EL CAUTIVO
Glosa de
HORACIO SOSA TENAILLON
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Glosa de
HORACIO SOSA TENAILLON
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
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EL CAUTIVO
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EL CAUTIVO
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"Yo querría saber qué sintió
en aquel instante de vértigo..."
BORGES
en aquel instante de vértigo..."
BORGES
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En la inmensidad del desierto pampeano, refulgente bajo el sol del mediodía, el indio hacía su camino. Iba a horcajadas sobre un penco flaco, la mirada perdida en el suelo, doblado bajo el peso de la tristeza ancestral del que nació para sufrir, pero... No iba a ninguna parte y él lo sabía. ¿Qué daba, entonces, adónde su cabalgadura lo llevara? ¿Qué daba llegar más tarde o más temprano? ¿Qué daba arribar o no hacerlo? El animal andaba y seguía andando, mordiscando alguna que otra hierba tomada al pasar de entre las matas hirsutas del camino, campo infinito donde todo era raso, campo inacabable donde todo era yermo. Igual daba torcer que seguir derecho; igual mirar o no hacerlo; igual soñar, pensar, morir... Recuerdos no tenía, explicaciones no buscaba y ya ni siquiera ansias le quedaban. No obstante, recordó que siempre quiso saber qué había en el confín de la planicie en que, como en un éxtasis o en una promesa, masas de nubes blancas se levantaban en un cielo infinito... Pero ya ni eso le importaba, ya ni eso quería. Sin embargo, de pronto, algo cambió; algo casi imperceptible: una pequeña lumbre apareció en lo más recóndito de unos ojos de color celeste, porque ese indio tenía crenchas de fuego y ojos color de cielo de verano; le brillaron, repentinamente, como si su espíritu renaciera de la muerte; apenas un relámpago que no alcanzó a alterar la impasibilidad de ese rostro trabajado por el desierto y la vida bárbara, pero que iluminó su secreto; un secreto que colmaba su alma de felicidad; un deseo llevado en su ser desde siempre y que súbitamente se hizo realidad. El mismo había estado tan en el fondo, que no lo recordó sino cuando se detuvo frente a aquella puerta; que ahora no podía decir por qué se detuvo y que, quizá, sólo lo hiciera porque los otros se detuvieron. ¡La puerta, el recuerdo repentino, el grito, el correr hacia el fondo para introducir el brazo donde él sabía que había dejado aquel cuchillito de mango de asta, escondido alguna vez allá en el tiempo..! El cuchillito. ¡Cuánto lo anheló! ¡Cuánto lo recordó! ¡Cuánto lo soñó!, aunque después lo olvidara hasta el momento de ver esa puerta. ¡Verla y recordarlo fue todo uno! ¡Y la alegría, la alegría del hallazgo, porque nunca hubiera supuesto que de nuevo lo tendría consigo..! Bien que algo hubo que no alcanzó a comprender: la alegría de aquellos ancianos al verlo correr, gritar, traer... Ni la de aquellos soldados a quienes acompañó voluntariamente porque, si bien se lo pidieron con ademanes, esos ademanes trasuntaban paz y bondad como si se lo pidieran a uno amado por ellos. Ni comprendió, tampoco, por qué todos se esforzaban en envolverlo con sus brazos, por qué juntaban sus rostros al suyo... No, eso no lo comprendió, ni siquiera hoy que ya había una luna entre aquella gente y él, una luna de andar y andar... Sólo que ahora era diferente: llevaba el cuchillito sobre su piel, bien sujeto con el ceñidor, sintiéndose nuevamente el amo del desierto yendo hacia donde nacen las nubes que penetran en el cielo...
En la inmensidad del desierto pampeano, refulgente bajo el sol del mediodía, el indio hacía su camino. Iba a horcajadas sobre un penco flaco, la mirada perdida en el suelo, doblado bajo el peso de la tristeza ancestral del que nació para sufrir, pero... No iba a ninguna parte y él lo sabía. ¿Qué daba, entonces, adónde su cabalgadura lo llevara? ¿Qué daba llegar más tarde o más temprano? ¿Qué daba arribar o no hacerlo? El animal andaba y seguía andando, mordiscando alguna que otra hierba tomada al pasar de entre las matas hirsutas del camino, campo infinito donde todo era raso, campo inacabable donde todo era yermo. Igual daba torcer que seguir derecho; igual mirar o no hacerlo; igual soñar, pensar, morir... Recuerdos no tenía, explicaciones no buscaba y ya ni siquiera ansias le quedaban. No obstante, recordó que siempre quiso saber qué había en el confín de la planicie en que, como en un éxtasis o en una promesa, masas de nubes blancas se levantaban en un cielo infinito... Pero ya ni eso le importaba, ya ni eso quería. Sin embargo, de pronto, algo cambió; algo casi imperceptible: una pequeña lumbre apareció en lo más recóndito de unos ojos de color celeste, porque ese indio tenía crenchas de fuego y ojos color de cielo de verano; le brillaron, repentinamente, como si su espíritu renaciera de la muerte; apenas un relámpago que no alcanzó a alterar la impasibilidad de ese rostro trabajado por el desierto y la vida bárbara, pero que iluminó su secreto; un secreto que colmaba su alma de felicidad; un deseo llevado en su ser desde siempre y que súbitamente se hizo realidad. El mismo había estado tan en el fondo, que no lo recordó sino cuando se detuvo frente a aquella puerta; que ahora no podía decir por qué se detuvo y que, quizá, sólo lo hiciera porque los otros se detuvieron. ¡La puerta, el recuerdo repentino, el grito, el correr hacia el fondo para introducir el brazo donde él sabía que había dejado aquel cuchillito de mango de asta, escondido alguna vez allá en el tiempo..! El cuchillito. ¡Cuánto lo anheló! ¡Cuánto lo recordó! ¡Cuánto lo soñó!, aunque después lo olvidara hasta el momento de ver esa puerta. ¡Verla y recordarlo fue todo uno! ¡Y la alegría, la alegría del hallazgo, porque nunca hubiera supuesto que de nuevo lo tendría consigo..! Bien que algo hubo que no alcanzó a comprender: la alegría de aquellos ancianos al verlo correr, gritar, traer... Ni la de aquellos soldados a quienes acompañó voluntariamente porque, si bien se lo pidieron con ademanes, esos ademanes trasuntaban paz y bondad como si se lo pidieran a uno amado por ellos. Ni comprendió, tampoco, por qué todos se esforzaban en envolverlo con sus brazos, por qué juntaban sus rostros al suyo... No, eso no lo comprendió, ni siquiera hoy que ya había una luna entre aquella gente y él, una luna de andar y andar... Sólo que ahora era diferente: llevaba el cuchillito sobre su piel, bien sujeto con el ceñidor, sintiéndose nuevamente el amo del desierto yendo hacia donde nacen las nubes que penetran en el cielo...
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HORACIO C. SOSA TENAILLON
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Fuente:
VEINTITRES CUENTOS DE TALLER
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Dirección:
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EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
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