente el dueño, se acercó a saludarme. Me preguntó si la cazuela había estado de mi gusto. Le respondí afirmativamente y aproveché para preguntarle si conocía a alguno de los cuatro jóvenes. Dijo que jamás los había visto. Nos recomendó un buen postre y se marchó.
Mariana me preguntó si conocía tanto al dueño del local. En realidad era la primera vez que lo veía. Seguramente me había confundido con alguien. No lo creyó y curiosamente insistió en que por alguna absurda razón yo negaba conocer al hombre. Me pareció inútil insistir en la verdad. Hace tanto que te conozco y todavía no termino por conocerte, dijo. Me tomó una mano cariñosamente. Esas cosas en público me ponen muy incómodo. Le ofrecí un cigarrillo para liberarme de la cosa. Mariana dijo que termináramos pronto de comer y que buscáramos algún lugar al sol en la playa, lejos de la gente. Yo realmente no tenía ganas. Ni del sol ni de la playa ni de lo que inexorablemente ocurriría entonces. Una vez me había acompañado a La Plata y en el camino se le ocurrió bajar a tomar sol en el parque Pereira Irala. Terminamos haciendo el amor sobre el pasto interrumpidos a medias por los gritos de toda una familia de chacareros de la zona que paseaban en un auto viejo. No les hicimos caso y se fueron. Jamás conocí a alguien que fuera una expresión más cabal de la vida que Mariana. Descendiente de una familia tradicional, rica desde su nacimiento había aceptado sin protestas y sin interés las excentricidades de la madre que precipitó a la familia a una situación económica difícil e incierta. Dos años atrás alquiló un departamento pequeño en el que apenas cabían algunos muebles que pertenecieron al General Lavalle, antepasado de la familia, que por una casualidad había logrado salvar de la pasión enajenadora de la madre. A ese departamento que yo no conocía, la llamé una noche en que me asaltó un deseo irrefrenable de saber cómo estaba. Hacía meses que no hablaba con ella y varias semanas atrás había recibido un mensaje suyo en el que me comunicaba su nueva dirección y teléfono. Fue poco después de uno de sus frustrados intentos de nuevo casamiento. Me atendió con voz llorosa, triste, como si le costara hablar y expresarse. Podría jurar que en el momento en que levantó el auricular del teléfono yo sabía perfectamente qué estaba pasando. Me dijo que era bueno escuchar mi voz después de tanto tiempo, sobre todo en esa oportunidad y cortó la comunicación. En diez minutos hice un viaje que normalmente lleva veinte y llegué al departamento. Toqué el timbre inútilmente y de un empujón abrí la puerta. El olor a gas era insoportable. Busqué el interruptor de la luz y encendí, lo cual fue una locura, pero no pasó nada. Antes de asomarme al pequeño dormitorio corrí a la cocina y cerré las llaves de gas.
Mariana estaba acostada en su cama completamente vestida y alrededor se veían sobres rotos de muestras de somníferos. Conté quince. Necesitaba saber cuántos había tomado. Estaba semiinconsciente. Me había hablado de una vecina que vivía sola y de la cual se había hecho amiga. Toqué el timbre de la puerta de su departamento y apareció una muchacha de unos treinta años, bien parecida, a quien le dije quién era. Respondió con un ¡ah! que bastó para enterarme de que sabía quién era. Le pedí que preparara bastante café porque Mariana se sentía muy mal. También le indiqué que llamara a la hermana de Mariana, si tenía el número, y que le dijera que viniera enseguida. Contestó afirmativamente a ambas cosas. Volví al departamento de Mariana. Traté de despertarla para lo cual la levanté con violencia abofeteándola.
Luego de un momento se derrumbó nuevamente sobre la cama. Había un montón de cartas y fotografías rotas. Solamente una fotografía mía que le había enviado desde Londres a los pocos meses de conocernos estaba intacta. Entró la vecina con el café. Le pregunté cómo se llamaba. Laura, dijo. Me preguntó si podía hacer algo. Estaba asustada. Le dije que no era nada grave. Tampoco yo lo sabía. Volví a levantar a Mariana y la obligué a caminar. Sosteniéndola con mis brazos la obligué a tomar un largo trago de café muy caliente que se derramó en parte sobre su vestido. La hice caminar de un lado a otro. A veces interrumpía la caminata para darle una bofetada. Laura se había sentado en uno de los sillones de Lavalle (después me enteré que había sido de él) y observaba sin hablar. No tengo idea de cuánto duró esto pero mientras realizaba el trabajo que sabía que tenía que hacer, pensaba en todo el episodio y crecía dentro de mí una furia irracional, fría e inexpresada que se traducía en silencio y en mayor energía para continuar las idas y venidas por la pequeña habitación. Diez minutos más tarde fue despertando completamente y comenzó a llorar. Casi como un balbuceo. Un ligero y absurdo ronquido mientras las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas. ¿Por qué llamaste? decía. Por qué llamaste. Eras el único que podía darse cuenta. Después vino la hermana. El hermano. Una hora más tarde llegó un médico y Mariana bebía su café juiciosamente sentada en la cama. Ya no lloraba. Me miraba. Comentó: me debo ver hecha un desastre sin haber ido a la peluquería. En ese momento comprendí que todo había pasado y me podía ir. Es lo que hice.
Miraba ahora a Mariana en el restaurante y advertía que nada había cambiado en ella desde el momento en que la conocí. Nada había cambiado en lo fundamental. En el brillo de sus ojos, en su alegría de vivir, en su afán por desplazarse y hacer cosas. A la luz de esta observación me resultaba imposible explicarme su intento de suicidio. Jamás había conocido a nadie tan reñido con la muerte, la tristeza y la derrota. Sin embargo, había ocurrido. Muchos meses más tarde le pregunté por qué lo había hecho y respondió solamente: Estaba cansada. No explicó de qué y hubiera sido inútil preguntárselo.
Volvió el auto patrullero. Tal vez fue un segundo de indecisión en un cambio de marcha o simple impresión mía, pero me pareció que estuvo por detenerse. Continuó la marcha. Esta vez los cuatro jóvenes lo advirtieron. Solamente dos de ellos continuaron durante un momento mirando hacia la ventana. No podía estar seguro que lo que había visto en el asiento delantero del automóvil era una ametralladora, pero tampoco estaba seguro de que no lo fuera. De manera que la relación entre los cuatro jóvenes y el patrullero de la policía resultaba obvia. Nadie es capaz de decir cuál es el aspecto de una cosa o de la otra. Vivíamos, sin embargo, una época confusa en que los terroristas políticos son buscados por la policía como delincuentes y terroristas políticos. Formalmente existe una línea divisoria muy sutil entre el criminal y el héroe y nadie más o menos inteligente es capaz de definir ambas situaciones con precisión y seguridad. Solamente existe una manera y es refiriendo el análisis de la conducta formal a sus fundamentos esenciales. Allí, en el fondo del espíritu humano podrá encontrarse la clave que nos permita saber si el policía que reprime salvajemente es un asesino o un abnegado servidor de la comunidad o si el terrorista es un neurótico presionado y condicionado por oscuras frustraciones o un mártir capaz de arriesgar su vida y su muerte por un ideal que tiene como objetivo el beneficio directo e indirecto de la comunidad. Lo cierto es que yo no tenía una particular inclinación por la violencia, no obstante lo cual las circunstancias de la vida me habían llevado a conocer la cárcel por razones políticas cuando aún no había cumplido los quince años. Y después de más de veinte años de reflexiones sobre la violencia, era absolutamente incapaz de salir a la calle para informar al patrullero de la policía que en ese Chevrolet estacionado en la puerta del restaurante había una ametralladora debajo del asiento. También era cierto que mi escasa actividad política no había sido consecuencia de una actitud definida y clara hacia ese objetivo. Había sido arrastrado a ella por la circunstancia. En los últimos años mi actitud había cambiado. Observaba los hechos sin tomar partido y analizando y criticando la lucha permanente, eterna, incansable por alcanzar el poder y conservarlo, que es en definitiva la política. Como en estos momentos seguía con atención este episodio planteado entre la policía y los cuatro jóvenes, porque no quería evitar conocer de qué manera se resolvería. Independientemente de que la policía supiera o sospechara algo, o que los tres muchachos y la chica fueran delincuentes o héroes. Lo cierto es que entre ambos grupos había un auto con una ametralladora y eso no podía quedar sin expresarse de alguna manera. Pero no ocurrió nada. Había menos gente en el restaurante y los cuatro jóvenes y nosotros terminamos de comer casi al mismo tiempo. Cuando llegamos a la puerta ellos ya habían salido. Abrí y me hice a un lado para que pasara Mariana. Entonces empezaron los gritos y las corridas. Una voz de alto y simultáneamente dos disparos. Otro más. El Chevrolet se puso en marcha con un rugido y saltó para adelante. Por la ventanilla salió el caño brillante de la ametralladora. Ruido y Sol. Ta-tac-tac. El auto empezaba a doblar la esquina y un policía de rodillas en medio de la calle disparaba tomando su revólver con las dos manos. En pocos segundos había terminado el tiroteo. Entonces empezaron los llantos y los gritos. La calle poco antes vacía, donde los tiros y las voces de alto resonaban como una campana, se había llenado de gente. Miraban hacia donde yo estaba con expresión de miedo y curiosidad. Entonces me di cuenta de que Mariana había caído detrás mío. Me agaché maquinalmente. Sin saber muy bien qué había pasado ni qué podría hacer levantándola. Estaba con los ojos cerrados. Al pasar mi brazo por la cintura sentí una humedad tibia y pegajosa. La levanté como pude y salí a la calle. Los policías se acercaron corriendo. Me señalaron el auto patrullero. La gente nos rodeaba por todas partes y los policías los apartaban a empujones. El sol era más intenso que nunca. Brillaba sobre la capota del patrullero. Pensé por qué estaría allí en lugar de perseguir al Chevrolet. Cuando estuve más cerca y la gente se apartó advertí que cambiaban una rueda. Mariana estaba realmente bella. Como si durmiera en paz.
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- II -
El sol brillaba sobre el empedrado de la plaza. Un perro cruzó lentamente y desapareció por un extremo. Luego sacó la cabeza y miró a los diez hombres parados uno al lado de otro, frente a lo que parecía el edificio de la municipalidad o una iglesia. Sus cabezas eran redondas y sin rasgos. El sol las hacía brillar y se tornaron opacas casi negras. Sonó un estampido. Como un trueno gigantesco. Enorme. Tal vez el ruido que precede a los terremotos. O a las tormentas en la montaña. Pero nada se movió. O alteró. Las diez cabezas rodaron hasta el suelo. Los cuerpos quedaron parados en su lugar. Pero la niebla, el polvo, los hacía desvanecerse. Las cabezas empezaron a crecer. Cambiaban de color, verdes, rojas, amarillas. Eran poco a poco enormes esferas de las que crecían ramas, tentáculos, hojas, flores. Los cuerpos ya habían desaparecido. Y las esferas poco a poco ocupaban la plaza. En un extremo el perro observaba con atención sin mostrar el cuerpo. El brillo del sol era enceguecedor, enfermante, opresivo. Ahora blanco. Casi azulado. Sentí frío. La plaza quedó desnuda. Vacía, sin esferas, sin perro, sin sol. Solamente un tipo con cara bastante siniestra que me hablaba. A su espalda el corredor parecía un desierto de hielo encajonado. «Lo desperté. Me parece que estaba soñando. Hacía gestos con las manos. Es un mal lugar para dormir». -Miró a su alrededor. «Hubiera ido a su hotel. La chica se pondrá bien. Su mujer, ¿no?» -No esperó la respuesta. «El comisario quiere verlo. ¿Puede venir?»
Noté que estaba entumecido. Sentí frío a pesar de mi grueso capote. Pasó la enfermera con la cual había hablado la noche anterior. ¿Anterior? Era todavía de noche. Miré mi reloj. Las siete de la mañana. La llamé.
-Cómo está.
-Bien, no se preocupe. Tuvo mucha suerte. No se interesó ningún órgano.
Recién descubría que Mariana tenía órganos. Sangre, huesos, estómago, páncreas, intestinos. Qué absurdo. La periferia era lo más importante. Tan bien hecho. Modelado. Terso. Y adentro los órganos. Una lección de anatomía. No. De plástica. Cómo conocer una persona si no se le conocen los órganos. Ni siquiera se le adivinan.
La enfermera se fue. El policía aguardaba. El bigote le caía a los costados de la boca. La frente estrecha mostraba una cicatriz de lado a lado. Como hundida. Mas bien partida de un hachazo. El cuello encajado entre los hombros. Por lo menos allí debía estar. Las manos en los bolsillos del sobretodo negro y gastado. La imagen de un pistolero mejicano. Solamente que no tenía sombrero. Le dije que lo acompañaría. No sé qué hubiera pasado en el caso de negarme. Pasé por la sala de guardia y pregunté por el médico que atendía a Mariana. Vino a los cinco minutos y me explicó que no había sido nada grave. Nuevamente lo de los órganos. La bala había quedado alojada entre las costillas, pero la extrajeron en cuanto llegó al hospital. No había perdido mucha sangre. Necesita unos días para reponerse. Por lo pronto, durante esta semana permanecerá en el hospital. Quedará perfectamente, solamente usted verá la cicatriz -dijo. Guiñó un ojo. Sonreí. El médico seguramente no supo por qué.
En la puerta aguardaba el patrullero. Subí a la parte trasera. En el auto hacía calor. Atravesamos en silencio la ciudad hasta el camino de la costa. Llegamos al destacamento del barrio de pescadores. A pocas cuadras del restaurante donde se produjo el tiroteo.
Esperé durante diez minutos en la guardia, mientras me tomaban los datos que ya me habían pedido durante la noche. Lo hice notar, pero me explicaron que se habían perdido. No les creí y tampoco pretendieron ser convincentes. Pasé al despacho del comisario. Este era bastante alto y de pelo claro. Vestía como un funcionario bancario. En un extremo de la oficina colgaba en una percha el correaje y la chaqueta del uniforme. Las paredes estaban adornadas con fotografías amarillentas. Seguramente de ex oficiales muertos. Con esas caras ausentes y artificiales que muestran las fotografías antiguas. Parecen tan remotas y sin ubicación. Sin tiempo. Sin espacio. Simplemente de gente que ya no existe.
«Esto no es un interrogatorio» -mintió. «Solamente una conversación. Ha pasado un momento difícil». Su voz era bastante agradable. Amistosa. «Esa gente estaba en el restaurante».
No creí necesario contestar. Estaba corroborando una certeza. Jugaba con un anillo de oro con una piedra azul. Se esforzaba por adivinar qué clase de interrogado podía ser yo. No había llegado a comisario por tonto.
-¿De paseo por Mar del Plata?
-Sí.
Hasta allí duró su actitud indiferente y sociable. Abrió un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Lo acepté y mientras me lo encendía seguramente buscaba las palabras más adecuadas para iniciar su faena. Fue todo muy lento. Como si le costara decidirse. Se sentó muy erguido y miró la punta del cigarrillo. Permaneció en esta actitud hasta que terminó la introducción. Solamente me miraba fugazmente. De vez en cuando. Seguramente para ver qué efecto producían sus palabras.
«Se trata de un episodio muy grave. Hace tiempo que buscamos esa gente. Son delincuentes dispuestos a llegar a cualquier extremo. Suponemos que asaltaron un banco en Tres Arroyos y colocaron bombas en una garita de la base de submarinos de Mar del Plata. No tenemos su filiación y seguramente, como consecuencia de todo esto que ha pasado y por este episodio en el cual casi pierde la vida su señora, tenemos la seguridad que comprenderá la gravedad de la situación y colaborará con nosotros. En estas épocas de crisis es responsabilidad de todos los ciudadanos colaborar con las autoridades y eso esperamos de usted. Lo que ha ocurrido es en cierto modo bueno, por lo instructivo. Perdone esta afirmación, pero por lo general cuando la gente lee sobre estos actos de terror en los periódicos supone que son cosas ajenas a ellas mismas. Casi irreales. Usted lo ha visto. Casi ha sido víctima de ello. Eso es importante.»
Terminado el discurso guardó silencio. -No es mi esposa-, dije. Creo que le molestó. Se puso el anillo. Por lo general a la gente le gusta contar episodios en los cuales ha sido protagonista. A mí no. El comisario acababa de enterarse de esta característica de mi personalidad, lo cual perturbaba su deber profesional. Los planos se mezclaban. Para mí no era tan claro como para el comisario. No había tan estrecha y terminante relación entre el episodio vivido durante la mañana del día anterior y mi colaboración con la tarea policial. No era una cosa de causa y efecto. No tan simple. Tampoco había detenido al patrullero para decirle que en el Chevrolet había una ametralladora. También me indignaba lo que le había ocurrido a Mariana. Más aún, lo que pudo haberle ocurrido si la bala afectaba algún órgano, como decían el médico y la enfermera. Y seguramente deseaba romperle la nariz al idiota que aparentemente comandaba ese equipo de adolescentes. Tal vez alguna vez tendría la oportunidad de hacerlo. Pero eso nada tenía que ver con la policía. Y esta conclusión era bastante grave. Angustiosa. Era como descubrir que lo razonable era arreglárselas solo. Pero no solamente aquí, frente al comisario. También frente a los supuestos delincuentes. Con esas caras. Terroristas. Esa gordita saludable. Imbécil. La revolución. Aquí en la Argentina. Tal vez treinta y cinco millones de estómagos en el año 2000. Y dos vacas y media para cada uno. Pero tampoco con la policía.
«Usted quiere colaborar con nosotros, ¿verdad?». Parecía una pregunta, pero no era así.
Ahora era yo quien observaba la punta de mi cigarrillo encendido. Después lo miré francamente.
-Señor comisario. La señora que me acompaña ha recibido un disparo. Todavía no sé de quién. Si de los delincuentes, como usted dice o de la policía. Vamos a distinguir dos cosas. Por una parte quién es el agresor. Por otra, todas esas cosas que usted explica sobre los antecedentes de los que se tirotearon con sus policías.
-Con la policía. No es mía.
-Quiero manifestarle, que tampoco mía. Aun cuando tal vez lo diga en un sentido diferente. El hecho es que no sé qué ideología o intención tenía la bala que hirió a la señora Cullen. Creo que en definitiva se trató de un accidente, porque nadie seguramente pensó en matarla, ni quería hacerlo. Igualmente podría haber sido yo el herido, tal como lo explicó hace un momento. De allí a participar en la persecución de esas personas y aceptar como válidas todas sus afirmaciones sobre ellos, existe una distancia que yo no me propongo recorrer.
Permanecí mirándolo para ver qué efecto habían causado mis palabras. Sonrió con cortesía. Casi afectuosamente.
-Debo entender entonces que quiere proteger a los delincuentes.
-No, señor, y usted sabe que no es así. No tengo ningún dato que pudiera servirle. (Esto había sido un retroceso) En segundo lugar no creo que sea oportuno, ni dé resultados más o menos constructivos, analizar los elementos a través de los cuales ustedes llegan a la conclusión de que se trata de delincuentes.
-De manera que a su juicio la gente que anda con ametralladoras por la calle, ni son delincuentes ni tienen el propósito de delinquir.
«Digamos mejor que no abro juicios precipitados sobre esa conducta.» Esto era el absurdo, pero me divertía probar hasta qué punto el comisario era capaz de entrar en el juego. Pero no entró. En realidad no lo había sobreestimado. Se rió echándose para atrás en el sillón. Por primera vez rompió el esquema formal que había asumido desde el primer momento. Demostraba que tenía sentido del humor. Empecé a preocuparme. No iba a resultar fácil llevarlo a mi juego. Pero ¿cuál era mi juego? Hasta ahora era el de un estúpido, porque simplemente debería haberme limitado a contestar cuatro tonterías intrascendentes y ya hubiera terminado todo. Pero cierta absurda convicción de una imprecisa impunidad, y el fastidio de suponer que este tipo tenía resueltas todas las preguntas, me determinó a mostrarme sin ningún espíritu de colaboración.
-¿Cuál es su profesión?
-Periodista.
-¿Dónde escribe?
-En muchas partes. Trabajo por mi cuenta y vendo lo que hago a quien quiera comprarlo.
-Si es así, no tengo necesidad de explicarle las cosas que pasan.
-No.
-Entonces apoya a los elementos subversivos.
-Supongo que usted se refiere a esa gente que anda por la calle con ametralladoras. No. No los apoyo.
Se paró y comenzó a pasear por la habitación. Largos trancos a mi espalda.
No volví la cabeza ni seguí sus andanzas. Seguramente lo advirtió. Traté de imaginar qué estaría pasando, para adivinar cuál sería su actitud. Tal vez solamente evaluaba qué consecuencias podría tener el hecho de que yo fuera periodista, ante la posibilidad de aumentar la presión. Los héroes muertos desde sus fotografías miraban hacia mi espalda. En dirección al héroe vivo que tenía que decidirse. De pronto el paseo se detuvo. El silencio fue total y por eso lleno de rumores. Se oía el tableteo de una máquina de escribir en una oficina lejana. Los gritos exhaustos de algún borracho encerrado. El murmullo plagado de estática de la radio policial en la habitación vecina.
El comisario se sentó nuevamente. Estaba serio. Dio las últimas pitadas a su cigarrillo. Lo apretó lentamente sobre el vidrio del escritorio.
-Está haciendo una tontería -dijo-. Da la impresión de que usted estaba en el restaurante con los terroristas. Aparentemente los defiende. No es normal su actitud. Otra persona estaría indignada contra quienes son capaces de ejercer la violencia de esa manera. Reaccionaría. Clamaría por justicia. Una persona que estaba con usted ha sido herida. Podría estar muerta. No me importa que sea su mujer o no. Pero por lo que me han dicho, para usted no es indiferente lo que le pase. Lo llamo, esperando que colabore con nosotros y con toda tranquilidad me dice que no, y además duda que se trate de delincuentes. ¿Qué quiere que piense?
Poco a poco fui advirtiendo que estaba en el barro hasta las rodillas. Así que esa era la cosa. El comisario no era ningún estúpido. El camino era bueno. O hablo o soy cómplice. Mi actitud no era normal. ¿Quién es normal? ¿Qué cosa es normal? Viajar a Mar del Plata con una mujer ajena, que se pasa horas hablando del tipo que es su amante y tal vez su marido a breve plazo. Y esto poco después, o poco antes, de hacer el amor conmigo. Yo no sé si esto es normal o no es anormal. Son cosas que ocurren. Me divertían las referencias hacia la violencia del comisario. Resulta que los cuatro prófugos eran delincuentes con su ametralladora, pero la policía cuando golpea de más y se le va la mano, no ejercita la violencia, sino que impone el orden. El orden para que nadie haga otra cosa que lo establecido. Muy bien, ¿por quién? ¿Qué legitimidad? ¿Valía la pena discutir esto con el comisario? Era una carrera perdida. Me tenía atrapado.
-Analicemos la cosa desde el principio. Usted no tiene ninguna prueba de que yo haya estado en el restaurante con los delincuentes o terroristas o como quiera usted llamarlos. En cambio, yo sí tengo pruebas de que estábamos solos. En segundo lugar, cuando salimos del restaurante los tipos estaban en su auto. En ese momento empezó el tiroteo y la señora Cullen cayó herida. Lo mismo podría haberle pasado al dueño del kiosco de golosinas que está enfrente del restaurante. Y si hubiera sido herido a usted no se le hubiera ocurrido establecer ninguna relación. Está utilizando un elemento de presión que implica una amenaza. Además, prueba que me equivoqué con usted y que no es capaz de aceptar la verdad y la franqueza. Debería haberle hecho una descripción cualquiera de los tipos y estaría encantado. Aunque fueran mentiras. En realidad, cuando me llamó aquí no esperaba obtener de mí algún dato que le sirviera para la investigación. Fue seguramente pura rutina. En diez minutos me hubiera despachado y hasta me hubiera demostrado su fingida o auténtica pena por el suceso. Pero eso ya está superado. Ya no se trata de la investigación ni de los datos que hubiera podido darle y que no le servirían. Se trata de que no estoy dispuesto a entrar en su esquema de plañidera consideración porque un puñado de delincuentes miserables pretende turbar el orden y la paz. No puede soportar la idea de que alguien piense de que todo eso no tiene demasiada importancia. Sería, naturalmente, restarle importancia a su propia actividad. Si esos tipos no fueran delincuentes, ni guerrilleros, y simplemente un grupo de idiotas intrascendentes, la acción de la policía no sería tan heroica, ni tan sacrificada, ni tan justa e indiscutible. Por el contrario, esa sospecha es la que no puede tolerar. Por eso inventó lo de la presunta relación entre los tipos del Chevrolet y nosotros. Pero no me va a enredar. -Decidí jugar hasta el final-. Como lo que propone como hipótesis es tan absurdo, que no va a poder sostenerlo, le voy a explicar la cosa hasta sus últimas consecuencias. Claro está, si le interesa.
Guardé silencio. Quería obligarlo a tomar una decisión rápida antes de continuar. Entró un cabo y le puso un papel sobre el escritorio. El comisario debió aprovechar esa fracción de tiempo para pensar y decidirse. Era un diálogo absurdo. A esa hora. Con frío y hambre. En Mar del Plata, adonde había ido a pasar dos o tres días con una mujer que me gustaba. A quien me unían muchas cosas y me separaban muchas más. Pero que siempre me resultaba atractiva. Ahora en ese hospital. Herida. Afortunadamente no afectó ningún órgano. El órgano sexual es el único que le conocía bien. Pero los otros también se habían salvado. Mientras este estúpido con su mundo de orden, de buenos y de malos, de justos y pecadores se molestaba porque no estaba de acuerdo con el casillero, ni con la ubicación de los términos en el casillero. Volví a repetirme que era un estúpido. No él. Yo. Que me había metido en el lío sin que al fin de cuentas me importaran ninguna de las dos partes. Era la historia de siempre. El campesino que sale de su casa para ver cómo el ejército del señor feudal, que dicta la ley e impone el orden, lucha contra los bandidos que quieren escamotearle sus bienes. Por su parte el señor feudal, mientras va ganando la guerra, también le cobra los impuestos. Igual que los bandidos, si ganan. Porque entonces serán ellos señores feudales. Y este papanatas, esbirro transitorio del señor feudal, a esta altura de la vida y de la muerte y de la historia y de los triunfos y las derrotas, pretende moralizar y explicar dónde están los buenos y dónde los malos. La diferencia está en que el campesino, que es sabio, trata de esconderse hasta que pase todo. En cambio yo, que pretendo ser un estúpido civilizado y con derechos, hago lo posible por meterme en el campo de batalla, aunque puramente dialéctico, para que me den un palo.
-Está bien. Cuénteme toda la historia.
-No hay historia. No vi a nadie. No sé quiénes eran los que disparaban. Solamente el cañón de una ametralladora saliendo por la ventanilla del auto. Ahora, ¿puedo irme?
-No, se va a quedar un rato. Parece que los han localizado. Voy a ver —30→ qué pasa.- Se levantó y fue a la habitación vecina donde funcionaba la radio.
Antes de que saliera le pregunté si estaba detenido. -Solamente demorado -dijo. Retornó su sonrisa amable.
Encendí un cigarrillo. No era la primera vez que estaba en una comisaría. Detenido o demorado. Los eufemismos del orden. Esta vez no me preocupaba demasiado. Tenía tiempo. Nada que hacer. Mariana en el hospital. Me intrigaba el destino de esos cuatro huyendo en el Chevrolet, seguramente por algún camino secundario. Asustados. Decididos. Tal vez con alguna dirección precisa o sin ninguna. Como al trazo de una luz de bengala que finalmente se apaga. ¿Tenían aspecto de salteadores o de terroristas? No lo sabía. Pero era más fácil ubicarlos en algún café vecino a alguna facultad o en un bar automático de barrio. Tomando refrescos. No conspirando ni planeando un atraco.
Tomé un diario que estaba sobre el escritorio del comisario. En primera página informaban sobre un terremoto en Perú. «Lima, 3 AFP- Mientras las muertes aumentan a causa del frío y del hambre, el Gobierno anunció oficialmente que no hay esperanza de que el balance de treinta mil muertos se reduzca y, por el contrario, hay que temer que aumente». A partir de allí un largo relato de desolación, hambre, aldeas arrasadas, muertos.
Varios años atrás había estado en un terremoto en Chile. Las ciudades con muchos sitios baldíos donde antes había casas. Las calles fracturadas. A distintos niveles. Mostrando la tierra negra y húmeda a pocos centímetros de la superficie. La costanera como un complicado rosario de cuentas dispersas. De vez en cuando un rumor amenazante. Nos mirábamos inmóviles en nuestro sitio. Nadie sabía en qué dirección estaba la seguridad. La salvación. Porque nada ocurría hasta que ya no había tiempo de huir, o salvarse o alcanzar la seguridad. Lo mismo ocurría frente a la violencia, el disparate, la revolución, la crisis, el conflicto ingobernable. Es la vida misma. Es el mundo que transita y ama y odia, y crea y destruye. Esta generación, y la anterior y las que nos sucederán. Cambio, cambio, cambio. Los que quieren permanecer y conservar. Los que quieren transformar y trajinar hacia otro esquema. No hay diálogo. Ni con la naturaleza, ni con los hombres. Cuatro chicos huyendo en la noche entre la tierra, el miedo, el coraje, la impaciencia, la oscuridad y la esperanza.
Un puñado de policías persiguiendo la tierra, el miedo, el coraje, la oscuridad y la esperanza entre sus propios miedos y oscuridades. Los buenos y los malos. Mariana herida absurdamente. Se salvaron sus órganos. Eso está bien. ¿Testigo? El campesino que no tuvo tiempo de esconderse. La vida que permanece y simplemente existe. Es. Sin asaltos a bancos ni dinamitando puestos militares. Llorando como un niño, acurrucada en su cama después de los barbitúricos y el gas y la resolución, la desesperación y la muerte. Ya no quería vivir. ¿Eso es posible? La imagen misma de la vida, la alegría, el amor, el placer. No quería vivir. ¿Por qué tuviste que hablar? Me siento cansada. Inútil. Sin esperanzas sin respuestas. ¿Pero dónde querés buscar las respuestas? No importa dónde. Sé que no las hay. Estás equivocada. Vos sos una respuesta. Para otros. No para mí. Mi padre murió solo en el extranjero. Me enteré porque alguien envió una carta con un recorte de diarios en los cuales se hablaba de su vida y de su muerte. Tu padre está muerto. Terminado. Problema resuelto. No. No. Quiero hacerte el amor. ¿Dónde? ¿Aquí? Sí, aquí mismo. Pero estás loco. A treinta metros un cuidador vestido de gris recogía flores secas en una carretilla. El sol brillaba sobre las lápidas y las placas que recordaban y evocaban o intentaban fabricar virtudes, sentimientos, congojas, lejanía, soledad, silencio. La Recoleta. Como a cien metros cincuenta personas reunidas recordaban algún muerto ilustre. Alguien pronunciaba un discurso. ¿Sería para Lavalle? Estás loco. Loco o no loco te hago el amor aquí. Mariana se reía. Trataba de sofocar su risa para no llamar la atención del guardián. No se resistió en absoluto y me dejó hacer. No advertí si fue incómodo. Cuando todo pasó, descubrí que frente a mis ojos, entre su pelo, brillaban las palabras de una placa: «Silencio. Un guerrero reposa en paz». Se la señalé. Cuando salimos del panteón el cuidador nos miró con gesto de sorpresa. Observó un momento y después continuó con su tarea. El comisario volvió y trató de comunicarse infructuosamente por teléfono. Me miraba inexpresivamente.
-Parece que los encontramos. Va a tener que identificarlos.
La radio policial continuaba su monótona transmisión plagada de estática. Un cabo trajo varios papeles abrochados y los dejó sobre el escritorio. De pronto hubo mayor movimiento. Varios agentes salieron de oficinas interiores y marcharon por el patio rumbo a la puerta. Llevaban armas largas. Un sargento los detuvo preguntándoles adónde creían que iban. A Balcarce. ¿No? No. Solamente el comisario y yo, contestó el sargento. Volvieron a sus oficinas arrastrando pesadamente los pies. Negro, seguimos el partido. Está bien, pero ¿te acordás qué cartas teníamos? El borracho del fondo empezó a gemir. ¡Cállate, loco!, gritó alguien. Por el corredor de entrada de la comisaría resonaron risas de mujeres. Por su aspecto resultaba fácil adivinar que no habían sido detenidas por razones políticas. Las cuatro primeras eran arrastradas a empujones por dos policías. Una quinta marchaba rezagada. Esta se queda acá, dijo el sargento. La hicieron sentar en un banco del patio interior, frente a la sala de guardia. ¿Y por qué se queda acá? preguntó una de las mujeres. A vos no te importa. Métanlas al calabozo. ¿Y esto es justicia? ¿Acaso la loca esa tiene el culo de oro? Risas y gritos.
La muchacha miraba indiferente la punta de sus zapatos. Bajo las pinturas, afeites y adornos no llegaba a los quince años. El pelo lacio le caía sobre los hombros. Parecía realmente bella.
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- I - / - II - / - III - / - IV - / - V - / - VI - / - VII - / - VIII - / - IX - / - X - / - XI - / - XII - / - XIII -
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