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martes, 9 de febrero de 2010

LA QUEMA DE JUDAS. Autor: MARIO HALLEY MORA / Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


LA QUEMA DE JUDAS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la 4ª ed. de Asunción (Paraguay),
Editorial Comuneros, 1990.

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Por fin sonó la campanilla.
* Las doce. Los ordenanzas con ese entusiasmo con que todos los ordenanzas dan por terminado el trabajo, cerraron las pesadas puertas del Banco.
* Quedaban algunos clientes rezagados, pero a Dios gracias, no en su ventanilla.
* Con gesto mecánico corrió la puertecilla corrediza, y arrojó, como si fueran un manojo de basuras, los billetes del último depósito que había recibido.
* Miró el cesto, estaba lleno hasta los bordes.
* Calculó que le llevaría una hora, y puso manos a la obra.
* Lo de todos los días. El balance de Caja. La entrega del dinero y los comprobantes, la firma de las planillas. El conforme del Tesorero. Y a casa.
* Mirando el montón de dinero, pensó con cierta esperanza que bien se merecía una diferencia a favor. Como la que saliera en febrero del año pasado.
* Treinta mil guaraníes.
* Fue una locura callárselo. Pero se calló.
* Un reclamo en estos casos es cosa seria. Por eso hay que curarse en salud como quien dice, e incluir la diferencia en el parte diario.
* Pero él se había callado, barajando bien las posibilidades. De haber reclamo, las cosas se pondrían peligrosas. El negaría, claro. Y sería su palabra contra la del depositante idiota que había traído su dinero mal contado.
* Lo malo es que la palabra del depositante tenía una seriedad en razón directa a su importancia como cliente. Así son los Bancos.
* No le hubiera costado el puesto, desde luego, pero sí una observación negativa en su carpeta de la Sección Personal, después de entregar la diferencia reclamada, y arreglar la forma en que él iría pagándola en cuotas al Banco.
* Él no quería aquella observación negativa.
* Pero treinta mil guaraníes abandonados ahí por alguien tan tonto como para no darse por enterado. Valía el riesgo. Y se calló.
* La primera semana pasó pendiente de un hilo. A la segunda ya respiró mejor. Y al mes cerró los ojos y se lanzó al agua. Gastó los treinta mil guaraníes.
* Mientras apilaba los billetes de mil guaraníes, imaginó lo que hubiera hecho un cajero de película del dinero, y lo que había hecho él. Sonreía para sí. Un cajero de película lo hubiera gastado todo en una rubia. El no. Le gustaban las rubias, desde luego, pero estaban catalogadas en su casillero mental como «Artículos en los que es mejor soñar y nada más».
* De modo que se compró un combinado. Telefunken. Su sueño de años. Y los discos de Gardel. Toda una colección de discos de Gardel.
* Naturalmente, le gustaba el otro tipo de música. Pero eso sí, que fuera accesible. Había oído hablar de Mozart y de Chopín y de las Sinfonías de Beethoven. Y con toda buena voluntad se compró unos discos, los escuchó y trató de entender aquello, pero le daba sueño y se dormía, y los discos resultaron plata malgastada.
* Pero Gardel era otra cosa. Sabía decir aquellas historias de amores grises, de regresos tristes a la luz de un farolito que arranca destellos de plata a los cabellos encanecidos. Y estaban también las heroínas de aquellos tangos, pecadores, sensuales, mujeres de otro mundo que emergían de la cadencia de la música con un vaivén de caderas, tomaban forma, nombre y presencia, y se acostaban con él, en un inofensivo acto de masturbación sentimental.
* Había comprado aquellos discos, como quien compra un trozo de existencia nunca vivida pero intensamente deseada siempre. Gardel producía en él algo así como un milagro. Escuchándole tenía recuerdos de lejanos pasados. No los recuerdos reales de un pasado real, sino de días y noches, de amores y dolores que estaban envasados ahí, en esos discos que había comprado.
* Entonces, en la soledad de su cuarto, con la sola iluminación del dial del aparato, era él quien regresaba después de veinte años, bajo la llovizna, con los zapatos rotos y el sombrero embozado, buscando la novia antigua, que al fin hallaría bajo la losa humilde de una tumba en el cementerio.
* Vivía intensamente aquello, hasta el punto de sentir los ojos húmedos de lágrimas.
* No hacía mal a nadie. Ni a sí mismo. Había leído en alguna parte sobre la rebeldía expresada en un millón de formas. Pues bien, la suya era vivir el drama envasado en los discos de Gardel. Era una forma de dar intensidad a lo vacío y un poco de colorido a lo monótono. Era su protesta contra el encasillamiento de su vida, con punto de partida en una infancia en que trataron de convencerle que la cima de la felicidad era la Primera Comunión, y él sabía, pero callaba, que sería más bien una Legnano de carreras.
* Y era también su forma de rebeldía contra una juventud ahogada en la preocupación de recibirse de contador público, apenas endulzada después por un noviazgo desoladoramente formal, y un casamiento donde todos decidieron todo, y él se conformó con cumplir su papel.
* Su esposa había muerto veinte años atrás después de darle un hijo varón. Al principio, trató de encontrar en su viudez un elemento de tragedia con el cual romper la monotonía. Pero todo había sido prosaico y corriente. La peritonitis fulminante, el entierro, su soledad inicial violada por un íntimo y culpable sentimiento de liberación.
* Cierto es que a veces, especialmente en los primeros años, lloraba al recordarla, pero sabía, o adivinaba, que su llanto no era un tributo a ella, sino una concesión a sí mismo, o una forma de madurar artificialmente un dolor que deseaba protagonizar. Pero no se hacía presente realmente.
* Por fin los billetes estaban contados y apilados. El balance final le dio una exacta equivalencia entre números y numerarios, y volvió a cargar el cesto, pero esta vez poniendo el dinero en orden, como disciplinados escolares que regresan a clase del recreo y se enfrentan a la maestra severa.
* El tesorero le dio el conforme, firmó el recibo y se marchó con el dinero a las profundidades de la Caja General. Y allí terminaba todo por ese día, para repetirse mañana, y pasado, y siempre.
* Se deshizo de la blusa de trabajo y vistió el saco. Cuando salía, notó que don Roberto, el de la Caja Nº 11, apenas iba por la mitad de su arqueo.
* -¿Dificultades, don Roberto...?
* -No. No, un atraso. Nada más.
* Trataba de quitarle importancia, aunque sudaba a pesar del aire acondicionado. Deseó ayudarle, pero pensó que aquello no le incumbía y se marchó, con la imagen de don Roberto flotando en una leve inquietud.
* El viejo estaba cambiando. Algo le pasaba. Ganaba bien, desde luego. Y hasta mejor que él, porque don Roberto era mucho más antiguo, tanto que parecía haber nacido en el Banco.
* Tal vez estuviera enfermo. O tendría dificultades con la esposa, a quien recordaba bastante grosera e insatisfecha.
* La conoció un domingo. Hacía muchos años. Don Roberto, vaya a saber por qué razón, le había invitado a comer tallarines en su casa. El fue, desde luego, un poco por los tallarines y otro por curiosidad. Durante años había visto al hombre pegado a su ventanilla, formando casi una sola unidad, y nunca se le ocurrió que don Roberto pudiera estar sentado a la sombra de una parralera, leyendo un libro, o escuchando música, o jugando con un amigo al ajedrez. Cuando pensaba en él y en su casa, la costumbre le jugaba una mala pasada y lo veía, allá también, detrás de una ventanilla.
* Le había invitado a comer tallarines. Quizás porque el pobre era un hombre sin amigos y trataba de conquistar uno, el más cercano, el compañero de la Caja Nº 10.
* Fue a la casa de Don Roberto. Y conoció a la mujer. No era fea por aquel entonces, o mejor dicho, conservaba algo de cierta belleza juvenil, pero era agria por donde se la mirara.
* Desde el principio deseó no haber ido, porque se olía en el aire que aquella invitación era una de esas que los maridos no formulan con el beneplácito conyugal, sino las arrancan a la fuerza. «¿¡Cómo!? ¿Y desde cuándo se te ocurre traer a desconocidos idiotas a comer? Como si ya no tuviera suficiente trabajo toda la semana!», o algo por el estilo.
* Durante la comida la mujer se había encerrado en un enfurruñado silencio, como acumulando reproches para descargarlos cuando él se fuera. Y la conversación se redujo al cumplido, bastante estúpido, que hiciera él sobre la calidad del tallarín, y la respuesta, con cierto retintín irónico de ella, aclarando que lo compró ya preparado.
* Después, en la salita recargada de miniaturas baratas donde fueron a tomar el café a solas, don Roberto había tratado de disculparse.
* -La pobre anda un poco nerviosa. La menopausia...
* Ni siquiera tuvieron hijos. Poco a poco don Roberto fue soltando su historia. Ella había sido bastante bonita cuando joven, pero tonta. Claro que en aquella lejana época, él sabía que era así, pero no la sentía tonta a secas, sino «encantadoramente tonta». Nunca había valorado él la calibración que ella hacía de un pretendiente que era cajero de Banco. Asociaba el cargo con el manejo de mucho dinero, sin detenerse a pensar que era dinero de otros.
* Soñó con buena casa, buena ropa y tal vez una estola de piel para ir a las recepciones que ofrecían los directores del Banco. Pero después se enfrentó con la realidad. Le costó comprender que en las actividades sociales de los directores del Banco no se contemplaba la participación de los cajeros, y menos de sus esposas.
* -Desde entonces creo que empezó a odiarme...
* No podía ser de otra manera. Los niños y las esposas que no maduran odian a quienes les defraudan. Y así corrían los años, sin acompañarse pero tolerándose mutuamente, él con paciencia, ella con rencor.
* -Pensé que trayendo un amigo a casa...
* Y el elegido había sido él. Don Roberto había creído, que iniciar nuevas amistades crearía nuevos intereses. Pero no resultaba. Se olía en el aire.
* Aquella visita había sido años atrás. Y nunca se repitió. El intento de amistad murió aquel día. Casi como si se hubieran puesto de acuerdo, don Roberto no reiteró la invitación, y él, en el fondo, se lo agradecía.
* Cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella, calculó que el ómnibus tardaría unos veinte minutos más, y decidió correrse hasta la casa de discos de la otra esquina. Deseaba comprobar si aquel disco de Gardel que le tenía preocupado (era el último ejemplar) aún estaba allí. Pensaba comprarlo a fin de mes, como un regalo especial a sí mismo, pues era de las pocas colecciones que contenía aquel tango «Cuesta Abajo» cuya letra le prometía un verdadero banquete de emociones dolorosas, especialmente en aquella parte: «Si aquella boca mentía el amor que me ofrecía - Por aquellos ojos brujos yo habría dado mucho más»
* El disco aún estaba. Iba a pedir que lo pasaran por el tocadiscos de prueba, pero le dio vergüenza. Después de todo, su afición era un secreto, no porque la considerara vergonzosa, sino poco digna, como diría el Padre Rafael si se enterase.
* En sus relaciones con él tenía un verdadero cargo de conciencia. Respetaba al Padre Rafael y el cura lo quería, desde luego, como lo confirmaba aquella «Medalla del Buen Cristiano» que le había correspondido a él en el semestre anterior, pero nunca se había animado a confesarle su afición a los tangos.
* Se consolaba pensando que oyéndolos, no se hacía tanto daño como se haría don Crisóstomo - Premio Medalla del Buen Cristiano - 2º Semestre de 1962 - leyendo revistas pornográficas. Porque los leía. Y por lo que él tenía sabido, nunca lo había confesado.
* Pero, bueno -se decía- el pecado de otro, con ser más grande que el mío, no me lo anula.
* Sin embargo, quedaba en pie la cuestión sobre si realmente era pecado escuchar tangos. Con sinceridad creía que no. En sí mismo aquello era inocente, pero el placer sensual que él derivaba de sus noches imaginarias con las heroínas, era una forma de lujuria, contenida pero en cierto modo ejercida. Naturalmente, eso era menos grave que la única vez que leyó el Cantar de los Cantares y se sintió tan excitado que salió a buscarse una prostituta para pasar la noche. La coincidencia de nombres (la prostituta se llamaba Salomé) la había llenado de aprensión, y se confesó con el Padre Rafael.
* -Vuelve a leerlo una y mil veces hasta que te sientas indiferente a la tentación -le recomendó el cura. Y él así lo hizo, pero era inútil, pues la lectura le actualizaba todas las sensaciones agradables que le vendiera aquella meretriz de nombre bíblico.
* Cuando salía de la casa de discos volvió a su mente la figura de don Roberto. Don Roberto y su soledad que pedía socorro en silencio, apenas con la tristeza de su mirada acuosa. Deseó haber intimado más con él, como para poder recomendarle que se comprara un tocadiscos y algunas colecciones grabadas. Eso realmente acompañaba. Él lo sabía, aunque sería difícil explicar a alguien que la soledad puede curarse teniendo por amigos a Dios y a Gardel. A Dios para sentirse seguro, atado a la misa de los domingos, al Comité de Mejoramiento Parroquial, al Padre Rafael con su fácil capacidad de comprender y perdonar, a los amigos, a las procesiones, y al toque de las campanas que él escuchaba desde su pieza, sintiéndolas un poco suyas, como si el badajo golpeara también las paredes de su corazón que adoraba a Cristo Nuestro Señor, y a María, y a San Cristóbal que atravesaba un río con el Niño Dios en hombros.
* Mientras subía al ómnibus, determinó que sería realmente de buen cristiano acercarse a don Roberto y ofrecerle su ayuda, aunque desde luego, tendría que averiguar primero en qué consistían sus males.
* Sospechaba que podía ser algo físico. Varias veces sorprendió aquella cara vieja inundada de sudor, y en los ojos algo así como un miedo hondo, especialmente cuando el trabajo era más intenso, los cheques a pagar se acumulaban sobre el mostrador, y la fila de depositantes impacientes era como una serpiente de mil ojos clavados en las manos del cajero.
* La enfermedad, o la angustia, o lo que sea, incidía hasta sobre su trabajo, como ocurriera aquel día en que él notó más pálido, más ansioso, más desamparado que nunca a Don Roberto. Pagó mal un cheque, como si el documento tuviera un cero más del que tenía. A Dios gracias, el cliente era una persona honrada y devolvió la diferencia. Él desde su Caja 10, había asistido a todo, pero fingió no ver nada, ni oír el agradecimiento balbuciente del viejo. Después, durante toda la mañana, don Roberto se había pasado mirándolo a hurtadillas, como esperando de su parte un comentario o la punta de una charla que le diera la oportunidad de averiguar si el compañero de trabajo había sorprendido aquel pecado mortal bancario.
* Tal vez le haría bien a don Roberto -pensó- una charla con el Padre Rafael. Pero el problema estaba en cómo decírselo sin parecer entrometido. De que don Roberto era católico le constaba desde su antigua visita en pos de los tallarines. Al pasar a la sala, había entrevisto en el dormitorio un Crucifijo en la pared, sobre la cama. Lo recordaba bien porque le causó una impresión triste. Al Cristo le faltaba un brazo, y al perder el apoyo en ese lado, el cuerpo se había desplazado hacia adelante dando la impresión de que aquel ya no era un Cristo crucificado, sino un Cristo mutilado que tironeaba para salirse de la cruz. Algunas veces se preguntó sobre la razón para dejar así la imagen y se le ocurrieron mil explicaciones, desde una forma sutil de venganza de la mujer insatisfecha, hasta la infeliz pretensión de don Roberto de tener un Cristo más suyo por más distinto, y por consiguiente, más interesado en su suerte, o en su mala suerte. No descartó tampoco que la causa podría ser pura y llana indiferencia. En cualquiera de cuyos casos estaba mal, y era cruel, tanto como la pesadilla que le produjo una noche el recuerdo de la imagen mutilada. Soñó que el Cristo estaba vivo, y que los tirones hacían sangrar su mano clavada y que sus ojos le miraban a él, pidiéndole ayuda. En el sueño, deseó intensamente ayudarlo, pero siempre encontraba algo más importante, como ordenar una montaña de dinero ajeno o pasar la pana encerada sobre los discos de Gardel, o salir a buscar a Salomé para pedirle que cambiara de nombre, y que usara otro que hiciera posible el acostarse nuevamente con ella, o correr hasta agotarse delante de los que querían arrebatarle la Medalla del Buen Cristiano del próximo semestre.
* El ómnibus arribó a su esquina de siempre, y descendió. Ahora, a caminar exactamente 386 pasos hasta su casa, partiendo desde la columna. Una vez lo contó por curiosidad, le dio esa cifra, y al día siguiente jugó el 86 a la cabeza ganando ocho mil guaraníes, que invirtió exclusivamente en cenar durante toda una semana en «La Preferida», gozando por igual las excelencias de la perdiz en escabeche y la cortesía servil de los mozos, tan exactamente dosificada para que uno se sintiera todo un señor.
* Aquello fue divertido, tanto que se lo contó a su hijo en una carta más extensa de lo acostumbrado. Pero el muchacho, en su respuesta, no compartió la parte risueña de aquella aventura inocente, y hasta le dejó entrever que un hombre de su edad debería ser más formal. No ocultó su molestia y le escribió otra carta bastante agria diciéndole que se lo había contado a un hijo, para compartirlo, y no a un juez para que lo juzgara. Le dijo además que él, su hijo, tenía la suerte de no vivir en soledad, como su padre, que destinaba exactamente la tercera parte de su sueldo para mantenerlo estudiando en Buenos Aires.
* Desde aquel intercambio un poco ácido las cartas de él se espaciaron por unos meses, hasta retomar después el ritmo habitual, dándole la pauta de que el muchacho había olvidado la reprimenda, de la que por otra parte, él no se rectificó.
* Sus relaciones con Emilio, su hijo, nunca fueron tan estrechas como él lo hubiera deseado. La culpa podía ser suya, por permitir que su suegra se lo llevara cuando murió su madre.
* Cuando el chico quedó huérfano, con apenas tres años de edad, él se forjó una imagen de sí mismo, la del hombre que queda sin la compañera, con un hijo pequeño, y convierte su vida en una abnegada dación al niño huérfano, siendo padre y madre al mismo tiempo, sujeto a una vida monástica que en cierto modo, fuera un ejemplo de conducta ante la desgracia que pudiera exhibir el Padre Rafael en uno de sus sermones. Pero aquello no marchaba, sobre todo, cuando no atinó a determinar dónde terminaba su afán exhibicionista y dónde empezaba su amor al chiquillo. Además, él tenía su trabajo durante el día, y las obligaciones de la parroquia, y más que todo eso, el derecho que le asistía de gustar la inesperada libertad que le ofrecía el tránsito de su mujer al cielo.
* De modo que cuando su suegra se lo pidió, él no se opuso, aunque cuando se lo llevó, como correspondía, no pudo contener una lágrima por el desprendimiento del último trozo de la familia que bastante trabajo le costara integrar.
* Por fuerza entonces, sus relaciones con Emilio se hacían a distancia. Le fijó una mensualidad y nunca se olvidó de su cumpleaños, ni de los Reyes. En realidad, durante todo el tiempo le había estado abrumando de regalos, que no lograban romper esa paulatina incomunicación que los iba separando cada vez más, hasta convertir su paternidad en la obligación de cumplir un calendario fijo, con una u otra variante como la Primera Comunión, la fiesta del Sexto grado, su colación como bachiller, actos a los que él concurría, pero, lo reconocía en el fondo, satisfacían su conciencia, pero le dejaban vacío el corazón.
* Para ese estado de cosas, no descartaba la intervención de la abuela, que nunca le había perdonado su ausencia cuando la peritonitis abatió a la mujer. Ella se había sentido mal aquella tarde, pero ningún marido en el mundo puede esperar que una mujer que se siente mal a la tarde, deba morirse a la noche. Además, la pobrecita siempre se estaba sintiendo mal. De modo que se fue al Básket femenino, para ver aquella final de Campeonato donde él, como siempre, gozaba la confusa mezcla de su pasión deportiva con la contemplación de aquellos muslos blancos y llenos que emergían entre los calzones prietos y las altas medias masculinas.
* Desde tiempo atrás, entonces, se acostumbró a la idea de que entre Emilio y él se interponía la abuela, como un filtro que no dejaría realizarse un intercambio completo, y aceptó la situación sin atreverse nunca a enfrentar el hecho de que también Emilio podría tener conciencia de su culpabilidad por la muerte de su madre. Sencillamente pensaba que eso sería monstruoso de parte de Emilio, y lo descartaba como el mejor expediente para no pensarlo dos veces.
* Sin embargo -solía repetirse- el punto merecía una consideración más amplia, que él se acostumbró a ir postergando, como una visita al dentista. La cuestión -pensaba- estaba «en-hasta-qué-punto» Emilio tenía conocimiento de lo que pasó aquella noche. Bien podía haberle dicho la abuela que dos meses antes, el médico recomendó una operación, sin detenerse a pensar, médico al fin, si uno está o no en condiciones de pagarla. De modo que la operación se postergó. En ese tiempo, él estaba ahorrando para la compra de la heladera, y el dinero había, es cierto, pero uno no puede estar adivinando la gravedad de un mal, sobre todo cuando la paciente tiene apenas 22 años, una edad en que las operaciones parecen superfluas.
* Su suegra, desde luego, hizo cuestión de vida o muerte de que el dinero se gastara en la operación, pero, estaba seguro, más por el placer de privarle de la heladera que por preocupación maternal. La vieja nunca le había mirado con simpatía, y al fin y al cabo, la muerte de su hija le habría venido de perillas para ampliar su rencor a través del nieto, cosa que no debería prolongarse más, y que él se tomaría el trabajo de dejar bien aclarado en cuanto tuviera tiempo suficiente para escribir una carta tan larga como el tema se merecía.
* Cuando llegó a su casa, ya lo estaba esperando, sentada en los escalones del zaguán, Cecilia, la sirvientita de la pensión que le enviaba su almuerzo. A su lado, sobre el escalón reposaba la fuente de ensalada con el asado que ya estaría frío y la sopera enlozada que sudaba vapores. Mientras abría la puerta y daba paso a la jovencita, se fijó bien en ella.
* -Está... «casi» -pensó- contemplando la punta erguida del seno incipiente. Era realmente tentador. Alguna vez se lo tocaría, a ver cómo reaccionaba, y según...
* Mientras se lavaba las manos y oía el ir y venir de la chiquilla poniendo el mantel y los cubiertos, dejó que su imaginación resbalara por un tobogán erótico, forjando sueños en los que el cuerpecillo moreno y joven ocupaba el centro de sus deseos. Salió del baño y se sentó a la mesa.
* -¿Ya comiste, mi hija?
* -Todavía no. Yo como cuando termino de repartir la vianda.
* -¿Querés un pedazo de asado?
* -No señor.
* La pobrecilla decía «no señor», pero su mirada decía que sí. Podía forzar un poco más y sentarla a la mesa, pero pensó que es mejor ir despacio, con paciencia, sin producir desconfianza alguna.
* -Entonces, porque sos buena chica, tomá.
* Le pasó un billete de cincuenta guaraníes. Una fortuna que la jovencita tomó con el aliento en suspenso.
* -Gracia.
* -Y ahora andate...
* La chica se iba, cerrando el puño sobre el billete...
* -Ah... pero cuidadito con darle el dinero a tu novio, eh? ¿O no tenés novio? ¡Seguro que sí!, ¡pícara!
* Cecilia se había ruborizado, con la vista baja, clavada en los dedos de sus pies desnudos.
* -Tenés o no tenés novio, ¿eh?
* -No señor...
* -Y ¿qué esperás? Con lo linda que sos. ¿Porqué no tenés novio?
* -Y... yo no sé.
* -Después vamos a hablar de eso, mi hija. Andate nomás. Y no le digas a tu patrona que te di el dinero. Gastalo vos solita, mi hija. ¿entendés?
* -Sí, don Jorge.
* -Muy bien, a lo mejor mañana o pasado hay otro más grande, entonces.
* -Sí, don Jorge. Hasta mañana.
* -Hasta mañana, mi hija.
* El asado, aunque frío, le supo mejor. En estas cosas hay que andar con sutileza y con inteligencia, reflexionaba, imponerse al fin por superioridad intelectual y por el peso de la propia personalidad que se lleva por delante las debilidades ajenas. El mundo era como era, y él no lo había hecho, por cierto. Y eso podría decírselo al mismo Padre Rafael, si tuviera coraje para hacerlo y si no le importara la interferencia de semejantes ideas en su ascensión hacia la próxima Medalla.
* Mientras se limpiaba los dientes trató de imaginar la respuesta que le daría el Padre Rafael. Hacía un encuadre mental del rostro del cura, pero a pesar de sus esfuerzos el rostro permanecía mudo. Se consoló pensando en lo difícil que es imaginar el proceso mental de un sacerdote, y se fue a la cama, dispuesto a prolongar su siesta hasta las cuatro y media, por lo menos.
* Sin embargo, aún en la cama, con el calor del verano irradiando de las paredes e invitando a la modorra servicial de una buena digestión, el Padre Rafael se negaba a marcharse de sus pensamientos. Se molestó consigo mismo por imaginar esa cara con una expresión de reproche. Hizo un esfuerzo y pensó en un rostro sonriente. Lo consiguió al fin, aunque sin sentirse totalmente satisfecho, porque intuía que no era de buen cristiano jugar así con la cara del prójimo y, menos, con la del Padre Rafael. De manera que -pensó- mejor es dormir, y en el mejor de los casos, soñar con Cecilia, o por lo menos con Salomé.
* No soñó con Salomé, lo que no obstó para que al despertar considerara que bien podría ir a buscarla esa noche. Aquella Cecilia semi raquítica le había impresionado en realidad, y eso de ir a Salomé no estaba mal pensado.
* Consideraba a Salomé una tipa rara. Un ejemplar especial de prostituta, un poco demasiado inclinada a una charla enredada, sin pausas, como chorreando sin orden de una desesperada intención de justificarse. «Yo no soy como esas otras...» era su latiguillo eterno. Él, al principio, se había reído, y hasta trató de hacerla callar diciéndole que era exactamente igual a «esas otras», pero ella persistió en diferenciarse, en contar su caso como una versión especialísima y exclusiva de la caída hacia el «oficio».
* -Bueno, oíme -había tratado de cortar aquello- si vos no tenés la culpa de lo que sos. ¿Quién la tiene?
* -En este momento, vos. Y antes, todos los demás...
* Había elaborado la peregrina teoría de que ella era lo que era, y que todas eran lo que eran, por la simple razón de que existían hombres que pagaban. Trató de explicarle [28] que eso era tan idiota como pensar que había pan porque existían personas a quienes les gustaba comerlo con el café con leche.
* -Entonces, decime -había replicado ella, con su cabello revuelto sobre la almohada. ¿Por qué creés que soy así?
* -Por la simple razón de que sos una degenerada -le contestó con mal humor.
* -¿Se nace degenerada?
* -¡Qué se yo!
* -Yo no. Esas otras sí pueden ser...
* -¡Otra vez!
* La charla le resultaba insufrible. Y se hizo el firme propósito de no volver. Después de todo, uno paga, sin obligación alguna de aturdirse con una verborrea sin sentido.
* Pero aquella vez se quedó. Y volvió tres veces, pensando que ese cuerpo aún joven y bien dócil valía la pena de un sacrificio auditivo.
* Madurada su decisión de visitar a Salomé esa noche, recordó que algo había quedado en suspenso, desde su última visita. Una apuesta bastante tonta.
* -Comprame una máquina de coser y vas a ver cómo cambio, Jorge. Mirá, el asunto de la «personalidá» -decía «personalidá» dándole un significado que ella sola entendía- es según cómo viene el dinero hasta uno, para poder vivir. Viene hasta vos porque robás y sos ladrón. Viene porque trabajás y sos honesto. ¿Entendés? Entonces, cuando una es como yo, por ejemplo, hay que procurar cambiar el camino, por donde viene el dinero, para cambiar la «personalidá». Si vos me comprás una máquina de coser, hay otro camino para venirme el dinero, y yo cambio, porque las personas son según qué hacen para mantenerse y todo eso. ¿Entendés?
* Nunca la pobre muchacha le pareció más estúpida. Pero le siguió la corriente prometiéndole, sin la más remota intención de cumplir, que le compraría la máquina de coser, y apostándole que la bendita máquina no cambiaría nada.
* Se arrepintió un poco de la broma, cuando notó la intensa alegría que iluminaba el rostro de Salomé. Pero... ¡Una máquina! Habría de estar rematadamente loco.
* Se bañó, se afeitó y terminó de vestirse. El viento le trajo las seis campanadas del reloj de la Iglesia, y ajustó a hora su reloj pulsera. Las seis. Tenía tiempo de darse una vuelta por el centro y tomar el ómnibus para Sajonia, donde vivía Salomé.
* Era apenas las seis y treinta cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella. Demasiado temprano para todo. De manera que decidió ir a sentarse en uno de los bancos de la plaza. Mirar pasar a la gente, era también una distracción, y bastante barata.
* Se resistía a comprar una revista, cuando vio pasar a Aquino. Un antiguo conocido. Se alegró un poco, pues se aburría solo. Pero Aquino pasó de largo. Estaba seguro que había fingido no verle, actitud bastante censurable desde luego, si se consideraba lo bien que él se portara con el hombre tres o cuatro años atrás, cuando Aquino alquilaba la casa vecina a la suya.
* Aquino, a edad bastante madura, se había casado con una mujer aún más entrada en años, como una larga culminación de una larga historia de esperas y postergaciones. En un momento de espontaneidad, Aquino se había explicado:
* -Esto, ya no es tanto un matrimonio. Es más bien, una ilusión de familia.
* Como un tributo a esperanzas juveniles que no se pudieron realizar.
* A esa ilusión que debía mantenerse a toda costa, atribuyó él la decisión del matrimonio Aquino de adoptar legalmente un chico. Cuando llegó el bebé y se hizo prácticamente dueño de la casa y de sus padres, el cuadro familiar se completó. En cierto modo, el matrimonio Aquino se había rebelado contra la suerte que les jugó una mala pasada. Y los tres, esposo, mujer e hijo formaban una familia perfecta, aunque un poco tardía.
* Pero allá por el 58, alarmó a la ciudad un brote de poliomielitis. Y una de las primeras víctimas fue el chico de los Aquino, que entonces contaba cuatro o cinco años.
* Él siguió de cerca la abnegada lucha de los padres contra la casi mortal enfermedad. El muchachito no murió, y lo que es mejor, se salvó del sillón de ruedas, pues aprendió a caminar de nuevo con unos soportes fijos a las piernas. Pero el matrimonio Aquino quedó prácticamente en la calle, debiendo mucho más dinero del que podía pagar en varios años.
* En el curso de la enfermedad que también fue el curso del desastre económico, él había ayudado en todo lo posible. Y ni siquiera fue necesario que se lo pidieran, pues cuando llevaron al chico al Hospital de Infecciosos, él, espontáneamente, le había entregado al padre cinco mil guaraníes, y más aún, tuvo la elegancia espiritual de marcharse rápidamente, cortando el balbuciente agradecimiento del atribulado vecino. Lo que hizo, lo hizo por caridad. Por auténtica caridad, y en esos casos, queda mal quedarse a escuchar las gracias. Él no quiso oírlas, y se marchó con la conciencia en paz y considerando que estaría bien pagado si alguna vez Aquino se acordara de contárselo al Padre Rafael. Después de todo, la Medalla debía ser «para-el-buen-Cristiano».
* Pero esos cinco mil guaraníes no fueron los únicos. Por tres veces consecutivas Aquino le había solicitado un préstamo. Y en total, la cosa le salió en cuarenta mil guaraníes, en el curso de tres meses y medio.
* Él, desde luego, siempre había sido cuidadoso con el dinero. Y en otra emergencia le habría parecido una locura estar debilitando sus ahorros de esa manera. Pero a su pesar, algo de la fervorosa lucha de los Aquino por la vida del hijo, se le había contagiado. De alguna manera, interviniendo en esa lucha se sentía como bien equipado para hacer frente a ciertos recuerdos que tenían relación con la muerte de su esposa, aunque Dios bien sabía que nada tenía que reprocharse. Y Dios sabía también, que nunca hubiera solicitado la devolución del dinero, máxime, después de que la esposa de Aquino comentara su generosidad [32] y el rumor llegara a la Parroquia, donde los hombres de la Acción Católica tomaron la determinación de entregarle un pergamino.
* La iniciativa partió de Aquino mismo. Lo visitó una noche, trayendo en la mano una escritura de propiedad. El documento, se refería al terreno de veinte por cuarenta que había comprado en mejores épocas con la intención de edificarse una casita propia, tal vez para hacer más completa la ilusión familiar en que se hallaban empeñados.
* -Yo y mi mujer -le había dicho Aquino- sabemos que todo lo que hizo por el chico, lo hizo de buen corazón. Pero usted también es pobre, don Jorge, y queremos pagarle de alguna manera...
* Y al decirlo, hacía girar en sus manos nerviosas el documento convertido en un gastado cilindro de papel.
* Por encima de las palabras, los dos sabían íntimamente que aquello era un gesto por el gesto mismo, y que Aquino deseaba intensamente que todo siguiera en palabras, y que él, don Jorge, dijera las frases adecuadas al caso, alguna consideración sobre la solidaridad humana, y al final, que Aquino se marchara a casa con la conciencia tranquila y con la escritura de regreso al cajoncito superior del ropero.
* Pero en esta vida, los hombres que actúan por impulso son los que fracasan. En determinados momentos y ante situaciones dadas, es necesario analizar las cosas con frialdad. Al final de cuentas, la vida es una lucha por la supervivencia, y el porvenir es un verdadero enigma. Además, aquellos cuarenta mil guaraníes, en sí mismos y con abstracción de su origen, habían permitido que el chico siguiera viviendo. Aceptó el documento tratando de no mirar la cara desconcertada de su vecino, y cinco días después se firmó la nueva escritura.
* Como no necesitaba el terreno lo volvió a vender en setenta y cinco mil, de los cuales, gastó tres mil en obsequiarle al chico de los Aquino un aparato que vio en un remate, y servía para ejercitar las piernas pedaleando como una bicicleta. El resto lo cambió en pesos argentinos y se lo envió a su hijo, en Buenos Aires, con la secreta convicción de que gestos como ese eran los mejores para desvirtuar algunos de los infundios que la abuela podía haber injertado en la mente del muchacho.
* La respuesta de Emilio, siempre había sido motivo de reflexión para él. «Me has enviado, querido papá, una suma que por cierto no necesitaba. Con tu generosa mensualidad me basta y sobra. Además abuela también se preocupa de enviarme algún pequeño refuerzo mensualmente. Pero de cualquier manera, el dinero ha sido útil. Aquí en el Colegio (en ese tiempo estaba en el Colegio) trabaja un viejo profesor que me ha tomado cariño y se interesa por mí hasta el punto de darme clases particulares gratuitamente, cuando como siempre, el álgebra y la trigonometría se resisten a todos mis esfuerzos mentales. Pues bien, el hombre, que mantiene a una familia bastante numerosa, andaba en aprietos buscando medios para operarse de cataratas. Con mucho trabajo conseguí que aceptara en préstamo el dinero, y Dios mediante, todo ha de salir bien. * A través de esto que te cuento, papá, echarás cuentas sobre el concepto que me merece el dinero. Para la lucha con el mal, o contra los males, sean cataratas o apendicitis, es el instrumento ideal. De manera, papá, que te ruego me perdones por el destino que le di a tu envío, si es que no estás de acuerdo con lo que hice con él...»
* Magnífico. Viril. Cristiano. Pero... ¿Por qué esa referencia al apendicitis?
(...)
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