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sábado, 28 de agosto de 2010

LUISA MORENO DE GABAGLIO - BOQUERÓN (CUENTO) / Fuente: SIN RENCOR. CUENTOS SOBRE LA GUERRA DEL CHACO - TALLER CUENTO BREVE (2001).


BOQUERÓN
Cuento de
LUISA MORENO
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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BOQUERÓN
No sé por qué nadie se acuerda de nosotros, sin embargo fuimos indispensables. En esa llanura fogosa y áspera, el soldado tenía solo dos grandes fantasías. El agua y la mujer. El comandante Estigarribia sabía que la palabra vital en aquella guerra sería el agua, sí señor, el agua, y nosotros éramos los poceros. Nuestro "Regimiento" era muy especial. Cada grupo constaba de cuatro hombres y tenía su apodo. El nuestro se llamaba "Teru-teru".

Con la llegada del Comandante Estigarribia a nuestro campamento en Isla-Poí, se intensificaron los aprestos para recuperar el fortín caído meses atrás en poder de Bolivia. Se organizaron dos columnas. Nuestro Comandante se puso al frente de una de ellas y, con un "Viva el Paraguay" que permaneció retumbando en el desierto, el 7 de setiembre de 1932 partimos hacia el camino de Yucra, rumbo a Boquerón.

Mi "Regimiento" tenía la misión de apoderarse de los pozos de agua que abastecían a las tropas enemigas.

Generalmente nos movíamos de noche mediante sendas de fosos cavados en las tinieblas que nos permitían aproximarnos a las líneas interiores de la defensa. De día rastreábamos el agua con una horqueta verde, una especie de misión imposible por la cantidad de venas saladas que casi siempre nos engañaban.

Nos comunicábamos con los otros grupos según los silbos o gritos de pájaros u otros animales que habíamos elegido como apodo para identificarnos. Una madrugada en que habíamos salido a cazar un venado, el cielo estaba nublado y nos desatinamos.

No recuerdo cuantos días anduvimos buscando a nuestros compañeros hasta que una madrugada oímos el lejano rumor de estampidos, y hacia allá nos dirigimos. Costeando el monte entramos a una picada recién hecha, pero por precaución tomamos un camino paralelo, un tacuruzal caliente infestado de tunas.

Al medio día, el sol era una incesante llamarada de polvo blanco, brotaba de la tierra una especie de vapor hirviente y el viento norte traía olor a azufre y a carroña. El cansancio y la sed comenzaban a jugarnos una mala pasada. Algunos sentían nauseas, otros, fuerte dolor de cabeza y, de cuando en cuando aparecían las visiones. A menudo creíamos encontrarnos con el enemigo, se nos aparecían en grupos miserables, o como solitarios en piel y huesos, les alteábamos y desaparecían en la densa polvareda. Sabíamos de esas cosas. Sucedían a menudo en aquel desolado infierno. Era el delirio, la sed que comenzaba a atormentarnos con las primeras irisaciones del llano y crecía oprimiéndonos en una especie de camisa de goma caliente que nublaba el juicio. Después de la media tarde, a lo lejos vi algo verdaderamente absurdo, una figura que se desprendía de un algarrobo seco y venía directamente hacia nosotros en un remolino de arena y de larga falda negra. Usaba botas y guerrera caqui de oficial. Era una mujer de grandes ojos castaños. Me impresiono su palidez, su extrema flacura, su abundante cabellera negra.

Tenía los labios amoratados cubiertos de llagas. Visiblemente aturdida, gesticulaba diciendo cosas extrañas. Creí que se trataba de otro espejismo, pero la mujer se acerco a uno de mis compañeros y suplicando en un idioma que supusimos sería el Quechua, le entregó un cuaderno sucio de sangre reciente. Era el diario de un tal "sub. Teniente Tabora" que, hojeado rápidamente, decía: "Nunca esperamos que los paraguayos planearan una ofensiva tan importante. Se oye un griterío atroz, los dientes castañetean y es imposible dominar el temblor de las piernas.
Presentimos la derrota antes de iniciarse la batalla, suenan bandas de música a lo lejos. Son las polcas épicas paraguayas "Campamento" y otras, que mas los enardecen. Dos escuadrones progresan sin precaución alguna, marchando al trote. Con gritos de ¡Hurra!
Nos desafían. A los cuatrocientos metros inician el asalto: "Viva el Paraguay".

"Es la primera vez que oímos su grito de guerra. Cuando llegan a los trescientos metros que tenemos marcados en el espartillar, doy la señal. Vomitan las pesadas, vibran las livianas, no cesa la fusilería. Hierve el caldero de la guerra".

Vivamente impresionados por la presencia de la mujer y del diario, al mismo tiempo nos enterábamos de la reciente batalla librada en ese mismo terreno en el cual, tal vez, el oficial, autor del diario había muerto. Lo que nunca pudimos averiguar fue como había llegado a manos de la mujer ni que era ella del sub. Tte. Tabora.

La chica repetía insistentemente "agua, agua". Nosotros teníamos una caramañola de reserva, pero estábamos desorientados, éramos cuatro y no teníamos ningún deseo de compartirla con el enemigo; de pronto, la mujer vio nuestra caramañola y se abalanzo sobre el recipiente atacándonos con mordiscos, patadas, arañazos, y cuando al fin pudimos reducirla, le moje los labios, dándole un pequeño sorbo de agua y, al tragarla, se desmayo.

No sabíamos qué hacer con ella. Era nuestra prisionera, se nos acababa el agua, y no teníamos ni idea del rumbo que llevábamos. No podíamos dejar ir a la mujer, podría delatarnos, podría ser una trampa del enemigo.

Sus compañeros, tal vez estarían muy cerca buscándola. Con solo gritar nos pondría en serios problemas. Pero tampoco la queríamos abandonar en ese llano desolado donde no sobreviviría ni dos horas más. Resolvimos llevarla con nosotros. Volvimos al foso que habíamos cavado esperando que oscureciera para continuar hacia donde se originaban los rumores de voces.

Era la primera vez, en mucho tiempo que veía una mujer y, a pesar de su aspecto lastimoso, no podía menos de sentir el fuerte impacto de su presencia. Había en ella cierto aire desvalido, cierto pudor que desconcertaba sometiendo suavemente mi voluntad a su servicio. Poco a poco nuestro estado de ánimo iba cambiando. A mí se me entumecían las piernas, y el más charlatán de mis camaradas de golpe se había quedado mudo. La poderosa energía que nos impulsaba hacia nuestro objetivo se estaba debilitando. Había una especie de flojera, un malhumor creciente, injustificado. Cualquier disparate insignificante recibía un insulto desmesurado. Y sin darnos cuenta se había establecido entre nosotros un afán de competencia, el motivo no importaba.

La inesperada "visita" había traído consigo una tensión extra sobre nuestros nervios, además ella no sacaba la vista de la cantimplora y al menor descuido intentaba apoderarse del líquido. Horas más tarde, unos morterazos nos obligaron a reaccionar; asustada por los estampidos, la mujer comenzó a hablar en un perfecto castellano.

Eran cosas incoherentes, hablaba de un tal Guzmán, de algunos momentos de la batalla reciente, de paraguayos muertos a los que arrancaron galletas, cigarros, agua. Con espanto nos dimos cuenta de que estábamos en pleno territorio enemigo.

Jamás pude entender cómo fue posible que nos acercáramos tanto sin que nadie nos viera. Por suerte la noche nos cubrió, pero antes de que entrara el sol ya habíamos avistado un buen refugio, un enorme "samuhú" no estaba lejos y junto a él nos asilamos. Cerca de las raíces cavamos una cueva bastante amplia cuya abertura tapamos con ramas y espinas.

Pero estábamos demasiado cerca del campamento boliviano. Estábamos en el ojo del polvorín. Por el azar habíamos conseguido penetrar hasta las mismas barbas de Marzana, pero la misión había fracasado; por un lado, un grupo de cuatro hombres era insuficiente para cualquier maniobra y por otro lado, los pozos de agua ya no servirían para nadie. Estaban infestados de cadáveres.

En el aire flotaba una pestilencia maligna y nosotros no teníamos más que un resto de agua y algunos pedazos de cogollo de palma. Pero según la mujer que en su delirio no paraba de hablar, los bolivianos también estaban llegando al límite del sufrimiento. Desde hacia tiempo vivían de carne de mula y del escaso alimento que se les arrojaba desde el aire, y cuando acabaron las mulas se resignaron a raspar huesos o a masticar cueros remojados.

Esa noche hubo un gran movimiento de tropa después del avión que paso rasando el campamento. Al parecer habían estado esperando víveres, pero solo cayeron mensajes con la orden de que siguieran resistiendo.

Pensé que tal vez, cuando se sosegaran las cosas, podríamos intentar escaparnos. El cielo estaba despejado, pero hasta las estrellas parecían nerviosas aquella noche fragante y terrible en compañía de nuestra inquietante enemiga que se valía de todas las artimañas femeninas para obtener el agua o escapar.

Contrariamente a mis esperanzas, sentía que la tensión aumentaba en el bando enemigo. Sentados en torno a las hogueras murmuraban algo que pronto fue subiendo de tono; estaban excitados, hablaban de nosotros, de los feroces combatientes de la llanura, de grandes masas de tropas paraguayas cuya presencia anticipaban las charlas de los soldados y el ruido de los camiones. El silencio extraño del monte multiplicaba los ojos del miedo y crecía la impaciencia, solo interrumpido por los siniestros aullidos de los zorros del Chaco.

La noche era luminosa, sin embargo todo anunciaba un aire de tragedia. La tragedia no se había producido todavía, pero estaba en el ambiente. Estaba en el brillo de los ojos de aquella joven enajenada, dulce, indefensa, demasiado amistosa. Ella era el más terrible enemigo que yo enfrentaba en esa madriguera donde la tenía apretujada a mi cuerpo. Donde el aire viciado y caliente nos sumía en una especie de ansiedad insoportable. Cerca de la madrugada el rocío fue serenando los ánimos. Una hora después la mayoría de los soldados dormitaba sobre sus armas.

Yo sentía que había vuelto entre nosotros aquella alianza compacto que nos movía como si estuviéramos conectado a una sola voluntad. Creímos que era el momento y, siempre con la mujer entre nosotros y, siguiendo el rumbo del foso que habíamos cavado, salimos reptando con los codos, alejándonos de nuestra guarida, pero cuando estábamos por salir del monte, sentimos la fuerte sacudida de la tierra por el cañoneo incesante, por los gritos y maldiciones. La mujer temblaba a mi lado; de pronto intento escapar, pero uno de mis hombres la detuvo a tiempo, protegiéndola con su cuerpo, a pesar de que ella se defendía como una leona para recuperar su libertad, la que hubiera sido muy fugaz a campo raso.

El infierno duró unas horas. Los morteros y la artillería martillaban sin cesar, mezclados a los gritos del Tte. Coronel Marzana que animaba a los combatientes bolivianos a cumplir con su deber, pero los hombres al límite del sufrimiento, locos de sed abandonaban las líneas sumidos en un delirio sin retorno. El agua era el elemento que controlaba la batalla. Pronto se apodero de los sitiados una loca desesperación agravada por las voces de algunos soldados que gritaban en Quechua a sus compañeros para que se rindieran para tomar un poco de agua.

Fue entonces cuando de todas las trincheras enemigas brotaron banderitas blancas y al rato vimos a nuestros compañeros que pasaban intrépidamente delante de los cañones, y nos unimos a ellos. Los bolivianos temían ser pasados a bayonetazos, pero al darse cuenta de que los nuestros les ofrecían agua y lo poco que les quedaba de comida, salían alborozados a estrecharnos las manos.

El Tte. Coronel Gaudioso Núñez exclamaba a su paso: "Oficiales y soldados del Paraguay, saludemos las lágrimas de estos valientes. Los guerreros también lloran". Todos nos cuadramos y saludamos con los ojos empeñados. Los bolivianos que salían de sus trincheras nos dejaban mudos de asombro. Eran meros esqueletos harapientos y enfermos.

La última vez que vimos a nuestra prisionera estaba de espaldas abrazada a sus compañeras de la Cruz Roja, con mi cantimplora en la mano.

El Tte. Coronel Marzana y sus hombres fueron el primer contingente de prisioneros desembarcados del "Humaitá" en Asunción, donde una hostil muchedumbre los observaba en silencio, pero al ver los cientos de espectros barbudos, rengueando, con las camisas hechas jirones... la actitud del público se transformo de inmediato. El rictus amargo del rencor desapareció de todos los rostros, para dar paso al asombro y luego a la piedad. Un conmovido silencio fue el mejor tributo; de pronto un grupo de vendedores ambulantes rompió filas ofreciendo espontáneamente a los cautivos, chipas, naranjas, cigarros.

Una vez más resplandecía la nobleza del pueblo paraguayo.
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LUISA MORENO.
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Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - ParaguayOctubre 2001. (166 pp.)
.
Enlace recomendado:
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miércoles, 18 de agosto de 2010

LUISA MORENO SARTORIO - RÉQUIEN PARA UN DORADO / Fuente: ECOS DE MONTE Y DE ARENA (CUENTOS). EDITORIAL EL LECTOR (2006)


RÉQUIEN PARA UN DORADO
Cuento de
LUISA MORENO SARTORIO.
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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RÉQUIEN PARA UN DORADO
-¿Qué son esas sombras luminosas? - preguntó uno de los hombres.

-Son cardúmenes de dorados; es la época del desove - contestó el otro.

Estaban pescando, fondeados junto a la orilla del banco de arena sombreado de sauces. Hacia las tres de la tarde, el viento cambió bruscamente de dirección y comenzó a encrestarse el río.

Uno de los hombres remó brevemente hacia la correntada.

-Probaremos aquí; de todos modos, cuando el río se pica, ya es inútil insistir, y hundiendo su manaza en el balde de las carnadas, sacó una morenita de muy buen tamaño, que luchaba con furia para liberarse de los dedos que la acercaban al filo del anzuelo. La punta del metal chispeó al hincarse en el ojo, y, reventándolo, cortó la carne y atravesó la cabeza del pez. La carnada se debatía aún, cuando el hombre lanzó la liñada. Enseguida, sintió dos tironcitos rápidos y tramposos.

-¡Pirañas! ¡Qué mala suerte! - se dispuso a recoger la liña.

Dejó la caña en el plan del bote, y con movimientos pesados buscó la caja. Le quedaba una sola bomba. La sopesó, calculando la distancia. Retiró el seguro y la arrojó al agua. Al instante, un estruendo sacudió la superficie, destrozando camalotes. Después, volvió la calma.

-Rápido, prepará la red - dijo el de la cara fofa a su compañero y, saltando a la playada, desarmó la canoa y puso el motor a media marcha.

Poco a poco entre los restos de vísceras iban flotando los peces muertos. Los había plateados, de nácar, algunos sin cabeza, otros sin cola. Recogieron en la malla las piezas ente ras, luego aceleraron el motor y se alejaron hacia la ciudad, dejando atrás una estela de espumas sanguinolentas.

De pronto rompió el lomo del río un dorado de gran tamaño; giró en el aire, se hundió de nuevo en el remolino y luego brincó otra vez, más alto aún, y, resplandeciente, se fue volando hacia la playa. Quedó aturdido y tembloroso sobre la arena tibia. En el vientre se veía una mancha violácea.

Cuando los últimos rayos del sol se diluyeron en el río, el enorme pez se encogió de dolor al recibir las primeras Botitas del sereno. El viento norte soplaba fuerte, arrojando lluvias de arena que se incrustaba en las escamas, entre las vellosidades de sus agallas, en los ojos, en la boca. El aire se le acababa: apenas podía respirar. Tenía la horrible sensación de que se le quemaban las entrañas. Concentró todas sus energías para llegar otra vez al agua y dio un salto, luego otro y otro más, pero los repetidos brincos dañaron gravemente sus delicados órganos. Aun así, se arrastró a expensas de sus aletas, pero en vez de avanzar, fue enterrándose más y más en la arena.

Al recibir los reflejos de la luna, los dolores se volvieron insoportables. Hizo esfuerzos desesperados por moverse, y algo se le desgarró en su interior. Siguió dando inútiles coletazos. Sus ojos redondos, saltones, se alisaron primero y se hundieron después. Un hilito se sangre fluía de la cuenca izquierda. Cuando la luna subió a lo alto, las escamas ya estaban secas, retorcidas. De repente una ola inmensa, rumorosa, llegó hasta él como si viniera a buscarlo. La espuma bullía sobre la arena. Él sintió las frías salpicaduras, la brisa que venía con el agua y abrió la boca llena de arena; tembloroso, aguardó la caricia, pero la ola soltó unas burbujas irisadas que estallaron en silencio y se retiraron lentamente.

Fue entonces cuando el dorado, estremeciéndose, clavó en la arena la espina de su pectoral y quedó mirando, con extraña fijeza, cómo la luna se hacía pedazos en el aire.
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Fuente:
ECOS DE MONTE Y ARENA
Cuentos de
LUISA MORENO SARTORIO
(BIBLIOTECA POPULAR DE
AUTORES PARAGUAYOS Nº 12)
© de esta edición Editorial El Lector
© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich
ABC COLOR y Editorial El Lector,
Asunción-Paraguay 2006 (111 páginas).
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LUISA MORENO SARTORIO - ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS / Fuente: ECOS DE MONTE Y DE ARENA (CUENTOS)


ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS
Cuentos de
LUISA MORENO SARTORIO.
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS
Luján y yo teníamos un excelente negocio: la venta de cascarudos. Oto nos pagaba por ellos buen dinero, en especial por las luciérnagas a las que él llamaba cordelias.

-¿Para qué quiere Oto las cordelias?

-Para tener el vientre encendido como el de las luciérnagas- dijo el hombre llevándose el bichito luminoso a la boca y masticándolo. Vimos la patita que se estremecía en la comisura de sus labios.

Desde entonces, la mitad de las cordelias reampara Oto, la otra nos la repartíamos Luján y yo. Al llegar la noche, esperaba ansiosamente que ella se durmiera, para mirarme en el vientre, con la secreta esperanza de que se obrara en mí el prodigio antes que en Luján. Llevaba siete días comiendo luciérnagas y ni siquiera por el ombligo echaba un mísero fulgor.

Nos hicimos expertas en la caza de insectos, mejorando incluso las antiguas técnicas de atraerlas, haciendo ruido con latas vacías.

Frente a mi casa se extendía un potrero limpio, donde nos sentábamos envueltas en la negrura, bajo estrellas inquietas que se desprendían en racimos a cada instante. Y las esperábamos tensas, anhelantes. De pronto, una brisa leve vaporosa, las anunciaba, y entre el silencio y la música del viento, llegaban en bandadas, con sus lamparitas verdes, trémulas, indecisas, describiendo círculos o parábolas incandescentes. Perdíamos la noción del tiempo. ¡Había tantas! Las atrapábamos a manos llenas, las encerrábamos en el puño, solo para sentir el débil pulso de su vida e iluminar nuestras manos con la extraña fosforescencia. Las juntábamos en la pollera y apretándolas contra el cuerpo, imitábamos su vuelo en vertiginosas carreras a campo traviesa, gritando como alucinadas, muá, muá, muá.

La mujer de Oto era rubia, alta y miope. Usaba zapatos de tacones bajos y se pasaba horas buscando caracoles por la orilla del río. Le seguimos durante varios días sin atrevernos a preguntarle nada, hasta que una tarde nos enfrentamos a ella:

-Señora ¿a qué hora se le enciende el vientre a su marido?- Ella se puso colorada hasta la raíz de los cabellos y, por la presión con que salían disparadas las palabras de su boca, nos dimos cuenta de nos gritaba groserías en alemán.

Como ya había comido decenas de luciérnagas y no conseguía que se me encendiera la barriga, tuve que suspender mi dieta ontomófaga, porque había perdido el apetito y eso me exponía al peligro del repulsivo purgante, con el que mi madre resolvía el problema de la inapetencia.

No obstante, me moría de ganas de averiguar cómo le iba a Luján en el asunto; estaba segura de que ella guardaba un secreto. Andaba más callada, pensativa, como si temiese o intentase ocultarme algo. ¿Cómo sabría si ella lo había logrado, sin arriesgarme a que se burlara de mi fracaso? Por las dudas, no la perdía la pista, pero me daba cuenta de que ella también me seguía de cerca. Varias veces la vi observándome, como si estuviera escudriñando bajo mi ropa, con sus ojitos inquisidores, llenos de curiosidad.

Luján no creía que los grillos nacían de la misma manera que las cigarras: reventando el lomo de su cáscara quitinosa. Hasta que una siesta lo vimos salir de su agujero y subirse torpemente a un tronco, y al calentarlo al sol, se produjo un ruido semejante al de una vaina de lenteja seca cundo se rompe. Y vimos emerger por la rajadura del grillo, con su fino tegumento de color de la arena mojada. Ella quedó con la boca abierta.

Era difícil sacarla de las garras de Baldor y de sus colegas ensabanados.

Su entrenamiento favorito era pintar mosaicos y ánforas egipcias, con tinta china, encerrada en esa piecita que olía a gamexane y a trementina, escuchando discos de Elvis Pres ley o Bill Haley, mirándome por encima de los hombros, como si yo fuera el más molestoso de los insectos, cuando trataba de llamar su atención con mis descubrimientos. No tuve más remedio que tirarle, sobre la hoja de sus dibujos, aquella araña rojiza, peluda, que, desconcertada por la blancura del papel, movía dos de sus tentáculos como palpando el aire, ante los ojos atónitos de su hermana. De pronto vi su maligna sonrisa: - trae el punzón de papá -, me gritó, y cuando lo tuvo en la mano clavó el acero en el centro del abultado abdomen. La tarántula se hizo un nudo negro y manchó la hoja con dos gotitas de color tinta. Con una pinza de cejas le arrancó las ocho patitas y las guardó en un frasco. Pero aún tuve que correr peligros que me dejaban el estómago duro de espanto, para convencerla de que entrara en el negocio de los coleópteros. En realidad, el asunto no era tan fácil, debíamos ir por ellos a lugares distantes, y recolectarlos rápidamente antes de que en casa notaran nuestra ausencia.

En las afueras del pueblo se elevaba el cerro del ahorcado, llamado así porque ahí hallaron el cadáver de Rotela, el carpintero. Todos sabían que el ánima vagaba por esos lugares. Yo misma creo que la vi más de una ve, pero se trataba de un alma tímida que desaparecía enseguida, bastaba con decir tres veces ¡zápe Rotela! y uno se libraba de ella. En ese paraje abundaban los cascarudos, se los encontraba debajo de los troncos, de las piedras, y en el hueco de los árboles. Subir al cerro era trabajoso, pero el descenso resultaba muy divertido.

-Me voy a caer - decía Luján, pálida y rígida allá en la cima, con su atado de valiosos escarabajos. Yo la esperaba, animándola. A veces tenía que volver a repechar la loma para obligarla a bajar.

-Cuando te largas, concéntrate en las nubes o cerrá los ojos si te sentís mareada. Tampoco tenés que venir tanteando terreno firme con la punta de los pies; usá los talones bien encajados en la tierra. Si resbalás, dejáte llevar por los pedregullos conteniendo la respiración-. Lo hizo bastante bien llegando junto a mí, fría, pero sin ningún rasguño. Desde entonces se olvidó del buey Apis, de las Nefertitis y de la tinta china. Y yo fui Sheena, la reina de los monos, y ella Shemba, la salvaje. Y nos convertimos en el azote de los tranquilos parroquianos, cuya sagrada siesta profanábamos sin tregua, con nuestros gritos simiescos, recorriendo el vecindario de árbol en árbol, con el principal propósito de averiguar a qué hora se le ilumina el vientre a oto.

Una vez a la semana, le entregábamos saltamontes, blancarrosas, tijeretas, bolsita de termes y cordelias. Esa tarde, de regreso a casa, Luján venía burlándose de mí, con el odioso pito catalán, por haber ganado más dinero que yo. Inesperadamente, me preguntó:

-¿Se te enciende?- tenía como una lucecita desafiante en los ojos. Tragando saliva, moví la cabeza afirmativamente y pregunté a mi vez:

-¿Y a vos?

-También - dijo y se alejó corriendo. Quedé perpleja. Ella, la cuadriculada, lo había logrado, y yo, ni el más débil parpadeo.

Al día siguiente, mientras tostábamos maní para el desayuno, me pareció que Luján estaba inquieta, ansiosa por algo íntimo que la turbaba. Traspasamos los granos calientes sobre paños de granité y comenzamos a frotarlos, hasta dejar las semillas limpitas. Sin levantar la vista de la tarea, Luján me dijo en voz baja:

-¿Cuántas comés al día -. La miré con el ceño fruncido. Ella se impacientó y, dándome un codazo trituró entre sus dientes las palabras. "Ya sabés qué". Sin titubear, y en el mismo tono, le contesté: "cuatro de los grandes"

Mi mamá llenó el mortero con los olorosos granos y los machacó hasta convertirlos en una pasta mantecosa. Añadió azúcar y canela. Sirvió leche en nuestros tazones y agregó dos cucharadas de la crema del maní. Nos sentamos en sospechoso silencio, sin mirarnos una sola vez. Mamá trajo la nata y recomendó que no nos peleáramos porque había suficiente. Yo tomaba la leche a sorbos pequeños y, de reojo observaba a Luján, que seguía revolviendo la taza desganadamente. Luego se levantó diciendo:

-No tengo hambre, me duele la barriga - y se encerró otra vez con las cartulinas y los egipcios en el cuartito húmedo que olía a insecticida. Se negaba a comer y no quería tratos con nadie. Le tuvieron que dar el purgante aceite de castor. Quedó temblorosa y transparente. Un color amarillento le iba tiñendo la piel y el blanco de los ojos, pero su empeño en desafiarme y ganar todas las apuestas se había acrecentado de una manera enfermiza.

-¡A que llego primero al cerro! ¡A que me zambullo por más tiempo!- Comencé a tenerle rabia.

-En vísperas de la visita del monseñor Femmet, por sugerencia del intendente, los vecinos se encargaron de limpiar las calles. Cerca de nuestra casa se juntó un montón de basura. Le prendieron fuego y nos congregamos para ver la quemazón, las llamas se contorsionaban en una extraña y frenética danza, invitándonos a formar parte de ella. De pronto, uno de los niños vio un ratón que se estaba asando. No me gustó la sonrisa maligna de Luján. Quise escabullirme, pero sus ojos de ictérica ya estaban fijos en mí. Se me levantaron los cabellos cuando adiviné sus planes.

-¡A que no te atreves a comer ese asado! - dijo estirando la rata de entre las brasas con la punta de un palo. El roedor estaba hinchado, olía a tripa quemada, tenía un subido color tomate en la zona del vientre. Esa noche ningún antivomitivo me alivió.

Algunos días después Luján gritaba de dolor, y el farmacéutico se había dado por vencido. La mujer que venía a lavar la ropa, dijo:

-Es tiricia, explotó su hígado.

Engancharon las mulas al cachapé y la llevaron al hospital. Durante la mañana permanecí encerrada en el ropero. Entumecida, temerosa, triste. Mis padres no volvían y no teníamos ninguna novedad. Al oscurecer, escuché que alguien traía noticias de la enferma. Era una de mis primas.

-Luján fue operada de peritonitis, tenía montones de bichos atascados en los intestinos, sin embargo, ya está fuera de peligro -. Pero la vecina se santiguó tres veces.

-¡Qué va a ser peritonitis, eso es payé puro, brujería de la peor calaña!

Una semana después, la trajeron ya restablecida. La bajaron en brazos, arrebujada en un rebozo azul. El sol iluminaba tenuemente la habitación en que ella reposaba. Por un rato escuché su delgada respiración atravesada de gemidos. Parecía una cascarita próxima a quebrarse. Me dolía la garganta y tenía los ojos ardidos por el esfuerzo que realizaba para no llorar: era parte de nuestro código, tácito, inexplicable.

-Luján, soy yo, Sheena de la selva, aquella vez te mentí, nunca se me encendió el vientre - Sus párpados se estremecieron levemente y, en sus labios descoloridos, vi con estupor que afloraba su maligna y temida sonrisa, y que al mismo tiempo, su vientre comenzaba a fosforecer bajo la sábana. Tardé en descubrir que durante su estadía en el hospital había pedido a mis padres que le regalaran una linterna.
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Fuente:
ECOS DE MONTE Y DE ARENA.
Cuentos de LUISA MORENO SARTORIO.
© Luisa Moreno Sartorio
© De esta edición: 2004,
Editorial El Lector
Director Editorial: Pablo León Burian
El Lector I: 25 de Mayo y Antequera, Tel. 491 966
El Lector 11: San Martín c/ Austria,
Tel. 610 639 - 614 258/9
www.ellector.com.py ,
ellector@telesurf.com.py
Asunción – Paraguay 2004 (127 páginas).
.
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LUISA MORENO DE GABAGLIO - LA COSECHA (CUENTO) / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - VEINTITRES CUENTOS DE TALLER (1988).


LA COSECHA
Cuento de
LUISA MORENO DE GABAGLIO
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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LA COSECHA
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Caaguazú (Especial)
"Tras una intensa refriega contra
un grupo de maleantes, la policía
incautó un importante lote de armas
que pertenecía a los subversivos"
.
Lo leí una y otra vez en un viejo periódico que llegó a mis manos hasta que se me hizo intolerable esta infame versión de lo que ocurrió aquella tarde en el cañaveral. El artículo se me revolvía en el estómago como un trago de purgante y el vértigo me arrojó al pasado como en una atroz pesadilla. "Tras una intensa refriega contra maleantes...". Los maleantes éramos Julio Arévalos, Maneco López, Marcio Torres, Luis Morales... todos fregados en la angustia del temor al desarraigo. Encerrados en ese instante casi doloroso de la espera.

El caballo llegó piafando, desmontando de un salto, Maneco lo ató al palenque y se reunió con nosotros en un claro del cañaveral. Allí estábamos apretaditos uno contra otro como manada de ovejas. Maneco nos saludó, tenía ese gesto descompuesto del que trae una mala noticia. Nuestra ansiedad creció caliente en las venas. Maneco sacó de su bolsillo la respuesta de la autoridad, la amenaza sucia doblada y estrujada con rabia. La leyó en voz alta. Que no éramos más que un puñado de haraganes y que nos dejáramos de joder; que el plazo para abandonar la chacra había vencido y la propiedad era inviolable. Que el nuevo dueño era un señor con mucho trabajo, ya se sabe, compromisos con la patria, estaba en la gran tarea de engrandecerla, y que todo sería más ventajoso si fuésemos razonables. Que en la ciudad había montones de títulos arrolladitos, atados con cinta tricolor; nos los entregarían hasta con fotografías para los periódicos.

Maneco arrugó el papel, lo tiró al suelo con fuerza y ahogándolo en el barro, se encaró con nosotros. Tenía la mirada fogosa de esos que llevan la quemazón por dentro. Cada palabra, cada frase, estallaba en el blanco perfecto sacudiendo nuestras vísceras agarrotadas por el miedo. Julio Arévalos, lampiño todavía, dio un paso al frente, estranguló sus dedos gruesos como cogollos y sus nudillos crujieron como fracturados; por fin dijo: Yo tengo un viejo fusil pero bien engrasado. Nos carcajeamos un poco para aflojar lo que nos pareció una torpeza de Julio. Maneco se le acercó y le rodeó los hombros huesudos: No, no, mi amigo, a la violencia hay que oponer la calma y revertir su efecto en nuestro provecho. Maneco era memorioso; así nos apalabraban esos señores de amplia sonrisa que decían estar muy preocupados por nosotros.

-Aquí nacimos y con la ayuda de nuestro Ingeniero Agrónomo (se refería a mí) levantamos y mejoramos esto-dijo Maneco, haciendo un vasto ademán y nuestra mirada se dilató en el amplio horizonte verde, kilómetros y kilómetros de cana dulce esperando el corte. Marcio nos desaprobaba en todo moviendo su cabezota de toro viejo y olí al instante su pesimismo rancio antes de que soltara la voz: -Conozco esta historia y sé lo que les digo; allá nadie nos escuchará, y la tierra que nos prometen no sirve ni para enterrar un muerto; es una tierra como alma de pobre, reseca y áspera. Allí los muertos no abonan, se van derechito al cielo en el vientre negro de algún carancho. Y si les damos a conocer nuestra malquerencia, apenas sientan nuestro olor a bosta, nos aplicarán la Ley hasta pelarnos las canillas en alguna batea llena de mierda.

Nos molestó su tono, había en él ese derrotismo pegajoso, nuestro antiguo enemigo siempre conjurado para perdernos. Todos abrimos la boca como caldera viva y lo aniquilamos con una ráfaga del más puro patriotismo; le restregamos en la nariz una justicia virgen y todo ese aire mentolado de la soñada federación campesina, donde nosotros resolveríamos nuestros problemas y que ya no dependeríamos de muñequitos con corbata que jamás han visto una azada, y si no fuera porque ya estaba oscureciendo, nuestro entusiasmo nos habría orillado a apadrinarnos con algunos de nuestros amigos de amplia sonrisa, aunque no fuera más que por una vieja costumbre de desamparados.

¡Qué bien me sentí esa noche! Nuestro nudo era fuerte, estaba hecho de raíces profundas agarradas a la tierra con firmeza; busqué su vientre de arena y ella se dio blanda y tibia como una caricia, me llené de su aliento dulzón, vegetal, y pensé que algún día volvería a entreverarme a su grano abonando cañaverales.

En esa magia estábamos atrapados, por eso no tuvimos miedo de las sombras que avanzaban curiosamente difuminadas en el cañaveral, casi inmóviles, un poco encorvadas por el peso del arma y como engranadas a la voz - ¡Arriba las manos! -

Nos olvidamos de la calma y empuñamos machetes y azadas. Nos barrieron a tiros desperdigándonos entre las chalas. Tercamente seguí respirando por varios agujeros y me zafé de la muerte; mis amigos quedaron allí como prenda hasta que el sol pudrió, secó y retorció sus gabazos. Aquella cosecha se la llevaron ellos, pero ahora, en esta tarde rojiza, verdea de nuevo el cañaveral.
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LUISA MORENO DE GABAGLIO
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TALLER CUENTO BREVE
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Talleres Gráficos
EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
Asunción-Paraguay 1988 (136 páginas).
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LUISA MORENO SARTORIO - ECOS DE MONTE Y DE ARENA (CUENTOS) - Prólogo: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ y Comentario de JOSEFINA PLÁ.


ECOS DE MONTE Y DE ARENA.
Cuentos de LUISA MORENO SARTORIO.
(Enlace a datos biográficos y obras
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© Luisa Moreno Sartorio
© De esta edición: 2004, Editorial El Lector
Director Editorial: Pablo León Burian
El Lector I: 25 de Mayo y Antequera, Tel. 491 966
El Lector 11: San Martín c/ Austria,
Tel. 610 639 - 614 258/9
www.ellector.com.py ,
ellector@telesurf.com.py
Armado de página: Jorge Miranda
Corrección: Celso Sosa
Diseño de Tapa: Amado Escobar Tirada: 2000
Asunción – Paraguay 2004 (127 páginas)
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A mis hijos
Fernando Luis y Analía
Luz María y Coral.
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PRÓLOGO
Luisa Moreno, auténtica intérprete del Paraguay más auténtico, esto es, del Paraguay rural, no nació en el Paraguay. Sus padres, ambos pertenecientes a partidos políticos diferentes perseguidos por el régimen dictatorial entonces imperante, tuvieron que exilarse. Luisa nació en el Chaco argentino, no lejos de Formosa. El padre, liberal; la madre febrerista, no por pertenecer a banderías en aquel entonces irreconciliables, formaban una pareja menos feliz; eran tan felices como se lo permitían las circunstancias del destierro.
Después de cuatro años de exilio a partir de la guerra civil de 1947, los Moreno pudieron regresar al Paraguay. La familia se estableció en Villa Hayes. A Luisita la esperaba un destino chaqueño. Nacida en el Chaco argentino, su niñez iba a transcurrir en el Chaco Paraguayo, ahora cerca del río Paraguay.
Cuando niña, en Villa Hayes, Luisita acompañaba a su padre en aventuras venatorias. El señor Moreno era entusiasta cazador. No sabemos cuándo despertó en Luisita su amor a los animales salvajes, como el carpincho, el puma, el tapir, el oso hormiguero. No sabemos si un día dejó de acompañar a su padre a la venación, horrorizada por la sangre inocente de venados y patos salvajes. Pero la vida en el campo, sus andanzas por los bosques, sus paseos en canoas, serían para ella una experiencia inolvidable. La dura vida en el exilio le hizo meditar precozmente sobre las atrocidades de las luchas políticas, sobre la injusticia, sobre la crueldad del hombre para con el hombre. Y las aventuras cinegéticas de su padre y otros, las crueldades de la venación, despertaron en ella su amor hacia los inocentes pobladores de selvas y esteros.
En su obra narrativa, lo antes aseverado se manifiesta con pungente elocuencia. De ahí los relatos como "LA COSECHA", denuncia de la injusticia, escritos hace algunos años.
Y de aquí el libro que el lector tiene en sus manos. Este, sin embargo, versa exclusivamente sobre animales y sus relatos tienen mucho del encanto de la historia del Bamby, de Walt Disney, aunque la similitud que aquí se señala sea puramente casual y en ningún sentido deliberada.
Más que cuentos, estas prosas de Luisa Moreno son poemas en prosa. En esta autora, la calidad poética de su inspiración trasluce en forma inequívoca, evidente aún en su físico mismo. Luisita parece una niña, una niña delicada y tímida con la figura perfectamente modelada de una estatuilla de Tangará. Pero Luisita es toda una señora esposa y madre de tres hijos. Es más, esta dama, que parece una niña delicada y tímida, ejerce una profesión que se diría incompatible con su temperamento poético: ella es veterinaria. (Claro es, por otra parte, que esta profesión tiene mucho que ver con los animales que le inspiran sincero amor)
En el Taller de Cuento Breve que funciona en el Club Centenario, su delicadeza y su más evidente virtud, la modestia le han ganado el mote de "LA VIOLETA".
Los días martes de tarde - días en que se reúne el taller literario, apenas hay un recreo, apenas una pausa en las sesiones, cuando Luisa Moreno desaparece. ¿Dónde está "la Violeta?" Sin que nadie lo advierta, se ha deslizado fuera del salón y se ha refugiado en un lugar silencioso desde donde contempla los jardines, y allí se pasa diez, quince minutos, con los ojos verdes absortos en una revërie.
Hay en Luisa una tendencia indomeñable a la ensoñación, a tal punto que, aun durante las sesiones del taller, cuando se la mira de soslayo, ella está ausente, lejos, perdida en el ensueño.
Pues bien, esta tendencia poética explica que sus escritos, en especial los de este libro, sean más poemas en prosa que narraciones. Apenas percibimos en estas prosas un tenue hilo argumental; un niño prohija un carpinchito, domestica al animal, y el roedor anfibio se hace amigo del perro de la estancia, de un viejo peón. Un día desaparece. Cuando reaparece, vuelve convertido en padre de familia.
Vemos cómo la prosa de Luisita está como urdida de versos, de líneas que son indeliberados versos auténticos y de otras que, casi lo son. Decía Nietzsche que la buena prosa es aquella que casi, casi es verso y que cuando lo va ser cabalmente, da un giro y se escapa de la música de la métrica. Tomemos el capítulo 9 de la historia de Pincho. Copiemos su texto distribuyendo sus frases en líneas paralelas como las de un poema:
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Pincho y el perro viejo
se han hecho muy amigos,
ignoro qué se dicen
pero intuyo que el perro
lo tomó bajo
su protección...
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¿Ven ustedes? Tres versos heptasílabos y dos pentasílabos.
Luisa Moreno hoy ya es una promesa convertida en realidad. Es tal su consagración a las letras, tanto estudia el arte de narrar en los maestros y tanto estudia el idioma mismo, cuyos secretos gramaticales se empeña en dilucidar con tesón, que es de esperar de ella una obra futura de cualidades cada vez más valiosas.
Un ejemplo del don poético de nuestra autora es "RÉQUIEM PARA UN DORADO". Léalo el lector lentamente y aprecie las dotes de paisajista literario y de emoción poética de Luisa Moreno.
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

(COMENTARIO DE JOSEFINA PLÁ A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL)
"ECOS DE MONTE Y DE ARENA"

Escrito de JOSEFINA PLÁ
Luisa Moreno vertebra en sus relatos una experiencia humana por muchos compartida en todas las épocas, nunca profundizada sin embargo, a no ser al nivel mágico (en la fábula o el mito); como patético pintoresquismo, o con el marbete de literatura infantil. Experiencia humana rara vez, repetimos, llevada al nivel que creemos debería ser. A pesar de las apariencias que se pudiera traer a colación: a pesar de no faltar en ninguna época de nuestra cultura autores que han dedicado curioso interés a la existencia del animal, domesticado o libre, hasta darle categoría de ejemplares en el paralelismo conductual de la fábula. No siempre se comprobará en esos hechos literarios la presencia del amor y respeto a los seres animados que comparten el agua, el aire, la tierra y el cielo de nuestro planeta, y a algunos de los cuales esta serie de cuentos dedica sendos espacios. Hechos que cualquiera puede vivir o haber vivido, en el medio urbano o en pleno mundo selvático, y los que nadie, sin embargo podrá nunca dar albergue mágico - sí repetimos la palabra- en el alma.
¿Cómo subtitula la autora estos textos? No dice que sean cuentos ni narraciones ni relatos: dice, esquivando el compromiso "ECOS DE MONTE Y ARENA". Podría haberlos titulado con alguna de las palabras antedichas: cuento, narración, relato. O podría haberlos llamado fábulas modernas. O cuentos infantiles, con igual derecho o inexactitud en cada caso; porque estos textos escapan o rebasan cada una de esas definiciones. Pero las rebasan incluyéndola. Queremos decir que son fábulas modernas pero no solo eso; que son también cuento infantil, y narración y poema. Sobre todo, coronando las demás definiciones con su halo, poemas.
Es sorprendente el impacto emotivo de las peripecias, acuñadas sin énfasis, no obstante; con un estilo conciso y diáfano, pero profundamente sensitivo, que no malgasta adjetivaciones y confía a los hechos, desnudos, la posibilidad de una adhesión plena en el lector, tanto más punzante esta, por cuanto menos preconizada, a la protesta contra el destino a que condenamos a estos crecientemente desposeídos cohabitantes de nuestro pequeño predio cósmico. Seres a los cuales solo se ha visto siempre una posibilidad de satisfacer el ocio, la gula, la avaricia, el latente sadismo... Cualquier cosa, menos lo que son, seres creados con un programa en la eternidad; testimonio de un plan del cual no somos árbitros, solo colaboradores... bastante remisos, además.
Cada cuento del índice, y aunque el título no siempre lo sugiere, es un alegato vibrando "humanidad". Sí, humanidad. Ya sabemos que el calificativo "inhumano" se aplica al individuo que obra cruelmente con sus semejantes. Pero la conducta que el así llamado adopta frente a los animales merece más aún ese rótulo. Aunque la afirmación parezca arbitraria, inclusive desmedida... El adjetivo corresponde, porque esa conducta desvirtúa, desnaturaliza, la misión terrestre del ser humano.
El hombre procede como si el planeta le hubiese sido entregado para su omnímoda propiedad y disfrute. Así lo quiere creer, y así procede, nuestra egolatría. En realidad, va mucho más lejos, decide y dispone; y opera como invasor y expoliador. La llamada ecología ha venido a terciar, queriendo detener el proceso destructivo irreversible que ponen al desnudo sus datos y conclusiones, pero no parece que hasta ahora se obtengan éxitos apreciables.
Este libro es algo más que una compilación de relatos de indudable valor literario, como a primera vista pueda aparecer y como señala bien el prologuista, maestro al que tanto debe el desarrollo de la narrativa local a través de la pluma femenina -y especialmente, este descubrimiento de más de una generación de narradores - Hugo Rodríguez Alcalá.
Es, como ya se dijo, una serie de episodios cuyos protagonistas son casi todos animales; narraciones confiadas a su propia realidad existencial, a su lenguaje exacto y sensitivo, y cuyo común denominador argumental es el desnudo egocentrismo humano. Episodios que resultan poéticos por ese componente que en ellos se integra y que radica en la sutil anunciación no ya solo de una convivencia, sino de una convergencia, una comunidad de misión, capaz de crear un mito. Es decir, su símbolo.
Así, sobre la realidad concreta de los hechos vibra también una "suprarealidad". La de la conciencia de una deserción de ese sentido misional: de lo que la actitud humana tiene de "inhumana", con estos "compañeros de peregrinaje en la eternidad". En ninguno de estos cuentos deja de imponerse esa sugestiva polivalente presencia en el ánimo del lector.
Y este libro, leído oportunamente, sería además (con su temática y desarrollo, llamado a la imaginación a la vez que a la sensibilidad; la coincidencia es recurrente) en manos de la infancia y adolescencia incomparable cartilla ecológica. Se hace corto ya el plan de opción entre esta letal visión técnica del entorno terrestre y la visión sensitiva, que, aunque mutilado, puede conservar su status humanístico.
La injusticia y la hostilidad proceden del hombre, enemigo de comprender con la razón que hay otros seres vivos con los mismos derechos que él sobre la tierra, al estar dominado por la visión antropocéntrica del mundo. Y esa injusticia acaba reproduciéndose en el mismo hombre, capaz también de ser injusto con sus semejantes. Por eso, a esta crueldad, Lisa Moreno responde con la ternura que caracteriza a los animales, los verdaderos amos y conocedores de los misterios y riesgos que entraña la naturaleza.
La narración en primera persona hace que el relato llegue con mayor hondura al lector, porque el argumento a veces es un pretexto para provocar que el lector se sensibilice con el mundo animal. Para Luisa Moreno lo importante es transmitir las sensaciones contenidas en el cuento (que quedan por encima del argumento) y despertar la ternura emocional del lector.
Pero la autora no centra su amor a la naturaleza en la figura de los animales, sino también en la contemplación del paisaje y en la flora local. Transmite en un tono lírico las sensaciones expresivas y de misterio interior, casi místico, que se produce por la admiración por el paisaje.
El carpincho, un roedor anfibio que habitualmente ha sido muy perseguido por el hombre, simboliza en sí todo animal que sufre el exterminio de los cazadores sin escrúpulos. El niño comprende que el carpincho debe ser libre, a pesar del dolor que le supone perderlo, y que no tiene que conformarse con aceptar el cumplimiento de su modo de vida. Para Luisa Moreno lo importante es que el animal pueda vivir en su hábitat natural, en el entorno de libertad donde ha de desenvolverse.
El cuento que más prestigio ha dado a Luisa Moreno y que valora con más cariño es "RÉQUIEM PARA UN DORADO". Es con seguridad el más conmovedor de "ECOS DE MONTE Y ARENA" por su especial sentido dramático. En él retrata el sufrimiento de un dorado, víctima inocente de la pesca sin escrúpulos.
Luisa Moreno demuestra también conocer con profundidad los mitos y leyendas del país, especialmente las del Chaco. Llega incluso a aplicar la mitología indígena guaraní a la vida de los animales, como cuando recurre a la leyenda en la que se afirma que las víboras reinarán sobre todos los habitantes de la selva, apoderándose del misterioso secreto que los tigres guardan en sus manchas, en "El misterio de las manchas", o el carácter sagrado del cedro en "Kolot". Los relatos fantásticos infantiles sirven como fuente de los argumentos como en "ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS" los personajes escuchan discos de Elvis Presley y Bill Haley y pintan ánforas egipcias con tinta china, demostrando que esta obra supera cualquier pretensión enaltecedora de lo local, y refleja el mundo de su país para utilizarlo con valor universal.
Hay una tendencia innata en Luisa Moreno por acercar sus relatos a la poesía. Trata de llegar a la emoción del autor para conmoverlo y hacerle crecer su sensibilidad y para ello se vale del lirismo. Su visión del mundo es universalista, a pesar del localismo chaqueño de los relatos, porque demuestra que los sentimientos deben ser lo más importante del hombre. El lenguaje es exacto y el relato conciso y de frases breves. Transmite sensaciones que desnudan el egocentrismo del hombre, y los localismos que aparecen, sobre todo en los sustantivos referentes a la flora y a la fauna del Chaco, no impiden que el lector que desconozca la zona pueda disfrutar de la lectura de los relatos. Con esto, Luisa Moreno defiende un mundo donde todos los seres que lo habitan puedan convivir. Sus cuentos son ecológicos, no son fábulas porque aunque los animales presentan caracteres y sentimientos antromórficos, no son seres humanos personificados, pero las narraciones contienen una moraleja en este sentido. Y más que convencer con ellos, la autora pretende conmover como forma de captatio. Así, Luisa Moreno es quien inaugura una tendencia narrativa que surge, de la expresión de los problemas que se sienten en el Paraguay actual.

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CUENTOS DE LUISA MORENO:
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PINOCHO Y CANELA
Era el día de las ánimas, cuando el cazador mató a la capibara, y quedaron cuatro carpinchitos, de los cuales solo dos sobrevivieron. Fueron criados con leche de vaca y los sabios cuidados de Maruto, quien les dio el nombre de Pincho y Canela, por la pelambrera dura de color canela.

Viven en un tajamar cercano a la casa. Al atardecer, cuando el sol hiere el espejo de agua, los hocicos charolados rompen el cristal y enfilan con la rapidez de un torpedo hacia la costa. Acuden solícitos, a mis silbidos, asoman el lomo en la orilla y salen sacudiéndose millones de diamantes de sus largos espinos. Desmonto de mi alazán y les digo cosas cariñosas. Ellos entienden, me miran dulcemente y acercan la cabecita para que les acaricie las orejas. Canela ofrece el cuello, y apasionados como son, se echan de costado para que siga con mis sobaditas en el vientre liso y osado, mientras el poniente se dora, se tuesta, se quema, toma el mismo color de Pincho. "Me tengo que ir", les digo. Ellos parecen entender, pero sé muy bien que les gustaría estar más tiempo conmigo. Pincho se incorpora y permanece con la cabeza gacha como los niños cuando simulan enojo. Subo de nuevo a mi caballo y me despido de ellos. Me siguen un corto trecho, se detienen, levantan la cabeza como para atrapar con el olfato ese algo del cual se impregna el aire que dejamos. Después nos borramos en la noche. Ellos vuelven a su hogar de aguas y camalotes; yo, hacia donde sube una columna de humo azul que huele a azúcar quemada.

CHAJÃ RAGUÉ
Ha comenzado la época de la escarcha. El sereno cuaja en pequeñas agujas de cristal, sobre los espartillos que crujen como vidrios rotos bajo los cascos de mi alazán. Al amanecer, el viento sur tiene filo de cuchillas, y en la cocina, los arrieros se convierten en hoscos adoradores del fuego. Matean en silencio. Algunos mascan tabaco o cecina asada sobre las brasas. Se abrigan con sacos de carpa listada, visten amplias bombachas, perneras de cuero y un poncho de lana. Le tienen miedo al invierno. Por todos lados flota una cerrazón celeste, gris, borrando del campo los palmerales. De cuando en cuando, aparece una vaca o alguna cabra como suspendida en la neblina. Me divierte escuchar el balido de una oveja que no alcanzo a distinguir, o el piar de los pájaros fantasmas que pasan rasando sobre mi cabeza.

Después se aclara un poco el día, pero sigue plomizo y frío. El viento esparce una pelusa blanca, leve, que aquí la llaman "Chajá ragué", por lo parecido a las pequeñísimas plumitas que el chajá tiene bajo las alas.

Hoy no salí al campo, estoy engripado y me prohibieron ir hasta el tajamar. Sé que Pincho me espera, necesita la tibieza de mis dedos en sus orejitas. Me invade una melancolía dulzona, con saber a mate de coco y miel.
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ÍNDICE
*. PRÓLOGO – Por HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
*. (COMENTARIO DE JOSEFINA PLÁ A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL)
"ECOS DE MONTE Y DE ARENA" Por JOSEFINA PLÁ
CUENTOS DE LUISA MORENO:

*. CAPIBARÁ / PINCHO Y CANELA / MIEDO EN LA NOCHE / HUELLAS DE BOTAS / LA IMAGEN / LA GOLOSINA FAVORITA / CHAJÄ RAGUÉ / MANO DE TIERRA SALOBRE / ORFEO / DE CACERÍA / PINCHO ADOLESCENTE / AUSENCIA / CERTEZAS O ENIGMAS / NI EN LA TIERRA NI EN EL CIELO / EL MONTE DE LOS QUEBRACHOS / EL BASTÓN DE GUAYABO / EL COLLAR AZUL / EL MISTERIO DE LAS MANCHAS / KOLOT / ENTRE CORDELIAS Y CASCARUDOS / EL FIN DE LOS INOCENTES / EL GRINGO DEL BARRANCO / LA PICADA DEL PEREGRINO / RÉQUIEM PARA UN DORADO.
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LUISA MORENO DE GABAGLIO - LA CELDA No. 7 (CUENTO) / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - VEINTITRES CUENTOS DE TALLER (1988).


LA CELDA No. 7
Cuento de
LUISA MORENO DE GABAGLIO
(Enlace a datos biográficos y obras
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LA CELDA No. 7
Siguiendo una corazonada decidí visitar a Jacinto Recalde; en ese extraño suceso había algo que nadie comprendía, y yo quería averiguar. Compré un paquete de cigarrillos y me identifiqué en la guardia. Me negaron la entrada, que no se podía, que hacía falta una autorización. Busqué en el bolsillo lo que en esos casos suele ser irrebatible y enseguida uno de ellos me acompañó hasta un largo pasillo, me señaló la celda número siete y se marchó. Por ambos frentes los internos me curioseaban, algunos con rencoroso silencio, otros apedreándome con toda clase de obscenidades. Era como transitar un territorio prohibido donde soplaba una fría repulsa hacia mi persona.

Acerqué un banquito a la reja del siete, prendí un Marlboro y sonreí a Jacinto Recalde; éste vino hacia mí, estaba desnudo y hedía como un puerco; de pronto saltó y se prendió a la verja.

¿Vino al zoológico para ver a los monos? ¿Me trajo bananas? Yo esperaba este recibimiento y traté de mantenerme sereno; le ofrecí un cigarrillo, aceptó y se quedó con la cajetilla, cuando le dí fuego, nuestras miradas se tocaron y pactamos; él, como replegándose un poco; yo, solidario. El puente estaba tendido y comenzaron a cruzar las palabras; de sopetón le pregunté: ¿Por qué está usted aquí, Recalde?

Porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Por culpa del Verbo.

Le clavé el índice y dije con firmeza: usted sabe que eso no es verdad, sabe que lo trajeron por atentar contra el pudor público, por...

¡Cállese!, estoy aquí por intento de asesinato, ¿y qué? Fue en defensa propia, él tuvo la culpa, maldito sea, la próxima vez no fallaré.

¿Pero a quién se refiere? Los periódicos no mencionaban ningún crimen.

Los peores crímenes no se comentan amigo, en este caso fui yo la víctima; él me perseguía minuto a minuto, me torturaba, se ensañaba conmigo y yo no podía defenderme, no podía hablar...

Noté que sudaba y le temblaban los labios, pensé dejar eso, huir de ahí, pero velozmente me agarró del cuello de la camisa y su aliento azufrado me quemó la cara.

Usted fue mi compañero de trabajo, de lucha, sabe cuando el despertador estalla dentro de la cabeza a las cinco de la mañana de todos los días del ario, y tiene que ponerse el uniforme, manso y obediente, para estirar la carga de cualquier carrero hijo de puta que empuñe la picana. Nos marcan el rumbo a picotazos y nos obligan a usar el uniforme para disimular la llaga, el dolor, la vieja servidumbre, y allá vamos rumiando con lentitud bovina el amargo bolo de nuestra mediocre existencia.

Con dos ojeadas se percató de que seguíamos solos y continuó:

El uniforme es un arma secreta y poderosa, lo supe aquella noche en que el saco estaba colgado de la percha, y ví que los botones fulguraban como ojos felinos en la oscuridad. Supe que vigilaba cada uno de mis movimientos y esperaba con ansiedad lasciva entrar en contacto conmigo; al vestirlo, sentía que mis articulaciones chirriaban como bisagras, mis huesos tenían la frialdad del metal, y la boca se me llenaba de un sabor a herrumbre, mi cerebro sólo registraba órdenes, órdenes, órdenes. Nos tienen codificados, cualificados, y nos programan mediante el uniforme.

Sus ojos saltones giraban sin control, por fin me soltó dándome un empujón y me desplomé sobre el taburete, yo estaba un poco mareado y me quise incorporar, pero se aferró de nuevo a mi solapa, excitado, resollando con dificultad y me deslizó al oído una voz pastosa.

¿Se acuerda cuando nos visitó en la empresa aquella delegación extranjera? Esa mañana el carrero me había dicho: “Recalde, es muy importante quedar bien con esta gente, usted tiene que convencerlos de nuestra larga experiencia en el ramo, por algo somos los únicos en toda América del Sur. Yo tenía que explicarles cómo funcionaba nuestro sistema interno; la libertad de acción, el ambiente cordial, las bonificaciones, el seguro social... Escuche Ramón, usted también tiene que destruir el uniforme, sálvese antes de...

Recalde quedó lívido y silencioso como si se le hubiera apagado la memoria, pero yo sí recordaba muy bien; el tenía el micrófono en la mano y una ancha sonrisa de imbécil, apenas pudo decir "Distinguidos visitantes...", y empezó a rascarse como un mono y el discurso se le atragantaba entre risotadas... "Y la libertad, ja, ja". "Y la jubilación nos van a..." Tiró el micrófono, la gente se ponía de pie, atónita, sin comprender que Recalde estaba sufriendo algo inhumano, lo último que dijo fue: "y nuestro seguro social" y ahí se echó a llorar como un niño y comenzó a desnudarse ante el asombro de todos y amontonó su ropa sobre la mesa y le prendió fuego.

Mientras los de guardapolvos blancos le ataban la camisa, él cantaba a gritos: "Santa Marta, Santa Marta tiene tren, Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía". Cuando me alejé de la celda número siete, Recalde murmuraba algo que parecía una plegaria.
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LUISA MORENO DE GABAGLIO
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jueves, 12 de agosto de 2010

LUISA MORENO DE GABAGLIO - JUSTINA / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - QUERIENDO CONTAR CUENTOS (1985).


JUSTINA
Cuento de
LUISA MORENO DE GABAGLIO
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JUSTINA
En aquella Asunción de la pre-guerra, yo vivía sobre la calle Independencia al 43 en la casa de don Juan de la Mora y doña Ursula Bogado.

La calle daba directamente a la bahía y en frente de la casa, había una ruidosa planta de caranday, bajo la cual acostumbraba a reunirme con los muchachos del barrio.

Allí tumbados sobre el césped y acuciados por juveniles inquietudes, escribíamos apasionados versos dedicados a Justina.

Yo hundía el rostro en la hierba fresca y en el aire flotaba el aroma dulzón de la cachaza. Me volvía de cara al cielo y no podía apartar mis ojos de la luna, su color lechoso o tal vez su misterio... me hacían fantasear con los senos y el talle de Justina. ¡Cuanto hubiera dado por sentir con mis dedos la tersura de su piel!. La quería dolorosamente y al mismo tiempo la temía.

Todos los días le rogaba a mi madrina que me mandara a buscar querosene en el almacén del turco, ella atendía en el mostrador y sus blancas manos revoloteaban sobre el embudo y la botella. Yo me bebía sus dedos uno por uno, luego volvía a mi casa corriendo, pero antes de entrar rompía la botella en el horcón de la galería, don Juan me sacudía una buena zurra que yo ni la sentía, feliz y jadeando volvía por otro litro para ver a la muchacha.

Ella sonreía y yo estaba en el cielo.

Un día dijo que estaba aburrida de venderme querosene y suspirando se acercó hacia mí; sentí que un escalofrío recorría mis vértebras y huí como un conejo.

Algún tiempo después me mandaron a Buenos Aires para estudiar Leyes. Así aprendí algo de la ley de los hombres, la ley de otras Justinas y la gran añoranza que se siente por la Patria, mi terruño, donde yo tenía un nombre; en cambio allá, los porteños me decían simplemente el "paragua" y hasta el cansancio debía explicar por qué soy rubio y tengo ojos grises, si el indio es moreno.

Volví a mi tierra casi huyendo, la alianza de los tres países contra el Paraguay estaba sellada y se nos venían encima sin ninguna clemencia.

El viaje fluvial fue largo y penoso, yo venía escondido en la bodega de un lanchón entre sacos de harina, tambores de aceite, un loro, que se pasaba gritando: ¡Cornudo, Cornudo! y un guitarrista tísico que se empeñaba en cantar a dúo conmigo. Por fin llegamos a la bahía de Asunción y al volver a pisar mi tierra me sentí el más feliz de los mortales.

La casona de mis padrinos estaba recientemente pintada y ahora parecía más pequeña. Me detuve en el portón un buen rato mirando al viejo caranday y el almacén del turco me evocó el rostro de Justina y un antiguo sentimiento afloró más vivo que nunca. Sentí un olor picante a pescado y camalote, apuré el paso y golpeé a la puerta. Un rato después abrió Crescencia; estaba más vieja y más gorda, sonrió ampliamente y llamó a gritos a mi madrina. Ella apareció empolvada hasta el tuétano y erguida como una estatua. Al verme, dos profundos hoyuelos me dieron la bienvenida. También vino a mi encuentro Alejandra, su voz acatarrada me contó sus años y en la mirada, vi la amargura de su larga soledad. A ésta la abracé fuertemente con ternura y piedad; en el cuerpo rígido no encontré huella de ninguna caricia; la aparte casi bruscamente, su contacto inerte me heló la sangre, busqué desesperadamente algo que decirle y pregunté por su hermana.

Mi padrino había fallecido durante mi ausencia y doña Ursula me volvía a contar cómo fue el desenlace, simulando llorar sin conseguirlo, en cambio noté dos lucecitas risueñas en el fondo de sus ojos y le sonreí comprensivo. Don Juan había sido un hombre fiero, honrado sí, a carta cabal; pero deslenguado hasta la crueldad y a menudo discutía con Ña Ursula desde el primer canto del gallo.

Nos sentamos en el comedor y entre mate y mate paseé lentamente la vista por aquella espaciosa habitación pintada de azul, comprobé que allí todo seguía igual, el cántaro, la mesa de madera tallada, y aquel antiguo grabado jesuita del arca de Noé. Sentí envidia de los seres que a pesar del diluvio llegaban a un refugio llenos de esperanzas. Y pensé con aflicción en nuestro Noé, que no tenía un arca preparado. Quedé malhumorado y aprehensivo y un fuerte olor a pólvora nubló la atmósfera de aquél encuentro familiar.

Hacía calor, dejé la valija en mi habitación y saqué agua del pozo; su contacto frío y refrescante alejó de mí el sueño y el cansancio del viaje. Me rasuré y me friccioné el cuerpo con agua de malva; me puse una fresca blusa de hilo y salí bajo la parra. Había anochecido y un concierto de grillos iniciaba su función. De pronto la casa se llenó de voces masculinas, reconocí una de ahí estaban mi querido amigo Gaspar y toda la primada.

-Por fin - dijo Gaspar - llegó el guerrero que esperábamos; ahora podremos decidir si garroteamos pri-mero a los "cambá" o a los "curepí" - Sin contestar repartí abrazos por todos lados. Si ellos supieran cuánto se burlaban de nosotros los porteños; en más de una ocasión preguntaban si creíamos que en la guerra se peleaba con mandioca. Los ánimos estaban exaltados y durante toda la velada no se habló de otra cosa que no fuera de la guerra.

Me acosté muy cansado pero no conseguía dormir; en la habitación había un penetrante aroma a jazmines y parecía que eso aceleraba los latidos de mi corazón; escuché golpes en la puerta. Era mi prima Georgina que regresaba de un velorio y quería saludarme antes de acostarse. Salí a su encuentro y ella sin decir palabra, me miró de arriba abajo y se echó en mis brazos, quejándose varias veces de lo mucho que me había extrañado. Le tomé del hombro y separándola suavemente le dije que estaba muy guapa; le mentía, era mi debilidad..., (siempre que estaba delante de una mujer se me ocurría una sarta de mentiras) por suerte ella me creyó al punto y sonrió complacida. Llevaba el cabello suelta hasta la cintura y un camisón largo de color indefinido, sus ojos saltones y su mirada fija me recordaron a esas tallas antiguas de santos que yacen llenos de polvo y olvidados en algún nicho.

Un candelabro iluminaba la entrevista y la mano que lo sostenía, desvió mi atención de Georgina y me encontré con un par de ojos que curioseaban divertidos mi improvisada indumentaria. Una violenta emoción -me sacudió todo el cuerpo. ¡Era Justina, mi Justina! allí ante mí, convertida en una espléndida mujer. Yo no atinaba a decirle nada, se me había paralizado la lengua; por fin tartamudeé torpemente algún saludo. Pero ella no contestó, su rostro antes risueño, se había ensombrecido. Georgina salió en su ayuda, intentando una expresión de tristeza que no sentía, me explicó que la joven tuvo la desgracia de perder la voz, en una misteriosa circunstancia y que la buena de mi madrina. se había hecho cargo de ella. Se despidieron y quedé mirando a las dos mujeres de largos camisones alejarse por el pasillo. Me acosté más inquieto que antes; en la calle escuché el ladrar de una jauría de perros vagabundos y estuve a punto de ponerme a aullar como ellos.

Mis primas me trataban con una devoción especial, pero notaba en sus miradas cierto recelo cuando me traían recados de sus amigas, poniendo mucha atención en mis reacciones. Cierto día, al abrir el arcón donde guardaba mi ropa percibí un suave perfume a limpio, a hierba fresca y descubrí diseminadas entre las camisas afeltadas hojitas de pacholí. Estas sugerencias ingenuas, alagaban mi vanidad.

A Justina le habían prohibido acercarse u ocuparse de mis cosas; sólo la veía en las comidas Durante el cotorreo y el entusiasmo creciente de mis primas a medida que se sucedían los platos, yo trataba de imaginarme como sería el silencioso mundo de Justina. Su mirada se zambullía en la mía y yo quedaba absorto en su contemplación. Ella reía quedamente y hurtaba de mí sus ojos; ahí, concluía nuestro breve encuentro.

Un tiempo después yo esperaba impaciente la hora de las comidas. Ella usaba invariablemente una cofia dejando al descubierto un rostro joven de rasgos puros.

Una tarde encontré un papelito doblado debajo de mi almohada; me senté en la cama y leí. En letra clara decía:

“Ayer te vi pasar por mi vida
con tus ojos grises de mirada tibia"...

Pensando que el mensaje era de Justina comencé a contestar con almibarados versos. Fue el inicio de una lluvia de esquelitas que recibí en letras diferentes. Intrigado y curioso me prendí a la verja que daba al patio y escuché un fru-frú de falda que se acercaba. Era Justina que iba por agua al pozo; mandó el balde al fondo y luego lo izó lentamente. El esfuerzo arreboló sus mejillas y se retiró la cofia de un tirón, una cabellera sana y abundante cubrió sus hombros: luego se desprendió los botones de la blusa cuidadosamente y como buscando un secreto, sacó un pañuelito, lo empapó en el agua y se lo pasó por el cuello y el nacimiento de los senos plenos de juventud; Luego arrancó hojas tiernas de un naranjo y aplastándoselas sobre el pecho y los hombros, las guardó y volvió a prenderse la blusa y sonriendo radiante suspiró hondo, como si quisiera tragarse todo el perfume de la tierra.

La visión de aquella intimidad dulce y espontánea nunca se me olvidará y desde aquel día tomé el vicio de mordisquear hojas tiernas de naranjo.

Pronto aprendí a reconocer sus pasos y una tarde en que iba llevando mate a mi madrina, salí a su encuentro y le pedí que me invitara a un matecito; se de tuvo y sonriendo alargó el mate; lo retiré aprisionando sus manos entre las mías y como un sediento besé la punta de sus dedos. Ella, entrecerrando los ojos, se llevó los dedos a la boca alejándose tan suavemente como había llegado...

Recibimos la arden de alistarnos en el ejército. En aquél instante ardió nuevamente el entusiasmo por entrar en acción, que había nacido en Buenos Aires; me calcé las botas, abotoné mi capa y salí corriendo hasta la caballeriza, ensillé el alazán y partí al galope hacia la quinta del Tte. Bullo, donde teníamos una concentración patriótica.

Al salir de la ciudad, tomé un atajo por picada María, lugar sucio y peligroso que acortaba la distancia:. La noche era clara y las estrellas parecían estar como al alcance de la mano. Escoleé mi caballo y hendí el viento en pos de la aventura más grande de mi vida; todo mi espíritu estaba inflamado de heroísmo, cuando inesperadamente, un bulto cruzó en mi camino y el caballo se encabritó y me lanzó por el aire; caí al suelo duro como un muñeco de trapo y perdí el conocimiento...

Aquella infeliz caída que truncó mis sueños me dejó una paraplejía que durmió para siempre mis piernas y me condenó a este sillón desde el cual veo pasar la vida. Ahogando a duras penas esta tremenda amargura, he visto partir a todos los hombres de la casa, muriendo un poco con ellos en cada despedida.

Una noche cualquiera, cerré los ojos de mi pobre madrina, y la lloré sin consuelo como los niños.

A medida que pasaba el tiempo, familias enteras evacuaban la ciudad y quedé solo en este trono donde soy adorado como el símbolo de una especie desaparecida, por dos viejas sacerdotisas que se disputan mi higiene, la preparación de mis alimentos y especialmente la unción de mi cuerpo con cierto unguento al que le atribuyen poderes mágicos. Todo se ha convertido en tina verdadera ceremonia. Durante cada sesión sus mejillas se encienden y sus ojos brillan de placer.

Estoy pagando tributo por la liviandad con que jugué a las correspondencias amorosas; ahora cada vez que cualquiera de mis primas se encuentra a solas con migo declara sin ningún pudor haber sido la autora de aquel intercambio de apasionados versos. Me hacen extrañas confidencias y preguntas cada vez más íntimas. Han perdido todo recato.

No puedo condenarlas, me divertía su ingenuidad y las alimentaba sin pensar que podría causarles algún daño.

Mi invalidez pasa inadvertida para ellas, al contrario casi diría que la bendicen. Dá lástima ver cómo estas mujeres que han envejecido sin una ilusión, sin el calor de un lecho compartido, convierten una simple palabra de gratitud en la más ardorosa declaración y se ruborizan soltando risitas tontas y luego, corriendo como niñas, huyen a esconderse.

Así viven felices con fantasías, ungüentos y velas.

Sé que esperan el milagro de mi vitalidad perdida. Pura ilusión, mis piernas se están atrofiando cada vez más y he adelgazado mucho.

Mientras tanto la guerra continúa..., cobrando vidas a pesar de que nuestra causa está perdida.

Ayer entró el otoño y su belleza cálida y serena trajo a mi memoria el recuerdo de una mujer también cálida y palpitante que olía a naranjos y canela. ¡Ay Dios mío!, cuánto amé aquella criatura silenciosa y única en la candidez de su entrega. Desapareció de mi vida poco después del accidente y mis cancerberas guardaron un mutismo absoluto en torno a ella.

Mañana temprano evacuaremos también nosotros la ciudad. Han fabricado un catre en el que me arrastrarán por este mundo. Les he rogado que me dejen, pero han resuelto que no lo harán. Estoy resignado; sólo pido que ésto acabe pronto.

Un viento este seco y helado precedía la lúgubre procesión de mendigos flagelados por el hambre, la, peste y la miseria. Dos mujeres tiran de un camastro en el que yace un hombre que parece muerto.

Tiempo después, la guerra terminó. Cerro Corá ha cobrado su víctima inmortal. Figuras de mujeres silenciosas y espectrales vuelven a sus hogares perdidos. Son las residentas.

A la vera del camino el llanto de un niño las conmueve. Es un pequeño de aproximadamente cinco años de edad que bajo el brazo lleva, apretado, un viejo manuscrito. Cuenta que su madre era muda y que al morir le había dejado aquel recuerdo.

El niño es rubio, sus ojos son grises y su mirada tibia.
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LUISA MORENO DE GABAGLIO
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Imprenta-Editorial
Casa América,
Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
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viernes, 6 de agosto de 2010

LUISA MORENO DE GABAGLIO - EL ANTIGUO CATALEJO / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - 19 TRABAJOS (1984).


EL ANTIGUO CATALEJO
Cuento de
LUISA MORENO DE GABAGLIO
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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EL ANTIGUO CATALEJO
El tren se alejó silbando, y quedé en el andén sin saber adónde ir. Estaba un poco aturdido aún, por el largo viaje que dejó sobre mi sotana una finísima capa de polvo rojizo. La vieja tierra de mi querida "Villarrica del Espíritu Santo" que había abandonado 20 años atrás, cuando terminé la primaria, ahora se abría nuevamente ante mí en una calle ancha, cubierta de césped, y flanqueada por extensos cañaverales. Emocionado profundamente, tomé mi pequeño maletín y decidí llegar cuanto antes a la casa parroquial, a la que me habían destinado.

En el trayecto me detuve en el parque "Ortiz Guerrero", tantas veces añorado en mis largas noches de vigilia y penitencia, cuando la duda se me atravesaba en la garganta y ahogándome en la orfandad más absoluta de la fe. Yo evocaba con desesperación ese pequeño paraíso, donde aún se cumplen con libertad las leyes inexorables de la naturaleza. Ahí está la vida simple y eterna del musgo, tupiendo el capote de "Manuel" con un rico terciopelo verdoso. Ahí, entre las arrugas del viejo timbó están mis mejores recuerdos y uno de los más tristes que trastornó profundamente mi vida y más tarde me inclinó hacia el sacerdocio. Desde ese lugar tejía mis sueños de niño solitario y hambriento de cariño, cuando creía que el poeta susurraba sus versos a las hojas caducas que se llevaba el viento.

En esa época, mi padre era el único médico del pueblo y casi nunca lo veía. Éramos nueve hermanos, y mi pobre madre andaba siempre agobiada por las tareas del hogar. Alguna que otra noche, arrastrando los pies se acercaba a mi cama y dejaba en mi frente un beso arrugado y soñoliento.

Yo fundé mi propio hogar en el hueco del timbó, junto a mis tres grandes tesoros: la hondita, el cortaplumas, y el antiguo catalejo herencia de mi abuelo. Con él, una tarde cualquiera descubrí a la niña enferma a quien asistía mi padre desde algún tiempo. Se llamaba Mimí, y estaba en el balcón de su casa sentada en un sillón de mimbre y arrebujada en una manta a cuadros. Con aquella delicada palidez, y los cabellos luminosos...parecía una visión mística. Quedé en éxtasis pensado de qué color serían sus ojos.

Un día escuché decir a mi padre, que tal vez, Mimí daría un paseo por el parque esa tarde. Corrí hasta allí y me senté en el césped a esperar. Pasaron las horas, Mimí no salía, y quedé profundamente dormido. Soñé que mi madre me cantaba una canción de cuna mientras yo succionaba de sus mamas el amor y la vida. Cuando desperté solamente un grupo de luciérnagas revolaban en mi pequeña soledad.

Todos los días, con mi anteojo de larga vista trataba de saber qué hacía Mimí. Así comprendí que ella no era como todas las niñas; no jugaba con muñecas ni se columpiaba; le gustaban los libros y amaba la música. Cuando la veía acercarse al piano, saltaba del tronco del árbol y corría a tirarme bajo la ventana de su rincón favorito. Era como si la música brotara de su piel elevándose purísima, como un himno sublime de fe y de sueños. Yo me entregaba a su himno, a su piel, y compartía sus sueños.

El 17 de Octubre se celebraba la fiesta patronal, y había una atmósfera de alegría contagiosa que todos compartíamos. Yo abrigaba la secreta esperanza de ver a Mimí durante los festejos.
Encabezaban la procesión, autoridades civiles, eclesiásticas. . .atrás iba el pueblo; la mayoría de ellos obreros vitalicios de la fábrica, amarillentos y secos, como gabazos recientemente escupidos por el ingenio azucarero. Iban rodeados de sus mujeres y sus niños; ventrudos, legañosos hijos de la cachaza.

Vítores, cánticos, sudor y polvareda se amalgamaban en ese testimonio devoto e ingenuo. Era como un enjambre zumbante, que gimoteaba su descarnada miseria alrededor de la imagen desteñida por el manoseo pedigüeño, y roída por el tiempo. Me alejé de ahí sofocado y confuso, cruzó el parque, y ya más aliviado me senté en el cordón de la acera frente a la casa de Mimí. Deseaba tanto que me viera con la camisa y los zapatos nuevos que estrenaba ese día. Cuando por fin salió. ¡Vi sus ojos claros como días de abril! -quise decirle ¡hola Mimí! pero en cambio di tres volteretas, una más torpe que otra, y ella riéndose de mí se alejó flotando como una mariposa.

Algunos días después, preparaba mi equipaje sin mucho entusiasmo, para una excursión con mis compañeros a una estancia vecina. Recuerdo que no quería ir, estaba muy preocupado por Mimí quien había sufrido una fuerte recaída. No podía creer que estuviera tan enferma, ¡tantas veces la había visto reír, y su risa era como un canto de vida, de alegría!

Estuvimos de regreso el lunes como a las 9 de la mañana; el viaje había disipado en parte mi tristeza. Entré a mi casa contento, dejé la valija sobre la cama, y pregunté a mi hermana por mis padres. Súbitamente pálida, me contestó -"Fueron al entierro de Mimí. La pobrecita murió ayer"-.

- ¡Mientes!, ¡Mientes!- le grité y salí corriendo. Llegué a su casa sin aliento. Empujé la puerta que cedió blandamente abriéndose de par en par. Un penetrante olor a lirios y crisantemos puso un nudo en mi garganta. En la sala silenciosa vi algunas flores pisoteadas, los cirios sin llama, el viejo piano y el sillón de mimbre vacío. Me acerqué a él como a un sagrario, y arrodillándome acaricié la manta de a cuadros. Una hebra de cabello dorado se enredó entre mis dedos, y un sollozo incontenible me echó de bruces sobre esa manta que aún parecía tibia.
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Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Asunción – Paraguay 1984 (139 páginas).
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sábado, 22 de mayo de 2010

LUISA MORENO DE GABAGLIO - EL TÚNEL y 1959 / Fuente: POESÍA PARAGUAYA DE AYER Y HOY - TOMO I. Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH.


EL TÚNEL y
1959
Poesías de: LUISA MORENO DE GABAGLIO
(Enlace a datos biográficos y obras
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EL TÚNEL
La sombra me cerca y un perro hambriento
rastrea mis pasos:
el aire fermenta con olor a sangre,
y un pájaro herido palpita en mis brazos.
La calle me estrecha en túneles fríos
y un gruñido cercano se clava en mi carne.
Mi garganta estalla en gritos
que a nadie conmueven,
y me uno a la hermandad de los espectros,
fantasmas temerosos de sí mismos,
mudos de su propio asombro:
miedo, asombro y olvido.
Por última vez me vuelvo
en busca de algún rostro amigo:
el silencio duele como puñalada,
la noche sabe a vino, a tinto amargo;
la luna yace, extrañamente quieta.

1959
Guardo en el puño airado
aquella tarde de afrenta,
aquel dolor, vivo, caliente,
la mirada roja,
el rostro de estuco hirviendo de odio.
Sigo viendo los cuarenta bancos,
la niña pálida, aborrecida.
Oigo risas de vidrio molido,
mis sienes estallan en gritos impunes
y sufro el bofetón y los insultos.
Soy la carne del escarnio,
el Judas que va a la hoguera,
mis nueve años preguntándose
por qué, mirándose las manos manchadas
de tinta y azúcar:
la hija del comunista, del paria, del traidor.
Mi íntimo duelo,
mi confusa mordaza,
se interna por un violento sendero
de girasoles quemados.
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(De: Canela encendida, 1994)
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TOMO I
Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH
Intercontinental Editora, 1995
Ilustraciones:
Enrique Collar
Asunción-Paraguay, 362 páginas
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