Recomendados

martes, 30 de noviembre de 2010

AUGUSTO ROA BASTOS - EL FISCAL (NOVELA) / Editorial SERVILIBRO, 2009.



EL FISCAL
Novela de
© HEREDEROS DE AUGUSTO ROA BASTOS
25 de Mayo Esq. México Telefax: (595-21) 444 770
Plaza Uruguaya - Asunción - Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Diseño de tapa : Bertha Jerusewich
Diagramación y cuidado de la edición : Mirta Roa Mascheroni
Corrección: Augusto González
1ª  edición SERVILIBRO
1.000 ejemplares
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
Asunción, febrero 2009 (327 páginas)



Con HIJO DE HOMBRE y YO EL SUPREMO, EL FISCAL compone la trilogía sobre el monoteísmo del poder, uno de los ejes temáticos de mi obra narrativa. Después de casi veinte años de silencio, la primera versión de esta obra fue escrita en los últimos años de una de  las tiranías más largas y feroces de América Latina. En 1989 una insurrección abatió al tirano. La novela quedó fuera de lugar y tuvo que ser destruida. El fruto estaba inmaduro. Un silencio de lápida resulta siempre ensordecedor. El mundo había cambiado no menos que la visión del mundo del autor. Esas cenizas resultaron fértiles. En cuatro meses, de abril a julio una versión totalmente diferente surgió de esos cambios. Era el acto de fe de un escritor no profesional en la utopía de la escritura novelesca. Sólo el espacio imaginario del no-lugar y del no-tiempo permite bucear en los enigmas del universo humano de todo tiempo y lugar. Sin esta tentativa de busca de lo real desconocido, el trabajo de un autor de ficciones tendría apenas sentido.
A.R.B.
Toulouse, 1993.



EL FISCAL
PRIMERA PARTE
No importa quién habla.
Yo no estaré aquí. No seré yo.
Me iré lejos, no diré nada.
Alguien va a intentar contar
una historia…
SAMUEL BECKETT

Anoche llamó Clovis de Larzac desde París. Tengo algo urgente que comunicarte. Ven lo más pronto que puedas -me ha dicho con su voz inconfundible y un cierto tonillo zumbón como si hablara silbando a través de la comisura de los labios.
-Mañana estaré ahí.
Me sorprendió esta repentina invitación. Hacía rato que no lo veíamos. Decidí ir. Después de lo que me había pasado en París era casi natural que me castigara visitando de nuevo la "carroña dorada" Por asociación inconsciente tal vez, cuando me habló Clovis, volví a ver incrustada en el cielo la lápida de mármol negro del general La Fayette, situada en los fondos del jardín del hospital Rothschild, 33 Boulevard de Picpus.
Suelo acudir raramente a París y esto sólo cuando no puedo evitado. A fuerza de perderlo se vuelve uno mezquino de su tiempo. Para mí París, que me perdonen los mitólogos metro politanos, continúa siendo, de otro modo, la antigua y pantanosa Lutecia donde galos y romanos batallaban con el barro hasta el pecho. Ahora pululan allí emigrados de todo el mundo. Una verdadera infección. Hay atracadores de alto y bajo copete, asaltantes de bancos, ardorosos y feroces secuestradores de mujeres, de niños. Hay políticos lo suficientemente mediocres como para aspirar a los más altos cargos. Y casi todos arriban a ellos sin mucho esfuerzo. Hay, en fin... ¿Pero no lo dijo ya Balzac hace más de un siglo? No hago más que repetir sus injustas y excesivas palabras. Uno de los espectáculos del mundo que más horrores contiene es, sin duda, el aspecto general de la población parisiense, horrenda visión de un pueblo macilento, de color amarillo. Perdón, don Honorato, pero ¿no cree usted que hoy en la población parisiense apenas hay franceses?
La Ciudad Luz está ahí, con su aureola de belleza eterna. La aborrezco porque me fascina. Es una cuestión personal; nada tiene que ver con la gratitud y simpatía que siento hacia el país. En Francia, el extranjero, el apátrida que fui -como otros millones de advenedizos- volvió a nacer ciudadano de una república, orgullo del mundo occidental. Aquí se me restituyó la dignidad del ser humano, sin exigírseme nada a cambio.
Sólo he tenido que tomar un nombre falso, despojar al yo de su imposible sinceridad, mudar de aspecto, inventarme nuevas señas particulares: espesa barba tornasolada por canas rubiáceas, una honda hendidura en el arco cigomático, y sobre todo, dominar perfectamente la lengua con el acento y la entonación de provincias. Aprendí a simular a la perfección la renguera del inválido y la parquedad silenciosa del que no quiere papar ni tragarse moscas, habida cuenta de que más pronto cae el hablador que el cojo, y de que la renguera siempre inspira compasión y antipatía, dos elementos siempre útiles en la relación con el prójimo prepotente.
La obsesión de todo exiliado es volver. No puedo regresar con la cara del proscrito. He tenido pues que adoptar un nombre seudónimo y un cuerpo seudónimo que tornara irreconocible el propio, no digo el verdadero porque ése ya tampoco existe. Puede uno inventarse otra forma de vida, pero no disfrazarse de otro para seguir siendo el mismo. Ahora me llamo Félix Moral, profesor asociado a la Universidad de X.
Trato de hacer de la opacidad virtud, de pasar inadvertido, de ser apenas nadie y sin pena nada. Un rechazo instintivo me opone visceralmente a todo lo que huela a manada, a sectas de cualquier índole, a honores togados, a gloriolas académicas, a coloquios seudoliterarios o científicos. Actividades en las que hispanistas y americanistas resplandecemos más como templarios barbudos con la luz propia de las sectas ilustradas. Enciclopedistas de lo exótico. Para mí el más genuino de los americanistas es Mr. Antoine Parmentier que dio carta de nobleza a la patata e instituyó a perpetuidad y con carácter universal el culto a la frite, que es en realidad la mejor del mundo y no la papa frita que comemos en América como importada de Francia.
El exilio es el mayor destructor de almas -me escribió en los primero tiempos, para conformarme, mi abuelo Ezequiel Gaspar. Cualquier clase de exilio, aun el de quien se va a la esquina a comprar cigarrillos y no vuelve nunca más como si él mismo se hubiera desvanecido en humo. Y el exilio político, aun el de los que no hacen política como usted, es el peor de todos, garrapateaba en su carta el viejo soldado-niño que guerreó en la Guerra Grande, cuando apenas tenía 13 años. Sólo salía de tanto en tanto de su amada Asunción para viajar en una destartalada dirigencia de fines de siglo a su estancia de las misiones, en los campos que fueron legados a los oficiales excombatientes, cuando se vendieron en subasta las tierras públicas. Vivo - solía ironizar el viejo- en una pequeña fracción de las tierras que el Mariscal regaló a la Lynch, un poco antes de Cerro-Corá.

Las malas lenguas murmuraban que el garrido anciano tenía allí un pequeño harén de muchachas jóvenes. De mañana las mandaba a caballo a la escuela del pueblo de San Ignacio, a cinco leguas de la estancia. Por las noches, de una a dos por vez, como el rey David, las llevaba a su inmenso lecho de trama de cuero para estudiar con ellas el libro eterno al calor de la inocencia primitiva. Si esas murmuraciones no eran mentirosas, el viejo Ezequiel Gaspar había encontrado su fuente de juvencia en ese gineceo de sílfides pastoriles, puesto que vivió hasta los 108 años y dejó, naturalmente, un montón de hijos naturales.
"Sobreviví a tres guerras internacionales - me decía en su carta con la confusa voracidad que los viejos tiempos del tiempo-, a media docena de revoluciones intestinas, a dieciocho golpes de Estado y a catorce dictaduras militares. No sé si el país resistirá esta última del alemán, el caníbal más salvaje de los que se han ensañado con este país. En tiempos de López, éste lo hubiera puesto a Tembelo a lustrarle las botas y a rasquetearle su caballo Manduví... ¡Y ahora este gringo miserable de la colonia Hohenau se ha declarado su heredero y sucesor!"
El viejo Ezequiel Gaspar formulaba un vaticinio escalofriante: "Los militares y los malos políticos, que son casi todos, vienen empeñándose desde hace más de un siglo en destruir nuestro hermoso país, ponerlo en liquidación y entregar sus chatarras a una potencia extranjera... Menos mal que yo ya no estaré aquí para ver esta última infamia. Acuérdese usted de lo que le digo, mi querido nieto. Ojalá venga un terremoto que acabe con esta plaga que dejó sembrada el López carape desde su muerte en Cerro-Corá..." Agregaba una letanía de insultos, anatemas y maldiciones contra "la vil raza de los milicos y los politicastros, y concluía su carta con un típico arranque de su genio cerril: "Aunque los viera arder en montón ni siquiera les mearía encima. Tan codiciosos y avaros son que negarían su mierda a los cuervos y preferirían convertirse en cenizas... El único grande fue mi jefe, el general don Bernardino Caballero. ¡Ése sí que fue un paraguayo de ley! Pero lo metieron en política y lo jodieron..."
Para entonces, el viejo veterano de la guerra muy suelto de lengua y chismoso ya no andaba muy bien de la cabeza, y había que tolerarle sus desvaríos. Un año antes de su muerte, en un juicio sumarísimo, el tribunal militar le confiscó sus campos y su casa en Asunción por "traición a la patria". No se dieron a conocer los detalles. Creo que ni siquiera le incoaron una causa. Todo fue decidido por la inapelable "Orden superior" que pone y quita ley, y manda "empaquetar" a millares de opositores que son enterrados vivos, luego de salvajes sesiones de torturas, o arrojados desde los helicópteros del ejército sobre lo más espeso de las selvas vírgenes.
Lo cierto es que el viejo más que centenario se quedó, como se suele decir, sin lugar donde caerse muerto. Murió -de un síncope, según algunos, y según otros, de un tiro en la nuca- cuando venía en su desvencijada diligencia a presentarse al Estado Mayor para reclamar sus derechos de veterano de la Guerra Grande. Lo enterraron entre gallos y medianoche, sin mayores requilorios, en el Panteón Militar de la Recoleta. Ezequiel Gaspar, considerado uno de los mejores granaderos del Ejército Grande, fue oficial de Bernardino Caballero y acompañó a Solado López hasta su muerte en Cerro-Corá. El Gran Tembelo no podía empaquetarlo tan fácilmente como a otros infelices. Ezequiel Gaspar llevó una vida cumplida y murió como un patriarca en exilio, cuya memoria a toda honra se arroja al basural del olvido.
Todos los recursos del disimulo son necesarios para ocultar las taras del exilio. Pero la clave de la eficacia en esta existencia seudónima es no mantener ningún contacto con los exiliados del mismo origen. He logrado evitar por completo las relaciones con mis connacionales, cortar todo vínculo con el país que tuvo la desdicha de ser el lugar de mi nacimiento. Pero el exilio dejó de ser desde hace tiempo el mal de un país. Es una plaga universal. La humanidad entera vive en exilio. Desde que ya no existen territorios patrios -y menos aún, esa patriótica utopía que es el lugar donde uno se encuentra bien-, todos somos beduinos nómadas de una cabila extinta. Objetos transnacionales, como el dinero, las guerras o la peste.
El exilio, efectivamente, es la peor de las enfermedades que pueden atacar a un ser humano. El contacto con otros apestados no hace más que agravarla. No es sólo la consunción del cuerpo y del espíritu; es la degradación moral que un individuo puede sufrir a límites extremos y que lo lleva a la locura o al crimen, a los delirios místicos o políticos y finalmente al suicidio físico o moral. Llega un momento en que el enfermo deja de sufrir. Queda reducido a una sombra saciada y tranquila, lamentable y satisfecha en su rozagante ruina, como la de los débiles mentales en los que ha desaparecido por completo la fuente de toda emoción.
Mi gratitud hacia Francia comienza en Jimena. En París conocí a esta mujer que iba a llenar por entero mi vida después de habérmela salvado por dos veces. Jimena es mi mejor juez y crítico, no sólo con respecto a mi trabajo intelectual; también con respecto a mi renovada apariencia física. Me conoció antes de que la cirugía plástica me dibujara esta nariz judía y la cicatriz de un hachazo en el pómulo izquierdo sin olvidar la remodelación de mis rejillas dactilares y algunos otros detalles que sólo ella conoce. Me suele decir con sorna que la reparación me ha mejorado.
A Jimena le debo también la radical transformación de mi carácter. Reconozco que, antes de encontrada, yo no era más que un nómada del neolítico. Antes de conocerla, todos estos años de exilio valían para mí menos que nada. No me habrían permitido comprar una hora de vida. Vivía en medio de lo incomprensible, de lo que no tiene ningún sentido. Jimena me ayudó a recuperar el sentido de mi vida y del mundo. Ella acarrea consigo una asistencia múltiple e inesperada; ofrece a cada momento compañías distintas: es ella misma siempre, pero proteica de maneras y de tonos. Basta una sonrisa que ilumina su rostro y la unidad queda restablecida, su presencia recupera toda su plenitud. Está siempre allí. A su lado, el reposo no es sosiego solamente sino la plenitud activa del ser. Todo en ella me inspira una confianza absoluta. Entre nosotros hay respeto y aceptación total del otro. Admiro y amo en ella el secreto de su personalidad. Sólo un gran secreto define y precisa la expresión de un rostro y lo hace a la vez infinitamente cambiante y misterioso.
Lo que la hacía sufrir, al comienzo, era ignorar los detalles de una vida, la mía, de la que no había formado parte. La dio vuelta del revés y se apegó a ella como la uña a la carne. Ahora ella sabe todo lo que yo ignoro de mí. Lo bueno y lo malo de mi vida, lo conocido y lo desconocido, incluso tal vez lo que va a ser de mí. Mi destino humano ha penetrado profundamente bajo la piel del suyo. Ignora mis recuerdos pero adivina mis presentimientos. Yo no puedo darle más que mi adhesión sin límites, necesaria al par de la pareja sola. Vivimos bajo un mismo techo, bajo el mismo signo de una vida compartida como en una fiebre intensa y poderosa, que encuentra en su ardor su propia calma.
A Jimena, en la intimidad, la llamo Morena, con lo que el nombre de la esposa del Cid Campeador pierde en magia heroica lo que gana en aureola de afecto y de hogareña intimidad. Jimena Tarsis, de los Tarsis de Castilla la Vieja. Realmente su madera humana tiene la calidez, la nobleza, la salud de la caoba o del ébano. Su cabellera, sus ojos, su carácter reflejan ese obstinado color del resplandor oscuro sobre la tez mate y aterciopelada, levemente dorada: ese color que parece teñir la piel de la mujer hispana, heredada por las mujeres de mi tierra.
Jimena no podía reconstruir mi pasado. Pero entonces restauró para ambos en su casa-museo la Ventana del Poniente, esta especie de gran nicho abovedado que da hacia el ocaso. En ella vivimos gran parte del tiempo. Al caer la noche, por un curioso fenómeno de refracción, el gran ventanal se convierte en una especie de puente de un navío navegando en la oscuridad. Entonces Jimena corre el cortinado y el mundo a oscuras queda del otro lado; la luz y el sosiego se quedan adentro. Pero esa quietud de la vida no se parece en absoluto a la paz de un sosegado retiro. Es la quietud de algo implacable que acecha y que parece meditar una amenaza inescrutable.
Antes de pasar a manos de Jimena, la propiedad había sido posesión durante dos siglos de una misma familia. Tenía una capilla ruinosa donde se amontonaban libros de himnos religiosos, cuadros y tallas de santos, colgaduras de iglesia, car-comidos por insectos con ojos y patas de moho. No sé si esto correspondía a la realidad de esa casa; si me lo imagino ahora, confundido por mis recuerdos de antes de la internación, o por haberlo leído en la novela de La princesse de Cléves, una de las obras preferidas de Jimena quien siente a la vez gran admiración por su autora. Considera a Madame de Lafayette una de las precursoras del feminismo ilustrado ya en tiempos de la vida cortesana de Luis XIV.
La princesa era una de nuestras lecturas en la Ventana del Poniente. La leíamos como una crónica viva de Nevers. El palacio ducal y la mansión de la familia de Cleves formaban parte del decorado de la ciudad que el tiempo había vuelto menos vivo y real que en las páginas de su novela. Es imposible comunicar la sensación de una época determinada de nuestra propia existencia; eso que constituye la esencia sutil y penetrante de una experiencia humana. Vivimos solos, igual que en los sueños. De pronto aparece alguien que es capaz de leer esos sueños, de entrar en ellos transformándolos en una fantástica realidad. Eso logró Jimena con mi vida. Se entrega por entero a la causa de los demás, sin dejar nada para sí. Su destino es el de las personas que han nacido desprovistas de todo, salvo de generosidad. La ha concentrado en mí por creer tal vez que yo era alguien a quien todavía se podía salvar. A veces, sin embargo, se queja de haber tenido que lidiar siempre con exiliados: su padre, su madre, Jimena incluida y, como remate, yo mismo. Pero estos reproches no son sino efusiones de un alma satis-fecha de dar más que de recibir, de haber sostenido almas en pena, en el verdadero sentido de la palabra.
Jimena mandó desmontar toda la faramalla gelatinosa, casi fósil, que abarrotaba la casa. Obsequió al doctor Maurel un curioso tintero gótico. El doctor dijo que no era un tintero sino una bacía para sangrar apopléticos en la Edad Media. Jimena quemó y donó todo lo que había que donar y quemar, e instaló su propio museo de muebles, objetos y souvenirs de España, de México y otros países.

Había hasta reliquias de las Misiones jesuíticas: un altar, un reclinatorio, tallas de santos y angelotes en el más puro estilo del barroco hispano-guaraní, comprados a unos embajadores del Paraguay, duchos en todo género de contrabando y extraperlo, actividad que justamente forma parte de su misión diplomática, además de ser inversores y agentes de bolsa del tiranosaurio.
Jimena amuebla un incierto porvenir con esos restos de otras épocas, acaso por aquello de que el recuerdo del pasado es todo el futuro que nos queda. Ella permanece fuera del ordenado hacinamiento como si el tiempo no la tocara y sólo ella pudiese manipularlo en esos objetos con sus manos largas y flexibles sin que su aire distante y concentrado se altere. Con rápidos toques de plumero desviste de polvo todas esas cosas que están destinadas a ser polvo. Jimena vive en la casa; yo la ocupo, sólo a medias, con el obsesivo pensamiento del retorno que me carcome sordamente como una gran caries; una cavidad en el hueso del alma donde resuena con eco fuerte y permanente, sólo audible para mí, el llamado de la tierra natal.
La actividad cotidiana de Jimena es rápida y variada, pero todo lo hace en un susurro sin que apenas se noten sus movimientos: preparar sus clases, algún frugal refrigerio, amasar y hornear el pan hacia el atardecer y el chipá o pan paraguayo para los mates de sábados y domingos. El cuidado del jardín quedaba a mi cargo; a veces también la limpieza de la vajilla. Pronto volveré a reanudar estas tareas auxiliares en las que pongo más gusto y empeño que en enseñar literatura y civilización hispanoamericana.
Una señora portuguesa la ayuda por la mañana en los quehaceres menores. Mine. Alves viene muy temprano, antes de la salida del sol. Entra por la puerta del fondo que se la dejamos abierta porque no quiere llevarse la llave. Es mucha responsabilidad, dice. Se queda hasta media mañana, antes de que nos levantemos nosotros. Nos despierta el olor de sus apetitosos guisos. Deja preparada la mesa, con una rosa tierna de rocío en el fino florero de cristal de Bohemia, obsequio de Clovis, y se va a hacer su trabajo en otras casas de las inmediaciones.
Silenciosa, lenta, siempre vestida de luto, Mme. Alves ama a Jimena, como a la hija que se le murió cuando tenía la edad de Jimena. Según Mme. Alves, su hija era muy parecida en carácter y presencia física a Jimena. Se comunican en el lacónico pero elocuente lenguaje de los gestos y de los monosílabos. Mine. Alves mueve apenas los labios, como si bisbiseara un suspiro. Jimena, aun de espaldas, la oye y la entiende. Me asegura que es una mujer culta, que perteneció un tiempo a la mejor sociedad de Lisboa. Yo no he entrado aún en el mundo de este ser introvertido y discreto, refugiado en permanente mutismo. No le conozco la voz a Mme. Alves. Pasa delante de mí como ante una columna de humo, lo que atribuyo a respeto y timidez, no a despreciativa indiferencia. Conjeturo que puede ser descendiente o pariente, acaso la hija de Rutilio Alves, compañero de generación y amigo de Fernando Pessoa, el gran poeta de Antinous. No me he atrevido a preguntárselo. Rutilio Alves murió pobre y olvidado en París. Su hija nos prepara la comida.
La vieja casa restaurada resurgió ante mis ojos poco a poco, y sólo entonces fue cuando reparé en su aire de antigüedad reciente. El zumbido del viento en la rota chimenea me resulta una música sedante. La ruinosa ferme de algún maitre de maison local, vasta, oscura, se ha convenido en esta casa-museo, el lugar ideal para el encuentro de dos seres como Jimena y yo, dos Géminis a escasos días de diferencia entre sí, con parecidos gustos y distintos disgustos pero unidos en un mismo sentimiento de mutuo afecto y comprensión.
-¡Ah, nuestra flamante ruina! -contó Jimena que fue lo primero que dije cuando recobré el conocimiento. No sé, no lo recuerdo. Ciertas sombras de amnesia rondan todavía mi mente, y me hacen estar entre el día y la noche de un tiempo que transcurrió sin mí. Salí del hospital oliendo a intemperie. Sólo he traído conmigo mi maltrecha salud y el indeleble olor del quirófano.
Del Rothschild lo único que se me quedó grabado es esa tumba del general La Fayette, al pie de mi ventana. El sol del atardecer la reflejaba invertida en los vidrios como si la lápida estuviese incrustada en el cielo, entre nubes, con su verja enana de hierro forjado y su pequeño seto de lirios. Es la tumba más pequeña e insignificante que conozco de un general. La contemplaba a través de la mascarilla y de los tubos que penetraban en mi cuerpo por todos los orificios. Después dejé de verla. Lo único que oía todo el tiempo era el chirriante estruendo de los trenes del métro al remontar la rampa exterior de la estación Courteline hasta Nation. Pero también ese rumor se me fue haciendo cada vez más difuso y acabó reabsorbiéndose en mi ensueño comatoso. Los médicos no daban ya la mitad de un sou por mis míseros despojos.
Mi muerte clínica estaba decretada. El jefe de sala ordenó desconectar los aparejos. Jimena, todo el tiempo a mi lado, camino ya a la morgue, me raptó con la complicidad de los enfermeros que transportaban la camilla. Alquiló una ambulancia, me cargó en ella, con ayuda de los mismos enfermeros sensibilizados por la buena propina. Condujo ella misma y en pocas horas me devolvió a nuestra incomparable Nevers. El doctor Maurel, nuestro viejo amigo y protector, completó el salvamento de emergencia. "¡Esto es un milagro! -dijo-. Bueno, es lo que siempre sucede. Cada hombre vive en su milagro hasta que Dios decide retirarle su confianza".
Sólo me enteré de todo varios días después. Jimena me había preparado un lecho junto al alféizar de nuestra Ventana del Poniente, la pequeña mezquita de nuestro culto particular. ¡Ah, esa ventana! Pasaba la mano cadavérica por el maderamen que recubre el vano de la arcada, tan ancho como el espesor del muro. No lo quería creer.

El sitio de nuestras lecturas al sol de la tarde. Lecho de amor cuando la noche se pegaba a los cristales a espiarnos. Teníamos que correr las cortinas para escondemos del guiño cómplice de las estrellas. Siento ahora mismo latir en esas maderas y piedras rugosas el pulso de tantas cosas inolvidables. No somos más que el recuerdo de necesidades perdidas; de momentos irrecuperables, de lo que fuimos y ya no somos. De tarde en tarde viene el doctor con su larga barba y su pesado bastón de roble con empuñadura de plata y cadenilla a la muñeca. Entra y me mira como a un hombre que le parece imposible que siga estando allí.
-Encore vous ici? Ce revenant! -mascullaba y se iba como fastidiado por un fenómeno antinatural que contradecía sus viejos principios. Maurel me tenía afecto personal pero me detestaba como enfermo que alteraba los plazos mortales tan bien distribuidos en la economía de la naturaleza, en los cuadros de la ciencia médica y en las tablas de expectativas de vida de las compañías de seguros. En este aspecto yo no era para él sino el aparecido.
Una vez que se iba el médico me oía farfullar a un ritmo endiablado sin entender lo que decía, como queriéndome recuperar de la enorme cantidad de silencio en la que había naufragado durante un tiempo incalculable. A Jimena no se le perdía un solo sonido de ese galimatías egoísta y feroz de los resucita-dos cuya velocidad de pensamiento y de voz sólo es posible en el estado de absoluto reposo. Jimena me traducía mis palabras, despojadas de su incoherencia y de ese moho viscoso que uno trae de los lugares de muerte. Oírla a ella era todo lo que me importaba por el momento para sentir que la vida seguía.
Después de algunos meses, como no tenía otra cosa que hacer, empecé a escribir esta especie de diario íntimo al que le pondré un título cualquiera; acaso el título de uno de los libros del danés de Temor y Temblor. Papeles póstumos de alguien que todavía vive. Es exactamente el que le conviene. Registran impresiones y sucesos del momento que pasa (eso que podría llamarse la engañosa memoria del presente), algunos recuerdos y presentimientos no del todo nítidos: el desvaído olor de la memoria. No son en absoluto un texto literario; la literatura que pretende ser más honesta e imaginativa que la vida me parece abominable. Estos papeles póstumos no son sino el material en bruto de mi no siempre dichosa experiencia humana. Están trabajados con el carácter abrupto, deshilvanado, de vaga espontaneidad, que tienen las cartas escritas al apuro en un momento de gran tensión emotiva, o el hablar de alguien que intenta narrar un mal sueño del que ha olvidado lo principal salvo la angustia inexpresable.
La realidad del mundo, de un ser humano, es esencialmente fragmentaria, como si estuviera reflejada en un espejo roto. Los escritos póstumos se parecen a esos fragmentos que brillan en la oscuridad. Tratan de contar una historia en ruinas. Son fragmentos de ruinas ellos mismos. Ofrecen un lugar de residencia adecuado a lo que ya no volveremos a ser. Y esto sucede con mayor razón en el gran espejo roto de la historia de un país, de la humanidad, sembrada de ruinas, entre las cuales caminan desorientados los muertos de este mundo como si estuvieran vivos. Quisiera demoler esas ruinas. "La demolición de una ruina es siempre un espectáculo hermoso y aterrador", escribía Djuna Barnes: En cierto sentido, todas las obras son póstumas. Algunas están destinadas a sobrevivir a sus autores, lo que algunas veces sucede. Las otras no son más que ruinas. Uno acaba aprendiendo de ellas la inmovilidad resignada.
Estos papeles, Morena, te están destinados, cuando yo ya no esté. Te contarán desde el pasado algunos hechos que ignores y otros que no se han producido todavía. No son un diario íntimo ni la exaltada crónica de una resurrección. Menos aún, ese género espurio de una autobiografía. Detesto las autobiografías en las que el yo se regodea en su vacua autosuficiencia profiriendo sentenciosos aforismos inventados para la posteridad, o haciendo gorgoritos de una moral o de un cinismo igualmente inventados. La imagen cosmética de quien se toma ante el espejo de la escritura como modelo de una "vida ejemplar" es la forma más burda de engaño narcisista que pueden urdir los literatos; aun aquellos que simulan la modestia y discreción más opacas o el rigor autocrítico más despiadado. Algunos simulan ser mediocres y monótonos; no les cuesta ningún esfuerzo puesto que lo son. Me incluyo a fe mía. ... e di questi cotai son io medesmo... (Inf, IV, 46). Todo lo que cuentan está desmentido por lo qué no cuentan; y la doble engañifa resulta a su vez desmentida por los hechos reales, y éstos, por la infinita y esencial irrealidad del mundo.
Quien pretende "retratar" su vida tendría que inventarse un lenguaje propio, distinto de lo que se entiende por literatura, esa actividad ilusoria de monederos falsos. Nadie conoce su verdad íntima. Sólo esto les impide a algunos morir de vergüenza. Únicamente en la incertidumbre de lo que uno es puede encontrarse el comienzo de alguna revelación. No puede uno escribir de sí sin esconderse. Siempre se tiene algo de misteriosamente falseado que uno mismo ignora, que enfurece a quienes no nos quieren y molesta a quienes no nos conocen. Si tuviera uno que relatar su vida tendría que hacerla como si se tratara de la vida de otra persona; pedir a los demás datos, recuerdos, opiniones; recoger de aquellos que nos quieren o nos aborrecen las imágenes flotantes que guardan de nosotros. El arte del biógrafo, ha dicho lúcidamente el no siempre lúcido André Maurois, es sobre todo saber olvidarse. La sola selección ya es un arte pero este arte no lo domina el memorioso. Como en el suicidio en que uno siempre se mata contra alguien, la autobiografía también se escribe, por lo general, contra alguien. Y hay odios obsesivos, originados por la envidia y el resentimiento, que son capaces de simular talentos y hasta vocaciones que de otro modo no existirían. La fauna de los literatos que anhelan con afán enfermizo ser siempre los primeros del curso es la más detestable que infesta la zoología fantástica. Lo único admirable que tienen es la descomunal desmesura de su egoísmo y narcisismo de atletas afeminados.
El espejo más nítido y honrado es sin duda el odio del otro: uno se ve reflejado en ese metal frío e implacable tal como uno es. Pero no todos tenemos la suerte de contar con el espejo de un odio desinteresado y honesto. Debemos ganarlo y fomentado con mil pequeñas astucias aguijoneando la envidia, los celos, la malignidad innata de los mediocres. Tal es el fermento que acaba por destruidos. Trabajo descorazonador y fatigoso a la larga.
Únicamente los amigos más queridos están realmente en condiciones de aborrecernos. Cuento con dos o tres de esta especie a quienes debo la gratitud de saber que todavía existo.
No necesito nombrados. Cada uno sabe que es a ellos a quienes me estoy refiriendo. Me sufren de lejos como una enfermedad incurable. En fin, ¡qué haríamos sin estos amigos, defendidos por su tenaz y acolchada imbecilidad, que atenúan a nuestro favor los porrazos de la fatalidad! Y de estos tales soy también yo mismo.
A mi muerte leerán poemas y elogios fúnebres, y escribirán en los periódicos exégesis laudatorias con la satisfacción del deber cumplido, sacudiéndose las manos al final como de un polvo molesto. O no dirán nada, se alegrarán por dentro, y a otra cosa. A idos no hay amigos ni conocidos. Muerto el perro, acabada la rabia. La muerte de un hombre, que es su única y última verdad, provoca indefectiblemente una humareda de los más extravagantes y mentirosos elogios. La muerte es la misma para todos, pero cada uno muere a su manera, decía Novalis. Rilke tomó este pensamiento del autor de Los himnos de la noche como fundamento de su concepto poético de la muerte propia.
La historia de una vida no existe sino en amalgama con otras vidas. Entonces la historia que relata de la suya el que se desnuda en público con el impudor de una vieja meretriz es la que menos interesa y hace desear las que no cuenta. Cuánto más noble sería dejar a la verdad en paz por deforme que sea. La verdad sólo es verdad cuando permanece oculta, aun entre los afeites de los poetas seniles y proféticos que abundan en las tierras nuevas todavía sin una gran tradición literaria; que únicamente poseen una literatura sin pasado y acaso sin futuro.
En estos apuntes hay párrafos que desde luego suprimiré por esa irremediable tendencia de nuestra condición de querer ocultar siempre algo de la verdad. No lo haría por Jimena, desde luego; ella adivinaría los párrafos faltantes, sabría leer las entrelíneas y hasta por debajo de las tachaduras. Eliminaría únicamente estos párrafos por un motivo de elemental discreción, de delicadeza. Una de las cualidades de Jimena es la finura de su manera de sentir, pese a sus modales en apariencia algo toscos y autoritarios con los que disfraza su timidez, su desconfianza de un medio del que no se siente parte. ¡Qué le vamos a hacer! -me dijo una vez-. Es un viejo trauma de antes de nacer... Nacer en exilio es como no haber nacido. Mi defensa vital es atacar cuando me siento atacada.
A través de mis relaciones con ella es como me he confirmado en la idea de que a nadie le importa mucho uno por lo que es o deja de ser, salvo en la mente de alguien. Yo me siento alguien en la mente de Jimena, y acaso de manera un poco más fantasmal en su corazón. Y ese alguien que soy lleva la marca de esta mujer excepcional, pues el hombre, cualquier hombre, sólo vale por la mujer que le acompaña.
Al comenzar los apuntes de esta historia, he dudado entre escribirlos desde el ángulo del narrador impersonal o desde el punto de vista del que utiliza el yo, siempre engañoso y convencional; el primero permite la visión precisa y neutra, aparente-mente desinteresada; el segundo otorga al texto el beneficio de la divagación sinuosa, según los estados de ánimo y la inspiración o desgana del momento. Prevaleció en mí, finalmente, la intención primera de "narrar" mis confidencias en un largo relato oral; o mejor, en una ininterrumpida carta "póstuma" a una sola destinataria: Jimena. Los que lleguen a leer estos papeles lo tendrán que hacer al sesgo como quien viola furtivamente, con el rabillo del ojo, el secreto de la correspondencia privada que alguien va leyendo a su lado.
Trato de escribirlos con el máximo de franqueza y lealtad que Jimena se merece. No es que padezca el temor de engañarme y engañarla aun involuntariamente, sino el de simular la sinceridad con aparentes reticencias u olvidos; esos cortes y veladuras que el narrador profesional practica por artificio todas las veces que le es necesario para acomodar el relato a sus intereses particulares; para decir la verdad como si mintiera, ocultándose él mismo en la comodidad e impunidad del testigo excluido. El procedimiento del narrador "omnisciente" me parece más engañoso aún. Una convención fraudulenta que nos viene de la epopeya antigua, o desde más lejos aún: desde la Biblia y aun de los Evangelios. La parábola del Hijo Pródigo, la más melosa y falaz de las que contienen el Nuevo Testamento, es un ejemplo de ello.
Ningún hijo pródigo o impródigo ha regresado jamás al solar paterno. Si vuelve, lo hace como un extraño o como un intruso molesto e inoportuno. Y esto, el propio Cristo lo supo mejor que nadie. Lo pagó con su sangre y tuvo que morir en la cruz para volver a su Reino celestial donde seguramente sigue siendo un extraño. Como lo es en la miserable sociedad que Él pretendió redimir. No redimió a los seres humanos. No evitó ni purificó los horrores de la vida, la estulticia del mundo, los rigores del destino. No en vano el místico Tomás de Kempis, como copiando el Eclesiastés y el Libro de Job, escribió en su Imitación de Cristo con espíritu transido: "Vivir en esta tierra es la peor de las desgracias".
Además de los Papeles póstumos me inventé también un juego, el viejo juego infantil de la linterna mágica, con un calidoscopio que compré en una tienda de antigüedades.
Mediante linternas y diapositivas proyecto pequeños "cortos" coloreados sobre la cal del muro. Inocente esparcimiento de cineasta fracasado. La oscuridad alternativamente iluminada por los colores del espectro me relajan con su movilidad en una especie de ensoñación que anula el paso del tiempo.
El destierro mató en mí al hombre de cine. Ocurrió esto cuando se proyectó y hubo de realizarse, a medias, el filme sobre Solano López y Madama Elisa Lynch, que llegó a ser la virtual emperatriz del Paraguay. Uno de los grandes temas épicos del Paraguay y de América del Sur, donde la mujer es siempre el personaje principal detrás de algún gran hombre; a veces, al lado y en muchos casos hasta llevándole la delantera.
El guión inicial fue escrito por mí. Traté de relatar en él, con el mayor rigor y fidelidad posibles, la historia de estos personajes, ponerlos a la altura del papel histórico que desempeñaron en el martirologio de un pueblo. Al escribir ese libreto, no más importante como libreto que el de una ópera cualquiera, sentí en todo mi ser, sin poder evitado, el tremendo poder de los mitos de una raza, amasados con la sangre y el sacrificio de un pueblo mártir. Experimenté el estremecimiento de una revelación que anula de golpe todas nuestras dudas e incredulidades. Comprendí el inconcebible misterio -el de Solano López- de un alma sin freno, sin fe, sin ley, sin miedo, y que sin embargo luchaba ciegamente consigo misma más allá de los límites humanos. Luchó hasta el último aliento para evitar su caída en la degradación extrema de la cobardía o del miedo.
Ese miedo y esa cobardía le llegaron al final. El super-hombre, el semidiós, huyó como el más común y timorato de los mortales. Huyó como un ciervo, herido en el vientre por la lanza de un corneta de órdenes. El gran hombre lanzó su cabalgadura a todo galope en dirección al río. Los intestinos desplegándose en el aire formaban una estela sanguinolenta en la erizada carrera. El caballo desbocado se detuvo de golpe ante las barrancas, volteó al huyente mariscal que rodó hasta caer de bruces en el fangoso arroyo. Logró girar aún hasta ponerse de costado enfrentando a sus perseguidores. Éstos se detuvieron atónitos al borde del barranco. El sol de la mañana arrancó destellos cegadores al corvo espadín que se alzó desde el barro en el temblor del puño moribundo, y de la boca brotó, entre espumarajos de sangre, el clamor que estremeció las selvas.
El mariscal estaba muerto. Tres veces muerto, por la colosal derrota, por la irrisoria lanza del corneta de órdenes enemigo, por la asfixia del ahogamiento en las aguas del manso arroyuelo que se encrespó y empezó a rugir como un torrente de lava. Al llegar a la crucifixión de Solano López por las huestes brasileñas, sentí que esas lanzas despertaban en mí la capacidad del furor continuo y de rabiosa ulceración que llevó a aquel hombre de energía sobrehumana a sobrepasar todos los excesos de una guerra terrible e inútil. Y sin embargo esa derrota final e infamante era la afirmación de un heroísmo singular; era, sin tapujos, una victoria moral (si puede hablarse de moral en la barbarie de las guerras, cualesquiera sean sus causas objetivos por sagrados que se proclamen).
Solano López obtuvo con su muerte y el exterminio de su pueblo un triunfo incalculablemente mayor que el de los vencedores; un triunfo logrado al precio de innumerables derrotas, de terrores abominables, de un orgullo abominable, de un abominable holocausto. La noche de su asesinato, las mujeres sobrevivientes del campamento fueron violadas por la soldadesca enemiga. Noche de alaridos, de espantosas escenas, de crueldades y sevicias inenarrables al resplandor vacilante de las fogatas. La ebriedad de la victoria celebró el obsceno aquelarre en el anfiteatro de Cerro-Corá, ante el cadáver del mariscal clavado en una cruz de ramas.
Las mujeres desnudas y espectrales vagaban por el monte masticando raíces y gordos gusanos silvestres, bebían en los arroyos. Fueron reconstituyendo poco a poco el éxodo en una peregrinación al revés, bordeando los acantilados, vadeando los ríos y los torrentes, sin más brújula que los brotes migratorios que volaban hacia el sur. Peregrinaban atadas a la ruta del sol. Por las noches, se tumbaban bajo los árboles, turnándose por grupos en la guardia del errante campamento. Cazaban en las selvas alimañas silvestres y se refugiaban a dormir en las cavernas. La rabia y el furor brillaban en los ojos desde el fondo de las cuencas excavadas en las caras acalaveradas.
A lo largo del camino interminable y sin rumbo iban recogiendo las armas abandonadas, cargaban las cajas de proyectiles y formaron sin ninguna idea preconcebida, sólo por instinto de autodefensa, un batallón que fue creciendo hasta formar un ejército redivivo de mujeres hirsutas, hambrientas y feroces, a las que estaba reservada una nueva guerra más despiadada aún que la anterior. Ésas fueron las últimas y terribles amazonas del Paraguay.
Solano estaba ahí, clavado en la cruz de ramas mal descortezadas, como el Cristo del retablo de Grünewald. Más trágico aún que en aquella espantosa representación. Solano estaba ahí desnudo, emasculado, monstruosamente deforme, la lanza atravesada en el costado. Estaba ahí, negro de moscas y avispas que libaban en las bocas tumefactas de las heridas la vejación del pus. La última iniquidad de los vencedores se cifraba en esa insignificante y miserable enormidad.
En cierto modo, era la realización del vaticinio obsecuente del padre Fidel Maíz, fiscal de los tribunales de sangre y capellán mayor del ejército de López. En una famosa homilía-arenga Maíz había ensalzado al jefe supremo llamándole el Cristo paraguayo. Los enemigos, sin saberlo, no habían hecho más que cumplir la profecía del cura fiscal.
Ahí estaba, sacrificado y muerto, el hombre que no supo redimir ni salvar a su pueblo. Un Redentor asesinado. El símbolo hecho carne. Una basura triunfal de su propia nada. La res exhumana pendiente de la cruz de troncos no era la carroña del Dios hecho hombre pintada por el genio de Grünewald con las tinieblas de su propia alma.


(FRAGMENTO PÁGINA 13 A 30)


ENLACE RECOMENDADO:


 

AUGUSTO ROA BASTOS - MADAMA SUI (NOVELA) - Prefacio de AUGUSTO ROA BASTOS / Editorial SERVILIBRO, 2008.



MADAMA SUI
Novela de
© HEREDEROS DE AUGUSTO ROA BASTOS
25 de Mayo Esq. México Telefax: (595-21) 444 770
Plaza Uruguaya - Asunción - Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Diseño de tapa : Bertha Jerusewich
Diagramación y cuidado de la edición : Mirta Roa Mascheroni
Corrección: Augusto González
1ª  edición SERVILIBRO
1.000 ejemplares
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
Asunción, febrero 2009 (244 páginas)




PREFACIO
¿Quién es Madama Sui? ¿Existió este extraño personaje o es un relato inventado? Esta historia tomada del natural, con personajes reales v auténticos, es menos que un relato y más que una invención.
Madama Sui vivió en las décadas del 60 70. Continúa existiendo en el imaginario colectivo, execrada o exaltada en imágenes contradictorias y confusas, como ocurre por lo general con el recuerdo de las personas de naturaleza excéntrica, o simplemente fuera de lo común.
Madama Sui no fue una auténtica hija del mal, como algunos intentan presentarla. Lo único que hubo en ella de profundo y permanente fue un amor de infancia que le duró hasta el fin de su vida, consagrado al niño, al hombre, al perseguido, al fugitivo, al desconocido, en que el tiempo y la vida lo fueron convirtiendo, y con el cual Madama Sui se había desposado para siempre no por las nupcias sino por la ausencia y la separación.
Ella lo denominaba simplemente EL. No hubo forma de verificar su verdadera identidad, pese a las vagas referencias, deliberadamente desfiguradas y desorientadoras, que ella misma deslizó en sus conversaciones y apuntes. En tiempos de calamidades públicas y de terror, el miedo es la única forma de comunicación social que subsiste en una comunidad de encapuchados.
Madama Sui dejó los esbozos de una autobiografía muy detallada, en veinte cuadernos de escolar, escritos con letra menuda y fina. Un cuaderno por cada año de vida, pues la muerte la sorprendió a los veinte de edad, aunque sólo empezó a escribirlos a los quince años cuando comenzó su vida de hetaira.
Este relato ha surgido de un moroso, difícil e incidentado trabajo de documentación y compilación realizado con ayuda de personas conocedoras del tema, que me han pedido permanecer en el anonimato más estricto. La tarea de varios años fue obstaculizada de mil maneras, no sólo por la espesa red de intereses y de ocultamientos, imperante en las esferas del poder, algunos de cuyos conspicuos figurones aparecen o están implicados en los sucesos que aquí se narran.
Por su parte, algunos informantes oficiosos se sintieron contrariados por la necesaria depuración de sus informes, así como por los cambios y omisiones de nombres, hechos y lugares, que me vi compelido a hacer por los mismos motivos, sin alterar, desde luego, la verdad esencial de la historia, cuya publicación esos informantes trataron por su parte de impedir cuando ya la dictadura había sido derrocada.
Una desesperada carnalidad impregnó la vida de Madama Sui, sin que el sentimiento de culpa tuviera la menor influencia sobre su espíritu. Carecía de este sentimiento o lo ignoraba por completo. Era demasiado joven todavía para sospechar que la existencia es algo más que satisfacer los impulsos de una sensualidad sin freno y vivir el goce como un acto tan natural como respirar para vivir, pese al contrapeso de un amor puro pero sin esperanzas.
Bajo el inalterable y cálido aspecto de su alegría de vivir, fue un ser que sintió en lo hondo de sí la corrosión de la soledad, pareja a su necesidad de amar, condensada en ese amor único pero imposible. Esta ansiedad constante, esta permanente desesperación la llevaron a apurar hasta el fondo la energía vital de su existencia en el medio escuálido y salvaje que la vio crecer.
Carente asimismo de sentido social, la protagonista se convirtió en una víctima propiciatoria del proceso de degeneración social y nacional que produjo la tiranía. La estrategia del poder unipersonal encontró en la prostitución de la mujer el elemento primario, el más vulnerable, pero también el más eficaz, que le permitió implantar la corrupción generalizada de una sociedad atrasada e inerme. En el contexto de este fenómeno masivo, a la vez político y social, el destino de la protagonista adquiere su perfil verdaderamente trágico, su pleno valor de documento humano.
La tiranía que sirve de marco a esta historia, inspirada en las ideologías del nazismo y del fascismo y continuadora de aquellos regímenes de fuerza, al final de la Segunda Guerra Mundial, fue la más larga y cruel de las que asolaron en este siglo América del Sur.
Madama Sui fue la favorita del extraño y sui géneris dictador, de origen teutón, que parecía mudo de tan parco, pero cuya mudez redujo a silencio a toda una sociedad, durante más de treinta años. La curva de transformación de la muchacha primitiva, casi salvaje, en la cortesana refinada y culta del final de su evolución, no alteró su destino. Lo vivió como una forma espontánea, tal vez inconsciente, de rebelión.
Al relatar su historia, a través de sucesos y personajes auténticos, no fue mi propósito describir uno de estos regímenes de tiranía opresora, ni pintar un medio social, cultural o político determinado. Esto suele darse por añadidura o por reflejo, siempre que el relato sea auténtico y no un mero panfleto de denuncia.
Más interesante que el personaje tópico del dictador, que infesta la historia y la literatura de estos países hasta el hartazgo; más edificante es la figura de una joven mujer, favorita de uno de estos prohombres, en la que el vértigo del poder no logró prostituir su dignidad intrínseca de ser humano y su innata inocencia.
En la dicotomía, no siempre bien definida entre lo individual y lo colectivo, el relato de la historia de un personaje representativo envuelve siempre como trasfondo el panorama de una época, el modo de ser colectivo de una sociedad, sin lo cual la substancia del personaje -la carnadura de su historia- carecería de un soporte real verosímil. Quiéralo o no, el narrador siempre presenta o representa en la ficción ese lugar de la Mancha, "del cual no quiere acordarse".

En definitiva, lo individual no es sino lo universal que se manifiesta a través de un destino; de igual modo que en los dominios del arte la forma no es sino el fondo que remonta a la superficie, según ya lo hiciera notar Víctor Hugo con exacto saber.
Nunca he experimentado excesiva afición hacia la novela política, ese género espurio de la historiografía, a medio camino entre la falta de imaginación y el exceso de ambiciones facciosas de poder.
De hecho, en estos tiempos de universal confusión y violencia, el concepto de política, en el sentido de arte de buen gobierno, ha sido enteramente degradado y abolido por el dictum del "poder" (económico, político, militar, religioso, en los extremos del integrismo más recalcitrante), como conquista del supremo derecho de dominación, al precio de las peores aberraciones.
"El hombre no está hecho; se está haciendo", escribe la ingente, la lúcida Josefina Plá, paradigma del talento austero, maestra de generaciones en el páramo cultural de una nación sitiada, acosada por catástrofes históricas, por tiranías atroces, caldo de cultivo de su atraso, de su degradación, de sus infortunios.
También la mujer, hacedora de vida, se está haciendo a sí misma. O sea, se está transformando, en procura del lugar que le corresponde en la vida social, en la que a pesar de sus progresos sigue estando sometida a las normas de un mundo construido por el hombre a imagen de sus privilegios; del hombre dominador y a la vez eunucoide, cuya virilidad no es más que su brutalidad.
Ambos, mujer sacrificada e incompleta, hombre sumido en su barbarie primitiva, no han comprendido todavía, como lo reclama otra gran escritora, que lo esencial para un ser humano es convertirse en un ser humano, en el equilibrio de la igualdad y respeto de las diferencias, cualesquiera sean sus razas, sus costumbres, sus religiones, sus ideas.

Por todo lo que antecede con respecto al drama de las mujeres en un país casi desconocido de América del Sur, he tratado de escribir la historia de Madama Sui tal como la hubiera escrito una mujer. Quiero decir: he tratado de hacerlo con la sensibilidad y la noción del mundo, con el estilo y el lenguaje propios de la mujer, a quien su capacidad de engendrar vida, de asegurar la continuidad de la especie, de preservar lo esencial de la condición humana, le otorga la intuición natural de saberlo todo aun no sabiendo que lo sabe. Don casi siempre negado a la imaginación masculina.
A.R.B.


MADAMA SUI
I

Se oye el lejano retumbo de un galope.
Los rayos del sol caen a plomo sobre el pueblo volviéndolo invisible. El caserío no es más que una mancha opaca en los reflejos. La luz solar empaña los colores, aplasta los contornos, borra los horizontes, destiñe la comba azulada del cielo. El espacio se ha coagulado en la calina blanca. En esta ausencia de luz, por exceso de luz, como en la felicidad excesiva, la muerte no parece estar en ningún sitio. La vida tampoco.
La planicie agrietada en rombos geométricos, casi abstractos, deja manar a través de las rajaduras la respiración de la tierra quemada. El vaho seco y caliente, más liviano que el polvo, acaba mezclándose con él hasta formar una penumbra esmerilada, resplandeciente y oscura.
Es la tiniebla blanca, nebulosa y hambrienta como el deseo. La noche diurna del mediodía que es la hora de nadie así como la hora de medianoche es la de todos. La hora del amor y del crimen, de las pesadillas, de los violadores, de las estrellas errantes.
Todos somos un poco la oscuridad de la noche en pleno día. Todos formamos parte de la enfermedad general, llamada vida.

Rajan el silencio los ruidos de la selva asfixiada que siempre está creciendo en su intento de escapar de la tierra para buscar el aire. Siluetas en llamas se desplazan a saltos como sombras de tigres espectrales. Los monos copulan en la espesura. Se escuchan sus chillidos de un goce delirante, inconsolable. Se diría que no encuentran fuerzas para ayuntarse más allá del miedo de morir en la cópula.
En las casas los hombres duermen boca abajo roncando pesadamente con las manos crispadas sobre los muslos de sus mujeres. Las tramas de tiras de cuero de los grandes camastros rurales dejan gotear el sudor de los durmientes.
Maripositas celestes gatean sobre el piso de tierra, bajo las camas, para beber la humedad salada que destilan los cuerpos, irreales en el sueño.
Todas las cosas, incluso la gente, están como atacadas de una epidemia de apatía, de pasividad, de ensimismado silencio. Es como si cada uno pensara: nada se puede hacer contra la nada.
El moho del fatalismo primitivo crece por dentro.
No tanto en los niños, esas criaturas de piel agrietada como la tierra. Sus caritas de viejos se han anticipado a sus caras de niños y las tendrán toda la vida por corta que ella sea. Y sin embargo se mueven en una realidad, en un tiempo distinto al de los adultos.
Alegres, confiados, aislados en un sueño despierto bajo el sol de hierro, juegan a las bolitas y a los trompos, en patios y calles, a la sombra raquítica de paraísos y ovenías. Liendres humanas que ignoran por completo el mito de origen de la Tierra sin Mal.

Estos chicos viven, en su animismo ancestral, la enfermedad de la apatía como una forma de salud testaruda y oblicua. De esa carcoma brota su alegría, su indiferencia hacia la inclemente y despiadada realidad que les toca vivir. No les espera otro destino más benigno que el de una muerte precoz cono su vida.

Sobre la tierra en sequía, en medio de la tiniebla blanca, un pájaro fabuloso va a posarse un instante. Volverá a emprender su vuelo a baja altura.
Es el suindá, la lechuza rapaz, que busca y captura su presa en la oscuridad. Lleva atravesada una flecha de cerbatana en el pecho de metálico azul, rojo ahora por la sangre. No es la flecha de un niño indígena. Es la cerbatana de juguete de niño blanco.
El ave nocturna ha dejado sus huellas en el secano. La sangre del sol del mediodía traza la línea zigzagueante del vuelo. La convierte enseguida en una huella fósil.

Un chico con un arco aparece del boscaje reseco siguiendo a todo correr el rumbo incierto de la lechuza herida. Una chica de la misma edad corre detrás, llamándole con el chistido de la lechuza.
La niña, casi desnuda en su vestido rotoso, es de una hermosura salvaje. La cabellera enredada, endrina, revuela a sus espaldas. Corre, chista y llama al chico cazador sin que éste le haga el menor caso.

Algunos leñadores que volvían del monte entrevieron confusamente al niño cazador corriendo sobre el hilo de sangre en persecución del pájaro de rapiña. Discutieron sobre quién podía ser ese chico solitario y maniático, totalmente abstraído en la absurda cacería del pájaro nocturno a esa hora ardiente del mediodía. Unos creyeron que se trataba de un muchachuelo indígena de la etnia guayakí acampada en la zona.
-La chica es la huérfana sarakí del finado don Romildo González, de Loma Kavará, y de la también finada ña Yoshima Kusugüé, de la colonia japonesa -dijo el más viejo-. Saracutea esa chica todo el día con los muchachos aprendiendo su futuro oficio. Desde chica luego la hembra trae la marca de lo que va a ser...
Apoyados en el mango de sus hachas, los hombres montunos habían visto caer al suindá entre la maleza de la orilla del río, perseguido por la pareja de pequeños cazadores.
-¡Lo que son las cosas! -dijo uno, burlón- ¡Cazar una suindá, la lechuza más celosa de la noche, en plena siesta! Eso sí que yo no lo he visto en mi vida.
-Se habrá desatinado en la oscuridad blanca creyendo que era medianoche... -comentó otro con una carcajada.
Vieron a la pareja de los pequeños cazadores internarse en los matorrales de zarzas espinosas en persecución de la lechuza herida.

Uno de ellos plantó el hacha y corrió en persecución de los chicos. Miró y rebuscó en la maleza. No encontró ningún indicio de la escena que creían haber avistado.

- A Rey no le interesa la suindá... -comentó irónico el más viejo-. Le tira la hija de don Romildo, que ya está en edad de merecer... -agregó en medio de las risas de los otros.
Con las caras y los brazos cubiertos de sangrientos arañazos, agachados, reptando entre la maleza, los chicos llegaron hasta donde se hallaba la lechuza, caída en una zanja. Se arrojaron sobre ella.
La agarraron torciéndole el pescuezo y arrancándole a tirones la cerbatana que le atravesaba el buche. Oyeron los gritos y los pasos rudos que se venían acercando. Se escondieron en la zanja cubriéndose con brazadas de ramas secas. Conteniendo el aliento tomaron forma de oscuridad en el más completo silencio.
-Nada... nadie... Acaso no fue más que una mala visión... -dijo el hombre al volver.
Tendió la mano hacia la tiniebla blanca. La mano oscura y callosa quedó como bañada de cal.
-La luz enferma del mediodía muestra lo que se le antoja y esconde lo que no quiere mostrar... -escupió con bronca sobre la tierra calcinada. Recogió el hacha, se metió el aludo sombrero hasta los ojos y continuó su camino.
Los otros siguieron al que se había adelantado, riéndose y haciendo chistes. Las hachas brillaban sobre sus hombros como ascuas cubiertas de ceniza.
Contaron en el pueblo lo que creyeron ver. El enigma quedó sin resolver. Una vieja comentó:
- Habrá que ver entre los chicos de la escuela quién muestra la cara de haber flechado la suindá. Ese es un pájaro traicionero y malvado... El que lo cazó queda marcado. Puede caerle una desgracia.
En eso quedó todo. Pronto se olvidaron de la pareja de chicos y de la suindá. Era una de esas cosas que parecen no haber sucedido nunca.
Bajo el sol del calor los "puebleros" no se interesan en pequeñas historias.

............................................................................... .

EPÍLOGO
No hay nadie en las calles. Ni personas, ni animales, ni hormigas. No se oyen cantos de pájaros ni ladridos de perros. El silencio está poblado, sin embargo, de resonancias subterráneas que surgen del pozo de sombras de corredores y zaguanes.
El confuso ruido de televisores resuena a mayor volumen que otras veces en la rutina doméstica del almuerzo. El locutor habla todo el tiempo con una voz estridente, metálica, desafiante, propalando el noticiario oficial de las doce del día. Ha ocurrido un grave suceso en la capital. El locutor comenta las escenas de la matanza en la cárcel a raíz de la frustrada evasión de los presos de "máxima peligrosidad".

Las imágenes muestran la macabra visión de los muertos esparcidos en el estrecho y largo hueco del túnel sepultado por el derrumbe. Se ve en acción la excavadora. La gigantesca máquina desmonta la masa de tierra, lajas y piedras del desmoronamiento. Va dejando al descubierto la centena de prisioneros hacinados en posiciones inverosímiles.
Algunos cadáveres están destrozados, cortados por la mitad, por los filosos bloques que han caído sobre ellos, también por la excavadora.
El locutor va leyendo la larga lista de nombres de los muertos.
De tanto en tanto prorrumpe en invectivas e interjecciones soeces contra los criminales y traidores. "¡Nuestra bendita tierra justiciera -clama- ha castigado por su propia mano la tentativa de fuga de estos malhechores subversivos...!".
Como un redoble fúnebre se oyen las doce campanadas del reloj de la catedral, contigua a la cárcel.
Sui escucha el telediario de pie, inmóvil, rígida. El locutor termina de leer la lista de muertos. Informa que hay un sobreviviente, uno solo, que ha logrado escapar por la brecha de una cloaca inundada. Menciona su nombre. Uno de sus alias, dice. El verdadero nombre es desconocido, por ahora.
-¡Es EL ...! -murmura Sui en un gemido. Lleva la mano sobre la boca para reprimir en sus labios el temblor que recorre todo su cuerpo.
El locutor muestra en una toma de primer plano la foto de frente y de perfil del sobreviviente, convocando a la población de todo el país a cooperar en la captura del peligroso delincuente prófugo.
-¡Es EL ...! -repite Sui al ver su rostro, deformado por las torturas, en la ajada foto del prontuario policial presentada en primer plano por la pantalla.
Ese hombre, vivo aún como por milagro, es el ser amado desde su niñez. El hombre al que sigue amando más que a toda otra cosa en el mundo y por cuya salvación daría su vida.
Lejano, ausente, inalcanzable, había seguido buscando a aquel niño convertido en hombre, en el amado desconocido, que vivía y crecía dentro de ella. Lo había buscado a través de cuerpos fríos, no deseados, comprados, que daban consistencia aberrante al fantasma de su corazón. Y ahora estaba allí como un insecto negro clavado sobre un mapa.
Sus latidos marcan, segundo a segundo, la larga historia de años y años de ese amor sólo conocido por ella, sin que ella misma tuviera plena conciencia de ello; de ese amor defendido por la depravación del mal, pero a la vez protegido por la fe, por la fidelidad esencial hacia el hombre amado.
¿Era ése el secreto guardado en el insondable misterio de la inocencia primordial de una mujer...?

Lo sabe ahora con más claridad que nunca al filo de ese fúnebre mediodía. La tiniebla blanca pone un sudario de ceniza sobre el pueblo, sobre la realidad, sobre el mundo, sobre su propia vida.
Recuerda la carta que ella le escribió una vez a Villarrica, a los quince años, cuando había comenzado ya su vida de mujer pública. "Para mí, vos y Dios son la misma cosa. Si pudiera llegar a creer alguna vez en Dios, seguiría creyendo en vos como en el Dios mismo en el que te habrías convertido para mí... ".
Diez días con sus noches han pasado desde el primer anuncio fatídico. Ella ha permanecido todo el tiempo al pie del televisor y de la radio. No ha comido ni bebido más que alguno que otro vaso de agua.
Los noticieros informan que ha tomado el tren rumbo a Encarnación. La informante permanente del ferrocarril, disfrazada de chipera, viaja junto a él en el asiento frontero. Ha sido la primera en dar la alarma por el walkie-talkie que lleva escondido en su canasta de chipas. Recibe órdenes de tenerlo "clavado" y de entregarlo a las patrullas de seguridad de Encarnación.
Una zigzagueante flecha roja, como guiada por radares de pasmosa precisión, va trazando sobre un mapa de estado mayor el gráfico de huida del único sobreviviente. La flecha ya no dejará escapar al insecto negro. Vuela más rápido que el imperceptible avance de tortuga del tren. Se adelanta. Retrocede. Retoma el blanco. Lo sigue con la obcecación indiferente de la fatalidad. Lo tiene clavado sobre el círculo negro que se desplaza.
La última información de la chipera es que el prófugo ha descendido furtivamente, en plena noche, en la estación de Manorá, como tratando de escapar del cerco que adivina se está cerrando sobre él.
En secuencias de fotomontaje, el programa muestra una serie de vistas de Manorá. Se ven la polvorienta calle mayor, la casa con el templete oriental en la Colina de las Cabras, el edificio de la escuela con la artística ventana, copiada de la loggia de San Vital, en el templo bizantino de Ravena; luego, el muro de la fachada con el hueco oscuro y ruinoso que quedara allí después de que la ventana fuera arrancada. Al borde de la laguna, cubierta de victorias regias, se ve el inmenso y centenario árbol de tarumá con el hueco perpetuamente en llamas, desde que un rayo hiriera su tronco hace muchos años.
A lo lejos, como en la visión de égloga de una tarjeta postal, se divisa el ingenio de azúcar, la alta chimenea arrojando espesa humareda, la larga fila de carretas tiradas por yuntas de bueyes flacos, casi microscópicos, transportando inmensos fardos de caña de azúcar.
La flecha, inmóvil en el aire, apunta ahora el círculo inmóvil. Abajo se lee el nombre del pueblo: Manorá, que torna a hacer real su significado.
Pese al shock emocional y a su debilidad extrema, Sui siente que se cumple su anhelo de que EL venga a buscarla para seguir huyendo juntos. En un esfuerzo supremo, arrastrando su cuerpo, se lanza a una febril actividad. En cada habitación va amontonando todos los efectos y enseres que puedan servir para formar grandes piras. Se viste una sencilla túnica negra. El locutor de la televisión se ha despedido prometiendo un detallado informe sobre la captura del prófugo en el programa del mediodía.

Sui oye borrosamente los gritos desesperados de alguien que la llama desde el exterior. Acude a escuchar más de cerca. Entreabre la ventana que da a la calle. Reconoce la voz, la silueta de su amiga Marta Donada.
-¡Sui... Sui... abre por favor...! ¡Soy Marta...! ¡Ha sucedido algo horrible...!
Sui la hace entrar. Sin aliento por la corrida, sofocada por la densa atmósfera de encierro, de nauseabundo hedor que llena la casa. Se espanta al ver a Sui, convertida en una anciana esquelética, llena de arrugas. Se le antoja el fantasma de su madre.
Marta apenas puede hablar. Refiere entrecortadamente lo que acaba de suceder. Lleva en la mano un cuaderno de escolar semicarbonizado.
-En el hueco en llamas del tarumá grande, a orillas de la laguna, un hombre se ha lanzado al fuego, perseguido por los mellizos Goyburú, de la seccional. Su cuerpo ha desaparecido por completo en la hoguera. Encontré esto, caído del fuego... -le tiende el cuaderno.
Sui lo ha abierto. En la primera página lee una frase con letra casi ilegible. No son más que dos palabras: Adiós... Sui... Sin decir una palabra, sin derramar una lágrima, Sui cierra lentamente el cuaderno. Sus ademanes se mueven con la lentitud de un ser que va extinguiéndose. Tiene un hombro, el izquierdo, muy caído. Toda ella recuerda la silueta de un ave herida en un ala, que se arrastra de costado.
-Vete, Marta... Ya iré yo...
Marta, desesperada, sintiendo que toda comunicación con Sui está rota, acaso para siempre, se va sin poder contener sus lágrimas.

El resplandor de un gran incendio empieza a crecer por encima de los árboles, en la loma alta, iluminando la noche y llenándola de espesa humareda.
-Es la casa de Sui ...! -clamorea el gentío reunido en torno al tarumá, en cuyo vientre en llamas un hombre acaba de convertirse en cenizas.
Todo el gentío acude corriendo hacia la colina de Loma-Kavará, a presenciar el incendio. Todos temen que la moradora va a morir carbonizada en la casa cerrada y tapiada desde hace varios años. Rompen la puerta y entran a buscarla en medio de las llamas. No encuentran ningún cuerpo vivo ni muerto entre los escombros ardientes, que han empezado a desplomarse.
El tarumá ha quedado solo. Las llamas van debilitándose lentamente en el hueco. De las sombras surge la silueta oscura de Sui. Se acerca al horno donde estarán ardiendo todavía los restos de EL. Recoge una rama con la punta carbonizada, la misma utilizada por EL hace muy poco tiempo. Remueve y aviva con ella el decreciente fuego.
Con gran esfuerzo va echando en el hueco brazadas de ramas y hojas secas. Las llamas se avivan con violencia, sus lenguas enfurecidas saltan como latigazos a la cara de Sui.
Dentro del hueco restalla el fragor del viento, el terrible ruido de la soledad. En medio de las resonancias, Sui oye de nuevo, en la voz de EL, las dos palabras escritas en el cuaderno semicarbonizado. Es débil la memoria de los muertos. Las verdaderas palabras pronunciadas por ambos fueron: "Hasta que se junten nuestras cenizas... "
Con la rama, que también ahora empieza a arder, Sui reúne los restos carbonizados de EL reconstituyendo una silueta humana. Los despojos incinerados de un hombre son fáciles de reconocer. No tienen el color vivo y oloroso de la madera. Tiene el color del vacío, de la impotencia, de la desesperación. Tienen el olor de la carne quemada. Los aparta suavemente hacia un costado. Trata de hacer un espacio para ella. No necesita mucho. El fuego tomará las medidas de su esqueleto, hará lugar a su exigua talla.
Intenta subir por las nudosas raíces. En la primera tentativa resbala, cae.
Una obra bien hecha es aquella cuyo final recuerda siempre el comienzo, cerrando el círculo del relato. Una vida errada puede rescatarse cerrando su círculo a través del fuego purificador, junto a la persona amada. Va a intentado de nuevo. Sus manos se aferran a un tejido de lianas ardientes. Sube escalando lentamente los nudos carbonizados de las raíces. Las manos asidas a las llanas comienzan a arder con un fuego de lenguas azules. Llega hasta la boca del hueco. Se apoya de rodillas en sus bordes. Su cuerpo parece haberse vuelto ingrávido. Se deja caer lentamente. Se abraza a los restos de EL. Desaparece por completo entre las llamas.
Nadie ha visto salir a Sui de la casa incendiada. No han encontrado sus restos entre los escombros. Nadie la ha visto entrar en el vientre en llamas del tarumá. Se formará la leyenda de su desaparición fantasmal. La engañosa memoria colectiva imaginará que Sui ha ido tal vez a proseguir la lucha de EL en otros lugares.
Y esto también es sólo una manera de decir lo indecible.
Asunción - Toulouse 1 marzo - 25 de mayo 1995.



ENLACE RECOMENDADO:

 

sábado, 27 de noviembre de 2010

AUGUSTO ROA BASTOS - VIGILIA DEL ALMIRANTE (NOVELA) - Introducción: LOS TRES NARRADORES DE LA VIGILIA - ANTONIO CARMONA / Editorial SERVILIBRO, 2008.



VIGILIA DEL ALMIRANTE
Novela de
COLECCIÓN ROA BASTOS Nº 6
© HEREDEROS DE AUGUSTO ROA BASTOS
Editorial SERVILIBRO
25 de Mayo Esq. México
Telefax: (595-21) 444 770
Plaza Uruguaya, Asunción - Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Glosario: Antonio Carmona
Diseño de tapa : Bertha Jerusewich
Diagramación : Mirta Roa Mascheroni
Corrección: Augusto González
Edición: 2.000 Ejemplares
Asunción, noviembre de 2008
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98
Asunción - Paraguay,
Noviembre de 2008 (346 páginas)


CONTRATAPA: Esta es una obra polifónica donde se entrecruzan el héroe y el antihéroe, el medioevo y el modernismo, la cristiandad y la apetencia del oro, el poder y el no poder, la violencia y la ternura, el amor y el odio, la miseria y la gloria enclavados eternamente sobre los maderos de la dialéctica. En fin, la historia del hombre de siempre, escrito con una maestría poética extraordinaria.
La novela aparentemente se desarrolla, en la mayor parte, en los días previos al descubrimiento en los que Colón es acosado por la desesperación y el temor a la muerte de sus marinos amotinados. Es como si en este corto tiempo se concentrara toda la vida vivida y por vivir de este marino hecho por la sola tenacidad de estar absolutamente cierto de ser el ser providencial que ha de descubrir la nueva ruta. Es como si la proximidad de la muerte lo volviera traslúcido a interpretar los enigmas de su propia vida. El pasado y el futuro se confunden y se entrelazan en un solo torbellino capaz de arrastrarlo al fondo del mar o a la cúspide de la gloria o a la del infortunio.


Voy perdiendo mi ser mientras me voy humanando.
Guyravera, Chamán guaraní



NOTA DEL AUTOR
Éste es un relato de ficción impura, o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia. Su visión y cosmovisión son las de un "mestizo de dos mundos", de dos historias que se contradicen y se niegan. Es por tanto una obra heterodoxa, ahistórica, acaso anti-histórica, anti-maniquea, lejos de la parodia y del pastiche, del anatema y de la hagiografía.
Quiere este texto recuperarla carnadura del hombre común, oscuramente genial, que produjo sin saberlo, sin proponérselo, sin presentirlo siquiera, el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad. Este hombre enigmático, tozudo, desmemoriado, para todo lo que no fuera su obsesión, nos dejó su ausencia, su olvido. La historia le robó su nombre. Necesitó quinientos años para nacer como mito.
Podemos contar en lengua de hoy su historia adivinada; una de las tantas de posible invención sobre el puñado de sombra vagamente humana que quedó del Almirante; imaginar su presencia en presente; o mejor aún, en el no tiempo, libremente, con amor-odio filial, con humor, con ironía, con el desenfado cimarrón del criollo, cuyo estigma virtual son la huella del parricidio y del incesto, su idolatría del poder, su heredada vocación etnocida y colonial, su alma dúplice.
Tanto las coincidencias como las discordancias, los anacronismos, inexactitudes y transgresiones con relación a los textos canónicos, son deliberados pero no arbitrarios ni caprichosos. Para la ficción no hay textos establecidos
Después de todo, un autor de historias fingidas escribe el libro que quiere leer y que no encuentra en ninguna parte; ese libro que sólo puede leer una vez en el momento en que lo escribe, ese libro que casi siempre no oculta sino un trasfondo secreto de su propia vida; el libro irrepetible que surge, cada vez, en el punto exacto de confluencia entre la experiencia individual y la colectiva, en la piedra de toque de un personaje arquetípico.
Es su solo derecho. Su relativa justificación.
A. R. B.


Estoy ausente porque soy el narrador.
Sólo el relato es real.
Tú eres el que escribe y es escrito.

El libro de las preguntas
Edmond Jabés



INTRODUCCIÓN
LOS TRES NARRADORES DE LA VIGILIA
Tres son los narradores que nos cuentan la "VIGILIA DEL ALMIRANTE": el mismo CRISTÓBAL COLÓN, en primera persona, narrando las peripecias del viaje, desde que le surgió el sueño de llegar a "LAS INDIAS", juntando datos y cartas de navegación: el narrador, AUGUSTO ROA BASTOS, que convoca a algunos testigos para historiar la historia no oficial del descubrimiento, "el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad"; y los cronistas de Indias.
Roa nos da el indicio en las Partes I, Cuenta el Almirante, VIII, Cuentan los cronistas, y X, Cuenta el narrador. El lector podrá descubrir que hay tres formas de narrar, tres hablas diferentes que corresponden a las diferentes voces de los que cuentan: la de Colón, que utiliza ciertas formas sintácticas y muchos términos de la época; la de los cronistas que es más contemporánea, aunque mechada con el estilo de algunos de los historiadores que contaron la historia de aquellos tiempos, principalmente Fray Bartolomé de las Casas, "amigo y biógrafo" de Colón; y, por último, la del narrador, actual y muy desenfadada, combinada con diálogos de gran sentido irónico, haciendo referencias a personajes de nuestra época.
Así que el lector tendrá que acostumbrarse a saltar de tiempos y de hablas, en un apasionante ejercicio de descubrimiento de nuestra lengua, como de contraste de la historia; desde las visiones antiguas de los primeros narradores, miradas desde el viejo mundo hacia la "magia" del nuevo que les maravilla y desconcierta, hasta las interpretaciones de nuestro tiempo, miradas críticas desde el actual nuevo mundo hacia la salvaje conquista en los salvajes parajes del nuevo mundo, con la cruz y la espada aliadas y contrapuestas.
Roa le hace decir a Colón: "Hay miles y miles de millones de estrellas en el cielo de la noche. Algo quieren decir, algo dicen, en un lenguaje desconocido e indescifrable. Es el libro más inmenso que se ha escrito desde la creación."
De la misma manera, él reúne los millones de signos que hay en la constelación de una lengua, los millones de hablas que cuentan una misma historia, en este caso la del Almirante y la del parto que surgió de ese alucinante viaje, de esa pesadilla despierta que hizo redonda la tierra y "descubrió" y "encubrió", en las propias palabras de Roa, el "nuevo mundo".
Tal vez sólo en "Yo El Supremo", Roa logra la multiplicación de voces y de historias para contar una sola historia. Sólo que en "Vigilia del Almirante" el relato parece sólo uno por su fascinante continuidad, por la naturalidad de los cambios de narraciones y de voces.
Atrapados en un océano de sargazos pestilentes, las carabelas y los tripulantes observan atónitos a los pájaros que vuelan hacia atrás, a mitad de camino, en una simbólica imagen de la relación entre dos mundos que se acercan y nunca terminan de juntarse. Colón y Roa se unen a todas las otras voces y nos cuentan la apasionante historia de un viaje que transformó y trastocó la historia de la humanidad.



PARTE I
CUENTA EL ALMIRANTE
Toda la tarde se oyeron pasar pájaros. Se los oía gritar roncamente entre los jirones de niebla. Contra la mancha roja del poniente se los podía ver entreverados en oscuro remolino volando hacia atrás para engañar al viento. Cruzan nubes bajas cargadas de agua, oliendo a muela podrida de mal tiempo. El mar de hojas color de oro verde cantárida se espesa en torno a tres cascarones desvelados y los empuja hacia atrás, a contracorriente.
De pronto ha cesado el viento. El cerco de los pájaros sigue pasando siempre de cola al revés, mancha luminosa enganchada a la desaparecida luz solar. A veces el arco se descompone en dos rayas oscuras formando el número siete como un rasgón en la sombra del tiempo, en el astroso trasero del cielo. Luego los pájaros desaparecen.
El mar se mueve apenas bajo el pesado mar de hierbas. Ni una brizna de viento y las naves al garete desde hace tres días, varadas en medio del oscuro colchón de vegetales en putrefacción. El mar en su calma mortal se ha convertido en estercolero de plantas acuáticas. Nadie puede calcular la extensión, la densidad, la profundidad de esta inmensa capa fósil de materia viviente. La fatalidad ha levantado este segundo mar encima del otro para cortarnos dos veces el camino. Su imaginación es capaz de inventar a cada paso nuevas dificultades. No van a amilanarme. Voy tan seguro de mí, tan centrada el alma en su eje, que no puedo detenerme a pensar lo peor donde otros imaginan que ya se están hundiendo. Siempre hay un camino mientras existe un pequeño deseo de delirio. Llevo encendida en mí la candela lejana.
Los hombres contemplan aplastados el mar de algas montado sobre el mar de fondo. Desde el castillo de popa les grito: "¡Mirad el cielo!... ¡Pasan pájaros!..." Nadie se mueve ni oye nada, salvo el cólico de la cólera revolviéndose en sus estómagos. Ni el vuelo de los pájaros ni el inmenso islote mucilaginoso que nos cerca, señal segura de costas cercanas, avientan su miedo. Creen que trato de seguir alucinándolos con embelecos. Sacar voces desde el vientre. Sonidos, fuegos fatuos, centellas voladoras, agujas de marear fijadas con una oblea de cera indicando falsas derrotas. Cuenta falsa de leguas, cada día reducida a la mitad. No pararemos de retroceder hasta llegar a cero.
El espacio infinito ha empezado a poner sus huevos en el ánimo de la gente. Hay que aliviar su angustia. Sé lo que les pasa a estos hombres. No es gente de mar. En su mayor parte es carne de presidio, frutos de horca caídos fuera de lugar, fuera de estación. Lloran como niños cuando se sienten destetados de lo conocido. Hay que engañarlos para su bien con la leche del buen juicio. Infelices don nadies que se han lanzado contra su voluntad a descubrir un mundo que no saben si existe.
A falta de acción, la angustia está ahí, áspera y turbia, potente como un cuchillo. La acción es el efecto de la angustia y la suprime. Si no hay acción la muerte es inexorable. Los desorejados y desnarigados son los que más la sienten, la oyen y la huelen. Su mutilación tiene para ellos el peso de la tierra y del mar. Es inútil que el ciego quiera ver el sol. Tengo la sensación de que la sangre, no las lágrimas, les corre de los ojos y se les desliza por fuera sobre la piel.
Las cosas no son como las vemos y sentimos sino como queremos que sean vistas, sentidas y hechas. No hay engaño en el engaño sino verdad que desea ocultar su nombre. O como lo dice finamente en latín mi amigo Pedro Mártir: el innato e inextirpable instinto humano de querer ocultar siempre algo de la verdad. Sólo mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo, diría después con gracia el Gracián. Sólo avanzando hacia atrás se puede llegar al futuro. El tiempo también es esférico. No se debe deleznar lo deleznable.
Viene el maestre Juan de la Cosa, ex propietario del galeón gallego que nos aposenta. Trae cara de pocos amigos. Voltea la inmensa melena hacia las algas y me interpela con un gesto, "¿Y ahora qué?", echándome a la cara su aliento almizclado. No querrá usted, le digo, que despellejemos a mano las cortaderas del mar. Más fácil sería raparle a usted su pilosa corona. Tampoco hay viento y si viene va a caer fiero. Vea, don Juan, ahora no podemos avanzar ni volver. Ya no podemos elegir. Aquí acamparemos hasta el día del Juicio Final. Lo dicho. Ocupe su puesto. Coma usted ese plancton hasta hartarse si tiene hambre. Fíjese usted, qué abundancia. Es alimenticio. Cuide su ex barco y su propio pellejo que también pronto dejará de pertenecerle. Se va el contramaestre inflando joroba de humillado. Lanza de paso sin dirección, sin intención, una pedorreta torva e indignada. Pero es a mí a quien viene dirigido el cuesco de retrocarga en medio de la pestilencia general.
Cierra de golpe la noche. Noche noche, sin cielo, sin estrellas. En la oscuridad se ven brillar en los ojos de los amotinados el miedo, la condenación, el odio. Duras sombras petrificadas sus siluetas. El vuelo de las aves no hace más que erizar la rebelión a contrapelo. Alguien ríe fuerte y barbota: ¡Sí... pájaros que vuelan arreculados por la tormenta! ¡Y nosotros, peor que ellos!... ¡Arreculados por un orate hacia la muerte!...
Razón le sobra al barbián. Vamos hacia atrás, al revés, empujados por la vasta pradera flotante en la que desovan anguilas enormes como serpientes. Se ven en la penumbra los racimos de huevos rojos como ascuas, los reptiles entrelazados en una inmensa cabellera de Medusa. Troncos de guaduas y de palmeras flotan a la deriva. No seria extraño que un bosque de bambúes y palmas reales creciera de pronto en la isla gelatinosa remedando un oasis. Las aletas triangulares de algún tiburón rayan la superficie del mar óseo. Ni el más mísero soplo de viento que reanime las velas y barra el hedor que nos ahoga.
Estamos entrando en el futuro de espaldas, a reculones. Y así nos va. En los últimos tres días no hemos hecho más que veinte leguas en un día natural y otro artificial. Desde que topamos con el infinito prado maloliente, hemos retrocedido otras diez leguas en diez días artificiales contados de sol a sol y otros diez días naturales contados de mediodía a mediodía. Hay que sumar a ellos los siete días y noches naturales en los que las naves están clavadas en su propia sombra sobre el pudridero. Desde la Isla de Hierro hasta aquí, antes de encallar en el tremedal de los sargazos, hemos navegado veinte y siete días. Pese al retraso hemos ganado sin embargo dos tercios de día de calendario. Tal vez no alcancemos a ver otra salida de sol. Los tres cuartos de día que hemos adelantado merced a los serviciales alisios, al rumbo rectísimo marcado por el Piloto, de nada nos servirán. El mar de hierba está anclado en las naves, al acecho para tragarnos.
En este viaje no cuentan meses ni años, leguas ni desengaños, días naturales ni artificiales. Un solo día hecho de innumerables días no basta para finar un viaje de imposible fin. La mitad de la noche es demasiado larga. Cinco siglos son demasiado cortos para saber si hemos llegado. Acorde con la inmovilidad de las naves, con el ansia mortal de nuestras ánimas, habría que contar las singladuras por milenios. La mitad de uno me bastaría para salir del anonimato.
He traído los títulos de don, de almirante, de visorrey, de adelantado, de gobernador general. Soy el primer grande extranjero de España. Fuera de España, naturalmente. Aun cuando los títulos sean falsos o estén en suspenso. En estos páramos infinitos no significan nada. Son la zanahoria colgada delante del hocico del jamelgo.
Me los darán cuando descubra las tierras. Si no las descubro tendré que comerme los títulos y las algas.
No he salido aún del anonimato. No he salido aún de la placenta capitular. No soy hasta ahora más que el feto de un descubridor encerrado en una botella. Nadie la arrojará al mar sin orillas. Nadie recogerá el mensaje. Nadie lo entendería por excesivo, por insignificante. He entrado en otro anonimato mayor. Antesala del anonimato absoluto. Sin embargo esas tierras están ahí, al alcance de las manos. Las agujas no mienten. Los moribundos tampoco. El Piloto no pudo mentirme cuando ya se moría. Salvo que la vida y la muerte sean una sola mentira.
Con la cabeza sobre mi almohada de agonizante, en la desconchada habitación de mi eremitorio en Valladolid, contemplo con ojos de ahogado este viaje al infinito que resume todos mis viajes, mi destino de noches y días en peregrinación. Es una luz sesgada, comida de sombras, como la del caleidoscopio del signore Vittorio, en la escuelita de Nervi. O la luz que no da luz como la candela lejana. Lo real y lo irreal cambian continuamente de lugar. Por momentos se mezclan y engañan. Nos vuelven seres ficticios que creen que no lo son. Recordar es retroceder, desnacer, meter la cabeza en el útero materno, a contravida.
El giro circular del tiempo transcurre a contratiempo. La rotación de los años tenuemente retrocede. El universo es divisible en grados de latitudes y longitudes, de cero a lo peor. Es infinito porque es circular. Gira sobre sí mismo dando la sensación de que recula. Pero sólo su sombra es la que vemos retroceder. Rotaciones entrelazadas en las que los polos del mundo se besan las espaldas. Los pájaros volando hacia atrás, el Mar de los sargazos remontando a contracorriente de los alisios, ponen su rúbrica por lo alto y por lo bajo en este general retroceso. El mundo da muchas vueltas. Tendremos que esperar el giro de una vuelta completa.
En estos casos no sirve de mucho recordar. El pasado remonta sobre sí mismo y da al ánima, a la memoria, incluso al estado cadavérico del cuerpo, la menguada ilusión de una resurrección. Así resucitan de sus muertes diarias hacia el ocaso las personas provectas. Les ilusiona ver morir al sol más débil, menos longevo y memorioso que sus viejas existencias, obsesionadas por la idea de sobrevivirse un día más.
Junto a mí está el desnarigado Juan Zumbado, el chinchorrero. Le han cortado la nariz por robo de unos pocos maravedís. Tiene por lo menos 70 años. Se le mueve sobre la testa rapada una capa de piojos duros, apretados y prensados como chinches. Se rasca la cabeza, olvidado de sí. Sus movimientos están congelados. Es una congelación de la médula, una entera falta de circulación de la vida. Ya está muerto el chinchorrero. Pero él cree que sigue estando vivo porque recuerda su vida pasada en el vertiginoso turbión de imágenes igual al que ve brotar de su propia asfixia el que se va ahogando. No hablo yo de las muertes idiotas de todo el mundo. Estoy hablando de un sufrimiento frío y sin imágenes como el que recorre el bastón de hierro que me atraviesa y me sostiene.
Hago girar el globo de Behaim que sigue punto por punto las indicaciones de la carta y del mapa de Toscanelli. Don Martín y don Paolo parecen haberse puesto de acuerdo. La ruta del Piloto es la misma, salvo algunos nombres distintos que no serían de lengua china sino de algunos dialectos regionales. La única diferencia inquietante entre las indicaciones del florentino y las del Piloto es la distancia. Éste habla de 750 leguas al poniente de las Islas Afortunadas. La carta de Toscanelli, de 1000 leguas. Hay una línea rectísima, la del Trópico de Cáncer, en 24 grados de latitud norte. Están marcadas, primero, las Antyllas. Luego, las Siete Ciudades, fundadas por los obispos navegantes. Aparece también esa misteriosa isla del Brasil que algún portugués metió de contrabando en esas cartas del tiempo de Lepe. Luego el archipiélago de las Once Mil Vírgenes, atravesado por el Piloto y sus náufragos, en la entrada de las Indias, a 750 leguas de las Canarias. El rumbo exacto marcado por el Piloto. La diferencia de 200 a 300 leguas puede ser un error de cálculo de este último.
Más al oeste, la enorme isla de Cipango, y más al oeste todavía, ya en plena China, la tierra firme de Cathay en la cual señorea el Gran Khan, Rey de Reyes. Allá los templos y las casas reales tienen tejados de oro. Cuarta al sudlesteueste, las ciudades de Mangi, Quinsai y Zaitón, todas las cuales están descritas en los libros de Marco Polo. Es como si ahora las estuviera yo viendo palpitar a lo lejos.
Estudio la carta del cielo. Hay eclipse. El sol está en Libra y la luna en Ariete. Hubiera preferido que estuvieran en Gémino y en Virgo. Estamos atravesando los últimos fuegos del equinoccio. A través de estos fuegos, en el hemisferio norte, los irlandeses hacen pasar a los animales y hombres estériles. A veces recobran éstos su potencia genésica o mueren de espantosas calenturas.
A nosotros nos está reservada la conflagración glacial, el fuego funeral, al otro lado del mundo. ¿No es la mejor prueba de que la tierra en cierto modo es redonda? No tan redonda sin embargo. Más parecida a una pera que a una naranja. Al seno de una mujer, precisó discretamente Plinio el Viejo antes de caer, presa de su insaciable curiosidad de lo natural, en el cráter del Vesubio, hijo hermafrodita de Vulcano, llamado el Mulo herculano.
Sus deyecciones devolvieron, siglos después, una de las sandalias de Plinio. El cuero convertido en pesado bronce. La otra, en forma de un pie de piedra. El pie de Plinio, tallado en cinabrio por el fuego, con el pulgar y el índice torcidos hacía arriba, formando la V de la victoria. Magra devolución de lo que fue un grande hombre. En lugar de las sandalias mineralizadas hubiera sido mejor que el Mulo hubiese devuelto algunas circunvoluciones del privilegiado cerebro; aunque no fueran más que los testículos del naturalista, vaciados en oro. En la entraña del oro siempre hay fuego. El oro mismo es fuego. El ascua luminosa del mediodía transforma el mercurio del sol en oro central. Su nadir, la miseria y la muerte.
En el útero en llamas de la bestia vulcana, perennemente en celo, brama el fuego central. Ya quisiera para mí esa tumba y esa lápida para retornar al calidum innatum, ya que no he de tenerlas en los abismos del mar. El fuego está en todas partes. Como cocinero en un barco negrero de Guinea he visto salir fuego del estómago de ciertos pájaros al abrirlos en canal. Y esos que están volando hacia atrás sobre el mar de Sargazos despiden una fina estela de humo tornasolado que sale por sus picos mientras reculan velozmente a la vez luminosos y oscuros. Un arco de saetas que vuelven a la cuerda del arco que las disparó.


PARTE II
CUESTIONES NÁUTICAS
La Estrella Polar se oculta tras la bruma. No aparece en el limbo del astrolabio. Escondida en la trituración nebulosa que empareja el alba con la noche, no me deja tomar la altura. No la contemplaré más. En este punto del hemisferio, la Polar no deja ver ya su luz astral. Otras constelaciones la han reemplazado. Sólo muestra una mancha vagamente luminosa entre la alidada y las tablillas de cobre de las pínulas. La nebulosa de Andrómeda me hace un guiño furtivo. Ah, si tuviera con ella una hija le pondría su nombre sobre la pila bautismal. La irritable y hermosa Casiopea de ojos verdosos y rubia cabellera me vuelve la espalda de dibujo perfecto, la comba de sus mórbidas nalgas, su perfil de medalla. En otro tiempo, coqueteaba conmigo. Allá ella. Sólo siento nostalgia de la Estrella Polar. La "tramontana" no es el punto refulgente sobre el Ártico en torno al cual gira el eje del cielo, como se cree. La Polar tiene su propio eje y vive en su propio cielo. Y cuando sale de su casa cierra todas sus puertas.
En parte alguna del mundo la noche y el día son exactamente iguales. Para mí, en todo tiempo y lugar, la noche es más inmensa que el día. La parte en sombras del cosmos es la medianoche primordial. Se agranda sin pausa a medida que el universo se expande. El pensamiento no puede recorrerlo en toda su extensión porque el universo no tiene extensión. Es infinitísimo. Sólo Dios puede rodearlo con sus brazos puesto que fue El quien lo creó.
En mis tiempos de grumete, espiaba la aparición de la Estrella Polar sobre el horizonte. La contemplaba a través de un agujero hecho en mi gorro dé hule por el defecto de un ojo que se me dañó y cambió de color a raíz de un lance de corsarios en Túnez. En el último cuarto de la noche, cuando la aurora comienza a ahuyentar los astros y la luz diurna barre las luminarias nocturnas, ella sube más alto aún, hasta 15° sobre el horizonte. Íngrima y sola, reina soberana del alba, antes de dar su lugar a Venus, la de los brazos quebrados y sexo resplandeciente, ornado de vello galáctico.
Con el gorro sobre la cara la contemplaba por el agujero y notaba que había cambiado de lugar, que estaba aún más hermosa. Siempre por encima del horizonte. Su brillo matutino tiene el color azulado del hielo. Me sentía lleno de adoración por ella. Me llamaban el "estrellero loco". Y la verdad es que sigo siendo un lunático de las estrellas y llegaré sin duda a ser un cuerdo estrellado. No alcanzaré sin embargo a ser sepultado bajo la Cruz del Sur con el epitafio, elegido por mí: "Está aquí el peregrino. / Equivocó el camino..."
Hay miles y miles de millones de estrellas en el cielo de la noche. Algo quieren decir, algo dicen, en un lenguaje desconocido e indescifrable. Es el libro más inmenso que se ha escrito desde la creación. Es el Libro verdaderamente sagrado pues lo escribió el mismo Dios. Las palabras de las estrellas están claramente impresas en el firmamento. Acaso mi nombre está escrito en una constelación invisible todavía. Alguna vez levantaré la vista y leeré la palabra.
La calor aprieta. La Polar, invisible, habrá subido por lo menos a 30°. En Sevilla, en este tiempo, se elevará a 36°. En los bosques se oye cantar al ruiseñor. Es la época en que las antiguas Hespérides hacían su agosto. Ya no existen los famosos jardines en los que el rey Héspero cultivaba sus manzanas de oro. Hércules arrancó los manzanos después de dar muerte a los siete grifones que los custodiaban, cumpliendo el undécimo trabajo. A las manzanas de oro sucedieron los malatos como frutos de castigo, caídos de las Escrituras.
Leprosos celtíberos iban en peregrinación a curarse a los fabulosos reinos del rey Héspero, miles de años antes de que se abriera en los campos del norte la estela de Santiago Apóstol. Había que verlos degollar a las tortugas gigantes bañándose con el torrente de su sangre. Millares y millares de esos galápagos antediluvianos dormitan entre los arrecifes calientes como si no hicieran más que aguardar el sacrificio purificador de los lázaros. Regresarán éstos, curados, portando grandes carapachos como petos y sombreros del mejor carey del mundo. He visto a curas y hasta a canónigos de Huelva, de Cádiz y de Córdoba, llevar tejas inmensas fabricadas con este material que refracta el sol sobre sus cabezas en aureolas tornasoladas. Ya les traeré yo tejas de oro.
Una indicación preciosa del Piloto. Me dijo que en estas latitudes, cuando la Osa Mayor se esconde bajo el polo ártico, las Guardas se ponen en el cielo de los caribes. El Piloto entendió caníbales. Gracias a este saber, dijo, mis hombres se salvaron de ser devorados en la isla donde ellos viven en medio de montículos de esqueletos y calaveras. Utilizan los cráneos como escudillas y adornan con ellos sus chozas. Son bravos y decididos, dijo. Tienen colmillos de tigres. No son monstruos. Son seres lunares, hermosos como tigres que han dejado de ser hombres, decía el Piloto con los ojos cerrados. Huyen dando alaridos al primer tiro de mosquetes y lombardas. El olor de la pólvora es para ellos el olor de la muerte. Siniestros (obsceni) llamó el poeta Virgilio a estos seres bestiales comparándolos con las Harpías del Hades, comedoras de niños. En una aldea de antropófagos, en Zambia, vi hasta qué punto de crueldad pueden llegar estos tenebrosos comedores de carne humana.
No puedo medir la altura pero tampoco las horas. La clepsidra y el reloj de arena marcan dos tiempos diferentes. Esto desde que zarpamos de La Gomera donde La Pinta tuvo que detenerse para remediar la rotura del timón. Hubo que cambiar las velas latinas y hacerlas redondas. Al zarpar de la Isla de Hierro la Santa María perdió un ancla y hubimos de reforzar los calafates. Desde la partida de Palos la nao capitana hacía agua. Claramente delatóse la mano de los saboteadores.
La navegación ha comenzado con mal pie. Tal un vapor de invisibles miasmas, sobre las carabelas flota el enojo de la gente de Palos aún aquí, a setecientas leguas. Ese embrujo desparrama en el aire un olor de impureza y catástrofe. Armadores, comerciantes, marineros y el mismo pueblo de las rúas y puertos no pudieron soportar en silencio la humillación de la sentencia real. Les puso sangre en el ojo el mandato de los Reyes que les ha obligado a entregarme los navíos y a contribuir con pesadas cargas al aparejo de la escuadra en pago de la deuda de tributos que la ciudad tiene atrasada con la Corona.
La provisión real ordenó a la letra: "Vos mandamos que tengáis aderezadas y puestas a punto las dichas carabelas armadas, antes de treinta días cabales, como sois obligados por esta sentencia, y las pongáis a disposición del Almirante de toda la armada que abrirá camino por la mar océana hacia las Yndias Orientales..." Luego, la puntilla aleve al pundonor palermo: "Bien sabéis como por algunas cosas hechas y cometidas por vosotros en deservicio nuestro, fuisteis condenados a nos servir dos meses con dichos navíos, armados a vuestra costa y expensas..."
La inquina de palenses y portuenses contra mí subió al punto rojo de una rebelión Fuenteovejuna. Temía yo que pudiesen asesinarme en cualquier momento en alguna oscura callejuela. Desde un balcón, una noche ventosa, me arrojaron flores. Las flores cayeron sobre mí con su pesado tiesto de mármol. Por poco me deja sin sesos. Sólo alcanzó a descalabrarme el pie gotoso.
En el puerto de Palos, en el puerto de Santa María, en Sevilla, en Huelva y en Cádiz, se hallaba siempre reunida una multitud vociferante. Como cien años después sucederá en las villas forales de Castilla, palermos, onubenses, porteños, gaditanos, sanluqueños y hasta vizcaínos han levantado en cadena varios alzamientos comuneros en defensa de sus fueros. Lo que en tierra andaluza y en pleno Medioevo resulta un poco desaforado. Y yo soy el chivo expiatorio.
Bañado de rojo y amarillo subía yo a mi propia nave capitana, en medio de rechiflas e insultos cada vez más soeces. Tiroteábanme con huevos y hortalizas y hasta con piedras. Debo a los hermanos Pinzón, a los Niño, a Juan de la Cosa, que la armada haya podido partir. Ellos mismos se encargaron lo formar la tripulación y hasta de la compra de bastimentos y lo armas.
Martín Alonso Pinzón, además de proveer su propia carabela, aportó un lote de treinta fogueados marineros paleños que le obedecen como a su patrón absoluto. No bastaban. El Martín Alonso persuadió al gobernador de Sevilla para liberar a setenta presos, de los que abarrotaban las cárceles de la provincia. Trajo veinte asesinos condenados a la horca. El mismo los eligió entre los más vigorosos y de condenas más largas. Únicamente no pudo enganchar a los prisioneros de Dios, condenados al fuego por los Tribunales de la Inquisición.
Hay varios desorejados y desnarigados por penas menores. Esas mutilaciones mutilan la disciplina en las naves. ¿Puede una nao capitana navegar desorejada, desnarigada?
"Irán encerrados -le dijo el Martín Alonso al gobernador- en una cárcel flotante más segura que ésta de piedra. El mar infinito atará su cadena a estos forzados. Si no encontramos las tierras que al genovés se le antoja que va a descubrir, los condenados volverán a sus celdas, a sus duelos y quebrantos, a su novia de dos palos. Por un tiempo ahorrará usted su comida, la pestilencia de sus personas".
El propio Martín Alonso y sus dos hermanos se alistaron on la expedición contra el clamor de sus familias y del populacho. No lo han hecho seguramente por la sola virtud de la generosidad. La ambición ha movido a los siete capitanes a someterse a mis órdenes. La codicia del oro, mi experiencia de navegante que ninguno de ellos puede emular, el mandato y el apoyo real que ninguno de ellos ha podido conseguir, son los acicates que los han reducido a no ser más que obedientes marineros de una empresa descubridora que a ellos les parece imposible.
Lo imposible no existe. Lo imposible no es sino la cadena de posibles que no ha empezado a cumplirse todavía. Después, lo que sucede es lo que nadie ha esperado, me sopló fray Juan Pérez a través de la rejilla del confesionario cuando le referí bajo puridad de sacramento el secreto que me confió el Piloto.  ¡Cuánta verdad mi querido amigo, mi venerado confesor! Y fray Antonio de Marchena a quien también revelé el secreto bajo sigilo de sacramento: A veces lo que se encuentra es lo que no se buscaba, hijo mío, musitó el fraile astrólogo. Nada de esto empecé a que los sueños se cumplan. Con la fe en Dios, hay que guardar siempre encendido un poco de delirio en lo más secreto del corazón. ¡Gracias, fray Juan, gracias, fray Antonio! ¡Qué bien me habéis comprendido!... Sólo existe lo posible. Mi posible no me abandonará jamás.
Acaso les debo a mis capitanes el éxito en la formación de la armada. Ahora se rebelan porque no encontramos las Indias. Pero si las encontramos también se rebelarán y me traicionarán. La ambición horada las piedras y las conciencias. Entretanto son acreedores a mi transitoria gratitud. Lo que no impedirá que los trate con mano de hierro. Sobre todo a este tunante de Martín Alonso Pinzón. Se cree el patrón absoluto de la empresa. Va como capitán de La Pinta y lleva a Cristóbal Quintero como contramaestre. La Niña, propiedad de Juan Niño, en la que éste va de contramaestre, lleva como capitán a Vicente Yáñez, hermano mellizo de Martín, y a los siete hermanos Niño. Peralonso Niño es muy niño todavía. Va como en una cuna. Con lo que la carabela niña más se parece a un buque-escuela de párvulos que al bajel de una escuadra descubridora con tripulación carcelaria.
Lo malo no es esto. Lo malo es la caterva de gente proterva que los Pinzones me han metido en los barcos. Hombres de no fiar ni confiar en un tomín. Los tengo en la alcuza del ojo. Hube de aceptarlo todo con tal de hacerme a la mar. A falta de otra cosa, por lo menos tienen buenos brazos, caras patibularias, siniestros corazones. Después de todo no son más que hombres. Y el hombre es la substancia más maleable y deleznable que existe. Depende de lo que se haga con ellos en una situación determinada. Los héroes se diferencian muy poco de los criminales. A veces éstos son más héroes y los héroes más criminales.
He guardado como escudero y mozo de cámara a Bartolomé Torres, el asesino del pregonero de Palos.
Esmirriado, patizambo, contrahecho. Cara y voz de eunuco. Vi en sus ojos la lumbre de la lealtad y del humor andaluces. Estos son permanentes, raciales, connaturales. Una cuchillada de sangre puede ser casual. No es el hombre el asesino sino el demonio que le habita. Y si el demonio es hembra, dos veces peor.
-¿Quieres ser mi escudero? - preguntéle.
- ¡Para eso he nacido, Señor Almirante! - dijo al punto con una voz que le salía de cualquier parte menos por la boca torcida de labios leporinos.
-Harás en la nao el trabajo del pregonero que asesinaste. Pagarás así tu crimen - le espeté clavándole los ojos.
-No hubo malicia, Señor Almirante - dijo echando los suyos al suelo-. Fue por un asunto de mujeres...
-No te he preguntado nada -cortéle para siempre al cuitado su propensión a las cuitas personales-. De aquí a aquí... -tracé una distancia imprecisable, infranqueable, de superior a inferior. El arco de la mano proyectó su ariete contra la boca confianzuda.
-¡Arredro vaya! -dijo en un silbo respetuoso la desencuadernada persona escupiendo en un chorro de sangre el único diente que le quedaba.
-De ti depende que el nudo corredizo no te ciña el pescuezo.
-Lo que su merced mande, Señor Almirante. Yo, a sus órdenes, derecho y arrecho como un palo, sabe usté, de la mejor madera... -murmuró cabizbajo royéndose los dedos cubiertos de verrugas y tiñéndolas de sangre como si fuera reventándolas una por una.
-¿Crees en Dios, Nuestro Señor?
-¡Como en el sol que nos alumbra, Señor Almirante! -dijo desde el milagro interior que le iluminaba el rostro corrugado. -No alumbra hoy el sol que dices.
-Nuestro Señor Dios tampoco se nos muestra todos los días de guardar. ¡Por El estoy vivo y El me ha puesto al servicio de su merced!
Le hice pregonero de la nao capitana. Si ahora le matan no será por un asunto de mujeres. Canta las horas, canta las leguas, cuida la arena del reloj, el agua del hidrante, lava mis llagas, me trae el caldo de almejas, prepara como un experto herbolario la emulsión de licopodio y azufre que alimenta mi fuego central, transmite mis órdenes, recoge para mí hasta el último chisme de la tripulación. La pequeña garduña con cara de hombre, cargada de movimiento y energía, cumple sus quehaceres con una eficacia de ultramundo. "Lo más sagrado para mí es cumplir sus órdenes con la más fina voluntad", dice el mequetrefe saltando sobre las piernas estevadas.
La atmósfera hostil se agravó después de partir de las Canarias. Debo pensar también en el maleficio de aquellas matriarcas de vida airada del puerto de Palos cuyos nombres llevaban puestos los barcos. Hay una conseja sobre esto. No en balde lo primero que hice fue mandar que borrasen en la proa de la nao capitana el nombre de La Gallega, de tufo celestinesco. Mandé cambiarlo por el santo nombre de la Virgen María, Madre de Dios. A ella consagro toda mi devoción después de la Serenísima Reina, mi protectora.
El vizcaíno Juan de la Cosa me tiene referida la historia picaresca de su galeón en el que va no como propietario sino como contramaestre a mis órdenes. Ha querido humillarme con la fama picante de la meretriz del puerto, cuyo nombre llevaba su barco. ¡Mirad La Gallega, decían por gracejo viendo la nave, va de virgen y santa! Por la gente común sé que el nombre primitivo de La Gallega le vino de haber sido construida en Galicia. Pero es que la meretriz también era de Galicia.
Pese a su pierna tullida, gozaba en el oficio fama de juglaresa. En la venta del Rocío siempre tenía a su alrededor un corro de hombres a los que alucinaba prometiéndoles inauditos placeres. Cuentan que una vez se desnudó hasta la cintura para mostrarles cómo la distorsión de la pierna rígida prolongaba los goces del amor a extremos inconcebibles. Los marineros aullaban de lujuria. La Gallega los ahuyentaba a latigazos tal la sacerdotisa de un templo. Luego, enviaba a sus pupilas, larguiruchas y famélicas, a hacer el trabajo en las casas bajas del Lucero Andaluz, de las que ellas era la Madre abadesa.
Los Pinzones y los Niños se negaron a reemplazar los de La Pinta y La Niña. Alegaron que más valían nombres de personas de carne y hueso, los de aquellas mujeres garbosas conocidas por ellos, honra y gozo de los hombres del puerto, que apelativos inventados como amuletos de salvación. Todo esto sin otro afán que llevarme la contra en los pequeños detalles.


ÍNDICE
Nota del Autor
 Introducción
Parte I - Cuenta el Almirante
Parte II- Cuestiones, náuticas 
Parte III- Del libro de navegación
Parte IV - Frontera
 Parte V - Los pájaros profetas 
Parte VI - El oro que cagó el moro
 Parte VII - Un Júpiter con marmita
Parte VIII- Cuentan los cronistas - El Piloto Desconocido
Parte IX - ¿Existió el Piloto, desconocido? 
Parte X - Cuenta el narrador - Plaçe a Sus Altezas
 Parte XI -A gran señor todo honor
 Parte XII - Bienvenido, Job
Parte XIII - Hacia el Oriente 
Parte XIV - Cuenta el Almirante - Secretos del deseo
Parte XV - Secretos de la arena 
Parte XVI - El pezón de la pera 
Parte XVII - La Reina alférez 
Parte XVIII - Cábala
Parte XIX - El náufrago
Parte XX - El cortesano
Parte XXI - (Fragmentos de una biografía apócrifa)
Parte XXII -Amadises, Palmerines y Esplandianes
Parte XXIII - Cuenta el narrador - El marinero Tifis
Parte XXIV - Memorias desmemoriadas
Parte XXV - El Caballero de la Triste Figura 
Parte XXVI - Libro de las Memorias 
Parte XXVII - Cuenta el Almirante
Parte XXVIII - Plática de mesana 
Parte XXIX - Cuarto intermedio
Parte XXX - El visionario
Parte XXXI - El pájaro sagrado
Parte XXXII - Castrar el sol
Parte XXXIII - Libro de las Profecías
Parte XXXIV - Cuenta el narrador
Parte XXXV - Medida por medida
Parte XXXVI - Visión del Paraíso Terrenal
Parte XXXVII - Cuenta el Almirante
Parte XXXVIII - Ganancias y pérdidas
Parte XXXIX - La candela lejana
Parte XL - Sábado 13 de octubre - Cuenta el Almirante
Parte XLI - Natura naturans
Parte XLII - Ite misa est
Parte XLIII - Los gentiles Avaporú
Parte XLIV - Visita real
Parte XLV - Cuenta el narrador - El Memorial perdido
Parte XLVI - Descubrimiento = encubrimiento
XLVII - De naufragios y alianzas
Parte XLVIII - Cuenta el ermitaño 263
Parte XLIX - Retorno al límite
Parte L - Fin de jornada
Parte LI - Postrera peregrinación
Parte LII - El Almirante se despide 
Parte LIII - Las cuentas claras
Reconocimientos / Glosario



 ENLACE RECOMENDADO: