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jueves, 28 de enero de 2010

GUERRA PRIVADA. Autor: PANCHO ODDONE / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.




GUERRA PRIVADA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Arandura, [1994].
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a Alejandra B.

Pero si yo busco en la apatía mi ventura;
el estremecimiento es la mejor parte de la humanidad.
Por muy caro que el mundo le haga pagar el sentimiento,
en medio de su emoción, es cuando el hombre siente
profundamente la inmensidad.
Fausto

Uno
** A la madrugada Mariana dijo que quería irse a su casa. Lo pidió suavemente, con cariño. Como si de alguna manera quisiera evitar el comienzo de una discusión o la reanudación de la que habíamos tenido durante la noche. Una fatigosa, interminable, caótica e inútil pelea con la cual nos habíamos lastimado durante horas. Ahora creaba las condiciones para que me negara a llevarla. O tal vez que produjera algún hecho, actitud, gesto de amor, que borrara esa noche violenta, estúpida, carente de sentido pero agotadora y terrible. Yo estaba dispuesto a ser consecuente con ese pedido no formulado, con esa vuelta al comienzo, como si nada hubiera pasado durante las largas horas de amor y dolor, de violencia y tristeza, de errática y contradictoria relación entre nosotros, que nos amábamos y torturábamos sin ninguna piedad. Pero de pronto me formulé una vez más la hipótesis de que lo mejor era terminar la historia extraña y absurda de nuestras relaciones, y así olvidar, superar o simplemente disimular la fatiga torturante que se arrastró durante más de un año. No tuve ganas. Quise no contestar, no producir un gesto. Solamente verla levantarse, vestirse y partir, siendo consciente en ese momento del inevitable y excitante roce de su piel, del olor cálido, de habernos amado y dormido, agotados física y mentalmente, como si el amor fuera un desgarrón terrible y angustioso. No un deleite lleno de sutilezas y ternura, sino el placer de un agudo dolor y el derrumbe de la paz y la satisfacción.
** Permanecí callado, sin responder a su decisión de marcharse. Sin comentar la indicación de que me quedara como estaba, que ella simplemente tomaría un taxi, sabiendo ambos que quería quedarse y que en el caso de que se fuera nos iríamos juntos. Yo no dejaría que se marchara sola, aunque hubiera querido hacerlo con el solo objeto de saber cómo actúan los hombres que se desentienden de las mujeres. Los que consideran que no son capaces de levantarse en la madrugada, vestirse y peinarse, a pesar del dolor y la soledad y la tristeza, y las ven partir, segundos antes de darse vuelta en la cama para tratar de dormir un poco más. Ella y yo sabíamos que no ocurriría así. Que es muy difícil cambiar cuando uno mismo estableció las reglas del juego y estas indicaban que un hombre no puede dejar que una mujer, propia o ajena, que ha estado en su cama durante horas para el placer, el dolor o la frustración, se levante, se vista y salga al silencio, la soledad y el frío, que siempre es una presencia viva en las madrugadas, en invierno o en verano, en primavera u otoño.
* Que sola y desdichada, porque la imaginamos desdichada por esa misma soledad, indefensa, como abrumada por el mundo y la ciudad enorme y los edificios silenciosos, sin rastros de vida ni luces encendidas, sin gente en las calles que explique la presencia de otras vidas desconocidas pero cercanas en su anonimato. Esto, que puede ser normal y aun bueno y hasta formativo para uno mismo y para ella y para la aventura de la pareja, no estaba en las normas tácitas, no formuladas, inevitables, de quien como yo, resolviera alguna vez o nunca conscientemente, deliberadamente, asumir el rol de permanente, estoico y arrepentido protector del ser desvalido (qué gracioso), débil, sometido a las amenazas de una ciudad que duerme o se despereza o se inunda de azul en el amanecer, acentuando la soledad de ese cuerpo tibio que odiamos y amamos, y que jamás permitiremos que haga algo tan simple, elemental, inocente e intrascendente como el de tomar un taxi y pedirle al chofer que la lleve a su casa, a no más de quince o veinte cuadras de donde ocurrió el drama del amor turbulento, la desesperación del orgasmo, la melancólica tragedia de los reproches y toda la alocada, contradictoria y aburrida miscelánea de hechos, gestos y tensiones que atraen y rechazan a dos amantes en el eterno, convencional, agotador y placentero campo de combate de la cama.
* Y podría haberle dicho que se quedara, ya que es lo que esperaba, o solamente no haberle dicho nada y abrazarla y besarla dulcemente y cubrirla con la sábana y decirle que teníamos todo el tiempo del mundo, todo el mundo sin limitaciones, que podía quedarse para siempre, que afuera la calle estaba húmeda y la noche no había terminado. Podía haber continuado diciendo lo que Mariana esperaba y necesitaba y reclamaba con su intrascendente, frívola, convencional expresión de que tomaba un taxi y se marchaba a su casa, muerta, enorme, fría, elegante, sola y que eso estaba bien y así tenían que ser las cosas. Pero como no tengo la grandeza de la sinceridad, ni la honradez de aceptar las cosas simples así como se plantean, y porque tal vez yo sabía o imaginaba o quería creer que eso era simplemente una mentira más, hice lo que no tenía ninguna gana de hacer. En silencio, duramente, sin comentarios, sin amor, fingiendo agravios elaborados por lo que cualquier elemental lector de psicología llamaría «mis propios conflictos», me vestí rápidamente, encendí un cigarrillo y esperé que se pusiera su ropa con gestos lentos, graciosos, excitantes y provocativos, sin esforzarse para que se vieran de esa manera. Pero yo sí los interpretaba de esa manera. Al fin de cuentas lo mismo me ocurría cuando la veía simplemente caminar por las calles, cuando bajaba o subía de la cama como lo hacen todas las mujeres, muchas veces inútilmente, sólo para que veamos la gracia y la belleza en cada movimiento, y lo felices que debemos sentirnos de que esa belleza se acurruque a nuestro lado, nos inunde y nos cubra con su erotismo. Las mujeres, todas, casi todas, ¿quién sabe?, ponen en evidencia hasta qué punto debemos sentirnos agradecidos, felices, fuertes y poderosos porque todo ese conjunto de armonía y alegría y vitalidad y esperanza, haya sido creado para nuestro amor y nuestro placer solamente sabiendo que tal vez mañana, hoy, dentro de una semana, puede ser absolutamente lo contrario, ajeno, casi desconocido, un recuerdo, a veces ni eso tan solo, y que siempre seremos iguales. Ellas y nosotros. Pero también absolutamente diferentes. Inevitable, enloquecedor, terrible.
* Salimos mientras una luz azul plateada daba tonos fantasmagóricos al pequeño jardín detrás del departamento, que consistía en una larga planta baja, no muy grande, con pocos muebles, la cama era el más grande, y una enorme mesa de dibujo, cuadros y libros en desorden. Como un refugio. En realidad eso era, donde yo había decidido en paz y soledad, resolver el acertijo de mi propio destino, sabiendo de antemano que esto era solamente una mentira. Que mi destino nada tenía que ver, o tenía que ver sólo tangencialmente con ese lugar, con la cama, que insumía la mayor parte de mis horas diurnas y nocturnas, pero no precisamente en la soledad y el recogimiento, sino en el erotismo y el placer, doloroso o torturante con Mariana y efímero y alegre con otras. Había resuelto aislarme del mundo, lo que sencillamente significa intentar hacer lo que a uno le da la gana sin testigos y sin dar cuenta a nadie, sin tener que mentir demasiado, sin responsabilidades y pocos gastos. Era un bohemio, nadie podía exigirme nada salvo mi propia persona, algunas palabras con sentido del humor, la parodia que con algún talento desarrollaba de ser un profundo conocedor del alma humana y las condiciones de libertad, desprejuicio e irresponsabilidad que a las mujeres les resulta irresistible y atractivo. Y cumplía bien ese rol. Salvo con Mariana.
* Sin embargo no siempre fue así. Al principio la mecánica que había inventado dio resultado. Siempre da resultado en la primera etapa, lo que ocurre es que no debe haber nunca segunda etapa. Ese es el error. Siempre pensé que lo mejor que tiene el amor es que dura poco y que lo peor que tiene el amor es que después hay que vestirse y volver a casa. Pues bien. En esta actitud de bohemio supuestamente ilustrado, con sentido del humor, una buena dosis de cinismo que a las mujeres les encanta, y la aparente lucha por el perfeccionamiento espiritual, habían transcurrido muchos meses de alegre irresponsabilidad. Todo anduvo bien hasta que apareció Mariana que ahora, silenciosa, caminaba a mi lado, me dio la mano y me dirigió una triste, casi forzada sonrisa como diciendo: «bueno, las cosas son así, pero así continuarán y aunque esto parezca el fin, esta noche estaremos juntos y mañana y quién sabe por cuánto tiempo más y tal vez nunca más si es que nunca más existe, y claro que existe...» y caminamos las diez cuadras o quince, quién lo sabe, que había hasta su casa y cuando llegamos, la ciudad había despertado, autos y camiones pasaban a nuestro lado y todos sabían, porque se les leía en el rostro, que no estaban seguros de hacia dónde nos dirigíamos, pero entendían perfectamente de dónde veníamos y lo que pasaba por esos rostros, tenía que ver seguramente con las condiciones en que cada uno había pasado la noche y en esas caras desfilaba toda la humanidad, las millones de caras del mundo, las esperanzas y la resignación, la indiferencia y la muerte, el pasado y el futuro, el presente, del que cada uno quiere escapar, porque tiene razones para ello o porque sí, porque siempre es bueno, imposible, inútil, desesperante, huir del presente porque en definitiva el presente es ayer, hoy y mañana, todo junto en una loca y torturada rueda inexorable que gira hacia un enorme salto en el vacío. Entonces tuve miedo de que esas diez o quince cuadras hasta su casa fueran las últimas que recorriéramos juntos, porque su presencia era ya tan insoportable que se me tomaba desesperante imaginar mi vida sin ella. Sabía que cuando volviera de esta larga caminata todo sería diferente, el sol estaría alto, en esta mañana de verano, y cuando hay sol, el mundo es cálido para mí, alegre, lleno de esperanza, sin preguntarme demasiado qué esperanza o para qué, porque no necesitaba ninguna, ni carecía de ella. Solamente era, no sólo para mí, para cualquiera, una expresión curiosa que usamos para definir la medida de nuestra insatisfacción, la vocación del cambio, la renuncia a lo que entendemos que no es de nuestra índole, hasta que descubrimos que esa es precisamente nuestra índole. Pero a veces lo descubrimos cuando es tarde y no hemos sido capaces de sacar de esa convicción todo el rédito, la satisfacción, el dolor o el placer de que hubiéramos sido capaces si no nos hubiéramos arriesgado en las fantasías de la búsqueda de la propia identidad, según nuestra particular expectativa, que normalmente nada tiene que ver con nuestra propia identidad. Me dio un ligero, dulce y húmedo beso en la boca delante del portero de la casa, que no es protagonista de esta historia, pero que es una presencia permanente en las poco naturales condiciones de vida que hemos creado en nuestras ciudades, con la convicción de que el juicio del valor que se expresó en su cara inexpresiva se identificaba bastante con la rápida mirada que nos dirigió la vecina del primer piso, quien sacaba a pasear sus dos perros pequineses, esas pequeñas y asquerosas bolas de carne, pelos, patas cortas y trompas achatadas, que como todo el mundo sabe son usados en los porno-shows, ya que con natural talento reemplazan a los hombres en los cunnilingus. Pero seguramente la vecina del segundo piso con más de setenta años a cuesta no estaría enterada de este hecho o tal vez sí porque conjeturar sobre estas cosas es generalmente infantil, y casi siempre errado. Y mientras los pequineses olisqueaban el borde de la acera y la anciana dama nos miraba críticamente y el portero fingía una total indiferencia ajena a su condición, naturaleza y costumbre, Mariana caminó hacia los ascensores mientras yo la miraba con la terrible convicción de que hacíamos todo lo posible por no disfrutar de nuestras vidas. Todavía estuve parado algunos minutos en la puerta del departamento como si no tuviera decidido a donde ir, o como si en una película esperara que la máquina proyectora comenzara a reflejar las imágenes al revés y la luz que indicaba que el ascensor se había detenido en el piso octavo comenzara a descender y Mariana apareciera nuevamente en la puerta. Y entonces caminaríamos las diez o tal vez quince cuadras de regreso a mi casa y en media hora estaríamos acostados, despertando de una noche placentera, espléndida, alegre, llena de deleite y que todo lo que en realidad había pasado era solamente la tortuosa fantasía de un psicótico redactor de telenovelas. Pero no fue así y volví por el mismo camino. Era también yo, pero diferente. Como si fuera posible volver a empezar todo, sin pasado, sin historia, sin anécdota, sin tiempo usado y perdido. E imaginaba las cosas prácticas, poco satisfactorias, casi inútiles o simplemente innecesarias que estaría haciendo Mariana en su enorme departamento solitario, antes de ponerse a llorar y sufrir, y lastimarse y arrepentirse y odiarse por no ser capaz de ser feliz, como si eso fuera fácil, natural, inevitable e inexorable.
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Dos
* Cambié de idea y no volví a casa, si de esa manera puede llamarse a ese largo ambiente preparado para el ocio en el que vivía desde hacía poco más de dos años. Fui a sentarme en Plaza Francia, mirando hacia donde alguna vez debe haber estado el río, pero que ahora había sido reemplazado por una gran avenida por la cual llegaban en oleadas incesantes los autos de quienes se dirigían al centro de la ciudad. Eran difíciles de ver, pero fáciles de adivinar, las caras adormiladas, ansiosas, preocupadas o simplemente pensativas de los conductores. Marchaban a la lucha cotidiana de donde volverían por el mismo camino, después de un montón de horas de éxitos y fracasos o de anodina faena de entretenimiento y rutina hacia sus casas, donde sus mujeres habrían pasado seguramente otra jornada de rutina, entretenimiento, indiferencia o nostalgia. Todos los estados de ánimo pueden estar expresados en esta observación. La realidad, con ser aparentemente monótona, es múltiple, imprevisible, tiene inagotable cantidad de expresiones diferentes y resulta casi siempre insospechada.
* Todas las generalizaciones son básicamente falsas. A pocas cuadras de este lugar queda el pequeño café en el que había conocido a Mariana un año antes.
* La descubrí cuando me acerqué a la barra del bar a tomar una copa. Estaba con otra mujer, joven también, en quien reconocí a una periodista. Esta no podía verme porque estaba de espaldas, y advertí quién era a través del espejo del bar. Mariana, más tarde supe su nombre, era de una belleza serena y delicada, asombrosamente perturbada por el brillo intenso y profundo de sus ojos, que aun hoy no sé si son verdes o azules, o tal vez son verdes y azules, de acuerdo a la luz que reciben o la fuerza que generan. Me pregunté quién podía ser. Se veía muy joven y, aunque parezca una paradoja, llamaba la atención la sobria elegancia de su ropa, que la hacía ligeramente mayor. Me miró durante un instante con atenta indiferencia, como quien identifica un objeto más. En general, todas las mujeres miran a los hombres de la misma manera, particularmente cuando no saben qué va a pasar con ellos. Lo cierto es que, para toda mujer o para todo hombre, el mirar a una mujer implica fantasías no formuladas conscientemente, en el caso, claro, en que por alguna oscura e imprecisa razón la otra persona le haya llamado la atención. También es cierto que esto, en las mujeres, no se sabe jamás. Desafío a que haya un hombre, cualquiera sea su experiencia y conocimiento de la vida, que sea capaz de evaluar en una sola mirada cuál es el probable efecto que haya producido su presencia en una mujer. Después es fácil, porque después se miente. Cada uno dice al otro lo que sabe que hay que decir para explicar qué circunstancia fascinante, afortunada, increíble y poco común determinó que sus vidas se unieran, aun cuando esto haya sido por un breve lapso. Entonces hasta se produce la curiosa circunstancia que determina que la fantasía se transforme en la realidad que acompañará a ambos mientras la relación dure. Pero yo puedo decir que Mariana me pareció bellísima, delicada, atractiva y deseable de una manera avasalladora. Entonces apareció Remigio, y en una prueba más de la injusticia y arbitrariedad de nuestros sentimientos, lo odié.
* Remigio es un amigo de esos que jamás supimos ni sabremos en qué momento conocimos. Un típico inútil de abolengo, rico y sin profesión conocida ni necesidad de tener ninguna. Alegre y snob, como para estar ocasionalmente vinculado a los movimientos populistas y con una verborrea imparable, durante la cual, atropelladamente, en pocos minutos, sin ninguna razón aparente y como una irreprimible necesidad vital, nos lanza sin ninguna vergüenza sus apenas intrascendentes experiencias vitales de los últimos días, como si fueran cosas fantásticas y novedosas. Remigio no solamente habló sino que hizo algo peor, me impidió seguir mirando a Mariana ya que se puso exactamente en la línea de mi visión. Así es que lo odié, y esta actitud fue arbitraria e injusta. El día de hoy, en que reflexiono sobre ese encuentro sentado en un banco de esta plaza, recuerdo con afecto y cariño su presencia en aquel momento, porque interrumpiendo sin razón aparente su charla se volvió y con el mismo ímpetu, sin que mediara una transición entre lo que decía en ese momento y lo que se dispuso a hacer, me tomó del brazo y me acercó a la mesa en que estaba Mariana y su amiga y nos presentó en medio de insólitos y apasionados elogios sobre ambos. Él había llegado en busca de la periodista. Habló durante cinco minutos sin parar. Se pusieron de pie y se despidieron y Mariana y yo nos quedamos solos. Bendito sea Remigio. Cuando las cosas deben ocurrir, el destino se vale de instrumentos diversos.
** Yo pienso que la amé desde el primer momento o me dispuse a hacerlo, cualquiera fuese su situación.
** Si hubiera sido abuela y esto era poco probable porque me enteré que acababa de cumplir veinte años, me hubiera sido indiferente esa circunstancia. Entonces empezó el juego de la seducción, donde uno debe demostrar que en realidad es una persona fascinante, que sintetiza todo lo que ella o cualquier mujer más o menos dotada está esperando desde que nació y ella, a la vez, con cierta indiferencia mundana y aparentemente frívola debe demostrar que nada hay ni puede haber en los alrededores más delicado, sutil, refinado, cultivado y subliminalmente sensual y atractivo que ella misma, quien ha sido preparada o se ha preparado a sí misma, o simplemente nació, con el don de expresar acabadamente la mayor aspiración de cualquier hombre verdadero que sea capaz o tenga el coraje o el talento de manejar la apasionante realidad de una mujer de esas características. Y como ambos pensábamos de nosotros todas esas cosas inquietantes e irresistibles, nos fue muy fácil establecer una relación amable, encantadora, inteligente, ingeniosa y francamente insoportable para que durara más de pocas horas. Pero ambos nos dimos cuenta. Sabíamos cuál iba a ser el epílogo, de manera que resolvimos evitarlo. No hubo un acuerdo previo, ni siquiera se insinuó una reflexión sobre lo que ambos veíamos, sino que espontáneamente nos fuimos introduciendo en otro plano de comunicación, aquel que implica el riesgo del conocimiento verdadero, la reprimida vergüenza de expresar la propia soledad o la profunda expectativa, la aventura irracional y riesgosa de la sinceridad, a través de la cual nos ponemos en manos de los otros. Y resultó bien. Porque cada uno, por razones diversas, estábamos esperando eso. Así me enteré que Mariana era hija de una actriz francesa y de un anticuario yugoslavo, en el país desde hacía varios años después de escapar de su país de origen acusado como criminal de guerra, por haber sido diplomático, más exactamente, secretario de embajada en Berlín, durante la Segunda Guerra Mundial. La historia de su madre estaba perdida en una nebulosa que no aclaró ni yo indagué, pero era una historia permanentemente presente en sus relatos del pasado. Mariana se había educado en Europa. En buenos colegios, famosos colegios, no se sabe si buenos o malos, pero generadores de buena educación y allí había vivido la mayor parte de su vida. Ahora vivía con el padre que pasaba parte del año en la Argentina y el resto del tiempo en Europa y los Estados Unidos. Es decir, que vivía sola. Claro está que yo también conté mi historia. Mi casamiento, mi divorcio, mi indiferencia, mi falta de expectativas, mi negación del pasado y del futuro, mi entrega al hoy profundo, terminante, definitivo, con su grandeza y su miseria, sin declararlo así claramente, que era el peor auxilio para una semi-huérfana solitaria y deseosa de ternura, de familia, de comunicación, de comunidad. Y a medida que hablábamos dentro de mi auto en un clima cada vez más libre, afectuoso, como si estuviéramos dando detalles de una historia que ya habíamos conocido y relatado y escuchado mucho tiempo antes, advertimos que el silencio era cada vez más profundo, los autos habían desaparecido, y de pronto un peatón apresurado caminaba a paso rápido hacia su casa. Si no hubiéramos tenido un reloj habríamos advertido que estábamos inmersos en ese momento extraño de la noche en que parece detenerse todo movimiento, sonido, olor, en que no sabemos si es tarde o temprano, sin formularnos si es tarde para qué o temprano para qué, y si es que la noche está terminando o un nuevo día comienza, porque eso nada tiene que ver con el tiempo ni con el reloj ni con el camión del diario que hace el reparto de la segunda edición de la madrugada. Después que relató en términos pretendidamente frívolos e intrascendentes su historia de muchacha acostumbrada a la soledad, insistiendo tontamente en lo feliz que la hacía esa circunstancia, se puso a llorar suavemente, un llanto sin sonidos ni lágrimas, sin compasión. Ya no era la mujer mundana dueña de sí misma, afectada y de sobrio buen humor de los primeros momentos. Fue como si aquella mujer hubiera dado paso a una criatura pequeña, desvalida, solitaria con un profundo dolor que se resistía a expresar, pero que desbordaba irrefrenable a través de sus ojos azules o verdes o tal vez de ambos colores, capaces de conmover a cualquiera que no fuera una mala persona como yo que había estado pensando cómo haría el amor y qué bella estaría desnuda, y que al fin de cuentas todas las mujeres realizan la misma transformación en algún momento de nuestras relaciones, algunas antes y otras después, pero la mecánica es inevitable e inexorable, porque si así no fuera serían diferentes y ya estarían con otro hombre y tendrían hijos, y no las habríamos conocido en esas circunstancias y tal vez tampoco en otras. Pero de haberlas conocido habrían protagonizado la misma metamorfosis y así sería y es, por los siglos jamás. Yo debería haber sabido que iba a ocurrir, porque si bien no me tomó de sorpresa, de alguna manera pensé que esto iba a presentarse tal vez al día siguiente o una semana más tarde, pero en algún momento. No podía ser de otra manera. Y este hecho no cambió nada, porque yo ya estaba enamorado o dispuesto a enamorarme, de manera que ni siquiera lo consideré un recurso suyo para generar mi afecto, porque era absolutamente innecesario, solamente que esto, tal vez involuntariamente, ponía en mis manos o mejor, en mi decisión, el estilo de nuestras relaciones que ella y yo sabíamos que apenas habían empezado, pero que continuarían. Por eso fue una jugada sin riesgo de su parte. Ni tampoco una jugada. Simplemente llegó al punto de no retorno en que confió, lo cual ponía en evidencia, de alguna manera, su relativa inocencia y evidente inmadurez, bajo la superficie de mujer mundana y dueña de su destino. Y yo, a pesar de saber qué iba a ocurrir, pensé lo que siempre se piensa en esos momentos, que lo había hecho porque yo era como era, porque en su inmadurez una natural lucidez e inteligencia le había hecho penetrar e indagar la naturaleza de mi índole y sabía que encontraría la respuesta que esperaba.
** También pensé que esta historia no era nueva para mí y que la vida, el destino, las circunstancias o no se sabe qué maldición determinaban que yo fuera una especie de pararrayos para todas las locas que andaban circulando por el mundo. Probablemente una especie de segunda naturaleza, a pesar de mis expresiones objetivas, creaba las condiciones para que este y no otro, este estilo de locas delicadas, inteligentes, solitarias bien perfumadas y atractivas confiaran en que era capaz, vaya cruel fantasía, de convertirme en la respuesta necesaria, esperada y deseada para su desorden mental. Y lo peor es que tenían razón. Porque no puede ser solamente por azar que estas historias se repitan. Cualquiera sabe que el azar no existe. Se relaciona entre sí la gente que por alguna oculta y poco inteligible razón debe relacionarse y amar y odiar y desear y gozar y sufrir. Y eso empezó aquella noche en que Remigio, a pesar de su aspecto cómico, se convirtió en la Ariadna que me condujo por el laberinto de las relaciones humanas, no hacía el minotauro precisamente, sino hacia esa fuente de deleite, placer, dolor y tortura que seguramente en ese momento estaba llamando a mi departamento para ver si había llegado y decirme que me amaba y que jamás me haría sufrir y que quería verme imperiosamente, ahora mismo y para siempre, porque la vida era breve y el fin estaba en la naturaleza misma de las cosas.
** No volví a casa sino que permanecí en la plaza mirando las jóvenes madres y las mucamas paseando los niños y jugando en las hamacas y no tuve más remedio que recordar los míos, a quienes no veía desde hacía varios meses por decisión de su madre, decisión que yo no había apelado porque de alguna manera me creaba condiciones de irresponsabilidad bastante satisfactorias. De todas maneras lo mismo los veía, aunque no oficialmente. Los buscaba en el colegio o los visitaba durante sus juegos en la plaza y ellos habían aceptado la conspiración y no le contaban a su madre que me veían y estoy seguro que si ella se enteraba, cosa que ocurriría inexorablemente, no haría más que destacar que esa conducta les obligaba a mentir, los distorsionaba y destruía la buena educación que ella les daba, con lo cual se probaba una vez más que lo más saludable para ellos, se referiría a salud mental, era mantenerlos alejados de mí, de mi frivolidad, de mi corrupción, de mi decadencia en todo sentido.
¿En todo sentido? Esto había dicho la última vez que hablamos delante de dos abogados y un juez. Sin embargo, a juzgar por los resultados del juicio, el juez había compartido mis inclinaciones decadentes porque fue bastante magnánimo.
** Al día siguiente de conocer a Mariana, la revista en la que trabajaba me envió a Bahía Blanca a escribir una historia sobre el puerto, los pescadores y un atentado que hubo contra dos barcos pesqueros extranjeros. La llamé para contarle que debía marcharme. Hubo un largo silencio. Creía que se había interrumpido la comunicación.
** -¿Estás allí? -pregunté.
** -Sí -su voz era vacilante. Dormida. Quebrada. No había tenido tiempo de armar su estilo mundano. Continuó-. Recién nos conocemos y ya te vas.
** -Pero vuelvo.
** -Sí -otro silencio-. ¿Cuándo?
** -En una semana. Tal vez diez días -se me ocurrió la idea que seguramente estuvo trepando en mi subconsciente desde que me enteré que debía partir-. ¿Por qué no vienes conmigo?
Más silencio. Después... -Se me ocurre algo. ¿En qué vas?
** -En mi auto.
** -Yo iré mañana en avión a Mar del Plata. Tengo una amiga que seguramente podrá prestarme su departamento que no usa en todo el invierno. Allí te espero. ¿Cuándo vendrás?
** -Con esa proposición mi trabajo en Bahía Blanca me demandará no más de 24 horas. En dos días estoy en Mar del Plata. -Fui sincero y ella se rió.
** Era una risa encantadora, feliz, dulce. De pronto el viaje a Bahía Blanca que se me había antojado como un castigo se convirtió en la mejor aventura que hubiera podido imaginar. Pasaría por su departamento para buscar la dirección que ella debía obtener de su amiga. Dos horas más tarde llamé a la puerta del octavo piso. Si era bella vestida con traje de calle y maquillada, mucho más bella era sin pintura, con un camisón blanco y un salto de cama también blanco. Ella abrió la puerta y por un amplio living decorado con elegancia, pero con demasiados objetos de arte, pasamos hasta el escritorio. Tres de las paredes estaban cubiertas de libros bien encuadernados y seguramente jamás leídos. Se detuvo frente al escritorio y se volvió con un papel en la mano con la dirección. Ignoré el papel. Muy lentamente le tomé el rostro con mis dos manos y la besé en la boca. Muy suavemente. Con la misma suavidad ella fue apretando su cuerpo, que yo sentía desnudo, contra el mío y me abrazó casi con violencia, hasta con desesperación, como si quisiera decirme que no debía partir, que ya no había nada que aclarar, que entre la noche anterior y ahora habían pasado cientos de años, toda una vida, varias vidas, nacidas y desaparecidas, un tiempo infinito en que nos habíamos dicho todo y habíamos vivido todo. Acaricié su cuerpo con suavidad y con amor. Estaba realmente enamorado. Ella me apartó cuando oímos un rumor en el living. Era la mucama que traía una bandeja con desayuno para dos. Eran las once de la mañana, y a partir de ese momento supe que Mariana tenía un particular conflicto con el amanecer. La mañana, para ella, era una especie de maldición que se esforzaba por ignorar cada día. Tomamos solamente café y hablamos sobre mi viaje a Bahía Blanca. Le expliqué cuál era mi trabajo como periodista, y ella me contó que su padre también había sido periodista, en Yugoslavia, antes de incorporarse a la política y a la diplomacia. Los periodistas son un desastre -dijo-, y yo no me atreví a contradecirla. Dije que algunos eran peores que otros, sin aclarar en cuál de las áreas me incluía. Nos reímos. Estábamos contentos. Su padre estaba de viaje, seguramente comprando objetos de arte por América.
** -Cómo ves, esto parece un negocio de anticuario, no una casa en la que se vive.
** Esa misma tarde partí hacia el sur. Me sentí realmente feliz.
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Enlace al ÍNDICE del libro Guerra Privada en la GALERÍA DE LETRAS del PORTALGUARANI.COM
Uno Dos Tres / Cuatro / Cinco / Seis / Siete / Ocho / Nueve / Diez / Once / Doce / Trece / Catorce / Quince
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de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES

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