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viernes, 3 de septiembre de 2010

CARMEN ESCUDERO DE RIERA - LA CÓMODA (CUENTO) / Fuente: EL SÉPTIMO LIBRO. TALLER CUENTO BREVE, 1999.


LA CÓMODA
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
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LA CÓMODA
Ahí está, sucia, estropeada, reseca y muy mal tratada. No puede ocultar, a pesar de todo ello, su belleza, su naturaleza noble, la proporción de sus medidas casi perfectas, la pureza de sus líneas y los detalles exquisitos que la adornan. Desde esta mañana está en mi corredor esperando manos que la restauren.

Perteneció a Pastora Decoud, madre y abuela de muchos. Ha sido muy largo el camino recorrido por la cómoda y ha llegado hasta mí en un estado que da pena, pero aquí está. Dicen que los muebles no tienen vida pero sí historia; historia que no pueden contar. No pueden hablar de todo lo que han visto; no pueden dar testimonio de las vidas que han presenciado. Duran más que sus dueños y al pasar años y dueños, es mayor su valor y mayor el cuidado que requieren.

Probablemente anda en este mundo desde principios del siglo XVII; es de madera dura, de urundey. Artesanos paraguayos la hicieron; el diseño de las flores que tiene incrustadas es delicado, fino y la sella para siempre como mueble de distinción. Su taraceado es bonito de verdad.

Mi encuentro con ella fue allá por 1950, en la estancia. Amor a primera vista. Al contemplarla me dejé llevar por el hechizo inexplicable de su presencia y me sentí transportada a los días de su niñez. Días de su juventud, días en que el Paraguay, joven también, se dejaba deslizar en la tranquilidad y quietud de la colonia.

Tiempo después, muy poco después, en un mes de mayo, aires de libertad y rebelión la envolvieron. Y pasó el mes de mayo. Llegó el encierro y el aislamiento del temible dictador; tiempo denso que también pasó. Moría el supremo, llegaban los López.

En una vieja casona de la gran aldea asuncena, nacía Pastora. Casona de piezas amplias y frescas, de altísimos techos asomando sus secretos a largos corredores. El patio cercaba al imprescindible aljibe. Los muebles sólidos y macizos y el ambiente austero de las paredes encaladas contrastaban con la silueta grácil de una cómoda flamante. En una mecedora, la niña Pastora entornaba los ojos, adormecida en el regazo de su madre. La cómoda guardó siempre, en sus cajones, ropa cuidadosamente planchada, a veces enaguas, a veces pañales; aromas mezclados a limpio y pacholí. La niña creció; ya mujer casada llevó consigo la cómoda a su nuevo hogar y otra vez guardó primero enaguas y luego pañales.

La sociedad paraguaya hablaba de política; las señoras escuchaban acerca de la libre navegación de los ríos, de empréstitos internacionales, del Imperio del Brasil, del equilibrio del Plata, de guerras civiles argentinas. Todo se veía lejano, muy lejano. El Paraguay progresaba; iba siendo una nación americana unida al mundo.

Cuando el calor arreciaba, las quintas de los alrededores de Asunción acogían a las familias; las siestas dejaban su molicie para dar paso a atardeceres en los que se animaban entusiastas tertulias. Se comentaban 84 incidentes; los rumores iban siendo alarmantes. Guerra. La palabra tan temida se empezaba a escuchar.

Una mañana triste y sin sol, la guerra fue realidad. Pastora se separa de su marido, del padre de sus hijos; se despide sin saber que no volverán a verse. Él muere en Lomas Valentinas, ella será una residenta más. Y sobre esa senda de dolor quedarán dos de sus tres hijos; uno solo sobrevive y es con él, que volverá.

1º de enero de 1869. Los ejércitos aliados entraban triunfantes en la "cavilosa Asunción". Dejaban tras de sí miles de paraguayos, héroes desconocidos muertos en batalla desigual. Los vencedores saquearon Asunción, "acto final de la tragedia". Tres días duró el saqueo, bullicio infernal de las partidas de soldados invasores abatiendo puertas y ventanas, robando lo que podían. Los cañones de la escuadra imperial desaparecieron bajo montones de enseres acumulados sobre las cubiertas de los navíos, anclados impasibles en el puerto. Los pueblos vecinos sufrieron la misma suerte, al decir de los cronistas de la época. Los robos continuaron. Ropas, sillas, mesas, toda clase de objetos fueron robados de las casas; lo que no podían llevar lo rompían a sablazos. El espectáculo que ofrecía Asunción era desolador. Robo y saqueo sin cuartel. Durante tres días siguió el pillaje hasta que un halo de miseria y soledad se extendió sobre la ciudad. El silencio, la desolación, el abandono reinaron en Asunción y en ella, en una casona, en uno de sus cuartos, desvencijada, con dos cajones hechos astillas, tambaleante, espera abandonada la cómoda de urundey. Y es allí donde la reencuentra Pastora al regresar de su calvario.

Despacio, muy despacio, todo va tomando un curso más o menos normal: se apaciguan los rencores, la vida impone sus exigencias, las necesidades extremas obligan. Pastora contrae nuevo matrimonio, crea una nueva familia, los hijos crecen. Remiendan los jirones de esa tierra herida, organizan un establecimiento ganadero y es a su casco donde va a parar la famosa cómoda. Y es allí donde la encontré y es allí donde la perdí.

Las herencias se suceden, el patrimonio familiar se divide y la cómoda marcha hacia otra rama de herederos. No me atreví a reclamarla, tenían los mismos derechos que yo. Con nostalgia miraba el lugar vacío que había ocupado en mi casa.

¡Venden!... vendían el campo heredado, con todos los muebles incluidos. ¿Y la cómoda?

El comprador, amigo, promete entregármela si es que quedó en la estancia. Quedó. Nadie aprecia ese testigo mudo de doscientos años de vida, por demás hermoso testigo. Nadie conoce su historia. Circunstancias del momento político que se vivían en el país alejan al amigo perseguido, se aleja también la cómoda.

Transcurren meses y años, nunca la olvido. Nuevamente la noticia, el campo está en venta.

Una empresa comercial será la compradora ¿Y la cómoda?. Los empresarios son conocidos y amigos, les cuento la historia.

Suena el teléfono y oigo decir: "Señora, le rogamos nos indique su dirección. Tenemos una vieja cómoda y orden de la gerencia de entregársela."

Aquí la tengo, pertenece a la familia, ha vuelto a ella.
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Fuente:
EL SÉPTIMO LIBRO
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Edición al cuidado de
Imprenta ALMIRALL
Asunción - Paraguay1999 (207 páginas)
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TALLER CUENTO BREVE
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viernes, 27 de agosto de 2010

CARMEN ESCUDERO DE RIERA - EL PRISIONERO DE GUERRA (CUENTO) / Fuente: SIN RENCOR. CUENTOS SOBRE LA GUERRA DEL CHACO - TALLER CUENTO BREVE (2001).


EL PRISIONERO DE GUERRA
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
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EL PRISIONERO DE GUERRA
"Con cuatro sandias al pie del burro en espera de que las suban a las alforjas, una burrerita esbelta, morena, vestida con falda fruncida, descalza y con la cabeza cubierta con manto negro, se apoya en el lomo gris blanquecino del animal. El paisaje de fondo es inconfundible. Un rincón cualquiera de nuestra campaña: tierra roja, un rancho en la lejanía, árboles que acortan el horizonte. Todo el cuadro está predominantemente pintado en tonos grises, de vez en cuando lo aclara el blanco y es el negro el que lo define. Un aura imperceptible de tristeza lo envuelve. Lo firma un tal Morales, también lleva una fecha: 1936. Es un óleo de cuarenta por sesenta y preside el salón de la casa".
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La cañonera surcaba el río Paraguay aguas abajo alejándose del infierno chaqueño; ese infierno creado por los hombres y que, para algunos de los que venían a bordo, había llegado a su fin. La incertidumbre de un futuro cercano se unía a la esperanza de un mañana seguro.

Sentado en la cubierta de popa, el oficial prisionero vela cómo la estela del barco se iba deshaciendo en espuma. El estruendo espantoso de la batalla aún invadía todo su ser. Rumores sordos enfrentados: el de las maquinas que lo llevaban hacia el sur y el de los recuerdos que quedaban en el norte.

Setiembre de 1933, inútiles habían resultado los siete ataques de nuestro regimiento y la lucha encarnizada librada para despejar el camino. No se perdieron ni el vigor en la lucha ni el ardor en la batalla y sin embargo estábamos cercados. Nuestro intento por romper el cerco resultó estéril. .
La sed, la espantosa sed creciendo inexorablemente, se adueñaba de nuestra tropa; cundía la desmoralización. El enemigo intimó rendición, nos dio una hora de tiempo. Al cesar el tiroteo, algunos comenzaron a entregarse; no pasó mucho tiempo para que cinco Oficiales y doscientos soldados hiciésemos lo mismo. Pozo Favorito, irónicamente era el nombre del lugar en el que la sed pudo con nosotros.

El General Kundt había dirigido personalmente, desde Aliguatá (Zenteno” para los paraguayos), la llamada batalla de Pampa Grande. Ordenó resistir a todo trance; aviones bolivianos arrojaron víveres y coca a los cercados. Todo fue en vano. El jefe de las tropas sitiadas, Teniente Coronel Caprile recibió la carta de intimación del Comando paraguayo, carta que quedó sin efecto alguno cuando se supo que el Teniente Coronel Eugenio Garay, acomodando solamente por su ayudante, se presentó ante el Comando boliviano invitándolo a una "honrosa capitulación". Larga fue la entrevista, entrevista de la que fui testigo. Mientras, seguía el combate. Al fin, el acta fue firmada. Los Jefes y Oficiales conservarían sus armas, la batalla de Campo Grande había llegado a su término.

Segundo a segundo revivió cuanto había sucedido: los rostros patéticos de nuestros soldados, sus cuerpos cansados, cuando taciturnos, emprendimos la marcha hacia Puerto Pinasco. Al abordar la cañonera la brisa de siempre sobre el río, nos alivio el calor y nos hizo más soportable el viaje; ni comparación con los cañadones del Chaco, esa tierra acabada de abandonar, reseca y barrida constantemente por las implacables norteadas.

La sirena lastimera nos despertó una madrugada; nos desperezamos y, abandonando el hacinamiento del sitio en el que dormíamos, supimos a cubierta; Asunción estaba a la vista. Trámites lentos, pasa la mañana. Cerca del mediodía desembarcamos. En filas más o menos ordenadas, bajo un sol abrasador y ante la mirada curiosa de todo aquél que presenciaba nuestro paso nos dirigimos calle arriba. Después supimos que esa calle se llamaba Colón y que a sus aceras cubiertas las conocían como "la Recova". No escuchamos una sola voz altanera, ni un insulto; nos pareció que el pueblo paraguayo respetaba nuestra lucha y callaba nuestra derrota. ¿Dónde nos llevarían? Pronto lo supimos: al estadio, el campo de fútbol nos acogería y allí quedaríamos hasta que nos dieran un destino definitivo. Corrió la voz: Iríamos a parar a diversos pueblos del interior.

La noticia se barruntaba desde días atrás, el pueblo estaba en suspenso; la tranquilidad habitual de su vida estaba alterada, los corrillos de amigos y el comadreo de las matronas aumentaba. Todos curiosos, todos impacientes, ¿sería verdad? ¿cuándo sería el día? Y fue verdad y el día luego: los prisioneros bolivianos estaban ahí. La marcha agotadora de unas cinco leguas, por el lado del Salado, de un ciento de hombres, acabó con las conjeturas. Fueron entrando al pueblo con poco ánimo de admiración hacia ese lugar encantador que es y fue siempre San Bernardino. Su lago, su cerro, sus calles empastadas, sus arroyuelos, sus árboles y el señorío de sus casonas; sin embargo, nada de esto pasó desapercibido a nuestro Teniente.

Fueron llevados al mercado municipal, amontonados en ese recinto, y encerrados en una valla de palos. El espectáculo no era muy alentador, las comodidades totalmente inexistentes. De a poco se fueron acomodando como mejor pudieron, no mejoró mucho la situación, no del todo insufrible, por el trato humanitario de los captores.

El ser destinados a San Bernardino tuvo como contrapartida la construcción del camino a Altos, pueblo cercano en las alturas de la cordillera. Todos los días, salvo los domingos, la larga fila de prisioneros con pico y pala al hombro enfilaba al quehacer carretero. El suelo iba entregando grandes bloques de piedra, con resistencia al fin vencida ante el ímpetu de los acompasados pero tenaces golpes de los pocos. Primero, metros; luego, kilómetros. La ruta, cual vía romana, fue remontando la cordillera. Hoy en día una capa de asfalto une San Bernardino con Altos; pocos saben que esa capa de asfalto cubre enormes piedras arrancadas al cerro: el trabajo de ese ciento de bolivianos.
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La visión cotidiana de estos esforzados cautivos iba creando malestar entre los poblanos; no se conformaban con la forma en que ellos estaban viviendo, pues las condiciones en que pasaban las agotadoras tareas eran de espanto. El calor insoportable; la comida, poca; la higiene, reducida a un baño en el lago y no muy a menudo. Fue así como en reunión de notables se decidió alojar y mantener entre las familias del lugar, en sus propias casas, a quienes dieron fe de buena conducta y, bajo juramento, de no escapar. Los Oficiales sabían que el deber número uno del prisionero de guerra es el intento de escape; este no era el caso, posiblemente en los anales de la historia bélica, no se encuentre situación semejante: El preso alojado en el hogar de un "enemigo".

Y fue así como yo, ex universitario, excombatiente y hoy prisionero de guerra y hacedor de caminos me vi inserto en una familia paraguaya, en su vida, en su intimidad. Al pie del cerro, no lejos de la plaza (de allí partía la carretera a Altos) se encontraba la casa, extendida bajo la sombra de inmensos mangos y rodeada de un patio al que hoy llamaríamos jardín, plantado y cuidado por la dueña de casa: Maravilloso patio, maravillosa dueña. La casa acogedora, con una cocina limpia como la patena y un comedor enorme; la mesa y el mantel siempre tendidos y alrededor la algarabía de seis niños.

Indudablemente, la vida me había cambiado; de picapedrero me vi de pronto convertido en pintor de brocha gorda y jardinero, instalado en una pequeña casa al fondo del inmenso patio. Reconocía la suerte de haber sido uno de los elegidos.
Las jornadas se iban sucediendo sin incidentes; los niños respetaban al "bolí" del fondo -así me llamaban- cuidándose delante de sus padres, ante ellos empleaban un respetuoso menor Teniente.

La siesta era espacio casi sagrado, el silencio impuesto era monasterio cartujo. Los mayores dormían, los niños callaban; espacio sagrado también para el Teniente; llegada la hora se encerraba en su cuarto, pero no solo. La ingenuidad de los niños descubrió el hecho, la malicia de los mayores lo ocultó. "No se acerquen, no molesten al Teniente" fue la orden impartida. No se acercaban pero de lejos "vicheaban". Todos los martes, miércoles y viernes, a la misma hora, una burrerita con pies descalzos y sigilosos se introducía en la pieza del fondo. Silencio. Tardaría más de cuarenta y cinco minutos, la puerta se abría de nuevo y esos pies callados se alejaban. A la misma hora, en la próxima cita, la figura de la burrerita vestida con falda fruncida, cubierta la cabeza con manto negro, con esbeltez en el porte, inocencia en la boca y picardía en los ojos, visitaba al Teniente. Se llamaba Ángela.

Las continuas visitas se sucedían, mientras se proclamaba con alegría: Nuestras tropas llegaron hasta los confines del Chaco. Las conversaciones de paz eran promesas ciertas. El mes de junio fue el mes de la paz, se firmo el armisticio, la guerra había terminado... Pronto los prisioneros serian repatriados.

Hacía poco más de un mes que Ángela no visitaba al Teniente. Aquello había terminado con la misma discreción con que había comenzado. A pesar de la curiosidad inherente al ser humano, nadie se atrevió a la menor alusión. Y llegó la orden: El Teniente debería presentarse en Asunción para retornar a su tierra natal. Volvería a su ciudad: La Paz. Lo esperaban su casa, la Universidad y sus pinceles. Llegado el momento, el Teniente Morales, por la consideración, el respeto y hasta el cariño con que fue tratado en la casona extendida bajo inmensos mangos, por haber compartido en la intimidad de aquella familia paraguaya tantos momentos gratos, acercándose con emoción contenida y la gratitud dibujada en el rostro, hizo entrega a quienes lo cobijaron, del secreto sus siestas: El cuadro que había pintado y en el que la figura principal, una típica burrerita descalza y con manto negro nos miraba con picardía. Era Ángela; óleo de cuarenta por sesenta, cuadro desde entonces preside el salón de la casa.
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA.
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Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - Paraguay
Octubre 2001. (166 pp.)
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Enlace recomendado:
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miércoles, 25 de agosto de 2010

CARMEN ESCUDERO DE RIERA - EL MISMO CIELO (CUENTO) / Fuente: POR SIEMPRE CUENTOS. TALLER CUENTO BREVE (2005)


EL MISMO CIELO
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
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EL MISMO CIELO
Son dos mujeres, Crispina y Dña. Amparo. Han nacido en dos países muy alejados y bajo cielos que creen diferentes. Crispina ha resuelto buscar trabajo en la capital y Dña. Amparo está necesitando quien la ayude en el trabajo de la casa.

El ómnibus llega a la terminal cuando aun las luces no se han apagado, Crispina busca a la amiga que prometió esperarla: no hay tal, espera, pasan tediosos minutos, mas minutos, mas tediosos y nada, ni rastro de la amiga. Crispina, con su pequeño atado a cuestas, echa a andar calle abajo. El sol calienta, los ladridos de los perros vagabundos y el ruido de la gran avenida que le sale al encuentro la aturden. A derecha e izquierda se suceden casas con patios de tierra; sigue caminando, los patios se transforman en jardines de césped muy verde encerrados tras altísimas rejas ya sin el aroma de naranjos y limoneros. Sigue andando y como buena campesina no se cansa; son muchas las tórridas leguas que ha transitado en su vida. Torpe y temerosa cruza a la acera de enfrente y enfila hacia una sombreada callejuela transversal, le trae a la memoria los "tapepoi" de su pueblo. A poca distancia ve el cartel: "se necesita muchacha". Golpea la puerta una y otra vez, nadie responde Un hombre pasa y le dice: "Toca el timbre, ese ma'era brilloso que está por el costado del portón, apretá con fuerza tu dedo por él". Toca el timbre y repentinamente la puerta se abre: Buenos días -es Dña. Amparo quien asoma su imponente figura. Buen día la señora; demasiado necesito para mi trabajo-. Dña. Amparo la mira, le ha causado buena impresión. "Pasa, ¿cómo te llamas?"-. Crispina, señora-. Sin más trámites la acepta y le entrega el uniforme, sabe de la inutilidad de pedir referencias.

Crispina dice que tiene cuarenta años y son cuarenta surcos los que cruzan su cara cetrina enmarcada por un pelo lacio, negro como sus ojos pero sin el brillo que estos aun conservan; profundos y penetrantes, son ojos tristes que han visto demasiado, que han sufrido mucho.

-No quiero verte una sola vez sin el uniforme puesto y para servir la mesa no olvides el delantal-. La señora habla rapidísimo y con tono imperativo, algo rudo, casi no la entiende; la una no sabe palabra de guaraní y la otra apenas balbucea el castellano, pero el gesto resulta bien claro, y la orden no admite replica. Crispina ignora que el habla de la Señora es el habla de su tierra, aquella que dejo lejos y hace mucho, tierra de campos verdes, campos a orillas del Cantábrico, campos húmedos y con olor a mar donde también hay rostros de sufrimiento.

Pasan los días y poco a poco se van entendiendo, hasta dialogan: -Señora, ¿por qué lo que usas tanta clase de plato?, plato, platito, platillito-. Sorprendida por la pregunta, Dña. Amparo no responde, nunca se había cuestionado al respecto y jamás había percibido la profusión de platos que habitualmente se empleaban: soperos, de comida, de entrada, de postre, de desayuno, de té, para el pan, para la mantequilla y los de las tacitas de café negro. La patrona de Crispina ignora que con un Plato hondo, una cuchara y un cuchillo de campo o del hombre de la casa si lo hay, están resueltos todos los problemas en la mesa del hogar de Crispina.

Transcurrido poco tiempo y los platos en todos sus tamaños no constituyen misterio alguno, La mesa puesta a la perfección, los cubiertos en orden y el delantal blanco como la patena; las camas con las sabanas impecables, la colcha estirada: la señora no valora en su justa medida todo esto. Ella no sabe de catres entramados con el colchón enrollado y la ropa de cama sin estirar ni sacudir. No sobra el tiempo cuando al alba hay que encender el fogón para el mate mañanero, además es el método más eficaz para evitar que las gallinas los ensucien al trepar sobre ellos.

-¡Qué barbaridad! Has estropeado dos llaves, tienes que tener más cuidado-. Sigue la retahíla, pocas veces Crispina recibe semejante reprimenda, Dña. Amparo desconoce la casa de Crispina: en ella la puerta está siempre abierta y lo único cerrado son las paredes orientadas hacia el sur, para impedir que el viento helador enfríe las noches y amaneceres del invierno.

-La Señora, me quiero ir a mi casa y quiero que me des un poco mi plata-. Crispina comunica, no solo comunica: pide y se va. Dña. Amparo desconoce el apellido de Crispina, pero Pastor Ayala vestirá un flamante pantalón azul y una camisa Blanca, el día de la clausura de clases; es Crispina Ayala, su madre, quien se los ha traído de Asunción.

-¡Qué limpia tienes la casa!, los pisos brillan y los muebles relucen- la señora está satisfecha con el trabajo de Crispín y sobre todo con lo bien que barre: no le ha pasado por la imaginación lo que es "barrer la tierra" del piso endurecido del rancho Estamos en el mes de octubre y Crispina, sin haber cumplido un año en el trabajo, pide una semana de vacaciones; ni sabe del Código Laboral ni de leyes de trabajo. Con firmeza enfrenta a su patrona.

-La Señora, voy a necesitar que me adelantes mi sueldo, todito luego, el sábado ya me voy a ir-. Dña. Amparo asombrada calla y paciente concede, los siete días pagos y libres.

La Señora ignora que Crispina tiene "cuatro angelitos", que de seis hijos, dos viven y cuatro han muerto, que tiene dos enterrados en un pueblo y dos en otro, que tiene que pintar de color celeste cuatro nichos antes de que llegue el primero de noviembre, cuatro jalones en ese andar dolido y silencioso de vida resignada.

Crispina con sus ojos negros, no solo profundos sino sinceros, ha logrado el permiso y viaja otra vez. Un sol sin mácula abrillanta el azul del cielo de noviembre. Muy temprano, cuando el fresco aun lo permite, la señora se encamina con dos rosas blancas hasta el cementerio como todos los años en ese día. Crispina no sabe que son dos los hijos de la señora que al igual que los suyos han muerto en un tiempo no olvidado. Sin duda, ese inmenso cielo azul es el mismo para ambas.
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Asunción, noviembre de 1997-marzo de 2001.
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Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Coordinación :
DIRMA PARDO CARUGATI ,
Asunción-Paraguay
Octubre 2005 (179 páginas)
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martes, 17 de agosto de 2010

CARMEN ESCUDERO DE RIERA - NOCHES DE LUNA (CUENTO) / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - VEINTITRES CUENTOS DE TALLER (1988).


NOCHES DE LUNA
Cuentos de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
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NOCHES DE LUNA
Desperté, vi la luna a través de las rejas, la luna y el patio, el patio y la Santa Rita florida. Estaba acostada en mi cama, en mi cuarto, la ventana y la puerta daban a ese patio. Hacía años, que mi madre y yo, habíamos llegado a esta casa, la casa de mi padrastro.

La casa toda, era señorial. El primer día me enfrenté a su puerta, me intimidaron sus enormes piezas, me asombró su sala con sus muebles dorados, (dicen que los trajeron de Francia), sus sillas tiesas e incómodas, sus espejos grandes y magníficos; tenía cuatro ventanas que daban a la calle.

Mi madre, era la señora de esta casa, era su mundo y también el mío. Pocas veces lo abandonábamos; alguna fiesta, la iglesia, eran los motivos que nos hacían salir de la casona. Cuando el calor se volvía insoportable, paseábamos por la plaza de la Catedral. Estábamos muy cerca y la brisa de la bahía se hacía sentir, cuando no se cernía tormenta y la profusión de bichos voladores rodeando la luz de los faroles, hacía imposible todo paseo. En uno de esos paseos te vi por primera vez, nos miramos y me gustaste.

Me dejo llevar por esos recuerdos y me olvido de esta angustia que estoy viviendo. ¿Angustia, alegría?, ni yo misma lo sé. ¿Qué hago? ¿Qué haré? No me atrevo a hablar con nadie, no tengo a quien confiarme. Me haces falta, lo que me sucede nos atañe a los dos. Una extraña languidez me llena y no puedo decir que estoy triste, no es tristeza lo que tengo. No me río como antes, hablo menos y pienso más.

¿Cuándo volverás? Me parece escuchar todavía la sirena de la embarcación, cuando te fuiste; la sirena y el ruido de los motores. Me dijiste que el viaje sería hacia el norte, que no tenías idea del tiempo que pasarías en Puerto Olimpo. ¡Qué capitán más buen mozo eres! y ¡cómo te quiero!.

No me atrevo a pensar, por pudor, en la noche que fui tuya. ¡Cuántas casualidades hicieron de las suyas para que amaneciese en tus brazos! No me arrepiento, al contrario; lo que sentí me hizo mujer plena. Vivo desde ese entonces con intensidad mis días, espero que pasen las horas, que llegue la noche para abandonarme a mis recuerdos, a este no hacer nada, en mi cama, en mi cuarto y viendo la luna a través de mi reja. Estoy cansada, se me cierran los ojos. Me parece oír unos pasos; ¿será que vienes? No. No eres tú, alguien pasaba calle abajo, pero siguió de largo. El sueño puede conmigo. Dormir. Dormir.

Las orillas se van acercando, el río se estrecha. A medida que nos vamos alejando de Asunción, hacia el norte, el río es más nuestro. El sol, día a día embellece más sus puestas, desaparece trás ese horizonte de perfil negro que le preparan los árboles; al día siguiente, al amanecer se hace verde otra vez.

De pie, en su cabina de mando, el joven capitán piensa lejos. Se ha enamorado, se ha enamorado de la niña que vió por primera vez en la plaza de la Catedral. Al acercarse a ella, no sabía quién era, ignoraba qué viejos rencores de familia los separaba. No le importó; la historia de Romeo y Julieta ya se había escrito y nadie podía asegurar que hubiese sido real. Volvería en un mes, había hablado con el padrastro, pero esa conversación había resultado un fracaso; la prohibición de verla había sido definitiva. Se habían encontrado a escondidas. ¡Qué valiente era su pequeña niña!. Arriesgaba, arriesgaba, ¿qué?; ni ella misma lo sabía cuando muy tarde en la noche, abría la puerta del zaguán para encontrarse, en ese patio familiar, en sus sombras, en noches de luna.

Pasos, esta vez, si. Era él que volvía, reconoció la señal convenida; se levantó, no encendió luz alguna. La noche era clara, la luna se encargaba de ello. Se acercó sigilosamente a una de las cuatro ventanas de la sala y lo vió La emoción era inmensa. Corrió hacia el zaguán, abrió la puerta. Escuchó los disparos.

No entendió qué pasaba, no entendió quién disparó primero, cuántos fueron los tiros, de qué arma provinieron. Sí entendió que su hermoso capitán se había desplomado. No era sólo ella la que se había levantado; no sólo ella se había encaminado hacia el zaguán y la puerta.

En silencio, volvió a su cuarto; no pidió ni dio explicación alguna, no vió el patio embellecido por la luna, ni la Santa Rita florida.

La interrogaron. El parte policial consignó defensa propia, ella sólo sabía que su hijo ya no tendría padre.
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA
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TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Talleres Gráficos
EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
Asunción-Paraguay 1988 (136 páginas).
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA - EL NIÑO DE LOS GLOBOS (CUENTO) / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - VEINTITRES CUENTOS DE TALLER (1988).


EL NIÑO DE LOS GLOBOS
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
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.
EL NIÑO DE LOS GLOBOS
Verde, amarillo; desde lejos veía el semáforo. Rojo, frené. Me sorprendió su voz pequeña e infantil.

-¿Me compra, señora?; cuesta sólo 1.800 guaraníes.

A través del marco de la ventanilla, vi una carita expresiva y bella. Una mezcla de ingenuidad y picardía, unos ojos negros dibujados a la perfección y unos rasgos, un poco indefinidos todavía, pero que presagiaban el rostro que tendría, en unos años más. Quedé impresionada y sentí un estremecimiento.

-No es caro, comprame.-

Me fijé en lo que parecía un globo inmenso, brillante. Los había rojos, azules, amarillos, verdes.

-Dame uno, el azul y felicita a tu mamá por lo precioso que eres.-

-Yo no tengo mamá- me contestó- mi madre me abandonó; vivo con mi madrina.

Verde. El color imperioso, me hizo arrancar, dejando la esquina, los globos rojos, amarillos, azules y al niño de ojos negros.

Muchos años han pasado, he perdido la cuenta, pero estoy segura de que son los mismos, que los que tiene el niño del globo azul.

Fui cobarde. ¿Por qué me dejé llevar? La educación de una "niña bien", la sociedad, el honor de la familia, el buen nombre, mi madre, mi padre, todos impusieron el qué hacer. Éramos católicos, el cura también intervino, también opinó. Ese niño tendría que nacer, ese niño llegaría al mundo, pero jamás mecería yo su cuna.

Mis espléndidos diez y seis años, el amor, la ilusión, la entrega, la felicidad, el temor, el desencanto, la imposición, el abandono. Días de angustia.

Hoy al ver al niño de los ojos negros, esa tremenda angustia me volvió. Vi el día en que salimos de casa, con mamá, supuestamente al colegio del exterior; las caras tristes y de circunstancias con que me despedían; tristes, las de mis hermanos, que no sabían; de circunstancias, la de mi padre, porque sabía.

Mamá me instaló en la ciudad provinciana del país extraño; en una casa decente, limpia, cómoda, con una familia que no hacía preguntas. Extraña ciudad, extraña casa, extraña familia.

Nada tenía color. Mamá se despidió, me dejó.

Pasaron los meses, sentía esa plenitud maravillosa, un día se movió, no estaba sola. ¡Mi hijo! Las cartas llegaban puntuales, no me preguntaban nada, me contaban: mi hermana festejó su cumpleaños, el té-canasta de la comisión que presidía mamá había sido un éxito, el equipo de bascket-ball en que jugaba mi hermano, salió campeón; papá viajaba a EE.UU. en viaje de negocios. Todo seguía igual, para ellos.

Un 16 de octubre, qué casualidad, hoy también es 16 de octubre, al amanecer sentí mi cuerpo tenso, luego un latigazo; me desperté y llamé a esa extraña gente, en esa extraña casa, en esa extraña ciudad. Pasaron las horas, ¡qué poco sabía!, se fueron sucediendo los entonces llamados dolores de parto; la intensidad se hacía insoportable. Pronto vería a mi hijo. Manos cariñosas y voces cálidas me acompañaban. No pude contener el grito, el llanto de un niño me contestó, ¡mi hijo! había nacido, escuché.

-Es varón, no hay duda, sus ojos serán negros- y me quedé dormida. Nunca lo vi. Mis padres habían sido precavidos y eficaces al máximo. Nunca supe, adónde ni cómo lo llevaron. No me queda de él, sino esa presunción de sus ojos negros. Nunca tendré otro hijo.

Pasaron pocos días, las vacaciones se acercaban. Mamá volvió, me llevó de vuelta a casa. Mi educación había terminado.

Y pasaron los años, y lo que nunca se supo ni nunca se sabrá, es, que ese niño de ojos negros, el niño de los globos rojos, azules, amarillos, nació un 16 de octubre, en una extraña casa, en una extraña ciudad.
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA

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TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Talleres Gráficos
EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
Asunción-Paraguay 1988 (136 páginas).
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martes, 10 de agosto de 2010

CARMEN ESCUDERO DE RIERA - EL ÚLTIMO ATARDECER / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - QUERIENDO CONTAR CUENTOS (1985).


EL ÚLTIMO ATARDECER
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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EL ÚLTIMO ATARDECER
La orden estaba dada y era terminante: al amanecer del día siguiente sería ajusticiado.

Esta vez algo era distinto y es lo que me hacía pensar en ello. Se habían ordenado cien azotes y sin embargo terminábamos en esto: fusilamiento.

Esta mañana al presentarme en la casa de los gobernadores, fui llamado por el Dr. Francia al obscuro, pequeño y sombrío gabinete en el extremo del corredor. De estatura media y rasgos regulares; ojos penetrantes y desconfiados. No había compasión ni remordimientos en su persona; era sagaz, astuto y perseverante.

Vestido con casaca azul, pantalón y chaleco blancos, charreteras de brigadier español, zapatos negros con hebillas de oro, fumaba un cigarro mientras un negro le servía el mate. Entré.

Tenía frente a mí al amo y señor del Paraguay, aquel que sembraba el odio y las rivalidades entre su pueblo, "que establecía un sistema de espionaje que día a día se extendía y ramificaba más; aquel cuya vanidad trascendía con fingido desdén".

Me entregó la orden: "Manda el supremo pasar por las armas al sujeto llamado ....... No importa el nombre, es uno más. Me cuadré, di la vuelta y volví a. mi puesto. Mis fusileros fueron alertados, no quedaba sino esperar y que pasaran las horas.

Recordé que dos años atrás, en 1816, a mediodía, mientras los diputados cansados y abatidos por el calor de octubre, reunidos en asamblea, se vieron de pronto sorprendidos por la voz firme y sonora de un partidario del cónsul Francia: la voz retumbó en el recinto:

-Señores, por qué esta pérdida de tiempo?. El doctor Francia desea ser absoluto, debe ser y será absoluto.-

Dió un golpe en la mesa y se pasó a votación. No hubo una sola discordancia. Francia supo que era el amo. La población ingenua, crédula e insensata celebró con aplausos y música la elección, en cambio aquellos destinados a convertirse en seres en ruinas, quedaron en silencio. Silencio que más adelante rompería el gemido de los huérfanos sin amparo.

En el calabozo estaba quien no quiso someterse a los latigazos de correa anudada, pidiendo la muerte en cambio. Joven, de piel cetrina, ojos grandes y profundos, su estirpe criolla trascendía en su mirada. Su condición de hombre bien nacido lo obligaba a tal elección. Algo en su interior se sublevó, bien sabía que jamás explicarían la orden de arresto y apaleamiento y que no habría posibilidad de defensa. El cuadro brutal de los azotes no sería para él. Con un grito desgarrador dijo:

-Fusílenme!.-

Y también esperó que pasaran las horas.

Mientras, alejándose por las tortuosas y polvorientas calles de Asunción, llegamos a una vieja casona de patio arbolado de naranjos con corredores de enormes columnas, muros de más de un metro de espesor, sostén de frescos techos de palmas y tejas.

En ella languidecía de amor y temor quien por despecho había denunciado al que creía infiel.

También era joven, de piel tersa, de ojos negros y brillantes; esbelta y delgada. Pensaba.

El remordimiento la acosaba, pero estaba hecho. La denuncia había sido entregada unos días atrás y al no verlo pasar frente a las rejas de la casona ni un día ni otro; supo que había logrado lo que se propuso. Lo imaginaba encerrado, esperando el castigo que había pedido. No sabía aún de la petición de su amado

Las horas pasaron. Clareaba, el amanecer anunció un día más para el Supremo, para el pelotón de fusilamiento y para quien detrás de una ventana esperaba mirando calle abajo.

Los primeros rayos de sol rasgaron el cielo y, la descarga cerrada, el manto de silencio que cubría la ciudad.
CARMEN ESCUDERO DE RIERA.
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Imprenta-Editorial
Casa América,
Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
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CARMEN ESCUDERO DE RIERA - LA HUIDA / Fuente: TALLER CUENTO BREVE - QUERIENDO CONTAR CUENTOS (1985).


LA HUIDA
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )

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LA HUIDA
Francia-España, España-Francia. Dos nombres, dos países, dos pueblos. Entre ambos una línea, la frontera; al norte la libertad.

En la noche, el temor se acentuaba; una llamada en la huerta era el toque de alarma que anunciaba:

-Venimos a buscarte, vamos.

Sin explicación. Era el camino sin regreso, lucha de hermanos cegados por la pasión, la intolerancia, la incomprensión, la crueldad.

La familia era esta: el matrimonio, dos hijas, la abuela paterna, que vivía en Paraguay, lejano país, casi legendario y los abuelos maternos con residencia en París. Todos pasaban la temporada veraniega en Pamplona, capital de la cerril Navarra.

Desde los primeros días de la revolución, (estamos en julio de 1936), la frontera franco-española está cerrada. El automóvil requisado. La cuenta de banco congelada.

La situación es difícil, los amigos recomiendan claudicar en los ideales, comulgar con el nuevo orden.

Mi padre no es hombre de dos caras. No acepta esa clase de sugerencias. La vida está en peligro; no es exageración, así se vivían esos tiempos en la España, "una, grande y libre".

El camino a seguir era otro, el de la huida. Pero cómo?. Éramos muchos en casa. No debían quedar rehenes.

El camino, el camino, el camino... era la obsesión. Dónde?. Cuándo?. Cómo?.

Dónde?, rumbo a los Pirineos, cadena majestuosa donde dicen que termina Europa.

Cuándo?, cuanto antes; el miedo es mal consejero, el alma se desmoraliza.

Cómo?, he ahí el problema; había que estudiar con detalle y cuidado las situaciones e imprevistos. Tener preparadas respuestas claras, coherentes a lo que pudieran preguntar.

La primera en viajar fue mi abuela Patro; no tenía problema con residencia en Paraguay y pasaporte en tránsito. Era una pieza importante en el rompecabezas que se empezaba a armar. Viajó un lunes, al llegar a Val-Carlos (pueblo fronterizo) se encargó de hablar con las autoridades anunciando su próxima partida para América, su deseo de despedirse de su hijo; razón por la que se quedaría unos días en San Juan de Pied-de-Port, pueblo francés a escasos kilómetros de la frontera.

Nosotras, mi hermana y yo, entonces niñas viajamos con permiso temporal a París con mis abuelos maternos. Todo en marcha, la casa vacía. Mamá y Papá solos frente a la que iba a ser una aventura de la que no podían prever el final.

Fue una semana larga, llegó el día sábado, día clave y en el primer autobús de la mañana partieron. Eran jóvenes, llevaban lo puesto; Mamá un traje sastre blanco, camisa azul y las flechas de falange prendidas al pecho. Papá traje gris, no consintió en ponerse la bandera monárquica en la solapa; eran los distintivos de los que media España se enorgullecía.

Pasaron paisajes conocidos, los miraban, no los veían, pensaban. Llegaron a Val-Carlos, situado en la carretera a Francia, a tres kilómetros del puente de Arnegui; sobre el río del mismo nombre y al otro lado del cual se encuentra el territorio francés. Terreno montañoso, ríos cristalinos, llenos de piedras cobijo de espléndidas truchas en sus aguas saltarinas.

Se hospedaron en uno de los albergues, no tenían equipaje. La razón, era el motivo de su viaje. Un sólo día, para despedirse de su madre que viajaba a Para guay. Paraguay?, que dulce y extraño sonaba ese nombre en aquel valle pirenaico!. Era cierto, el lunes, aquella adusta señora, vestida de negro había anunciado esa posibilidad. Si no tenían mala memoria el encuentro sería el domingo.

Efectivamente, en el puesto fronterizo, el jefe de los carabineros hizo la llamada a San Juan de Pied-de-Port. Mi abuela contestó, disimuló el temblor de su voz. La emoción de saber que faltaban sólo pocas horas para vencer al destino, la hizo parecer tranquila, serena.

El plan en marcha. La noche era cálida, invitaba a un paseo. Dejaron el albergue. Un grupo de "requetés", así se llamaba a los carlistas, fracción monárquica que se unió a las tropas franquistas, charlaba animadamente de los éxitos y triunfos de las fuerzas nacionalistas. La tragedia española que costaría un millón de muertos había empezado.

A1 oír las risas, mamá y papá se acercaron. La presencia de la pareja, no incomodó a nadie; mamá era una mujer muy bonita y simpática. Papá lo sabía y se aprovechó de ello.

Como lo habían pensado tantas veces, mamá tenía que hablar:

-Mañana domingo, no hay capilla por aquí?, cómo hago para ir a misa?-

Una sombra de preocupación empañó su mirada, sus ojos verdes se agrisaron. El más joven de la ronda intervino.

-Hay una solución, pero no está en nuestras manos, depende de los "franchutes"; sería cuestión de pedir permiso para ir mañana a misa. Enfrente hay una pequeña capilla, las campanas las oímos desde aquí; el primer toque es a las ocho-.

-Me parece perfecto-, dijo mamá; con una unción que jamás había sentido antes.

-Claro está, intervino el jefe, que iría usted sola, su marido quedaría aquí a esperarla.-

-No hay más que decir, tenemos que conseguir la autorización, dijo papá, y si no ven inconvenientes, cruzo personalmente el puente, (doce metros); hablo con los gendarmes y asunto arreglado.

-Vale - dijeron.

Papá metió las manos en los bolsillos, saludó cordialmente al grupo y cruzó el puente. El destacamento de la gendarmería no podía entender a que se debía la llegada de este hombre a estas horas. Papa bendijo a su madre que lo obligó a. estudiar en Francia, si bien su acento no era perfecto (parecía marsellés) lo demás no tenía pero, y en apretada síntesis explicó la situación.

-Quédese, no vuelva,- le dijeron.

-No puedo, mi mujer está del otro lado. Lo único que les ruego es que estén atentos. Esta noche intentaremos cruzar el puente los dos.-

-Vaya tranquilo, quedamos en espera y sepa que dispararemos si es necesario protegerlos.

Con gran esperanza y el valor que dá la desesperación, papá volvió sobre sus pasos. Mamá era el centro de atracción, su simpatía, la sal madrileña y el ángel de su porte hacían el resto. El calor arreciaba, una tormenta se cernía, la reunión se disolvió.

Papá y mamá caminaron rumbo al puente junto a la pareja de guardias. Llevaban el paso en común..... Doce metros.

Mientras papá explicaba a mamá la última etapa de la fuga iban tomando distancia. Cada vuelta que daban se alejaban más de los guardias.

-Corre, yo te sigo.- decía mamá.

-Aún no, espera -contestaba papá.

Así después de minutos lentos, lentísimos, tiempo y espacio dieron la relación correcta; cuando los guardias llegaban al borde español, mamá y papá estaban en el francés; y ahí sí:

-Corre!- dijo papá.

Y corrieron y llegaron y ya en el puesto, ante el asombro de los sorprendidos carabineros, se estrechaban en fraternal y protector abrazo con los gendarmes.

-Están en el exilio, pero en tierra amiga, la bandera y las leyes francesas los amparan.-

Subieron a un coche, mis padres, cuatro gendarmes armados y en esa noche de setiembre, un domingo de 1936 iniciamos el viaje que nos llevaría a este lejano y legendario Paraguay.
CARMEN ESCUDERO DE RIERA.
TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Imprenta-Editorial
Casa América,
Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
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