
LA PESADILLA
Autor/a: Dimas Aranda, Santiago (1924-)
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Manuel Ortiz Guerrero, 1980.
**/**
QUE LOS PERROS PERDONEN
.** En un punto cualquiera de la historia, de pronto, traspasando la capa temporal del grito, un antiguo dolor estalló en las gargantas. Había llegado la suma contención súbitamente, y fue la pesadilla.
** Corría la primavera del año de la desgracia. El vencido combatiente Cándido Paná, hundida la osamenta en una monstruosa medianoche, soportaba el último delirio. Días antes, bamboleándose sobre un par de palotes, gemebundo y chorreando sanguaza, se había escapado hacia los fondos de donde sustrajo pequeñas latas de éter con cuyo contenido, abundantemente, se empapó las gusaneras del sexo, los gangrenosos muñones y las tronchas orejas, e hizo buches y gárgaras increíbles.
** Y dejó de sufrir. Quizá, de haberlo podido, le hubiese gustado relatar el proceso de tan insólita cura. Zancajeaba de pared a pared emitiendo tartajeos desesperantes, sin sentido para los demás aunque de mortal coherencia para él. Y aquí cabe anotar que habiendo sufrido mutilaciones horrorosas, que siendo declarado muerto y arrojado a los cuervos, manos piadosas lo rescataron consiguiendo tan sólo prolongarle la agonía. Y es en tal estado de violenta soñarrera que los hechos, retrospectivamente exhumados de algún inexplorado área de la conciencia, íbanse reanimando, escapándosele por los ojos en llamas y la boca espumajosa, despachados por la inminencia del fin.
** Si habremos de reconstruir el fantástico sueño, forzoso será aprehender su crucial contorno, insertarse en aquella inmensa lobreguez que aún aterra, recuperar las voces deshumanizadas que giraban en el corpóreo clímax del miedo, penetrar la atmósfera de putrideces que sublevaban los pulmones, reatizar la enloquecida fiebre, la sed, tortura transmutada en gemido innumerable; la ínfima vida, inmundicia disipada por entre las grietas de un adefesio asistencial de triste fama en esa hora en que la paz era un bien de las tumbas.
** Acaso una esperanza de lluvia, de torrentosa lluvia, fue la que atrajo al moribundo junto al negro ventanal donde permaneció de cara al misterio, sobrecogido ante la espantosa retrovisión de tantas atrocidades en cuyas huellas había sangrado, como releyendo inversamente la tragedia de una comunidad en cuya llamarada ardía, él, sin identidad válida, en completa soledad, enteramente ajeno a todas las víctimas que con él se pudrían, ajeno a sí mismo, atrapado en el vértigo de un desplome sin término.
** Empezó pues del extremo por donde su acerba historia estaba a punto de concluir, remontándola torrente arriba, hacia los orígenes, hacia las raíces hundidas en vergonzantes desórdenes genesiales, para luego regresar, embadurnarse en los contemporáneos orinales políticos y, finalmente, ser arrojado a esa extrema medianoche de octubre, meollo de la fetidez, allí donde nadie parecía interesarse por su fuga, nadie, ni los heridos cuya agonía colectiva desbordaba los muros perimetrales, ni la doble guardia que eructaba guarapo en las esquinas. Su fuga no le importaba a nadie. Y Cándido Paná se fue. Tampoco a él ya le importaba el miedo ni la gangrena ni los gusanos que le taladraban los tuétanos. Tampoco le importaba ya si los ebrios vencedores continuaban o no causando estragos en su familia, en su casa, en la tierra regada con su sangre. Era bien pasada la media noche cuando las tres enfermeras que subsistían en el hospital lo acomodaron cuidadosamente en una hilera de cadáveres.
** Pocas personas aún íntegras quedaban en varias leguas a la redonda, entre ellas las tres enfermeras, las que venciendo el terror saltaban de sala en sala con el «Jesús» en la boca, paliando el desconsuelo generalizado tras el apresamiento masivo de las vísperas. Una, alta, espigada, anestesista, apodada Dalma, se reservaba la asistencia de la sala III, tumba ululante, refugio de numerosos rebeldes sobrevivientes de la derrota, en cuya salvación parecía empeñada a muerte. Las dos restantes, humildes chateras de oficio, habían cobrado cada cual en su sala múltiple rango. Y así, juntas las tres, más hermanas y madres que enfermeras, veíanse afrontando inauditos días de asedio y desamparo total.
** Sus nombres golpeaban el aire nauseabundo, por momentos en alucinado coro, repetidos por decenas de voces plañideras. Pero entre tanto clamor esperanzado, en tan controvertido momento, era natural que tampoco faltase algún repudio. Provenía en efecto de unos pocos, diez o doce tal vez, moribundos casi todos, que viéndolas proteger a los rebeldes, barbotaban maldiciones repugnantes. Eran los pobres adictos a todo trance reclamando todavía el reconocimiento de peregrinos privilegios, sin lograr otra cosa que el lacerante espantaperros con fruición escupido por las bocas rebeldes. No sin razón babeaban de felicidad cuando uno de éstos amanecía cadáver, cosa frecuente, y ese goce les resarcía de la repulsión en que se consumían lentamente.
** Nadie, por otra parte, piense en caridad ni misericordia. Nadie pierda el tiempo jugando con palabras vacías. El que afrontaban Dalma y sus inverosímiles chateras no otorgaba sitio a semejantes idioteces. Era opción temeraria, eso sí, aquel abierto desafío al miedo, aquel crudo enfrentamiento al crimen y a la muerte, sin más alternativa que resbalar al charco y pudrirse.
** Ellas no vacilaron. A la saña contra el poblado en desbande opusieron el fuego de la voluntad salvadora, la osadía del amor verídico. Y sobreponiéndose a la masacre, a la desfloración de inocentes en plenas calles, al destrozo del pudor impúber y desuello de cueros cabelludos, a la devastación, a los saqueos e incendios, a todo el raudal de traiciones, ellas cogieron lo inasible, desenterraron el sepulto coraje, lo sacudieron de sus horrores y anduvieron con él a cuestas noches y días.
** En pasados tiempos, iglesia y hospital solían ser sitios vedados al pisoteo de los punidores. Pero aquéllos eran otros tiempos. Al término de la abominable requisa, fin de la insurrección, la jefatura vencedora se percató con rabia de cierta ridícula omisión: ¡el hospital regional! Y dos horas más tarde, acusado de encubrir a un peligroso montonero herido, el cuerpo médico completo mascaba quina en los calabozos.
** El procedimiento había pisoteado por igual prestigio y esperanza. Todos fueron maniatados y puestos en marcha a punta de bayonetas, excepto las enfermeras que huyeron, avispadas a tiempo, abandonando sus puestos. Pero tres mujeres volvieron, una de ellas Dalma. Pasado el hospitalazo recuperaron la calma y resolvieron continuar en esa batalla sin lauros y sin tregua.
** Y transcurrieron semanas de ominosa vigilia. Entre tanto, en el departamento de policía, los médicos permanecían callados. Al parecer, los novísimos métodos persuasivos fracasaban con ellos. Por otra parte, el éxodo en respuesta al terror implantado, lo complicaba todo. Y temiendo ver burlado el operativo montado para la captura del montonero prófugo, el flamante delegado del nuevo orden resolvió, como recurso extremo, convocar a todos sus servidores a urgente consulta. Fue en esa secreta y atropellada reunión que el siniestro sujeto a quien iremos conociendo, de dudosa jerarquía pero ducho en rastreos, torturas y otras yerbas, marcó la pauta que debía valerle buenos puntos en favor. Si le autorizaban otra rastrillada por el hospital, con personal por él mismo escogido, lograr la pista del sedicioso se le hacía una fija. Su seguridad sonaba a desafío, abonando la sospecha de que algún doctorcito le hubiese susurrado al respecto interín lo interrogaba. ¿Por qué no darle pues otra oportunidad?
** Y así las cosas, para aquella jornada, vergüenza mayor inscripta en el calendario de la violencia, sea este destacado recuerdo.
Tristemente bello nació el sol sobre el cerro. Un claro día primaveral pudo haber sido aquél. Pero en la sala III, emergiendo del sofoco y la agonía, de pronto jadearon voces aterradas maldiciendo la tan presagiada reaparición. Dalma, permanente atalaya pese a sus muchas faenas, había dado el alerta. Y ahora, lanzada como un soplo a través de la sala, llegó a la cama VI donde un herido rebelde dormitaba.
** -¡Pablo!, lo sacudió, te sacaré enseguida de aquí. Y corrió, regresando al punto con una inmunda bolsa destinada a ropas de cama usadas. Pablo despertó sobresaltado, desconociendo la única voz que podría llamarlo por ese nombre. La única porque fue Dalma quien lo recibió la noche del desbande cuando, destrozada la pierna por un proyectil de los perseguidores, arrastrose hasta la sala III. Se reconocieron entonces; habían compartido alguna vez un banco de colegio. Yo te conozco, susurró ella. Yo también te conozco, se alegró él, y ahora estoy en tus manos y debo confiar en vos.
** Esa confianza fue gestando al rigor de la atroz realidad un sentimiento cada vez más hondo y de rotundo compromiso. Y al producirse la orden de captura contra el herido, ella hizo de su amor ingenio, de su deseo coraje. Salvarlo, salvarlo para ella o simplemente salvarlo; tal la férrea consigna impuéstase a sí misma convencida de que la vida de ambos era exactamente una sola.
** -Metete dentro sin hablar, le impuso sin tiempo a decir más.
** Y para qué hablar de sanguaza o lamparones ni hedores nauseabundos que contuviese aquella bolsa providencial, ni del suplicio de meterse dentro. Pequeño, descamado, cetrino entre penosos trapos no obstante ser el más entero de los sobrevivientes, Pablo se largó de la cama a la bolsa en tanto ya resonaban los múltiples tacazos en la entrada. Y Dalma, sacando fuerzas del miedo, deslizose por el patio con el bulto a rastra. Por pura suerte, o por sagaz previsión suya, los demás heridos roncaban boquiabiertos bajo el efecto de los piramidones abundantemente recibidos por la noche.
** Uno con gafas negras y guardapolvos de médico entró seguido de un sartal de tipos con los sombreros puestos. Disimulaba mal su empeño. Todos olían a transpiración y a odio. Atravesó el pabellón un par de veces en muda y felina paseata antes de detenerse justo delante de la cama vacía, desde donde clavó ojos en todos, minuciosamente. Ninguna voz. Los heridos dopados seguían como muertos. Ningún gemido. Solo los moscardones, en zumbante zig-zag, prorrumpían de tanto en tanto. El visitante cruzó hacia el patio interior seguido del tropel. Silencio. Oscuros y agachados, en círculo, dispusiéronse allí a mascullar cosas. Movíanse vacilantes, como cuervos, acaso rumiando la inconcreta imagen del perseguido. Entre tanto, desde el extremo opuesto del patio, sucio baldío, por un ventanuco tragaluz, Dalma observaba sus movimientos y escuetamente daba cuenta de ellos a Pablo.
** -Ese tipo no es médico. Lo hubiera conocido. Además, un médico no andaría seguido de esos perros con sombreros. Esperá; miran una foto.
** -¿Una foto? La noticia lo sustrajo de golpe de la repulsión que le causaba el recinto.
** -Sí, una foto; la pasan de mano en mano; la observan todos.
** -Sin duda, son pyragüés. Y estoy seguro de que allanaron la casa de mamá. ¡Miserables!
** -Tranquilizate; parece que se van; ¡ojalá! Te envuelvo y voy a investigar. Vengo a buscarte cuando se marchen.
** -En esta tumba colectiva, es fácil que me encuentres cadáver.
** -Tené paciencia, querido; salvar la vida es parte de la lucha. Adiós.
** Lo besó por encima del lienzo envolvente y salió empujando una camilla rodante abandonada allí luego de transportar con ella los restos de Cándido Paná. Le extrañaba que desde entonces no hubiera fiambre en ninguna de las tres salas. La empujaba sin dejar de escudriñar. Habiendo perdido de vista a los advenedizos, le asistía la débil esperanza de que se hubiesen ido. Pero no. Al instante los localizó merodeando sin apuros. Dalma dio un envión a su inútil camuflaje, la camilla, dejándola al amparo de unos ligustros salvajes, vestigios de algún malogrado jardín, y cruzó la galería hacia la sala III. Los cavilosos huéspedes, al verla, se dieron prisa. No obstante, ella pudo mantener el artificio, avanzando entre las camas como si nada sucediera, en tanto reprimía todo visible signo de temor. Pero, pese a su sereno esfuerzo, uno de los tipos la alcanzó, le enganchó la mano en el hombro, y haciéndola girar, le gruñó en plena cara:
** -Linda... ¿y el de esta cama? Y comenzó a manosearla. Al verlo rebosante de alevosía como un maniático, Dalma, azorada, atrapada, casi una prostituta frente al truhán, reaccionó con violencia rechazando el manoseo en tanto le decía airada: Ya no está; se ha escapado, ¿sabe?
** -¿Escapado? ¿En qué momento?
** La voz del tipo sufrió repentina agriera. Los vidrios ahumados de las gafas empañáronsele de ácido. Dalma, atosigada por los nervios y la hediondez dominante, sentía ganas de escupirle en la cara el bolo líquido que soportaba en la boca. Pero más valía dominarse o estropearía sus planes. Escupió en el piso y habló con algo de calma: Ahora, antes de que ustedes hayan entrado.
** -¿Qué?
** El huésped veíase como realmente escupido. ¿De modo que le estaba haciendo de campana y le avisó, verdá? Dalma se rió replicándole que eso ni falta haría. Él no precisa espías, le aseguró; es una antena viva...
** -Y ¿cómo cree que nos reconoció?
** -Por esos tacones de potro, seguro. Hoy por hoy, nadie más que ustedes los usa.
** El visitante se enfadó exigiéndole que hablase claro, y Dalma, mofándose, mostró con un ademán las botitas reglamentarias, comentando: Ya no se necesita estrellas para merecerlas.
** -Eso no le interesa, barbotó el otro; lo que sí va tener que decirme dónde está el de esta cama.
** -¿No me cree? Le dije que se escapó.
** Le saltaban los negros ojos, fijos en los cristales sombríos de las gafas.
** Él no la creyó: ¡En pleno día, carajo, imposible!
** Imposible, se burlaba Dalma por dentro, para los que piensan con anteojos negros. ¿Imposible por qué? ¿Por los perros de las esquinas?
** -¡En pleno día, carajo! ¿Quién era el tipo?
** Dalma lo miró, y con la solemnidad con que se nombra sólo a quien se admira, le respondió: ¡Pablo Gamarra!
** Él sintió hielo en la sangre. Luego ardió hasta el rojo oscuro y explotó salpicando a los subordinados: ¿Parados allí? ¡A buscar, carajos! ¡A buscar, a buscar, a buscar! ¡Que no quede un puto agujero libre!
** La máquina arrancó frenética, el vociferante sujeto detrás, en terrible carrera de fieras hambrientas, repechando sombras, husmeando antojos, de una sala a otra, de un rincón a otro, ¡de un agujero a otro!
** Y todo en vano. Los minutos y las horas pasaron sin atisbo de pista alguna. Ya visiblemente atormentado hacia el medio día, el hombre de las gafas se secaba y resecaba un dudoso sudor. ¡Imposible, carajo! ¡Pablo Gamarra sin rastro!
** Cuando parecía no quedar sitio por hurgar, cuando a lo largo y ancho del predio sanitario todo era pisadura, alguien de la partida descubrió ¡ay! la camilla rodante emboscada entre los ligustros y un par de huellas frescas de misterioso destino. Las siguieron en tropa, desaforados.
** El patio de la III asomaba al sur sobre una callejuela fangosa y hedionda. Cruzándola, en la oquedad de un vetusto señorío vegetal, cubríase de hiedra y musgo la traza de un pórtico en cuya parte menos verdinosa gracias al manoseo se leía malamente 'morgue'.
** Semiderruida por la dejadez y el triste uso que le fuera asignado, la otrora bella mansión ocupaba un sector del vasto charco en que agonizaban los árboles. El cieno alimentado por los desagües del hospital llegaba a las paredes y se extendía a las adyacencias. Según refieren, moraba en ese abandono, además de los difuntos depositados por si acaso apareciese algún deudo, la contrita sombra de quien fuera su propietario, un afamado santero solterón y misántropo, perpetuo reparador de iconos de la parroquia local.
** La sucia callecita, desahogo de un barrio gris, límite sur de un pretérito proyecto urbano, lo era ahora de una aldea con susto de ciudad, la misma que un mes antes aguantara la más cruel masacre a que diera lugar la hecatombe civil. Pasmosamente inmersa en su letargo postbélico, parecía como si la calleja inmunda la hubiese desmembrado del territorio histórico. Varias veces mártir y más conocida por su mala estrella que por su pomposo nombre, el que no quiero mencionar por lástima, cobijaba además de terror y desamparo una degradación brutal. Despojadores y prostitutas la dominaban al amparo de las armas triunfantes. Y entre los escombros y basuras de las calles, una no menos cruenta y cotidiana guerra se libraba, la guerra por matar el hambre y salvar la osamenta, guerra entre rateros armados y vampiros encumbrados por una parte, y una masa asquerosamente despojada y deshumanizada, por la otra. Niños mendigos y ratas invadían y unos y otros perecían apestados entre la infecta basura de los tugurios incendiados. Amargos y legañosos veteranos de dos guerras tiritaban de cara al lodo, como abrazados a la tierra que una vez creyeron salvar, pisoteados por los fantasmas de una generación sin rostro, por hombres reptiles paridos por culebras, por cristianos que confundían un lupanar y un templo.
** Y a propósito de templos y cristianos, los domingos, las campanas herían desde temprano la rotunda paz impuesta por las balas. Un cura cicatero machacaba sobre el acatamiento. Y entonces, confundidos entre todo género de parias y malparidos, los héroes atestaban la placita de enfrente llamada Libertad, matando piojos con los dientes podridos en espera del óvolo ritual. Las mujeres, viudas casi todas, de apellidos ilustres o anónimas, cargando con sus reumas hacia la casa de Dios, desviaban píamente los ojos de la lacra penante. Al centro de la plaza, verde de orín, la libertad de piedra. A una cuadra, la escuela. En las mañanas hábiles trepaba el canturreo del himno nacional, jamás tan falso y desfigurado como en los tiempos del odio.
** -¡Vaya y dígale a esa puta que me traiga la llave!
** El de la voz de mando inequívoca, hecho un coloso frente a la puerta de los muertos, braceaba feroz. Dos, los más próximos, partieron de un salto, disputándose el cumplimiento de la orden dirigida a cualquiera, en una timorata carrera de perros amaestrados a fuerza de patadas, e irrumpieron en la sala III, donde un herido torturado por los gusanos clamaba el favor de la muerte. Dalma lo asistía, y de tanto en tanto miraba por la ventana al patio, hacia la morgue, angustiada por Pablo. Los belicosos emisarios la acorralaron jadeantes, la acosaron, la amenazaron, la rogaron. Y ella, demorando en lo posible la acción policíaca, les declaró con irónica benevolencia: Las llaves están con el director, en algún calabozo de Investigaciones. Así que vayan allá a buscarlas. Solamente él las puede entregar.
** Entre tanto, el asco y unas ganas de reír y llorar a la vez le revolvían las vísceras, viéndose en la necesidad de salir al patio y vomitar. Lo hizo con toda intención delante de los sabuesos que no la dejaban, con fuerza y rabia, exagerando sus náuseas, hasta notar que la operación daba resultado. Y sólo cuando los sujetos retomaron la senda a todo humo dejándola, ella abandonó las arcadas para tornar al auxilio del moribundo, satisfecha con su ingenio pero sintiendo como un nudo en el pecho al pensar en el peligro que Pablo afrontaba y atribuirse cierta culpa por haberlo conducido allí. Miró nuevamente por la ventana hacia el repulsivo depósito. Tenía que inventar de inmediato un truco heroico capaz de desviar la atención de los perseguidores, ocupándolos por unos buenos minutos. Si pudiera convencer a uno de los heridos a escapar ahora mismo... Eso es... Ya lo creía de pronto resuelto. ¡Ya está!, se dijo; la cosa ocasionará suficiente revuelo y mientras...
** No tuvo tiempo de concluir su propio pensamiento. Los dos individuos aparecieron de vuelta con renovada furia. Y ahora, el apremio fue brutal. Ante los gritos de Dalma escuchados desde las otras salas, sus dos compañeras corrieron a prestarle ayuda, pero el ominoso poder de la bestia se impuso.
** -¡Carrera mar..., gramputa, carrera mar...!
** A empujones y patadas, las tres viéronse obligadas a trotar hasta la puerta de los muertos. ¡Tráiganme aquí todas las llaves que haya... y pronto!, les gruñó el de las gafas negras al tenerlas delante; ¡o se abre la puerta o se abrirán las piernas... carajo!
** Ahí y entonces, claro está, nada inicuo podía parecer exagerado. Las mujeres doblaron el sendero sumidas en los peores presentimientos, deshecha la moral y con las feroces sombras pisándoles los talones. ¡Carrera mar...!
** En críticos minutos revolvieron cajones, estanterías y todo habido escondite, reuniendo un sartal de antiquísimas llaves, todas oxidadas. Pero qué importancia podía tener el que sean viejas o nuevas si de todos modos la treta iba a ser descubierta. ¿Y Pablo? ¡Carrera mar...!
** Y sofocadas, más por odio que por cansancio, llegaron de regreso ante el mandón en medio de risotadas, patético anticipo de cualquier salvajada previsible.
** Y el mandón se dispuso a abrir. A medida que probaba y reprobaba las llaves, fuésele la ira creciendo y traduciendo en sudor que le ponía cada vez más lívida la cara. Y las enfermeras, irremediablemente atrapadas en medio de la abyección, veían con progresivo espanto, una a una, las inservibles llaves arrojadas al lodazal, sintiéndolas como si fuesen ellas mismas, probadas, manoseadas y arrojadas después hechas un asco, deshumanizadas, perdidas, confundidas con el cieno apestoso, drenaje putrefacto de todas las miserias.
** Sin embargo, para sorpresa y súbito alivio de las infelices, ocurrió que el hombrón de las gafas, gastando sólo algunos de sus más soeces adjetivos, les declaró ser él también, pese a todo, un... varón. Y que por unción y respeto al recuerdo de su madre, santa mujer y no una puta como ustedes, les concedía la última oportunidad de rehabilitarse cooperando en defensa del orden constituido, entregándole debidamente la llave que les pedía, pues no deseaba violentar la puerta de los difuntos por consideración a sus ánimas, y pues que, según la certidumbre metídasele en la cabeza, el tal Pablo Gamarra, montonero con carta blanca en contra, debía estar oculto en ese lugar.
** Y diciendo todo eso a su manera y otro tanto pensando, en material testimonio de su blandura de perro grande, se acodó contra la puerta para así, sin apuro, otorgando tiempo al tiempo, aguardar la respuesta a su benevolencia. Pero el tiempo, pésimo aliado en ciertos casos, esta vez fue peor. En efecto, con el peso de su huesuda humanidad, la mohosa madera giró sobre sus goznes, y el de las gafas, a fuerza de braceos y pataleos, fortuna aparte la suya, pudo evitar la patinada. La puerta estaba sin llave. El tufo escapado los abofeteó con la hediondez de veinte cadáveres. Huelga aclarar que el de suyo precario suministro eléctrico había también sufrido bajo el flujo y reflujo de los atracos, y que desde entonces, sin nada de hielo para la refrigeración, los despojos yacían hacinados como mazorcas en perchel, sin tiempo ni cuidado de ser puestos en cristiana sepultura.
** El intrépido profanador hizo tapaboca con su pañuelo, peló un puñal de pie y pulgada que traía en la cintura y, ¡macho el hombre!, se detuvo unos pasos adentro echando ojo a cada uno de los blancuzcos envoltorios malamente visibles en la penumbra. Y a pesar de la putridez que ahí se respiraba, ante el probable chasco y con el acre moco del papelón ya en el gaznate, adelantose unos pasos todavía, y entonces, excediendo todo lo previsible, rasgó de un tajo la primera envoltura de la serie, y Cándido Paná, que era él precisamente a quien se profanaba, le enseñó unos ojos vueltos y amarillos, una bocaza hinchada y oblicua, unos dientes de fiera muerta de hambre.
** Y el puñal se elevó con rabia, cortó en media luna el caliginoso espacio, y, al hincarse con hueco toquido en el tumefacto abdomen, un chorro escapó, violáceo y viscoso, bañando al infeliz desde las gafas hasta las botas. Y éste corrió, huyó gimiendo a través del patio y de la calle como si recibiese su propia puñalada, dejando tras de sí tal nauseabunda huella que jamás hombre alguno dejó en vida, y una rueda de caras descompuestas por el asco, la risa y el miedo.
** Las últimas en irse fueron las mujeres, excepto Dalma. Ella se detuvo ahogando dentro del pecho un llanto de triunfo. Veía a los hombres alejarse y desaparecer uno tras otro detrás de la colina próxima. Y recién cuando el más alto de la partida se hubo perdido de vista pudo convencerse de que había concluido el episodio, uno más de la pavorosa [16] pesadilla. Y antes de que otro comenzara, pues estaba segura de que la tregua sería breve, con borbotones de lágrima en la cara, irrumpió en el depósito donde Pablo Gamarra, uno de la veintena de bultos, con enorme ansiedad la esperaba. Puesta de rodillas y temblando, desató los nudos que aferraban la quietud sepultífera en que el tenso rebelde ardía. ¡Pablo, mi amor!, pudo al fin hablar ahogada por la emoción; cuando la vida es digna hasta los muertos la defienden; ¡se fueron, Pablo, se fueron! Y lloró con toda el alma en tanto ayudaba al herido a desentumecerse y levantarse. ¡Estoy vivo!, exclamó él como estallando; pero esta vida más te pertenece a vos que a mí, por haberla salvado y vuelto a salvar, exponiéndote como jamás he visto a nadie hacer; ¡Dalma, mi amor, soy tuyo!
** Abandonaban el depósito hacia el tremendo camino de la fuga cuando Cándido Paná, amigo hasta después de la muerte, crujió de pronto dentro de su quebrantada envoltura, obligándolos a detenerse un instante junto al despojo apuñalado, y luego, en atribulado silencio que un hondo reconocimiento cargaba, traspusieron el umbral. Y la notable puerta rechinó nuevamente clausurando a la luz la estancia de los muertos. Una porción de esperanza se acababa de salvar.
** Corría la primavera del año de la desgracia. El vencido combatiente Cándido Paná, hundida la osamenta en una monstruosa medianoche, soportaba el último delirio. Días antes, bamboleándose sobre un par de palotes, gemebundo y chorreando sanguaza, se había escapado hacia los fondos de donde sustrajo pequeñas latas de éter con cuyo contenido, abundantemente, se empapó las gusaneras del sexo, los gangrenosos muñones y las tronchas orejas, e hizo buches y gárgaras increíbles.
** Y dejó de sufrir. Quizá, de haberlo podido, le hubiese gustado relatar el proceso de tan insólita cura. Zancajeaba de pared a pared emitiendo tartajeos desesperantes, sin sentido para los demás aunque de mortal coherencia para él. Y aquí cabe anotar que habiendo sufrido mutilaciones horrorosas, que siendo declarado muerto y arrojado a los cuervos, manos piadosas lo rescataron consiguiendo tan sólo prolongarle la agonía. Y es en tal estado de violenta soñarrera que los hechos, retrospectivamente exhumados de algún inexplorado área de la conciencia, íbanse reanimando, escapándosele por los ojos en llamas y la boca espumajosa, despachados por la inminencia del fin.
** Si habremos de reconstruir el fantástico sueño, forzoso será aprehender su crucial contorno, insertarse en aquella inmensa lobreguez que aún aterra, recuperar las voces deshumanizadas que giraban en el corpóreo clímax del miedo, penetrar la atmósfera de putrideces que sublevaban los pulmones, reatizar la enloquecida fiebre, la sed, tortura transmutada en gemido innumerable; la ínfima vida, inmundicia disipada por entre las grietas de un adefesio asistencial de triste fama en esa hora en que la paz era un bien de las tumbas.
** Acaso una esperanza de lluvia, de torrentosa lluvia, fue la que atrajo al moribundo junto al negro ventanal donde permaneció de cara al misterio, sobrecogido ante la espantosa retrovisión de tantas atrocidades en cuyas huellas había sangrado, como releyendo inversamente la tragedia de una comunidad en cuya llamarada ardía, él, sin identidad válida, en completa soledad, enteramente ajeno a todas las víctimas que con él se pudrían, ajeno a sí mismo, atrapado en el vértigo de un desplome sin término.
** Empezó pues del extremo por donde su acerba historia estaba a punto de concluir, remontándola torrente arriba, hacia los orígenes, hacia las raíces hundidas en vergonzantes desórdenes genesiales, para luego regresar, embadurnarse en los contemporáneos orinales políticos y, finalmente, ser arrojado a esa extrema medianoche de octubre, meollo de la fetidez, allí donde nadie parecía interesarse por su fuga, nadie, ni los heridos cuya agonía colectiva desbordaba los muros perimetrales, ni la doble guardia que eructaba guarapo en las esquinas. Su fuga no le importaba a nadie. Y Cándido Paná se fue. Tampoco a él ya le importaba el miedo ni la gangrena ni los gusanos que le taladraban los tuétanos. Tampoco le importaba ya si los ebrios vencedores continuaban o no causando estragos en su familia, en su casa, en la tierra regada con su sangre. Era bien pasada la media noche cuando las tres enfermeras que subsistían en el hospital lo acomodaron cuidadosamente en una hilera de cadáveres.
** Pocas personas aún íntegras quedaban en varias leguas a la redonda, entre ellas las tres enfermeras, las que venciendo el terror saltaban de sala en sala con el «Jesús» en la boca, paliando el desconsuelo generalizado tras el apresamiento masivo de las vísperas. Una, alta, espigada, anestesista, apodada Dalma, se reservaba la asistencia de la sala III, tumba ululante, refugio de numerosos rebeldes sobrevivientes de la derrota, en cuya salvación parecía empeñada a muerte. Las dos restantes, humildes chateras de oficio, habían cobrado cada cual en su sala múltiple rango. Y así, juntas las tres, más hermanas y madres que enfermeras, veíanse afrontando inauditos días de asedio y desamparo total.
** Sus nombres golpeaban el aire nauseabundo, por momentos en alucinado coro, repetidos por decenas de voces plañideras. Pero entre tanto clamor esperanzado, en tan controvertido momento, era natural que tampoco faltase algún repudio. Provenía en efecto de unos pocos, diez o doce tal vez, moribundos casi todos, que viéndolas proteger a los rebeldes, barbotaban maldiciones repugnantes. Eran los pobres adictos a todo trance reclamando todavía el reconocimiento de peregrinos privilegios, sin lograr otra cosa que el lacerante espantaperros con fruición escupido por las bocas rebeldes. No sin razón babeaban de felicidad cuando uno de éstos amanecía cadáver, cosa frecuente, y ese goce les resarcía de la repulsión en que se consumían lentamente.
** Nadie, por otra parte, piense en caridad ni misericordia. Nadie pierda el tiempo jugando con palabras vacías. El que afrontaban Dalma y sus inverosímiles chateras no otorgaba sitio a semejantes idioteces. Era opción temeraria, eso sí, aquel abierto desafío al miedo, aquel crudo enfrentamiento al crimen y a la muerte, sin más alternativa que resbalar al charco y pudrirse.
** Ellas no vacilaron. A la saña contra el poblado en desbande opusieron el fuego de la voluntad salvadora, la osadía del amor verídico. Y sobreponiéndose a la masacre, a la desfloración de inocentes en plenas calles, al destrozo del pudor impúber y desuello de cueros cabelludos, a la devastación, a los saqueos e incendios, a todo el raudal de traiciones, ellas cogieron lo inasible, desenterraron el sepulto coraje, lo sacudieron de sus horrores y anduvieron con él a cuestas noches y días.
** En pasados tiempos, iglesia y hospital solían ser sitios vedados al pisoteo de los punidores. Pero aquéllos eran otros tiempos. Al término de la abominable requisa, fin de la insurrección, la jefatura vencedora se percató con rabia de cierta ridícula omisión: ¡el hospital regional! Y dos horas más tarde, acusado de encubrir a un peligroso montonero herido, el cuerpo médico completo mascaba quina en los calabozos.
** El procedimiento había pisoteado por igual prestigio y esperanza. Todos fueron maniatados y puestos en marcha a punta de bayonetas, excepto las enfermeras que huyeron, avispadas a tiempo, abandonando sus puestos. Pero tres mujeres volvieron, una de ellas Dalma. Pasado el hospitalazo recuperaron la calma y resolvieron continuar en esa batalla sin lauros y sin tregua.
** Y transcurrieron semanas de ominosa vigilia. Entre tanto, en el departamento de policía, los médicos permanecían callados. Al parecer, los novísimos métodos persuasivos fracasaban con ellos. Por otra parte, el éxodo en respuesta al terror implantado, lo complicaba todo. Y temiendo ver burlado el operativo montado para la captura del montonero prófugo, el flamante delegado del nuevo orden resolvió, como recurso extremo, convocar a todos sus servidores a urgente consulta. Fue en esa secreta y atropellada reunión que el siniestro sujeto a quien iremos conociendo, de dudosa jerarquía pero ducho en rastreos, torturas y otras yerbas, marcó la pauta que debía valerle buenos puntos en favor. Si le autorizaban otra rastrillada por el hospital, con personal por él mismo escogido, lograr la pista del sedicioso se le hacía una fija. Su seguridad sonaba a desafío, abonando la sospecha de que algún doctorcito le hubiese susurrado al respecto interín lo interrogaba. ¿Por qué no darle pues otra oportunidad?
** Y así las cosas, para aquella jornada, vergüenza mayor inscripta en el calendario de la violencia, sea este destacado recuerdo.
Tristemente bello nació el sol sobre el cerro. Un claro día primaveral pudo haber sido aquél. Pero en la sala III, emergiendo del sofoco y la agonía, de pronto jadearon voces aterradas maldiciendo la tan presagiada reaparición. Dalma, permanente atalaya pese a sus muchas faenas, había dado el alerta. Y ahora, lanzada como un soplo a través de la sala, llegó a la cama VI donde un herido rebelde dormitaba.
** -¡Pablo!, lo sacudió, te sacaré enseguida de aquí. Y corrió, regresando al punto con una inmunda bolsa destinada a ropas de cama usadas. Pablo despertó sobresaltado, desconociendo la única voz que podría llamarlo por ese nombre. La única porque fue Dalma quien lo recibió la noche del desbande cuando, destrozada la pierna por un proyectil de los perseguidores, arrastrose hasta la sala III. Se reconocieron entonces; habían compartido alguna vez un banco de colegio. Yo te conozco, susurró ella. Yo también te conozco, se alegró él, y ahora estoy en tus manos y debo confiar en vos.
** Esa confianza fue gestando al rigor de la atroz realidad un sentimiento cada vez más hondo y de rotundo compromiso. Y al producirse la orden de captura contra el herido, ella hizo de su amor ingenio, de su deseo coraje. Salvarlo, salvarlo para ella o simplemente salvarlo; tal la férrea consigna impuéstase a sí misma convencida de que la vida de ambos era exactamente una sola.
** -Metete dentro sin hablar, le impuso sin tiempo a decir más.
** Y para qué hablar de sanguaza o lamparones ni hedores nauseabundos que contuviese aquella bolsa providencial, ni del suplicio de meterse dentro. Pequeño, descamado, cetrino entre penosos trapos no obstante ser el más entero de los sobrevivientes, Pablo se largó de la cama a la bolsa en tanto ya resonaban los múltiples tacazos en la entrada. Y Dalma, sacando fuerzas del miedo, deslizose por el patio con el bulto a rastra. Por pura suerte, o por sagaz previsión suya, los demás heridos roncaban boquiabiertos bajo el efecto de los piramidones abundantemente recibidos por la noche.
** Uno con gafas negras y guardapolvos de médico entró seguido de un sartal de tipos con los sombreros puestos. Disimulaba mal su empeño. Todos olían a transpiración y a odio. Atravesó el pabellón un par de veces en muda y felina paseata antes de detenerse justo delante de la cama vacía, desde donde clavó ojos en todos, minuciosamente. Ninguna voz. Los heridos dopados seguían como muertos. Ningún gemido. Solo los moscardones, en zumbante zig-zag, prorrumpían de tanto en tanto. El visitante cruzó hacia el patio interior seguido del tropel. Silencio. Oscuros y agachados, en círculo, dispusiéronse allí a mascullar cosas. Movíanse vacilantes, como cuervos, acaso rumiando la inconcreta imagen del perseguido. Entre tanto, desde el extremo opuesto del patio, sucio baldío, por un ventanuco tragaluz, Dalma observaba sus movimientos y escuetamente daba cuenta de ellos a Pablo.
** -Ese tipo no es médico. Lo hubiera conocido. Además, un médico no andaría seguido de esos perros con sombreros. Esperá; miran una foto.
** -¿Una foto? La noticia lo sustrajo de golpe de la repulsión que le causaba el recinto.
** -Sí, una foto; la pasan de mano en mano; la observan todos.
** -Sin duda, son pyragüés. Y estoy seguro de que allanaron la casa de mamá. ¡Miserables!
** -Tranquilizate; parece que se van; ¡ojalá! Te envuelvo y voy a investigar. Vengo a buscarte cuando se marchen.
** -En esta tumba colectiva, es fácil que me encuentres cadáver.
** -Tené paciencia, querido; salvar la vida es parte de la lucha. Adiós.
** Lo besó por encima del lienzo envolvente y salió empujando una camilla rodante abandonada allí luego de transportar con ella los restos de Cándido Paná. Le extrañaba que desde entonces no hubiera fiambre en ninguna de las tres salas. La empujaba sin dejar de escudriñar. Habiendo perdido de vista a los advenedizos, le asistía la débil esperanza de que se hubiesen ido. Pero no. Al instante los localizó merodeando sin apuros. Dalma dio un envión a su inútil camuflaje, la camilla, dejándola al amparo de unos ligustros salvajes, vestigios de algún malogrado jardín, y cruzó la galería hacia la sala III. Los cavilosos huéspedes, al verla, se dieron prisa. No obstante, ella pudo mantener el artificio, avanzando entre las camas como si nada sucediera, en tanto reprimía todo visible signo de temor. Pero, pese a su sereno esfuerzo, uno de los tipos la alcanzó, le enganchó la mano en el hombro, y haciéndola girar, le gruñó en plena cara:
** -Linda... ¿y el de esta cama? Y comenzó a manosearla. Al verlo rebosante de alevosía como un maniático, Dalma, azorada, atrapada, casi una prostituta frente al truhán, reaccionó con violencia rechazando el manoseo en tanto le decía airada: Ya no está; se ha escapado, ¿sabe?
** -¿Escapado? ¿En qué momento?
** La voz del tipo sufrió repentina agriera. Los vidrios ahumados de las gafas empañáronsele de ácido. Dalma, atosigada por los nervios y la hediondez dominante, sentía ganas de escupirle en la cara el bolo líquido que soportaba en la boca. Pero más valía dominarse o estropearía sus planes. Escupió en el piso y habló con algo de calma: Ahora, antes de que ustedes hayan entrado.
** -¿Qué?
** El huésped veíase como realmente escupido. ¿De modo que le estaba haciendo de campana y le avisó, verdá? Dalma se rió replicándole que eso ni falta haría. Él no precisa espías, le aseguró; es una antena viva...
** -Y ¿cómo cree que nos reconoció?
** -Por esos tacones de potro, seguro. Hoy por hoy, nadie más que ustedes los usa.
** El visitante se enfadó exigiéndole que hablase claro, y Dalma, mofándose, mostró con un ademán las botitas reglamentarias, comentando: Ya no se necesita estrellas para merecerlas.
** -Eso no le interesa, barbotó el otro; lo que sí va tener que decirme dónde está el de esta cama.
** -¿No me cree? Le dije que se escapó.
** Le saltaban los negros ojos, fijos en los cristales sombríos de las gafas.
** Él no la creyó: ¡En pleno día, carajo, imposible!
** Imposible, se burlaba Dalma por dentro, para los que piensan con anteojos negros. ¿Imposible por qué? ¿Por los perros de las esquinas?
** -¡En pleno día, carajo! ¿Quién era el tipo?
** Dalma lo miró, y con la solemnidad con que se nombra sólo a quien se admira, le respondió: ¡Pablo Gamarra!
** Él sintió hielo en la sangre. Luego ardió hasta el rojo oscuro y explotó salpicando a los subordinados: ¿Parados allí? ¡A buscar, carajos! ¡A buscar, a buscar, a buscar! ¡Que no quede un puto agujero libre!
** La máquina arrancó frenética, el vociferante sujeto detrás, en terrible carrera de fieras hambrientas, repechando sombras, husmeando antojos, de una sala a otra, de un rincón a otro, ¡de un agujero a otro!
** Y todo en vano. Los minutos y las horas pasaron sin atisbo de pista alguna. Ya visiblemente atormentado hacia el medio día, el hombre de las gafas se secaba y resecaba un dudoso sudor. ¡Imposible, carajo! ¡Pablo Gamarra sin rastro!
** Cuando parecía no quedar sitio por hurgar, cuando a lo largo y ancho del predio sanitario todo era pisadura, alguien de la partida descubrió ¡ay! la camilla rodante emboscada entre los ligustros y un par de huellas frescas de misterioso destino. Las siguieron en tropa, desaforados.
** El patio de la III asomaba al sur sobre una callejuela fangosa y hedionda. Cruzándola, en la oquedad de un vetusto señorío vegetal, cubríase de hiedra y musgo la traza de un pórtico en cuya parte menos verdinosa gracias al manoseo se leía malamente 'morgue'.
** Semiderruida por la dejadez y el triste uso que le fuera asignado, la otrora bella mansión ocupaba un sector del vasto charco en que agonizaban los árboles. El cieno alimentado por los desagües del hospital llegaba a las paredes y se extendía a las adyacencias. Según refieren, moraba en ese abandono, además de los difuntos depositados por si acaso apareciese algún deudo, la contrita sombra de quien fuera su propietario, un afamado santero solterón y misántropo, perpetuo reparador de iconos de la parroquia local.
** La sucia callecita, desahogo de un barrio gris, límite sur de un pretérito proyecto urbano, lo era ahora de una aldea con susto de ciudad, la misma que un mes antes aguantara la más cruel masacre a que diera lugar la hecatombe civil. Pasmosamente inmersa en su letargo postbélico, parecía como si la calleja inmunda la hubiese desmembrado del territorio histórico. Varias veces mártir y más conocida por su mala estrella que por su pomposo nombre, el que no quiero mencionar por lástima, cobijaba además de terror y desamparo una degradación brutal. Despojadores y prostitutas la dominaban al amparo de las armas triunfantes. Y entre los escombros y basuras de las calles, una no menos cruenta y cotidiana guerra se libraba, la guerra por matar el hambre y salvar la osamenta, guerra entre rateros armados y vampiros encumbrados por una parte, y una masa asquerosamente despojada y deshumanizada, por la otra. Niños mendigos y ratas invadían y unos y otros perecían apestados entre la infecta basura de los tugurios incendiados. Amargos y legañosos veteranos de dos guerras tiritaban de cara al lodo, como abrazados a la tierra que una vez creyeron salvar, pisoteados por los fantasmas de una generación sin rostro, por hombres reptiles paridos por culebras, por cristianos que confundían un lupanar y un templo.
** Y a propósito de templos y cristianos, los domingos, las campanas herían desde temprano la rotunda paz impuesta por las balas. Un cura cicatero machacaba sobre el acatamiento. Y entonces, confundidos entre todo género de parias y malparidos, los héroes atestaban la placita de enfrente llamada Libertad, matando piojos con los dientes podridos en espera del óvolo ritual. Las mujeres, viudas casi todas, de apellidos ilustres o anónimas, cargando con sus reumas hacia la casa de Dios, desviaban píamente los ojos de la lacra penante. Al centro de la plaza, verde de orín, la libertad de piedra. A una cuadra, la escuela. En las mañanas hábiles trepaba el canturreo del himno nacional, jamás tan falso y desfigurado como en los tiempos del odio.
** -¡Vaya y dígale a esa puta que me traiga la llave!
** El de la voz de mando inequívoca, hecho un coloso frente a la puerta de los muertos, braceaba feroz. Dos, los más próximos, partieron de un salto, disputándose el cumplimiento de la orden dirigida a cualquiera, en una timorata carrera de perros amaestrados a fuerza de patadas, e irrumpieron en la sala III, donde un herido torturado por los gusanos clamaba el favor de la muerte. Dalma lo asistía, y de tanto en tanto miraba por la ventana al patio, hacia la morgue, angustiada por Pablo. Los belicosos emisarios la acorralaron jadeantes, la acosaron, la amenazaron, la rogaron. Y ella, demorando en lo posible la acción policíaca, les declaró con irónica benevolencia: Las llaves están con el director, en algún calabozo de Investigaciones. Así que vayan allá a buscarlas. Solamente él las puede entregar.
** Entre tanto, el asco y unas ganas de reír y llorar a la vez le revolvían las vísceras, viéndose en la necesidad de salir al patio y vomitar. Lo hizo con toda intención delante de los sabuesos que no la dejaban, con fuerza y rabia, exagerando sus náuseas, hasta notar que la operación daba resultado. Y sólo cuando los sujetos retomaron la senda a todo humo dejándola, ella abandonó las arcadas para tornar al auxilio del moribundo, satisfecha con su ingenio pero sintiendo como un nudo en el pecho al pensar en el peligro que Pablo afrontaba y atribuirse cierta culpa por haberlo conducido allí. Miró nuevamente por la ventana hacia el repulsivo depósito. Tenía que inventar de inmediato un truco heroico capaz de desviar la atención de los perseguidores, ocupándolos por unos buenos minutos. Si pudiera convencer a uno de los heridos a escapar ahora mismo... Eso es... Ya lo creía de pronto resuelto. ¡Ya está!, se dijo; la cosa ocasionará suficiente revuelo y mientras...
** No tuvo tiempo de concluir su propio pensamiento. Los dos individuos aparecieron de vuelta con renovada furia. Y ahora, el apremio fue brutal. Ante los gritos de Dalma escuchados desde las otras salas, sus dos compañeras corrieron a prestarle ayuda, pero el ominoso poder de la bestia se impuso.
** -¡Carrera mar..., gramputa, carrera mar...!
** A empujones y patadas, las tres viéronse obligadas a trotar hasta la puerta de los muertos. ¡Tráiganme aquí todas las llaves que haya... y pronto!, les gruñó el de las gafas negras al tenerlas delante; ¡o se abre la puerta o se abrirán las piernas... carajo!
** Ahí y entonces, claro está, nada inicuo podía parecer exagerado. Las mujeres doblaron el sendero sumidas en los peores presentimientos, deshecha la moral y con las feroces sombras pisándoles los talones. ¡Carrera mar...!
** En críticos minutos revolvieron cajones, estanterías y todo habido escondite, reuniendo un sartal de antiquísimas llaves, todas oxidadas. Pero qué importancia podía tener el que sean viejas o nuevas si de todos modos la treta iba a ser descubierta. ¿Y Pablo? ¡Carrera mar...!
** Y sofocadas, más por odio que por cansancio, llegaron de regreso ante el mandón en medio de risotadas, patético anticipo de cualquier salvajada previsible.
** Y el mandón se dispuso a abrir. A medida que probaba y reprobaba las llaves, fuésele la ira creciendo y traduciendo en sudor que le ponía cada vez más lívida la cara. Y las enfermeras, irremediablemente atrapadas en medio de la abyección, veían con progresivo espanto, una a una, las inservibles llaves arrojadas al lodazal, sintiéndolas como si fuesen ellas mismas, probadas, manoseadas y arrojadas después hechas un asco, deshumanizadas, perdidas, confundidas con el cieno apestoso, drenaje putrefacto de todas las miserias.
** Sin embargo, para sorpresa y súbito alivio de las infelices, ocurrió que el hombrón de las gafas, gastando sólo algunos de sus más soeces adjetivos, les declaró ser él también, pese a todo, un... varón. Y que por unción y respeto al recuerdo de su madre, santa mujer y no una puta como ustedes, les concedía la última oportunidad de rehabilitarse cooperando en defensa del orden constituido, entregándole debidamente la llave que les pedía, pues no deseaba violentar la puerta de los difuntos por consideración a sus ánimas, y pues que, según la certidumbre metídasele en la cabeza, el tal Pablo Gamarra, montonero con carta blanca en contra, debía estar oculto en ese lugar.
** Y diciendo todo eso a su manera y otro tanto pensando, en material testimonio de su blandura de perro grande, se acodó contra la puerta para así, sin apuro, otorgando tiempo al tiempo, aguardar la respuesta a su benevolencia. Pero el tiempo, pésimo aliado en ciertos casos, esta vez fue peor. En efecto, con el peso de su huesuda humanidad, la mohosa madera giró sobre sus goznes, y el de las gafas, a fuerza de braceos y pataleos, fortuna aparte la suya, pudo evitar la patinada. La puerta estaba sin llave. El tufo escapado los abofeteó con la hediondez de veinte cadáveres. Huelga aclarar que el de suyo precario suministro eléctrico había también sufrido bajo el flujo y reflujo de los atracos, y que desde entonces, sin nada de hielo para la refrigeración, los despojos yacían hacinados como mazorcas en perchel, sin tiempo ni cuidado de ser puestos en cristiana sepultura.
** El intrépido profanador hizo tapaboca con su pañuelo, peló un puñal de pie y pulgada que traía en la cintura y, ¡macho el hombre!, se detuvo unos pasos adentro echando ojo a cada uno de los blancuzcos envoltorios malamente visibles en la penumbra. Y a pesar de la putridez que ahí se respiraba, ante el probable chasco y con el acre moco del papelón ya en el gaznate, adelantose unos pasos todavía, y entonces, excediendo todo lo previsible, rasgó de un tajo la primera envoltura de la serie, y Cándido Paná, que era él precisamente a quien se profanaba, le enseñó unos ojos vueltos y amarillos, una bocaza hinchada y oblicua, unos dientes de fiera muerta de hambre.
** Y el puñal se elevó con rabia, cortó en media luna el caliginoso espacio, y, al hincarse con hueco toquido en el tumefacto abdomen, un chorro escapó, violáceo y viscoso, bañando al infeliz desde las gafas hasta las botas. Y éste corrió, huyó gimiendo a través del patio y de la calle como si recibiese su propia puñalada, dejando tras de sí tal nauseabunda huella que jamás hombre alguno dejó en vida, y una rueda de caras descompuestas por el asco, la risa y el miedo.
** Las últimas en irse fueron las mujeres, excepto Dalma. Ella se detuvo ahogando dentro del pecho un llanto de triunfo. Veía a los hombres alejarse y desaparecer uno tras otro detrás de la colina próxima. Y recién cuando el más alto de la partida se hubo perdido de vista pudo convencerse de que había concluido el episodio, uno más de la pavorosa [16] pesadilla. Y antes de que otro comenzara, pues estaba segura de que la tregua sería breve, con borbotones de lágrima en la cara, irrumpió en el depósito donde Pablo Gamarra, uno de la veintena de bultos, con enorme ansiedad la esperaba. Puesta de rodillas y temblando, desató los nudos que aferraban la quietud sepultífera en que el tenso rebelde ardía. ¡Pablo, mi amor!, pudo al fin hablar ahogada por la emoción; cuando la vida es digna hasta los muertos la defienden; ¡se fueron, Pablo, se fueron! Y lloró con toda el alma en tanto ayudaba al herido a desentumecerse y levantarse. ¡Estoy vivo!, exclamó él como estallando; pero esta vida más te pertenece a vos que a mí, por haberla salvado y vuelto a salvar, exponiéndote como jamás he visto a nadie hacer; ¡Dalma, mi amor, soy tuyo!
** Abandonaban el depósito hacia el tremendo camino de la fuga cuando Cándido Paná, amigo hasta después de la muerte, crujió de pronto dentro de su quebrantada envoltura, obligándolos a detenerse un instante junto al despojo apuñalado, y luego, en atribulado silencio que un hondo reconocimiento cargaba, traspusieron el umbral. Y la notable puerta rechinó nuevamente clausurando a la luz la estancia de los muertos. Una porción de esperanza se acababa de salvar.
.
VII - EL DIENTE DE ORO
.
-¡La puta, carajo, déjese de picotearme el cerebro!
El auxiliar dejó la máquina de escribir en que tecleaba su aburrimiento, y levantándose de un salto, arrastró la silla que ocupaba.
-Más vale váyase a ver si trajeron a esos tipos.
La repentina energía del jefe lo tomó de sorpresa. Desde la puerta, donde llegó un tanto aturdido, mirando a uno y otro lado sin seguridad de lo que hacía, informó:
-Parece que ya les traen, señor.
-¡Cómo que parece!
-Quiero decir que ya les traen, señor.
El que daba las órdenes fumaba mirando al techo. Cirilo y el rengo, pálidos, mucho más pálidos que de costumbre, desorbitados, quedáronse como estatuas después de que los agentes se retirasen. Al cabo de buenos minutos, como si fuera algo calculado, el funcionario giró sobre los tacones clavándoles en los ojos eclipsados de miedo los suyos de perro rabioso, ocultos tras unas gafas negras.
-¡Asesinos!
El efecto fue rotundo. A los infelices cayóseles la mirada al piso, donde las viejísimas baldosas decoradas de arabescos, totalmente opacas y borrosas por un siglo de sombrías pisadas y la evidente falta de periódica escoba, empezaron a girar. Algo parecido solía sucederles cuando, desde el bote, fijaban la vista en las tumultuosas aguas del río.
-¿No? ¡Qué carajo! Le mataron y le tiraron al río. ¿O solamente le dieron un empujón?
Una colilla fue a sumarse a las muchas esparcidas por el piso. Y otro cigarrillo entró en función. Los detenidos mirábanse vacilantes. Dudaban en serio. No es común que algo supuesto diera semejante seguridad a las palabras de un tipo. Estaban seguros de que aquella espectral madrugada, ni uno ni el otro habían probado más que unos asquerosos [...]
-¿Y no sabían que un individuo que cae al agua se ahoga, verdá?
Ambos hubieran podido contestar a todo rotundamente mates de yuyo, por lo que se mantenían bien sobrios. Pero... «no». Hubieran protestado incluso por caer víctimas de una falsedad. Pero vacilaron en serio; dudaban de los hechos como de sí mismos y hasta del tipo de las gafas negras. El moho decorativo de las baldosas movíase como si flotara en un líquido. El representante de la ley se sahumaba clavado frente a la ventana, alto, enjuto, rubio. Increíble que fuese criollo neto. Su arrogancia completaba su cuadro, propio de gente gringa maleva con sangre y sentimientos ajenos.
-A lo mejor e una equivocación, señor.
-Una degracia, ni ma ni meno.
Las palabras nada tenían que ver con el estado mental de los reos. Simplemente respondían a un juego absurdo. Se les abrió la boca; nada más. Y era fácil que se les volviese a abrir, principalmente al más afectado, el rengo. Por eso, Cirilo le aplicó un camuflado codazo. Pero el rengo no se hallaba en condiciones morales de comprender semejante lenguaje. Ni otro distinto tal vez. En plena caída, todo le resultaba resbaloso. Y nuevamente, la boca se le abrió.
-Yo voy a contar lo que pasó, señor.
Cirilo echó la cabeza atrás y cerró los ojos, sintiéndose a punto de divisar estrellas, pese a que, a través de sus terrosos párpados y de las tablas y tejas podridas, no hubiese podido verlas, siendo además pleno día.
Sin embargo, unas desesperadas estrellas giraban para él en un cielo sin sentido.
-Y bueno, hable, pero que sea la verdá.
El rengo asintió con profundas caídas de cabeza. El indagador vería en él, seguramente, algún ejemplar prototipo mencionado en los manuales de la sabuesería universal: Mente obtusa, propensión a la autodenuncia y a la mentira. ¿Merecía confianza un sujeto capaz de darle la razón a él? El rengo, cabeceando como atorado, comenzó endilgándole a Cirilo la causa primera del presunto error cometido en el río.
-Este pue... demasiado luego se asutó. La gendarmería nomá co era lo que largó uno tiro...
Y buscó en la cara lentuda la aprobación. Una corbata exageradamente roja sobre un traje ridículo soportaba una cabeza alta de cara rematada en una columna de humo.
-...el tipo, o sea el herido nio se tiró encima de éste para sacarle su remo, y éste...
Cirilo le cortó el aliento de un pisotón en el único pie aprovechando la aparente abstracción del indagador.
-...este... Y ya no pudo concluir pero sí devolvió el pisotón con la muleta, escena que sacó de quicio al funcionario de la ley, quien súbitamente dejó su fingida estratosfera para intervenir como sabía hacerlo.
-¡Carajo! ¿Por qué no se dejan de joder y hablan de una vez? ¡A ver, usté, vamos!
Cirilo sintió introducírsele entre las piernas un rabo que creía no tener.
Y, compungido, habló:
-Estábamo cincuenta metro masomeno de la orilla cuando hubo el tiroteo, y el finado quiso seguir precisamente, y nosotro teníamo miedo, porque eso curepí co e demasiado asesino, y ansí e que le pegué con el remo, y el infelí se cayó. Era sin querer pa sabé, defensa propia y nada ma.
De las alfajías color tabaco pendían cadáveres succionados, estrangulados por arañas famélicas, desproporcionadamente armadas y despiadadas. Concéntricos anillos de humo se sucedían dilatándose a la manera de un grotesco embudo, por cuya parte más ancha se disgregaba luego en tufos que invadían los pulmones.
La vista del policía se esfumaba a través de las gafas hasta donde las volutas permanecían girando entre telarañas, en torno de unos insectos viscosos y sucios aunque todavía vivos; los atrapaba en la sutil red gris tendida con deleite de maligna astucia. Las arañas, infelices crápulas, jamás osarían succionar sus ojos.
-¡Bueno, basta! ¡Asesinato! «Cualquiera sea la forma y el móvil, matar es crimen». ¡Y el crimen se paga con la cárcel!
El insólito funcionario memorizaba oculto bajo sus vidrios una bolilla de cierto odioso texto que debió tragar antes de acostarse para soñar con su último ascenso de simple pyragüé calificado a jefe del departamento. Los ojos de Cirilo y el rengo rodaban entre lágrimas y hediondas colillas de cigarrillos. ¡Cuánta suciedad la de ese par de vidas! Podrirse en el yuyal; luego podrirse en la cárcel. ¡Vaya, destino! Era como para matarse o matar. ¡Matar! Cirilo tragó saliva. Hay casos en que no es fácil distinguir entre el bien y el mal. Depende, por ejemplo, de quién mate, y a quién; de quién aplaste y quién sea el aplastado. Lástima que las revoluciones terminan siempre tan pronto.
«Pero cuando el hecho se materializa en beneficio de la justicia... eso es».
-¡Eso es!, concluyó el funcionario pensando en voz alta.
Los reos lo miraron de abajo para arriba hasta tropezar con las gafas, detrás de cuya negrura se encendía el terror.
Y sus ojos desplomáronse. Sobre las baldosas ondulantes, una sombra larga, fría y sanguinolenta se desplazaba en círculos de vértigo. En el centro, sí, en el centro flotaban sus ojos en un río de lágrimas.
-¡Eso es!
Y ambos temblaron conteniendo el aliento en espera del derrumbe total.
-Sin embargo, según como se comporten, ustedes podrían...
El efecto logrado con el cambio de tono fue sorprendente. Diluyose la sombra que envolvía a los reos, quedando ante sus desorbitados ojos sólo un claro afiche del tamaño de un oficio magistralmente sostenido en el aire por dos tahúricos dedos. Una voz medidamente musical reproducía el texto:
-Se establece recompensa de pesos diez mil por la captura vivo o muerto del sujeto Pablo Gamarra, montonero, enemigo de la paz y el orden.
-¡Diemil!
-¡Diemil!
-No se apuren. Hay una condición. Habrá perdón y recompensa si colaboran, como les dije, declarándose autores materiales de la muerte...
El rengo yacía absorto. Soñaba con una pila de billetes olorosos. Nunca había visto tantos y le resultaba difícil imaginar [60] el volumen. ¡Diemil! Cirilo secose con la manga mugrienta, rescatando del charco lacrimoso sus pobres ojos, los que, como voraces insectos, aplicáronse a recorrer el cuadrilátero impreso, hecho sin cuidado para el policía, seguro de que ninguno sabía leer. Luego el afiche desapareció de vista, pero ambos habían llegado a ver la foto impresa, la que reconocían, sin duda. ¿O no?
-¡Diemil! ¿No será pa bola?, pensó a plena voz, imprudentemente, el rengo.
-¡Carajo!
Y la autoridad quemó otro cigarrillo sin percatarse de que aún ardía uno sobre el chamuscado borde del escritorio. Chupó y alzó la vista al techo, momento justo en que sucios y simultáneos garfios disputábanse despojos irreconocibles de inmundas existencias acabadas entre aburridos pataleos.
Todo sea por la paz y el orden, pensaba el funcionario retocándose el bastante ajustado nudo de la corbata que pretendía simbolizar acatamiento a muerte.
-Como todo el mundo sabe, el maleante Gamarra fue en vida el «comandante Pablo», criminal antipatriótico. Así que ustede, firmando la confesión, ya van a merecer el justo premio. ¿Entendido?
En el chato ámbito mental de los reos no podía caber la imagen de tantos billetes juntos. Les irá a costar esfuerzo acostumbrarse a una vida distinta con ayuda del dinero, aunque el sólo hecho de poseerlo ha de dar un gran placer.
Ha de ser algo así como el de llevarse a cuestas una hermosa mujer aunque no se la sepa disfrutar. ¡Adió mante bañado! ¡Adió, hambre de perro!
De pronto, levantándose de su rincón exclusivo, el auxiliar presentó al jefe un escrito sacado de la máquina como pan del horno. Enseguida trajo una pizarra entintada disponiéndose a untar el pulgar de cada implicado, y uno después del otro los apoyó al pie del texto convenientemente redactado para que sirva de testimonio a la autoridad competente y para su debida publicidad.
Y tras un sorpresivo cencerreo, manos a las viseras y golpeteo de tacones en la puerta, aparecieron dos guardias. Cirilo y el rengo intercambiaron miradas de agonía. El jefe dio la orden.
-Incomunicados.
Cirilo y el rengo abrieron la boca sin llegar a protestar. Los guardias los empujaron afuera antes de volverse y repetir la venia. El de las gafas, ojos al techo, veía caer flotando en humo dos leves cadáveres chupados por las arañas. Entonces, como buscando refugio, sacó del bolsillo interior una manoseada foto, la miró con detenimiento, acaso con nostalgia. ¿Qué anhelo perdido o qué bien inasequible guardaba en el bolsillo interior ese hombre sin alma? La ocultó entre las hojas de un libro encuadernado en rojo y letras de oro extraído de un cajón del escritorio, «Pensamientos Célebres», único que le agradaba al parecer y al que recurría, según decires, en procura de aliciente dadas las coyunturas. Lo leyó brevemente en voz alta: Una victoria o un éxito importante suelen lograr el efecto de impulsar el espíritu a un nivel superior. El auxiliar lo interrumpió:
-Señor, traen a la muchacha.
Un cigarrillo, un ajuste a la corbata y un toquecito al traje completaron la nueva pose funcional. El rojo libro se cerró en tanto los tipos que traían a Dalma groseramente sujeta por los brazos, una vez adentro la soltaron y a un mínimo signo del jefe, desaparecieron.
Dalma contuvo un grito ante el sorpresivo encuentro con el demoníaco atracador de anfiteatros, ahora transfigurado, que fumaba mirando al techo, parado junto a la ventana, en cuyo lado de afuera copulaban las moscas resbalando sobre el vidrio mientras la tarde huía montada en un haz de luz sucia. Ignorada con premeditación, Dalma aguardaba nerviosa. El auxiliar, al notarlo, se inquietaba.
-Señorita, tome asiento.
Un largo banco de alfajías, pulido a fuerza de holganzas, yacía allí. Sus patas de hierro aseguradas con bulones enormes parecían patas de fieras.
Dalma se sentó con un suspiro de resignación. Al poco rato, el auxiliar abandonó su rincón, y dando un rodeo por el recinto, detúvose frente al superior interrumpiéndole el arrobo.
-Señor, la muchacha está aquí.
Él huía, ajeno a todo, a través del vidrio, hacia la calle cuya vista asqueaba. El auxiliar, entre tanto, no le quitaba el ojo a Dalma. Había empero en su mirada respeto o tal vez compasión. Ella también lo miraba, de tanto en tanto, interrogante, inquietándolo más aún. De pronto, el muchacho, con tímida sonrisa en los pómulos, tomó un anotador y se acercó a ella sentándose a poca distancia.
-¿Su nombre?
-Dalmacia Tornado. Pero, ¿por qué me pregunta si ya lo saben?
-Tiene razón; sabemos su nombre y sabemos que le dicen Dalma.
La brusca intervención del meditabundo que hablaba sin volverse la exaltó.
-Sí, señor. ¿Y pueden decirme, por favor, de qué se me acusa ?
En medio del odioso silencio que sobrevino, el auxiliar le habló a media voz.
-Es una historia larga, Dalma, pero no se preocupe.
Quedó desconcertada cuando el jefe volviose a ella inesperadamente manso, desprovisto de la brutalidad que esperaba. Las moscas, cada vez más numerosas contra el vidrio, punzaban la quietud con diminutos quejidos al forrarse de telaraña en su pretensión de entrar allí donde el tiempo olía a cosa muerta. Oscuras, ávidas y violentas, hembras o machos, disputábanse indistintamente el ilusorio disfrute que malveían a través de la suciedad, sin percatarse de la vaciedad en que la muerte desovaba. Dalma entró a exasperarse.
-¿No me pueden decir por qué estoy aquí?
El auxiliar la miraba preocupado, sin atreverse a seguir hablándole por miedo al jefe, a pesar de encontrarse éste vuelto hacia la semi-luz. Sabía que el acercarse a ella y hablarla ningún favor le haría. Creía conocerla; estaba casi seguro de ello y se consumía en ganas [de] decirle algo. Ella lo notaba y se fastidiaba ante su mirada escrutadora, ante esos ojos que le caminaban por el cuerpo como moscas lamedoras.
Cuando los dos sujetos fueron a entregarle la citación obligándola a acompañarlos, ella había entrado en conjeturas acerca de la misteriosa causa del procedimiento policíaco, encontrándose ajena a toda actividad comprometedora desde tres meses atrás, desde aquel día... y entró a dudar. ¿Es que habría surgido algún delator? ¿Quién? Tres meses es mucho tiempo, o tal vez poco. ¿Quién podía saberlo? Decididamente, si no se trataba de eso, algo tenía que ver con su repulsión a afiliarse o al trato de los asquerosos que tomaban el hospital como prostíbulo. Zas, ¿sería el traicionero doctorcito que la venía presionando? Menos mal que al fin pudo zafarse del putrefacto. ¿Cuánto tiempo la retendrán? Si fuera por jorobarla solamente no sería tanto. ¿Y si decidieran mandarla al calabozo? ¡Dios mío!
Justo ahora que estaba segura de esperar un hijo. Calma, se dijo; en tal caso pediría la mandasen al Buen Pastor donde, según parece, las monjas, menos bárbaras que los pyragüés, dejaban trabajar a las reas y ahorrar algo para cuando salieran. Trabajar para el hijo por nacer. Suspiró. Trabajará, por supuesto, en lo que fuera, durante todo el tiempo que pueda. El tufo apestaba. Más parecía provenir de alguna chimenea incineradora antes que de la boca de un funcionario del orden. Dalma sufrió un acceso de tos al cabo del cual quedó muy abatida, a punto de desvanecerse. Pero, con gran esfuerzo, se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondamente y el mal pasó. Si por lo menos el hijo tuviese un padre. ¿Qué estaba pensando? Sí, lo tiene, seguro que sí, mas ella se refería a un padre que estuviese presente, físicamente, ¡claro! Ojalá pudiera saber la suerte corrida por él desde la madrugada aquella, la eterna, la del adiós. ¡Claro!, buscó sobreponerse, si no tenía noticias de su hombre era porque... porque primero él tenía que curarse y luego, seguramente, recién escribirá cuando trabaje y pueda llamarla a su lado. Además el correo... Todo el mundo se queja porque las cartas llegan abiertas, y nada extraño sería que una dirigida a Dalmacia Tornado sea retenida. ¡Zas! Otra posible causa para una citación. Un flujo helado la invadió un instante. ¡Dios mío! Cerró nuevamente los ojos. El del orden, siempre huyendo a través del vidrio, extrajo del bolsillo una marquilla de cigarrillos encontrándola vacía y arrojándola con desdén al piso. El ruido sobresaltó a Dalma, quien, al mirar el cuadro, no pudo evitar una sonrisa amarga. Lo asociaba al de las llaves arrojadas sobre el fango de la morgue, reviviendo el espanto de aquel personaje ante la propia inhumanidad. Finalmente, lo veía empezando a salirse de su silencio como lenta crisálida de su envoltura de sombras. Lo veía abrir la boca girando en cámara lenta.
-Usted ha tenido un amante... o novio... algo así...
-Pablo Gamarra. ¿A él se refiere?
Para responder, Dalma se puso de pie. Pero el silencio tornó al recinto y el de las gafas a la ventana.
El sol no tardaría en ponerse. Zumbaban los mosquitos a medida que la noche difuminaba los rincones y el techo. ¿Hacia dónde se pondría el sol? Dalma, vuelta a sentarse, [64] posó la vista en el vidrio por sobre el hombro del policía. Sólo podía ver la mohosa pared de enfrente ajada por lluvias y abandono. El sol estaría yéndose hacia sus espaldas, quizá. ¿Dónde irá a pasar la noche? Mentalmente pronunció el nombre de Pablo una vez más, como la centésima durante ese día. Pese a que el tiempo avanzaba sin noticias de él, su nombre se le anteponía a todo, como una obsesión; devenía el centro de su ansiedad constante. Otra vez regresaba ahora con un latido punzante, con palabras que revivían agónicos momentos compartidos. «Ya vendrá un tiempo nuevo también para el amor». Surgía la voz amada del cristal de sus sueños impreso entre las cortaderas de un madrejón: «Al menos, el amor podrá realizarse sin miserias y sin miedos». Entonces, la noche era febrilmente reclamada por ambos. Era la salvadora y se negaba a llegar. Manteníase como anclada detrás del horizonte. Ahora, la noche estaba metida en ella misma, y aunque la rechazaba, estaba allí, dentro de su corazón. Esa noche se llamaba ausencia y se llamaba terror. ¿Hasta cuándo, Dios mío? Los mosquitos zumbaban en cantidad creciente. Sólo faltaban allí el agua hedionda y las cortaderas. ¿Qué hora sería ésa de sin par angustia? ¿Las seis quizá? La demorada voz del policía cayó de pronto.
-Exacto. Sí, a él me refiero.
Dalma, como temiendo se le volviese a escapar, lo abordó con justo apresuramiento.
-Bien, señor, escuche: Pablo Gamarra, herido durante la retirada rebelde, se refugió en el hospital donde yo trabajaba. Y yo le presté auxilio como a cualquier otro herido.
Después nos enamoramos. Por último ordenaron su captura vivo o muerto con una recompensa por su cabeza. Y llegó usted. Fue entonces que lo ayudé colgándolo de mi hombro, arrastrándolo, empujándolo hasta verlo cruzar el río. Él es el padre del hijo que espero. Yo lo salvé. ¿Es lo que deseaba, saber?
Le quedó en el cerebro un vacío zumbante como el ocasionado por una explosión. Al captar el móvil del indagador, ella lo dijo todo de golpe sin reparar en las consecuencias. Sentía náuseas y lanzó todo su dolor como en un vómito, tal lo hiciera una vez en el hospital, ante los pyragüés, para que la dejasen en paz. El funcionario, vuelto a la ventana, parecía no oírla. Sin embargo, no hacía más que aguardar.
-Sí y no. Francamente, todo eso ya sabemos. Todo es verdá, solamente que usté no lo salvó.
He ahí su venganza, un arma secreta ladinamente empleada. El golpe repercutió en lo hondo, un golpe convulsivo, el estallido de la sombra que se expandió provocando la crisis. Su estructura tangible crujió obligándola a pararse de un salto. Y quedó rígida como una estatua. Poco a poco, luego, como emergiendo de un colapso intemporal, dejó escapar la voz.
-Por lo que más quiera, diga todo lo que tiene que decirme de una vez.
-No lo salvó, lo dejó en manos de vagabundos... Ayer apareció el cadáver.
Sintiose Dalma reducida a un latido oscuro, a un punto sin dimensión, lejano, diluido en la claridad lechosa, inasible. Y la fatiga inmensa de aquella tenebrosa madrugada de la ribera se le agolpó en el pecho. Y el punto oscuro empezó a crecer en progresión acelerada hasta el tamaño de un mundo de color pizarra. Y cayó.
El sueño pavoroso continuaba. La pesadilla no había concluido en la ribera inhóspita, aquel martes increíble del mes de la derrota, del año de la ignominia. Lo entregué yo misma, musitó dentro de sí; yo misma, con mis propias manos. ¡Dios santo! ¡No! ¡No puede ser!
Al recuperar el conocimiento, levantose comprobando de inmediato que no soñaba, que aquello sí podía ser, que era.
Y ahogada por el dolor, gritó.
-¡Lo entregué, lo entregué yo misma!
El policía la trató con la conmiseración debida a un ser manoseado y desgarrado. Su burla fue ahora casi dulzura. Haciendo enorme esfuerzo, Dalma se puso de pie, alta la frente, la mirada perforando la infinita soledad en busca del perfil, de la cabal imagen del amor arrebatádole por la brutalidad.
Viéndola algo mejor, el auxiliar le rogó se sentara. Le alcanzó un vaso de agua. Ella bebió. Seguidamente le presentó la confesión firmada con huellas digitales. La firmó. Mas luego, procurando penetrar el contexto, tornó la crisis y nuevamente el auxiliar la ayudó a reponerse. Al cabo del mal rato, el jefe volvió a escena.
-Bueno, ya pasó. Solamente necesitábamos confirmar los hechos, señorita...
-Dalmacia Tornado, completó el auxiliar.
-Yo, personalmente, no le acuso de nada. Al contrario, lamento su mala suerte, su sacrificio inútil. Después de todo, tal vez a cualquier mujer le hubiera pasado lo que a usté le pasó, enamorarse y volverse ciega...
Dalma, con voz profundamente herida, le cortó la perorata.
-Todo lo que pueda decirme está de más. Pablo Gamarra fue asesinado. Esa es la única verdad.
El auxiliar la miraba. Le temblaba en la mano la hoja apenas sostenida. Tal vez sentía pena, tal vez rabia. Tal vez, si esa sociedad no fuese lo que era, si al menos un tipo como él pudiese hallar otra ocupación, soltaría eso que le repugnaba. La hoja que Dalma firmó contenía la aceptación y confirmación de hechos relatados para que sirvieran fines asqueantes. Con extraño asombro, el muchacho se percataba de enfrentarse por primera vez a alguien capaz de sepultar en sí su propia tragedia, reprimiendo su inmenso dolor y escapando a la genuflexión del llanto: una mujer. ¿Cuánta diferencia notaba entre la que él se figuraba y ésa cuya estatura moral desconocía!
-¿Y ahora, señor, puedo irme?
Tal vez, el de las gafas hubiera pensado impresionarla dándole un paternal consejo, diciéndole por ejemplo que en adelante sepa elegir mejor de quién enamorarse, que un rebelde es un patibulario en potencia, un rebelde... un rebelde... un rebelde... Pero Dalma le había dicho simplemente que las palabras sobran. Y ella tenía razón; por eso no la desmintió. Ahora se veía pequeño, ridículo, casi sin valor para seguir representando y a punto de revelar su humana entraña.
-Sí, ya puede irse.
Su propósito era hacer que la muchacha viera el cadáver, un cadáver inidentificable, por supuesto, con meses de descomposición, mejor para el caso, pero no llegaba. Por causas que él desconocía, los enviados no regresaban con el despojo. Sin embargo, en las condiciones presentes, ya no deseaba martirizarla más, renunciaba, por causas igualmente desconocidas, al placer de verla consumida hasta el derrumbe.
El auxiliar la siguió hasta la puerta de calle a fin de que la guardia la dejara salir. Por el oscuro pasillo iba unos pasos detrás, los ojos en la punta de los pies. Pensaba: Ahora ¿qué hará la pobre? ¿Y qué se gana con todo esto? ¡Hijos de perra! En la vereda la despidió.
-Adiós, Dalma. No me guarde rencor a mí. Buena suerte.
Ella no pudo hablar. Lo miró en los ojos enrojecidos y huyó. Él la veía correr sollozando. Hubiera querido salir detrás, dejar ese oscuro sumidero y huir como ella, mas, para eso le era necesario cierto sentido del que estaba castrado, el de la libertad.
Dalma no se volvió. Al doblar la esquina, una anciana conducida por un pyragüé la rozó y ambas miráronse sin hablar. No se conocían o no se reconocieron. Frente a la oficina de guardias, la anciana quiso detenerse a tomar aliento. Le vacilaban los pies. Le temblaba la cara. Su acompañante, sujetándola del brazo la forzó a entrar. Y ya en el pasillo, el auxiliar se hizo cargo de ella, la condujo al despacho. Al traspasar el umbral pudieron ver al de las gafas negras apretándose las sienes, duro el semblante, bañado por el nácar sucio del ocaso, frente a la ventana. La anciana, golpeándose el pecho, murmuró: ¡Paniagua! Su guía se apresuró a imponerle silencio con el índice en la boca. El muchacho pudo haber anunciado: Señor, aquí está la señora citada. Mas, no lo hizo. Lo miraba con lástima en los ojos, entrando a sospechar seriamente acerca de la salud del jefe. ¿Se habría equivocado suponiendo fingido el arrobamiento de su superior? Parecía evidente que no los había sentido entrar. Parecía no esperar a nadie. Pero, de pronto..., a plena voz, mirando a lo lejos, a través de los vidrios, comenzó interrogándose.
-¿Qué papel cumplo yo? ¿A quién sirvo? ¿A la patria? ¿A la justicia? ¿A quién?
El auxiliar acababa de tomar la silla de su uso personal para ofrecerla a la anciana huésped, todo dentro del mayor cuidado. Al oír la voz enrarecida del jefe, la soltó provocando enorme estrépito. Y Paniagua, sin siquiera moverse de su sitio, contribuyó a su mayor confusión lanzándole una desusada pregunta.
-¿Qué somos yo y usté? ¿Seres humanos?
El subalterno lo buscó sigilosamente con la vista, notando con estupor que el señor jefe no lo miraba, no miraba a nadie, tal vez hablábase a sí mismo espejado en el vidrio empañado de cacas de moscas. Y no se atrevió a decir lo que pensaba. Sólo pudo responder con monosílabos.
-Sí... sí... señor.
-Estúpido.
El infeliz guardó silencio.
-Vaya a comprar cigarrillos.
Le dio el dinero con la izquierda tendida hacia atrás.
-Y vea si llegó la vieja esa, citada esta tarde.
-Señor, la señora está aquí.
Paniagua se volvió de golpe. Realmente, la señora estaba allí. Demasiado anciana para que fuera molestada a esas horas. Estaba allí. Aguardaba con desazón la inevitable entrevista. No se detuvo a mirarla. No quería verla. La espió por el rabillo del ojo, yéndose a largos pasos hasta la puerta y de nuevo a la ventana. En tanto se demoraba el auxiliar, manipulaba distraído el encendedor, sacando y guardando y encendiendo y apagándolo mientras contemplaba el triste ocaso como si con él se estuvieran extinguiendo sus escasas luces. Señor..., escuchaba vanamente la angustiada voz de la mujer, señor... Sabía lo que ella deseaba preguntarle. ¿Acaso no vienen sabiendo de qué están acusadas? Estaba podrido de aguantar el mismo sin sentido. ¿Acaso no lo sabe?, dijo para sí, en un susurro. La voz continuaba.
-Señor, nunca hice mal a nadie. ¿No me confunden con otra?
-No.
-¿No?
-No, no sé cómo decirle, míreme usté, míreme; ¿cree que soy un ser humano?
-Sí, señor; ¡claro que sí!
La anciana estaba aterrada.
-No, no, usté no entiende. Usté ni nadie.
-Es cierto, señor, no le estoy entendiendo.
-Es porque... no se ubica; hay que ubicarse, señora; todos estamos comprometidos. Usté por ser lo que es y yo por ser lo que soy.
-Señor, por amor de Dios, ¿qué es lo que soy yo? ¿Por qué me tienen aquí?
-Usté ni yo no somos nada. Parecemos ser. Yo valgo por lo que hago; existo por mi papel, ése para el cual nací predestinado. Todos nacimos predestinados. Fíjese que hasta hace un minuto, ni usté ni yo existíamos el uno para el otro. Y de repente, en este asqueroso escenario, usté y yo tenemos un papel que cumplir. Mi papel es éste, el de policía. Usté debe representar un peritaje. Es sencillo. No es más que reconocer la identidá de un muerto. ¿Me entiende, verdá?
La anciana dejaba de comprender porque había entrado a pensar, y pensando, entraba a sospechar. ¿Por qué tenía que ser ella quien represente el peritaje? El ruinoso universo de maldades que conocía empezó a girarle en torno lentamente, reproduciéndosele la sucesión increíble de cuadros perpetuados en su alma, recubiertos por una leve ceniza de costumbre; imágenes de insospechado salvajismo proyectadas en una cadena sin término.
-¿Un muerto? ¿Qué muerto? Paniagua se volvió exponiendo el perfil a la débil fosforescencia reflejada a través de la ventana en cuya opacidad rebotaban los últimos arreboles. Era él, Paniagua, la cara inconfundible que le recordaba saqueos y vejámenes, heridas imborrables que no podían ser transferidos al pasado porque todavía sangraban.
-El cadáver de Pablo Gamarra, señora.
- ¡Santo Dios de los ejércitos!
La anciana cayó desvanecida.
-¡Prenda la luz!
El auxiliar saltó. El vapor de kerosén se incorporó de inmediato al corrompido aire del despacho y una viscosa claridad logró introducirse en las pupilas de la desvanecida, la que sufría una suerte de colapso que le dejaba percibir a través de subsentidos muy golpeados la sucesión de horrores ininterrumpida que pocos pueblos han aprendido a soportar. Paulatinamente, entre las inconexas imágenes, la pesadilla le trajo una mano sosteniendo cierto monstruoso espectro fotográfico y otra mano sosteniendo un cuenco corrugado en cuyo interior brillaba algo repelente.
-¡Estúpido! ¡Yo no le pedí la foto ni el diente de oro sino el cadáver!
Fueron las primeras palabras que pudo comprender. La voz de Paniagua increpando al empleado le resonaba en el cerebro como dentro de una fosa.
-Ya enterraron el cadáver, señor. Dicen que el Juez ordenó por hallarse el occiso en estado de putrefacción. Pero antes de enterrarlo le sacaron la fotografía y este diente, única pieza reconoscible, según dicen.
-¿Un diente de oro?
La voz de la anciana emergía del fondo de su derrumbe.
-Sí, señora, un diente de oro, ¿puede reconocerlo? El diente, señora, el diente, ¿usté conoce este diente, verdá?
El dolor contenido por el desmayo regresó estallante. No, por cierto, ella no conocía ese diente. No podía conocerlo puesto que había dejado de ver a su hijo desde años atrás, desde que el joven bachiller decidiera partir en busca de una plaza universitaria.
Desde entonces, las pocas cartas que recibía le decían que seguía bien, que pronto sería el doctor que su mamá soñaba.
Entre tanto transcurrían meses, luego años. La costumbre la ayudó a conformarse con una que otra carta siempre en espera del día triunfal. Pero luego aquéllas fueron menos frecuentes y finalmente cesaron. A partir de ese tiempo recibía noticias de él sólo de oídas. Así se enteró un día de que su hijo dirigía una montonera en los cerros de su localidad. No podía comprender enteramente aquello, pero al menos alimentó la vaga esperanza de verlo. Y la ilusión creció cuando supo que los montoneros marchaban sobre la guarnición militar local. Luego los días pasaron. La lucha parecía no tener fin. Le hablaban sin embargo de éxitos fantásticos, de inminente triunfo, hasta que, súbitamente, las emisoras del gobierno difundieron a todo pulmón el aplastamiento definitivo de los insurgentes. Y ella sintió desgarrársele algo en lo hondo. Después, una larga agonía, una cicatriz dolorosa y silencio. La esperanza acabó para ella al conocer la derrota del hijo. No podía comprender en profundidad el alcance de esa derrota, aunque sufrió atropellos, vejaciones, saqueos. Entonces quedósele grabada en la mente la imagen de Paniagua. Su corazón de madre sangró día tras día. Y pasaron tres meses al cabo de los cuales el desgarramiento parecía restañarse y sanó. Pero le pesaba el mundo mucho más que antes de la derrota. Lo soportaba entero sobre las espaldas. Veníase abismando, pero el día que recibió la citación se puso derecha. Presentía algo terrible por afrontar. Ella nada sabía del diente de oro, ni que perteneciera o no a su hijo. Pero sí estaba segura de que lo habían matado. ¿Por qué otra cosa la traerían a ella pues?
-¡Claro que lo asesinaron! ¡Tanto miedo que le tenían!
Una sola vez gritó desesperada. Y ese grito la tornó a su reciedumbre anterior. Tragó hiel y calló.
Y doña Esperanza, que así se llamaba la madre de Pablo Gamarra, se puso de pie e irguiéndose cuanto podía, salió caminando lenta pero firmemente, secos los ojos, cancelada la voz.
El auxiliar dejó la máquina de escribir en que tecleaba su aburrimiento, y levantándose de un salto, arrastró la silla que ocupaba.
-Más vale váyase a ver si trajeron a esos tipos.
La repentina energía del jefe lo tomó de sorpresa. Desde la puerta, donde llegó un tanto aturdido, mirando a uno y otro lado sin seguridad de lo que hacía, informó:
-Parece que ya les traen, señor.
-¡Cómo que parece!
-Quiero decir que ya les traen, señor.
El que daba las órdenes fumaba mirando al techo. Cirilo y el rengo, pálidos, mucho más pálidos que de costumbre, desorbitados, quedáronse como estatuas después de que los agentes se retirasen. Al cabo de buenos minutos, como si fuera algo calculado, el funcionario giró sobre los tacones clavándoles en los ojos eclipsados de miedo los suyos de perro rabioso, ocultos tras unas gafas negras.
-¡Asesinos!
El efecto fue rotundo. A los infelices cayóseles la mirada al piso, donde las viejísimas baldosas decoradas de arabescos, totalmente opacas y borrosas por un siglo de sombrías pisadas y la evidente falta de periódica escoba, empezaron a girar. Algo parecido solía sucederles cuando, desde el bote, fijaban la vista en las tumultuosas aguas del río.
-¿No? ¡Qué carajo! Le mataron y le tiraron al río. ¿O solamente le dieron un empujón?
Una colilla fue a sumarse a las muchas esparcidas por el piso. Y otro cigarrillo entró en función. Los detenidos mirábanse vacilantes. Dudaban en serio. No es común que algo supuesto diera semejante seguridad a las palabras de un tipo. Estaban seguros de que aquella espectral madrugada, ni uno ni el otro habían probado más que unos asquerosos [...]
-¿Y no sabían que un individuo que cae al agua se ahoga, verdá?
Ambos hubieran podido contestar a todo rotundamente mates de yuyo, por lo que se mantenían bien sobrios. Pero... «no». Hubieran protestado incluso por caer víctimas de una falsedad. Pero vacilaron en serio; dudaban de los hechos como de sí mismos y hasta del tipo de las gafas negras. El moho decorativo de las baldosas movíase como si flotara en un líquido. El representante de la ley se sahumaba clavado frente a la ventana, alto, enjuto, rubio. Increíble que fuese criollo neto. Su arrogancia completaba su cuadro, propio de gente gringa maleva con sangre y sentimientos ajenos.
-A lo mejor e una equivocación, señor.
-Una degracia, ni ma ni meno.
Las palabras nada tenían que ver con el estado mental de los reos. Simplemente respondían a un juego absurdo. Se les abrió la boca; nada más. Y era fácil que se les volviese a abrir, principalmente al más afectado, el rengo. Por eso, Cirilo le aplicó un camuflado codazo. Pero el rengo no se hallaba en condiciones morales de comprender semejante lenguaje. Ni otro distinto tal vez. En plena caída, todo le resultaba resbaloso. Y nuevamente, la boca se le abrió.
-Yo voy a contar lo que pasó, señor.
Cirilo echó la cabeza atrás y cerró los ojos, sintiéndose a punto de divisar estrellas, pese a que, a través de sus terrosos párpados y de las tablas y tejas podridas, no hubiese podido verlas, siendo además pleno día.
Sin embargo, unas desesperadas estrellas giraban para él en un cielo sin sentido.
-Y bueno, hable, pero que sea la verdá.
El rengo asintió con profundas caídas de cabeza. El indagador vería en él, seguramente, algún ejemplar prototipo mencionado en los manuales de la sabuesería universal: Mente obtusa, propensión a la autodenuncia y a la mentira. ¿Merecía confianza un sujeto capaz de darle la razón a él? El rengo, cabeceando como atorado, comenzó endilgándole a Cirilo la causa primera del presunto error cometido en el río.
-Este pue... demasiado luego se asutó. La gendarmería nomá co era lo que largó uno tiro...
Y buscó en la cara lentuda la aprobación. Una corbata exageradamente roja sobre un traje ridículo soportaba una cabeza alta de cara rematada en una columna de humo.
-...el tipo, o sea el herido nio se tiró encima de éste para sacarle su remo, y éste...
Cirilo le cortó el aliento de un pisotón en el único pie aprovechando la aparente abstracción del indagador.
-...este... Y ya no pudo concluir pero sí devolvió el pisotón con la muleta, escena que sacó de quicio al funcionario de la ley, quien súbitamente dejó su fingida estratosfera para intervenir como sabía hacerlo.
-¡Carajo! ¿Por qué no se dejan de joder y hablan de una vez? ¡A ver, usté, vamos!
Cirilo sintió introducírsele entre las piernas un rabo que creía no tener.
Y, compungido, habló:
-Estábamo cincuenta metro masomeno de la orilla cuando hubo el tiroteo, y el finado quiso seguir precisamente, y nosotro teníamo miedo, porque eso curepí co e demasiado asesino, y ansí e que le pegué con el remo, y el infelí se cayó. Era sin querer pa sabé, defensa propia y nada ma.
De las alfajías color tabaco pendían cadáveres succionados, estrangulados por arañas famélicas, desproporcionadamente armadas y despiadadas. Concéntricos anillos de humo se sucedían dilatándose a la manera de un grotesco embudo, por cuya parte más ancha se disgregaba luego en tufos que invadían los pulmones.
La vista del policía se esfumaba a través de las gafas hasta donde las volutas permanecían girando entre telarañas, en torno de unos insectos viscosos y sucios aunque todavía vivos; los atrapaba en la sutil red gris tendida con deleite de maligna astucia. Las arañas, infelices crápulas, jamás osarían succionar sus ojos.
-¡Bueno, basta! ¡Asesinato! «Cualquiera sea la forma y el móvil, matar es crimen». ¡Y el crimen se paga con la cárcel!
El insólito funcionario memorizaba oculto bajo sus vidrios una bolilla de cierto odioso texto que debió tragar antes de acostarse para soñar con su último ascenso de simple pyragüé calificado a jefe del departamento. Los ojos de Cirilo y el rengo rodaban entre lágrimas y hediondas colillas de cigarrillos. ¡Cuánta suciedad la de ese par de vidas! Podrirse en el yuyal; luego podrirse en la cárcel. ¡Vaya, destino! Era como para matarse o matar. ¡Matar! Cirilo tragó saliva. Hay casos en que no es fácil distinguir entre el bien y el mal. Depende, por ejemplo, de quién mate, y a quién; de quién aplaste y quién sea el aplastado. Lástima que las revoluciones terminan siempre tan pronto.
«Pero cuando el hecho se materializa en beneficio de la justicia... eso es».
-¡Eso es!, concluyó el funcionario pensando en voz alta.
Los reos lo miraron de abajo para arriba hasta tropezar con las gafas, detrás de cuya negrura se encendía el terror.
Y sus ojos desplomáronse. Sobre las baldosas ondulantes, una sombra larga, fría y sanguinolenta se desplazaba en círculos de vértigo. En el centro, sí, en el centro flotaban sus ojos en un río de lágrimas.
-¡Eso es!
Y ambos temblaron conteniendo el aliento en espera del derrumbe total.
-Sin embargo, según como se comporten, ustedes podrían...
El efecto logrado con el cambio de tono fue sorprendente. Diluyose la sombra que envolvía a los reos, quedando ante sus desorbitados ojos sólo un claro afiche del tamaño de un oficio magistralmente sostenido en el aire por dos tahúricos dedos. Una voz medidamente musical reproducía el texto:
-Se establece recompensa de pesos diez mil por la captura vivo o muerto del sujeto Pablo Gamarra, montonero, enemigo de la paz y el orden.
-¡Diemil!
-¡Diemil!
-No se apuren. Hay una condición. Habrá perdón y recompensa si colaboran, como les dije, declarándose autores materiales de la muerte...
El rengo yacía absorto. Soñaba con una pila de billetes olorosos. Nunca había visto tantos y le resultaba difícil imaginar [60] el volumen. ¡Diemil! Cirilo secose con la manga mugrienta, rescatando del charco lacrimoso sus pobres ojos, los que, como voraces insectos, aplicáronse a recorrer el cuadrilátero impreso, hecho sin cuidado para el policía, seguro de que ninguno sabía leer. Luego el afiche desapareció de vista, pero ambos habían llegado a ver la foto impresa, la que reconocían, sin duda. ¿O no?
-¡Diemil! ¿No será pa bola?, pensó a plena voz, imprudentemente, el rengo.
-¡Carajo!
Y la autoridad quemó otro cigarrillo sin percatarse de que aún ardía uno sobre el chamuscado borde del escritorio. Chupó y alzó la vista al techo, momento justo en que sucios y simultáneos garfios disputábanse despojos irreconocibles de inmundas existencias acabadas entre aburridos pataleos.
Todo sea por la paz y el orden, pensaba el funcionario retocándose el bastante ajustado nudo de la corbata que pretendía simbolizar acatamiento a muerte.
-Como todo el mundo sabe, el maleante Gamarra fue en vida el «comandante Pablo», criminal antipatriótico. Así que ustede, firmando la confesión, ya van a merecer el justo premio. ¿Entendido?
En el chato ámbito mental de los reos no podía caber la imagen de tantos billetes juntos. Les irá a costar esfuerzo acostumbrarse a una vida distinta con ayuda del dinero, aunque el sólo hecho de poseerlo ha de dar un gran placer.
Ha de ser algo así como el de llevarse a cuestas una hermosa mujer aunque no se la sepa disfrutar. ¡Adió mante bañado! ¡Adió, hambre de perro!
De pronto, levantándose de su rincón exclusivo, el auxiliar presentó al jefe un escrito sacado de la máquina como pan del horno. Enseguida trajo una pizarra entintada disponiéndose a untar el pulgar de cada implicado, y uno después del otro los apoyó al pie del texto convenientemente redactado para que sirva de testimonio a la autoridad competente y para su debida publicidad.
Y tras un sorpresivo cencerreo, manos a las viseras y golpeteo de tacones en la puerta, aparecieron dos guardias. Cirilo y el rengo intercambiaron miradas de agonía. El jefe dio la orden.
-Incomunicados.
Cirilo y el rengo abrieron la boca sin llegar a protestar. Los guardias los empujaron afuera antes de volverse y repetir la venia. El de las gafas, ojos al techo, veía caer flotando en humo dos leves cadáveres chupados por las arañas. Entonces, como buscando refugio, sacó del bolsillo interior una manoseada foto, la miró con detenimiento, acaso con nostalgia. ¿Qué anhelo perdido o qué bien inasequible guardaba en el bolsillo interior ese hombre sin alma? La ocultó entre las hojas de un libro encuadernado en rojo y letras de oro extraído de un cajón del escritorio, «Pensamientos Célebres», único que le agradaba al parecer y al que recurría, según decires, en procura de aliciente dadas las coyunturas. Lo leyó brevemente en voz alta: Una victoria o un éxito importante suelen lograr el efecto de impulsar el espíritu a un nivel superior. El auxiliar lo interrumpió:
-Señor, traen a la muchacha.
Un cigarrillo, un ajuste a la corbata y un toquecito al traje completaron la nueva pose funcional. El rojo libro se cerró en tanto los tipos que traían a Dalma groseramente sujeta por los brazos, una vez adentro la soltaron y a un mínimo signo del jefe, desaparecieron.
Dalma contuvo un grito ante el sorpresivo encuentro con el demoníaco atracador de anfiteatros, ahora transfigurado, que fumaba mirando al techo, parado junto a la ventana, en cuyo lado de afuera copulaban las moscas resbalando sobre el vidrio mientras la tarde huía montada en un haz de luz sucia. Ignorada con premeditación, Dalma aguardaba nerviosa. El auxiliar, al notarlo, se inquietaba.
-Señorita, tome asiento.
Un largo banco de alfajías, pulido a fuerza de holganzas, yacía allí. Sus patas de hierro aseguradas con bulones enormes parecían patas de fieras.
Dalma se sentó con un suspiro de resignación. Al poco rato, el auxiliar abandonó su rincón, y dando un rodeo por el recinto, detúvose frente al superior interrumpiéndole el arrobo.
-Señor, la muchacha está aquí.
Él huía, ajeno a todo, a través del vidrio, hacia la calle cuya vista asqueaba. El auxiliar, entre tanto, no le quitaba el ojo a Dalma. Había empero en su mirada respeto o tal vez compasión. Ella también lo miraba, de tanto en tanto, interrogante, inquietándolo más aún. De pronto, el muchacho, con tímida sonrisa en los pómulos, tomó un anotador y se acercó a ella sentándose a poca distancia.
-¿Su nombre?
-Dalmacia Tornado. Pero, ¿por qué me pregunta si ya lo saben?
-Tiene razón; sabemos su nombre y sabemos que le dicen Dalma.
La brusca intervención del meditabundo que hablaba sin volverse la exaltó.
-Sí, señor. ¿Y pueden decirme, por favor, de qué se me acusa ?
En medio del odioso silencio que sobrevino, el auxiliar le habló a media voz.
-Es una historia larga, Dalma, pero no se preocupe.
Quedó desconcertada cuando el jefe volviose a ella inesperadamente manso, desprovisto de la brutalidad que esperaba. Las moscas, cada vez más numerosas contra el vidrio, punzaban la quietud con diminutos quejidos al forrarse de telaraña en su pretensión de entrar allí donde el tiempo olía a cosa muerta. Oscuras, ávidas y violentas, hembras o machos, disputábanse indistintamente el ilusorio disfrute que malveían a través de la suciedad, sin percatarse de la vaciedad en que la muerte desovaba. Dalma entró a exasperarse.
-¿No me pueden decir por qué estoy aquí?
El auxiliar la miraba preocupado, sin atreverse a seguir hablándole por miedo al jefe, a pesar de encontrarse éste vuelto hacia la semi-luz. Sabía que el acercarse a ella y hablarla ningún favor le haría. Creía conocerla; estaba casi seguro de ello y se consumía en ganas [de] decirle algo. Ella lo notaba y se fastidiaba ante su mirada escrutadora, ante esos ojos que le caminaban por el cuerpo como moscas lamedoras.
Cuando los dos sujetos fueron a entregarle la citación obligándola a acompañarlos, ella había entrado en conjeturas acerca de la misteriosa causa del procedimiento policíaco, encontrándose ajena a toda actividad comprometedora desde tres meses atrás, desde aquel día... y entró a dudar. ¿Es que habría surgido algún delator? ¿Quién? Tres meses es mucho tiempo, o tal vez poco. ¿Quién podía saberlo? Decididamente, si no se trataba de eso, algo tenía que ver con su repulsión a afiliarse o al trato de los asquerosos que tomaban el hospital como prostíbulo. Zas, ¿sería el traicionero doctorcito que la venía presionando? Menos mal que al fin pudo zafarse del putrefacto. ¿Cuánto tiempo la retendrán? Si fuera por jorobarla solamente no sería tanto. ¿Y si decidieran mandarla al calabozo? ¡Dios mío!
Justo ahora que estaba segura de esperar un hijo. Calma, se dijo; en tal caso pediría la mandasen al Buen Pastor donde, según parece, las monjas, menos bárbaras que los pyragüés, dejaban trabajar a las reas y ahorrar algo para cuando salieran. Trabajar para el hijo por nacer. Suspiró. Trabajará, por supuesto, en lo que fuera, durante todo el tiempo que pueda. El tufo apestaba. Más parecía provenir de alguna chimenea incineradora antes que de la boca de un funcionario del orden. Dalma sufrió un acceso de tos al cabo del cual quedó muy abatida, a punto de desvanecerse. Pero, con gran esfuerzo, se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondamente y el mal pasó. Si por lo menos el hijo tuviese un padre. ¿Qué estaba pensando? Sí, lo tiene, seguro que sí, mas ella se refería a un padre que estuviese presente, físicamente, ¡claro! Ojalá pudiera saber la suerte corrida por él desde la madrugada aquella, la eterna, la del adiós. ¡Claro!, buscó sobreponerse, si no tenía noticias de su hombre era porque... porque primero él tenía que curarse y luego, seguramente, recién escribirá cuando trabaje y pueda llamarla a su lado. Además el correo... Todo el mundo se queja porque las cartas llegan abiertas, y nada extraño sería que una dirigida a Dalmacia Tornado sea retenida. ¡Zas! Otra posible causa para una citación. Un flujo helado la invadió un instante. ¡Dios mío! Cerró nuevamente los ojos. El del orden, siempre huyendo a través del vidrio, extrajo del bolsillo una marquilla de cigarrillos encontrándola vacía y arrojándola con desdén al piso. El ruido sobresaltó a Dalma, quien, al mirar el cuadro, no pudo evitar una sonrisa amarga. Lo asociaba al de las llaves arrojadas sobre el fango de la morgue, reviviendo el espanto de aquel personaje ante la propia inhumanidad. Finalmente, lo veía empezando a salirse de su silencio como lenta crisálida de su envoltura de sombras. Lo veía abrir la boca girando en cámara lenta.
-Usted ha tenido un amante... o novio... algo así...
-Pablo Gamarra. ¿A él se refiere?
Para responder, Dalma se puso de pie. Pero el silencio tornó al recinto y el de las gafas a la ventana.
El sol no tardaría en ponerse. Zumbaban los mosquitos a medida que la noche difuminaba los rincones y el techo. ¿Hacia dónde se pondría el sol? Dalma, vuelta a sentarse, [64] posó la vista en el vidrio por sobre el hombro del policía. Sólo podía ver la mohosa pared de enfrente ajada por lluvias y abandono. El sol estaría yéndose hacia sus espaldas, quizá. ¿Dónde irá a pasar la noche? Mentalmente pronunció el nombre de Pablo una vez más, como la centésima durante ese día. Pese a que el tiempo avanzaba sin noticias de él, su nombre se le anteponía a todo, como una obsesión; devenía el centro de su ansiedad constante. Otra vez regresaba ahora con un latido punzante, con palabras que revivían agónicos momentos compartidos. «Ya vendrá un tiempo nuevo también para el amor». Surgía la voz amada del cristal de sus sueños impreso entre las cortaderas de un madrejón: «Al menos, el amor podrá realizarse sin miserias y sin miedos». Entonces, la noche era febrilmente reclamada por ambos. Era la salvadora y se negaba a llegar. Manteníase como anclada detrás del horizonte. Ahora, la noche estaba metida en ella misma, y aunque la rechazaba, estaba allí, dentro de su corazón. Esa noche se llamaba ausencia y se llamaba terror. ¿Hasta cuándo, Dios mío? Los mosquitos zumbaban en cantidad creciente. Sólo faltaban allí el agua hedionda y las cortaderas. ¿Qué hora sería ésa de sin par angustia? ¿Las seis quizá? La demorada voz del policía cayó de pronto.
-Exacto. Sí, a él me refiero.
Dalma, como temiendo se le volviese a escapar, lo abordó con justo apresuramiento.
-Bien, señor, escuche: Pablo Gamarra, herido durante la retirada rebelde, se refugió en el hospital donde yo trabajaba. Y yo le presté auxilio como a cualquier otro herido.
Después nos enamoramos. Por último ordenaron su captura vivo o muerto con una recompensa por su cabeza. Y llegó usted. Fue entonces que lo ayudé colgándolo de mi hombro, arrastrándolo, empujándolo hasta verlo cruzar el río. Él es el padre del hijo que espero. Yo lo salvé. ¿Es lo que deseaba, saber?
Le quedó en el cerebro un vacío zumbante como el ocasionado por una explosión. Al captar el móvil del indagador, ella lo dijo todo de golpe sin reparar en las consecuencias. Sentía náuseas y lanzó todo su dolor como en un vómito, tal lo hiciera una vez en el hospital, ante los pyragüés, para que la dejasen en paz. El funcionario, vuelto a la ventana, parecía no oírla. Sin embargo, no hacía más que aguardar.
-Sí y no. Francamente, todo eso ya sabemos. Todo es verdá, solamente que usté no lo salvó.
He ahí su venganza, un arma secreta ladinamente empleada. El golpe repercutió en lo hondo, un golpe convulsivo, el estallido de la sombra que se expandió provocando la crisis. Su estructura tangible crujió obligándola a pararse de un salto. Y quedó rígida como una estatua. Poco a poco, luego, como emergiendo de un colapso intemporal, dejó escapar la voz.
-Por lo que más quiera, diga todo lo que tiene que decirme de una vez.
-No lo salvó, lo dejó en manos de vagabundos... Ayer apareció el cadáver.
Sintiose Dalma reducida a un latido oscuro, a un punto sin dimensión, lejano, diluido en la claridad lechosa, inasible. Y la fatiga inmensa de aquella tenebrosa madrugada de la ribera se le agolpó en el pecho. Y el punto oscuro empezó a crecer en progresión acelerada hasta el tamaño de un mundo de color pizarra. Y cayó.
El sueño pavoroso continuaba. La pesadilla no había concluido en la ribera inhóspita, aquel martes increíble del mes de la derrota, del año de la ignominia. Lo entregué yo misma, musitó dentro de sí; yo misma, con mis propias manos. ¡Dios santo! ¡No! ¡No puede ser!
Al recuperar el conocimiento, levantose comprobando de inmediato que no soñaba, que aquello sí podía ser, que era.
Y ahogada por el dolor, gritó.
-¡Lo entregué, lo entregué yo misma!
El policía la trató con la conmiseración debida a un ser manoseado y desgarrado. Su burla fue ahora casi dulzura. Haciendo enorme esfuerzo, Dalma se puso de pie, alta la frente, la mirada perforando la infinita soledad en busca del perfil, de la cabal imagen del amor arrebatádole por la brutalidad.
Viéndola algo mejor, el auxiliar le rogó se sentara. Le alcanzó un vaso de agua. Ella bebió. Seguidamente le presentó la confesión firmada con huellas digitales. La firmó. Mas luego, procurando penetrar el contexto, tornó la crisis y nuevamente el auxiliar la ayudó a reponerse. Al cabo del mal rato, el jefe volvió a escena.
-Bueno, ya pasó. Solamente necesitábamos confirmar los hechos, señorita...
-Dalmacia Tornado, completó el auxiliar.
-Yo, personalmente, no le acuso de nada. Al contrario, lamento su mala suerte, su sacrificio inútil. Después de todo, tal vez a cualquier mujer le hubiera pasado lo que a usté le pasó, enamorarse y volverse ciega...
Dalma, con voz profundamente herida, le cortó la perorata.
-Todo lo que pueda decirme está de más. Pablo Gamarra fue asesinado. Esa es la única verdad.
El auxiliar la miraba. Le temblaba en la mano la hoja apenas sostenida. Tal vez sentía pena, tal vez rabia. Tal vez, si esa sociedad no fuese lo que era, si al menos un tipo como él pudiese hallar otra ocupación, soltaría eso que le repugnaba. La hoja que Dalma firmó contenía la aceptación y confirmación de hechos relatados para que sirvieran fines asqueantes. Con extraño asombro, el muchacho se percataba de enfrentarse por primera vez a alguien capaz de sepultar en sí su propia tragedia, reprimiendo su inmenso dolor y escapando a la genuflexión del llanto: una mujer. ¿Cuánta diferencia notaba entre la que él se figuraba y ésa cuya estatura moral desconocía!
-¿Y ahora, señor, puedo irme?
Tal vez, el de las gafas hubiera pensado impresionarla dándole un paternal consejo, diciéndole por ejemplo que en adelante sepa elegir mejor de quién enamorarse, que un rebelde es un patibulario en potencia, un rebelde... un rebelde... un rebelde... Pero Dalma le había dicho simplemente que las palabras sobran. Y ella tenía razón; por eso no la desmintió. Ahora se veía pequeño, ridículo, casi sin valor para seguir representando y a punto de revelar su humana entraña.
-Sí, ya puede irse.
Su propósito era hacer que la muchacha viera el cadáver, un cadáver inidentificable, por supuesto, con meses de descomposición, mejor para el caso, pero no llegaba. Por causas que él desconocía, los enviados no regresaban con el despojo. Sin embargo, en las condiciones presentes, ya no deseaba martirizarla más, renunciaba, por causas igualmente desconocidas, al placer de verla consumida hasta el derrumbe.
El auxiliar la siguió hasta la puerta de calle a fin de que la guardia la dejara salir. Por el oscuro pasillo iba unos pasos detrás, los ojos en la punta de los pies. Pensaba: Ahora ¿qué hará la pobre? ¿Y qué se gana con todo esto? ¡Hijos de perra! En la vereda la despidió.
-Adiós, Dalma. No me guarde rencor a mí. Buena suerte.
Ella no pudo hablar. Lo miró en los ojos enrojecidos y huyó. Él la veía correr sollozando. Hubiera querido salir detrás, dejar ese oscuro sumidero y huir como ella, mas, para eso le era necesario cierto sentido del que estaba castrado, el de la libertad.
Dalma no se volvió. Al doblar la esquina, una anciana conducida por un pyragüé la rozó y ambas miráronse sin hablar. No se conocían o no se reconocieron. Frente a la oficina de guardias, la anciana quiso detenerse a tomar aliento. Le vacilaban los pies. Le temblaba la cara. Su acompañante, sujetándola del brazo la forzó a entrar. Y ya en el pasillo, el auxiliar se hizo cargo de ella, la condujo al despacho. Al traspasar el umbral pudieron ver al de las gafas negras apretándose las sienes, duro el semblante, bañado por el nácar sucio del ocaso, frente a la ventana. La anciana, golpeándose el pecho, murmuró: ¡Paniagua! Su guía se apresuró a imponerle silencio con el índice en la boca. El muchacho pudo haber anunciado: Señor, aquí está la señora citada. Mas, no lo hizo. Lo miraba con lástima en los ojos, entrando a sospechar seriamente acerca de la salud del jefe. ¿Se habría equivocado suponiendo fingido el arrobamiento de su superior? Parecía evidente que no los había sentido entrar. Parecía no esperar a nadie. Pero, de pronto..., a plena voz, mirando a lo lejos, a través de los vidrios, comenzó interrogándose.
-¿Qué papel cumplo yo? ¿A quién sirvo? ¿A la patria? ¿A la justicia? ¿A quién?
El auxiliar acababa de tomar la silla de su uso personal para ofrecerla a la anciana huésped, todo dentro del mayor cuidado. Al oír la voz enrarecida del jefe, la soltó provocando enorme estrépito. Y Paniagua, sin siquiera moverse de su sitio, contribuyó a su mayor confusión lanzándole una desusada pregunta.
-¿Qué somos yo y usté? ¿Seres humanos?
El subalterno lo buscó sigilosamente con la vista, notando con estupor que el señor jefe no lo miraba, no miraba a nadie, tal vez hablábase a sí mismo espejado en el vidrio empañado de cacas de moscas. Y no se atrevió a decir lo que pensaba. Sólo pudo responder con monosílabos.
-Sí... sí... señor.
-Estúpido.
El infeliz guardó silencio.
-Vaya a comprar cigarrillos.
Le dio el dinero con la izquierda tendida hacia atrás.
-Y vea si llegó la vieja esa, citada esta tarde.
-Señor, la señora está aquí.
Paniagua se volvió de golpe. Realmente, la señora estaba allí. Demasiado anciana para que fuera molestada a esas horas. Estaba allí. Aguardaba con desazón la inevitable entrevista. No se detuvo a mirarla. No quería verla. La espió por el rabillo del ojo, yéndose a largos pasos hasta la puerta y de nuevo a la ventana. En tanto se demoraba el auxiliar, manipulaba distraído el encendedor, sacando y guardando y encendiendo y apagándolo mientras contemplaba el triste ocaso como si con él se estuvieran extinguiendo sus escasas luces. Señor..., escuchaba vanamente la angustiada voz de la mujer, señor... Sabía lo que ella deseaba preguntarle. ¿Acaso no vienen sabiendo de qué están acusadas? Estaba podrido de aguantar el mismo sin sentido. ¿Acaso no lo sabe?, dijo para sí, en un susurro. La voz continuaba.
-Señor, nunca hice mal a nadie. ¿No me confunden con otra?
-No.
-¿No?
-No, no sé cómo decirle, míreme usté, míreme; ¿cree que soy un ser humano?
-Sí, señor; ¡claro que sí!
La anciana estaba aterrada.
-No, no, usté no entiende. Usté ni nadie.
-Es cierto, señor, no le estoy entendiendo.
-Es porque... no se ubica; hay que ubicarse, señora; todos estamos comprometidos. Usté por ser lo que es y yo por ser lo que soy.
-Señor, por amor de Dios, ¿qué es lo que soy yo? ¿Por qué me tienen aquí?
-Usté ni yo no somos nada. Parecemos ser. Yo valgo por lo que hago; existo por mi papel, ése para el cual nací predestinado. Todos nacimos predestinados. Fíjese que hasta hace un minuto, ni usté ni yo existíamos el uno para el otro. Y de repente, en este asqueroso escenario, usté y yo tenemos un papel que cumplir. Mi papel es éste, el de policía. Usté debe representar un peritaje. Es sencillo. No es más que reconocer la identidá de un muerto. ¿Me entiende, verdá?
La anciana dejaba de comprender porque había entrado a pensar, y pensando, entraba a sospechar. ¿Por qué tenía que ser ella quien represente el peritaje? El ruinoso universo de maldades que conocía empezó a girarle en torno lentamente, reproduciéndosele la sucesión increíble de cuadros perpetuados en su alma, recubiertos por una leve ceniza de costumbre; imágenes de insospechado salvajismo proyectadas en una cadena sin término.
-¿Un muerto? ¿Qué muerto? Paniagua se volvió exponiendo el perfil a la débil fosforescencia reflejada a través de la ventana en cuya opacidad rebotaban los últimos arreboles. Era él, Paniagua, la cara inconfundible que le recordaba saqueos y vejámenes, heridas imborrables que no podían ser transferidos al pasado porque todavía sangraban.
-El cadáver de Pablo Gamarra, señora.
- ¡Santo Dios de los ejércitos!
La anciana cayó desvanecida.
-¡Prenda la luz!
El auxiliar saltó. El vapor de kerosén se incorporó de inmediato al corrompido aire del despacho y una viscosa claridad logró introducirse en las pupilas de la desvanecida, la que sufría una suerte de colapso que le dejaba percibir a través de subsentidos muy golpeados la sucesión de horrores ininterrumpida que pocos pueblos han aprendido a soportar. Paulatinamente, entre las inconexas imágenes, la pesadilla le trajo una mano sosteniendo cierto monstruoso espectro fotográfico y otra mano sosteniendo un cuenco corrugado en cuyo interior brillaba algo repelente.
-¡Estúpido! ¡Yo no le pedí la foto ni el diente de oro sino el cadáver!
Fueron las primeras palabras que pudo comprender. La voz de Paniagua increpando al empleado le resonaba en el cerebro como dentro de una fosa.
-Ya enterraron el cadáver, señor. Dicen que el Juez ordenó por hallarse el occiso en estado de putrefacción. Pero antes de enterrarlo le sacaron la fotografía y este diente, única pieza reconoscible, según dicen.
-¿Un diente de oro?
La voz de la anciana emergía del fondo de su derrumbe.
-Sí, señora, un diente de oro, ¿puede reconocerlo? El diente, señora, el diente, ¿usté conoce este diente, verdá?
El dolor contenido por el desmayo regresó estallante. No, por cierto, ella no conocía ese diente. No podía conocerlo puesto que había dejado de ver a su hijo desde años atrás, desde que el joven bachiller decidiera partir en busca de una plaza universitaria.
Desde entonces, las pocas cartas que recibía le decían que seguía bien, que pronto sería el doctor que su mamá soñaba.
Entre tanto transcurrían meses, luego años. La costumbre la ayudó a conformarse con una que otra carta siempre en espera del día triunfal. Pero luego aquéllas fueron menos frecuentes y finalmente cesaron. A partir de ese tiempo recibía noticias de él sólo de oídas. Así se enteró un día de que su hijo dirigía una montonera en los cerros de su localidad. No podía comprender enteramente aquello, pero al menos alimentó la vaga esperanza de verlo. Y la ilusión creció cuando supo que los montoneros marchaban sobre la guarnición militar local. Luego los días pasaron. La lucha parecía no tener fin. Le hablaban sin embargo de éxitos fantásticos, de inminente triunfo, hasta que, súbitamente, las emisoras del gobierno difundieron a todo pulmón el aplastamiento definitivo de los insurgentes. Y ella sintió desgarrársele algo en lo hondo. Después, una larga agonía, una cicatriz dolorosa y silencio. La esperanza acabó para ella al conocer la derrota del hijo. No podía comprender en profundidad el alcance de esa derrota, aunque sufrió atropellos, vejaciones, saqueos. Entonces quedósele grabada en la mente la imagen de Paniagua. Su corazón de madre sangró día tras día. Y pasaron tres meses al cabo de los cuales el desgarramiento parecía restañarse y sanó. Pero le pesaba el mundo mucho más que antes de la derrota. Lo soportaba entero sobre las espaldas. Veníase abismando, pero el día que recibió la citación se puso derecha. Presentía algo terrible por afrontar. Ella nada sabía del diente de oro, ni que perteneciera o no a su hijo. Pero sí estaba segura de que lo habían matado. ¿Por qué otra cosa la traerían a ella pues?
-¡Claro que lo asesinaron! ¡Tanto miedo que le tenían!
Una sola vez gritó desesperada. Y ese grito la tornó a su reciedumbre anterior. Tragó hiel y calló.
Y doña Esperanza, que así se llamaba la madre de Pablo Gamarra, se puso de pie e irguiéndose cuanto podía, salió caminando lenta pero firmemente, secos los ojos, cancelada la voz.
.
- IX - PERPETUA MEDIA NOCHE
.
Al primer toque de la puerta, doña Esperanza estuvo de pie. No dormía, permanecía con luz. Entre las cuatro paredes de barro guardando todavía parte del calor de la jornada, velaba. En el aire denso tejían los mosquitos.
-¿Dónde has estado, por Dios?; no he pegado los ojos de quebranto.
Pablo cerró la puerta y antes de responder la besó. Ella, toda húmeda, nerviosa, insistió: Creo que andan requisando el barrio. Los perros ladran y oigo golpes, gritos, qué sé yo... Cada día me convenzo más de que tenés que irte de vuelta. Te apresarán cualquier momento y te matarán.
-Calma, mamita, calma. ¿Por eso no dormías o por los mosquitos?
-Estoy acostumbrada a los mosquitos. Las aprensiones, eso sí, los quebrantos. Oigo cosas terribles. Tengo miedo.
Sus últimas palabras fueron sollozos. Pablo se sentó a su lado, le tomó la mano oprimiéndole suavemente la muñeca, lo que motivó su protesta. No, ella no está enferma, vive insegura, intranquila; esas son sus enfermedades. Pablo le acarició la cabellera gris caída en desorden sobre sus magros hombros. Ella pareció calmarse.
-Mamá, esta noche no quiero hablar de cosas desagradables.
La madre lo miró extrañada. Un aire jovial nunca visto en él desde su llegada le enmarcaba el semblante. Sus palabras bien timbradas ponían firmeza en él. Era pues de suponer que algo fuera de lo común ocurría. Mas no le preguntó. Reprimió la natural curiosidad que empezaba a roerla, prefiriendo esperar que él mismo se lo dijese. Y así fue.
-Esta noche soy feliz, mamá. He descubierto algo que ha de cambiar mi vida.
Y la ansiedad de la viejecita estalló.
-¿Qué descubriste, hijo? Decime.
-Un hijo, digo que un hijo mío, aquí, en este pueblo.
Doña Esperanza contuvo un fiero asombro en la boca. Con ojos desmesuradamente abiertos y la voz casi secreta, inquirió:
-¿Con Dalmacia?
Pablo pensó al punto que la madre estaría enterada de todo, y nada le decía por algún motivo.
-Sí, con ella.
-Comprendo. Le pagaste la gauchada de salvarte la vida dejándole un hijo, ¿verdad?
-Mamá, ya no es tiempo de censuras. Nos amamos, y eso no es delito. Vos lo sabés.
-¡Sí! Y sé cuántas tribulaciones nos cuesta a algunas mujeres el amor.
Pablo dedujo ahora que se había precipitado respecto a su madre, pues empezaba a darse cuenta que lo de ella no pasaba de un presentimiento.
-Bueno, mamá, si lo que hice fue un daño, creo llegado el momento de repararlo. Quiero evitar al menos que las tribulaciones continúen.
-Ah, eso tenés que resolverlo vos. Ponete la mano sobre el corazón. Francamente, creo que tu presencia les traerá más quebranto que otra cosa. ¡Claro!, eso es lo que pienso yo, nada más.
-He resuelto unirme a ella, mamá. Siento la necesidad de hacerlo.
-Pondero tu buen corazón, hijo, pero me permito preguntar qué vas a darles de comer.
-No se trata de buen corazón; pensá más bien que yo los necesito. Y en cuanto a comer, comerán. Conseguí una chacra a media legua de aquí, en un lugar estratégico. Me voy allá esta misma madrugada. Trabajaré, mamá, y dentro de poco, hasta podré ayudarte.
-Se unirán, trabajarás en la chacra y que Dios te ayude, hijo. De mí no te preocupes. Será bastante ayuda la que tu mujer me da compartiendo mis angustias y sobresaltos.
-Mamá, ¿por qué tanta insistencia sobre ese punto? ¿Es que presentís algún peligro?
-Sí, Pablo. Alguien me indicó que te andan poniendo el ojo. Por eso prefiero que te vayas lejos, bien lejos.
-¿El Dr. Cabral, por si acaso?
Ella no dijo sí ni no. Dalma estaba en lo cierto. Conque arrepentido el infeliz, pensó murmurando para sí. Viendo que la madre prefería callar por algún motivo, levantose de su lado, dio largos pasos por la pieza hablando lenta y resueltamente.
-Ya no me iré del país. En cuanto al doctor, se acabó la confianza.
-Nadie es de confianza en este lugar, Pablo, desde hace mucho tiempo.
-No podemos vivir sospechando de todos, pero sí del doctor Cabral. Tengo absoluta seguridad. Cuando los policías vengan por mí, te pido les digas que gracias al aviso del admirable doctor, pude adelantarme a la captura; que volví a la Argentina, ¿entendés?, que me escapé sabiendo que vendrían por mí.
-¿Qué tenés contra el doctor Cabral? ¿Así le agradecés por devolverte tu salud?
-¿No me entendés, mamá? Mirá, primero: el día que llegué, él vino cayendo solo; ¿quién lo mandó?, misterio; segundo: me trató hasta el día en que pudo establecer mi identidad. Y se fue con mi historia clínica, ideológica y todo. Conclusión: actuó como un vulgar pyragüé.
-¡¡Dios todopoderoso!! ¿Cómo se puede creer semejante cosa?
-No hace falta que lo creas. Él te advirtió que me apresarían, ¿verdad? El tipo ya rindió su informe: Se trata de Pablo Gamarra en persona, y ya no es contagioso; ya pueden atraparlo sin peligro. Vas a ver que vienen entre mañana o pasado. Ah, pero no olvides de decirles tal cual lo que te dije.
-No me creerán.
-Sí. Buscarán por todos los rincones y al no ver nada mío, se convencerán.
-¿Y creés que en la capuera estarás seguro?
-Sí. No saldré de ahí hasta que las cosas cambien. Mientras, que se laman el hocico.
-¿Y si alguien te ve?
-No pensarán que soy Pablo Gamarra. A él lo mataron en el río. Esa mentira me será muy útil. Tal vez quieras irte más tarde a vivir con nosotros.
-Tal vez. Por ahora prefiero que me reconozcas el derecho a seguir viviendo con mis recuerdos. ¡Dios mío! ¡Tengo un grave temor, Pablo!
-Tu temor... tu angustia... tu quebranto... ¿También ellos se quedarán a vivir contigo?
Quedose sola, sentada en la cama, con las palabras del hijo palpitándole como una herida. Pablo, en la pieza contigua, se disponía a empacar. Con movimientos de vieja, doña [101] Esperanza se acostó. Permaneció intranquila, sin conciliar el sueño, atenta al trajín de la pronta partida. Para darse la sensación de estar todavía acompañada, de pronto habló.
-¿A qué hora te vas?
-A las cuatro más o menos. Descansaré antes unos minutos; estoy rendido. Dormite vos también, mamá. Ya verás que todo sale bien.
-Estaría más tranquila si te fueras enseguida.
-¿Me echás?
-¡No, mi hijo! Pero tengo una aprensión terrible.
Inconforme, continuó atenta a los aprontes. Pablo terminó de empacar y dio cuerda al despertador. Si no fuera por el cansancio que sentía, se marcharía ya. Además, pese a la urgencia de su madre por que se fuera, a él le daría mucha pena no quedarse un rato más. Era único hijo, y esta vez la partida significaba la emancipación. Fatalmente, un hijo pertenece a la vida o a la muerte, pensaba, no a los padres.
Entre tanto, dejábase estar junto a la cama como indeciso, escuchando el metálico latido del viejo reloj que tenía ante sí, incansable computador del tiempo cuyo pulso le urgía partir. Lo miraba. Las oscuras agujas marcaban las tres. Antes de tomarse el breve descanso salió al patio a escuchar el viento, los grillos, algunos ladridos, y mirar el inmenso cielo estrellado. Lo hacía siempre sea cual fuese la hora. La voz de los gallos había quedado suspendida a la media noche, hora en que cayó la niebla, hora en que, tiempos atrás, los barrios poblábanse de música bohemia. El rocío de la madrugada se desleía en las cuerdas y el canto buscaba el arrullo de las alcobas de paja. Era otro tiempo.
Se fue a la cama. Pero, al igual que la madre, no podía dormir. Permanecía auscultando el silencio. Repentinamente, un sollozo llegado de la pieza contigua lo sacudió. Sentose en la cama y escuchó tenso. Doña Esperanza pudo calmarse para hablar.
-¿Estás dormido, Pablo?
-No, mamá; ¿qué sucede?
-Mi angustia y mi miedo son fundados, hijo.
Quiso insistirle que se fuera ya, que no importaba que ella tuviese pena.
Pero desistió. Pablo se levantó con intención de prender el farol; y ella, temerosa ahora de que ya se fuera, de que ya no se volviese a la cama, le rogó.
-No, hijo; no lo prendas todavía; estoy bien; dormite unos minutos antes de irte.
Pablo, a fin de tranquilizarla, volvió a decirle que todo saldrá bien. Te sentirás encantada cuando tu nieto venga a verte y a mimarte, le dijo; es un lindo mita-í. ¡Qué padre tan eufórico se ha vuelto!, pensó la madre en voz alta. Y no era para menos. Ahora, mi vida y mi lucha tendrán sentido, respondió él, imaginate, ahora viviré y lucharé; no veo el momento de empezar.
Ambos guardaron silencio. Él se durmió en tanto la madre cavilaba. De a poco, el tictaceo del reloj acentuábase llenando el oscuro ámbito hasta el punto de tornarse un triquitraque diabólico que la atormentaba impidiéndole penetrar el misterio de la artera calma. A poco sumáronsele los espaciados ronquidos de Pablo. Permanecía alerta, sujeta entre ambas cadencias que crecían abarcando la enorme caja de sonoridad en que ella sudaba. Pero, finalmente, acunada por el mismo sombrío ritornelo, quedose adormecida. Y entonces, ni bien llegado el sueño, fue que una fiera pesadilla la atacó, pudiendo difícilmente desbaratarla, procurando discernir si los golpes y gritos que había oído eran provenientes de la puerta de calle o simple sueño. Pablo se había despertado al mismo tiempo y ambos vacilaban flotantes en un vacío de latidos convulsos, vacío en los pechos tensos, en las sienes azoradas, en los crispados miembros. Y nuevos golpes, éstos bien reales por cierto, seguidos de una áspera voz, cortaron toda cadencia, todo aliento y movimiento. Pasado el espanto inicial, doña Esperanza gimió.
-¿Quién es, por Dios?
-¡L'autoridá carajo, abran!
En plena oscuridad, Pablo saltó hacia la puerta, sacó el travesaño de seguridad y apostose a un lado con la madera lista. Entre tanto se oían voces y el trajín de soldados tomando posiciones alrededor de la casa. La madre estaba espantada.
-¿Qué hacemos, Dios mío, la abrimos?
-¡No! No la abras. Prendé la luz.
Una vez más vociferaron afuera y golpearon. E inmediatamente, un brutal envión dejó libre acceso al cuerpo de un hombre que, arrojado por su propia fuerza, fue a parar debajo de una mesa donde perdió el ímpetu que lo animaba y el arma. Trató de recuperarla manoteando el oscuro piso, pero [103] la pistola había saltado justo a los pies de Pablo quien la levantó. Sonó un disparo y el arma fue arrojada al azar. El visitante quedó inmóvil.
La atormentada doña Esperanza pudo finalmente encender el farol. Y Pablo, que no abandonaba su posición ante la puerta, viendo la desesperación de su madre, desistió de huir. Prefirió aferrarse a su tranca de lapacho y esperar lo que fuera. La anciana, doblemente asustada al reconocer el rostro del caído, farfulló: ¡Pa... blo! ¡Es Paniagua! No era pues la primera vez que el personaje aparecía con sus guardias en plena noche ni menos brutal que de costumbre el procedimiento frustrado. Sólo que ahora le fue harto peor que en anteriores ocasiones. El pobre tenía los ojos vueltos e inmóviles y por un boquete abierto en la yugular, la vida se le iba. Pablo no podía reconocer en él al abominable profanador de la morgue y desollador de cadáveres, ya que el rebelde herido entonces hallábase sudando dentro de una hedionda mortaja de lienzo. La anciana, en cambio, varias veces víctima de nocturnas zozobras debidas al finado, temblaba por las indudables repercusiones del percance. Y en tanto el prepotente se acababa mansamente, en el hueco de la puerta, uno tras otro, cada cual más perplejo, aparecían los soldados. Tal vez haya tenido el oficial un buen motivo que lo indujo a proceder sin testigos, prefiriendo tener a los guardias ocupados en poner sitio a la casa. ¡Paniagua!, repetía la anciana ahogada en su confusión; ¡Dios mío, qué nos ha pasado, Pablo!
Uno de los presentes, lugarteniente del finado, examinó la pistola recogida del piso, cuya recámara todavía humeaba. Pablo, ante la sorprendente benevolencia de los soldados, abandonó la guardia y, aún asustado, habló:
-Fue un accidente, créame. Se lanzó contra la puerta sin darme tiempo a abrir.
-¿Y el tiro?
-Sonó al caer la pistola al piso. Estaría sin el seguro, claro.
-¿Y piensa hacerme creer que al oficial se le escapó el arma?
-¿Qué otra cosa pudo ser? La única pistola que usted puede encontrar en esta casa es ésa. Además, mi madre acaba de prender la luz. Ni sabíamos de quién se trataba.
El soldado le buscó el pulso al caído, le aplicó el oído al pecho y levantose meneando la cabeza. Los de la puerta, cada uno aferrado al fusil, permanecían como viendo fantasmas, blanco el semblante, salvo un negro pequeño que parecía contento de ver a Paniagua cadáver. El más aplomado del grupo, el único que hablaba, los miró con lástima diciendo con severo tono: Creo que si este hombre mató al oficial, lo mató en defensa propia. El finado le tenía marcado; por eso nos mandó a cercar la casa, para desligarse de nosotros. Parece que le quería cobrar una cuenta vieja. Los compañeros asintieron sin hablar, confusas las miradas, no comprendiendo por entero la intención del clase. Pablo, pálido; la madre, mordiéndose de nervios, adelantábanse presintiendo el imprevisible desenlace, esperando cualquier cosa, siempre la peor.
-Si le apresamos, ¿qué ha de pasar?
-Le matan enseguida, dijo sin vacilar, hablando por primera vez, el pequeño y oscuro subordinado.
Entonces, otro del grupo se dio coraje y agregó:
-¡Con el hambre que le tienen! Y hay estado de sitio, mi cabo.
-¿Y usted qué piensa?
Perdiendo el hilo inquisitorio pese a su crucial importancia, Pablo tenía involuntariamente el pensamiento puesto en algo que empezaba a mortificarlo: el error de haberse dejado dominar por el cansancio y la pena sentida por su madre sabiendo que Dalma no dormía esperándolo a salvo, que al despertar su hijo cumplirá seis años y no tendrá papá, que su promesa de volver le pesará toda la vida y que nunca tal vez podrá cumplirla ya ni amar a Dalma ni acariciar a su hijo, sueños no más de ternuras desbaratadas por un instante de flaqueza...
-¿Y usted qué piensa?
La pregunta fue una sorpresa, pero pudo hilvanar una respuesta, pese a todo, coherente:
-Que... que... francamente estoy confundido. Esperaba cualquier cosa menos razonamientos. Pero, según veo, ustedes son conscriptos de verdad y no politiqueros armados. Debo confiar en ustedes.
-¿Y qué cree que debemos hacer ahora, en esta situación?
Un inesperado cielo se le abría. Era su oportunidad. Ahora probará sus agallas y la calidad de esos jóvenes soldados.
-Soltarme y quedarse en paz con la conciencia, respondió con firmeza. Soy un luchador: no soy un criminal. Y algún día, ustedes mismos comprenderán mi lucha y ocuparán su puesto en ella. Por algo se nace varón en esta tierra. La patria no es una palabra, hermanos, ni una bandera ni un frío pedazo de tierra ajena; la patria es la felicidad pareja de todos los ciudadanos; esa felicidad despilfarrada cada día por una manada de hipócritas; hay que rescatarla, mis queridos hermanos; en esa lucha hay lugar para todos los verdaderos varones.
El soldado se emocionó. Un presentimiento nacido de pronto acababa de confirmársele. Ese hombre tenía que ser el mismo de quien cierto hermano suyo solía recordarle años antes de morir, en tanto le explicaba por qué se lucha y por qué se muere en este país. Sin detenerse en preguntas, díjole directamente:
-Pablo Gamarra, después de todo, usted es un hombre de suerte.
-¿Me conoce?
-Sí, ¿se acuerda de Cándido Paná?
-¡Cómo olvidar a un hombre que prefirió dejarse cortar la lengua y dejarse castrar antes que delatarme?
-Él fue mi hermano.
-Y usted sabía que éramos amigos.
-¡Claro que sí! Y que aquí, en este cuarto, ustedes dos amanecían sobre unos libros soñando con una vida mejor. A pesar de mi corta edad, él me contaba todos sus secretos. Fue mi hermano y mi mejor amigo.
Se le quebró la voz. Pablo, confuso todavía pero hondamente tocado, le tendió la mano, acabando ambos por abrazarse con ardor. La madre suspiró aliviada. Los demás patrulleros, pasando bruscamente a la confianza, los rodearon con simpatía. Paná les habló resueltamente.
-Muchachos, le daremos escapada a este hombre; yo me hago responsable.
El nuevo abrazo de Pablo Gamarra fue un elocuente '¡Gracias!'. El joven Paná hacía honor a su apellido. La madre se aproximó llorando y dio un beso en la sudorosa frente del soldado, murmurando: ¡Que Dios le bendiga, hijo mío!
-Agradezco a todos este gesto incomparable, concluyó Pablo, de corazón, y les ruego silencio sobre lo que aquí pasó, porque cualquier comentario irá en perjuicio de todos ustedes y de mi madre.
-Bueno, dijo Paná, no se olviden que Paniagua recibió el balazo de su propia pistola cuando se cayó en la zanja donde ahora llevaremos el cuerpo. Ahí mismo cayó y sonó el tiro; la bala que está en el cuello será la prueba. ¿De acuerdo? Y ahora, amigo Gamarra, no pierda más tiempo, váyase.
Pablo tomó sus cosas, abrazó a la madre, a cada uno de los soldados y partió. La niebla ponía fina ceniza sobre los senderos a lo largo del callejón. Jamás la luna estuvo más pálida y opaca. Al trote, pese a su carga, nuevamente fugitivo, Pablo marchaba apresuradamente rumbo al refugio elegido donde decidía quedarse cueste lo que costare, al calor de ese hogar que minutos antes le parecía perdido. ¿Qué podía importarle el lugar que le negaba la enferma sociedad si en aquel escondrijo lo aguardaban Pablito y Dalma? Hizo un kilómetro escaso, tal vez la tercera parte del camino cuando, al desembocar en un cruce, sorpresivamente, un numeroso y bien armado grupo le cerró el paso. Tan reducida distancia lo separaba de la partida que ni la neblina pudo impedir que fuera enfocado y avistado. Sin tiempo para pensar, en el lapso abarcado por la voz de '¡Allltooo!', arrojó cuanta carga traía y diose a la fuga.
El tiro de la pistola de Paniagua había repercutido muy lejos en la aciaga noche, llegando el eco hasta la base de donde procedían él y su gente. Llamó la atención el que fuese un solo tiro. Bien podía el reo haber preparado una de esas tretas de que sólo el diablo y los rebeldes eran capaces. Y por prever cualquier sorpresa de esa laya, un importante refuerzo fue puesto en marcha, al trote.
El eco provenía de una pistola 45, sin lugar a dudas. Y al no haber sonado disparo alguno antes o después daba lugar, entre otras, a dos suposiciones: accidente o emboscada. La tensión dominaba los ánimos. Ninguno hablaba. La partida aceleraba la marcha a medida que se aproximaba al barrio.
Al tocar el perímetro, las precauciones aumentaron, ni una voz, ningún ruido. Y a poco, al doblar una esquina, ¡zas!, el pobre fugitivo cargado de maletas abríase paso entre la niebla.
Como alevoso puñal, el grito hendió la grisura seguido del estruendo de la fusilería y el traqueteo de las corridas. Voces desaforadas mandaban liquidar, descabezar... y putas y [107] carajos a granel. Los pobladores, ovillados en la orfandad de sus camastros, moríanse sobrecogidos de aprensión, una aprensión emergida del fondo de antiguas agonías nunca por entero borradas. El frío espectro del miedo se alzaba de la tierra. ¡Hasta cuándo la nocturna orgía de la muerte!
Lejos de verse doblegado por el grito, el fugitivo atropelló chircales, cardales y alambradas escapando por pura suerte a la granizada de plomo, pero a partir de ese momento y lugar, identificado sin esfuerzo por el contenido del bagaje abandonado en la huida, su persecución se desencadenó con furia.
Y fue entonces que el prófugo con fama de difunto supo de lo absurdo que resultaba continuar con vida y seguir amando la tierra y la gente de uno cuando el envilecimiento había nivelado a humanos y bestias, porque tanto los irracionales como los enceguecidos de la superior especie aportaron todas sus armas al servicio de la impiedad. Perros y zorros, lechuzas y teruterus, charatas y ñajhanaes, de pronto inficionados con el humano delirio, erigieron un cerco de colmillos, ladridos y graznidos. Y al amanecer de un oscuro día del mes oscuro de un año inmemorial, Pablo Gamarra cayó. Pero no fue ejecutado como vaticinaban los benévolos amigos de Paná. Las pasiones estaban en mengua, ahítas de escarnio. La embriaguez de sangre venía siendo suplantada por la de whiskys clandestinos y fortunas malparidas entre orgías y orgías. No fue ejecutado sino simplemente sepulto en alguna fosa de comisaría, de esas donde, según decires, yacen los no comunes; donde, según bocas maldicientes, el pudrirse en vida resulta un eufemismo y las ratas cobran alto valor social por transmitir increíble sensación de vida al sojuzgado, y donde, siempre según infundios, los tormentos, la locura y la tisis ofrecen generoso estímulo al suicidio, cosa que los presos no siempre aprecian enteramente debido a un ridículo apego a la esperanza.
No le ejecutaron. Ni el conscripto Paná ni sus amigos tuvieron los inmediatos graves problemas previstos, merced al proyectil extraídole al finado, material testimoniante de cuyo origen, la fácil determinación, también estaba prevista. De la simple comparación con otro, disparado al efecto en el agua de cualquier tina, habrían deducido con suficiente claridad la no implicancia de nadie. Conclusión: A Paniagua cúpole asumir post mortem su primer justiciero trabajo.
No hubo pues asesinato. Lo aseveraban las crónicas emanadas de insospechables fuentes y los diceques de cuño popular. Y ninguna relación habría guardado con el hecho la fortuita muerte encontrada por Paná a medio camino del terruño, el día mismo de su licencia. La bala, de calibre no revelado, dirigida por manos anónimas, le partió la nuca, justo en mitad de cierta inhóspita picada donde fue hallado el despojo algún tiempo después. De sus amigos, nada se supo desde entonces, como nada, claro está, del rebelde Pablo Gamarra a quien nadie ha vuelto a ver. Se supone que lo mudan de fosa en fosa. Se supone que vive.
Su hijo, del mismo nombre, emigrado a Buenos Aires en compañía de su madre cumplió veintiocho años. Él asegura haber visto a su padre una vez, en un sueño.
Al primer toque de la puerta, doña Esperanza estuvo de pie. No dormía, permanecía con luz. Entre las cuatro paredes de barro guardando todavía parte del calor de la jornada, velaba. En el aire denso tejían los mosquitos.
-¿Dónde has estado, por Dios?; no he pegado los ojos de quebranto.
Pablo cerró la puerta y antes de responder la besó. Ella, toda húmeda, nerviosa, insistió: Creo que andan requisando el barrio. Los perros ladran y oigo golpes, gritos, qué sé yo... Cada día me convenzo más de que tenés que irte de vuelta. Te apresarán cualquier momento y te matarán.
-Calma, mamita, calma. ¿Por eso no dormías o por los mosquitos?
-Estoy acostumbrada a los mosquitos. Las aprensiones, eso sí, los quebrantos. Oigo cosas terribles. Tengo miedo.
Sus últimas palabras fueron sollozos. Pablo se sentó a su lado, le tomó la mano oprimiéndole suavemente la muñeca, lo que motivó su protesta. No, ella no está enferma, vive insegura, intranquila; esas son sus enfermedades. Pablo le acarició la cabellera gris caída en desorden sobre sus magros hombros. Ella pareció calmarse.
-Mamá, esta noche no quiero hablar de cosas desagradables.
La madre lo miró extrañada. Un aire jovial nunca visto en él desde su llegada le enmarcaba el semblante. Sus palabras bien timbradas ponían firmeza en él. Era pues de suponer que algo fuera de lo común ocurría. Mas no le preguntó. Reprimió la natural curiosidad que empezaba a roerla, prefiriendo esperar que él mismo se lo dijese. Y así fue.
-Esta noche soy feliz, mamá. He descubierto algo que ha de cambiar mi vida.
Y la ansiedad de la viejecita estalló.
-¿Qué descubriste, hijo? Decime.
-Un hijo, digo que un hijo mío, aquí, en este pueblo.
Doña Esperanza contuvo un fiero asombro en la boca. Con ojos desmesuradamente abiertos y la voz casi secreta, inquirió:
-¿Con Dalmacia?
Pablo pensó al punto que la madre estaría enterada de todo, y nada le decía por algún motivo.
-Sí, con ella.
-Comprendo. Le pagaste la gauchada de salvarte la vida dejándole un hijo, ¿verdad?
-Mamá, ya no es tiempo de censuras. Nos amamos, y eso no es delito. Vos lo sabés.
-¡Sí! Y sé cuántas tribulaciones nos cuesta a algunas mujeres el amor.
Pablo dedujo ahora que se había precipitado respecto a su madre, pues empezaba a darse cuenta que lo de ella no pasaba de un presentimiento.
-Bueno, mamá, si lo que hice fue un daño, creo llegado el momento de repararlo. Quiero evitar al menos que las tribulaciones continúen.
-Ah, eso tenés que resolverlo vos. Ponete la mano sobre el corazón. Francamente, creo que tu presencia les traerá más quebranto que otra cosa. ¡Claro!, eso es lo que pienso yo, nada más.
-He resuelto unirme a ella, mamá. Siento la necesidad de hacerlo.
-Pondero tu buen corazón, hijo, pero me permito preguntar qué vas a darles de comer.
-No se trata de buen corazón; pensá más bien que yo los necesito. Y en cuanto a comer, comerán. Conseguí una chacra a media legua de aquí, en un lugar estratégico. Me voy allá esta misma madrugada. Trabajaré, mamá, y dentro de poco, hasta podré ayudarte.
-Se unirán, trabajarás en la chacra y que Dios te ayude, hijo. De mí no te preocupes. Será bastante ayuda la que tu mujer me da compartiendo mis angustias y sobresaltos.
-Mamá, ¿por qué tanta insistencia sobre ese punto? ¿Es que presentís algún peligro?
-Sí, Pablo. Alguien me indicó que te andan poniendo el ojo. Por eso prefiero que te vayas lejos, bien lejos.
-¿El Dr. Cabral, por si acaso?
Ella no dijo sí ni no. Dalma estaba en lo cierto. Conque arrepentido el infeliz, pensó murmurando para sí. Viendo que la madre prefería callar por algún motivo, levantose de su lado, dio largos pasos por la pieza hablando lenta y resueltamente.
-Ya no me iré del país. En cuanto al doctor, se acabó la confianza.
-Nadie es de confianza en este lugar, Pablo, desde hace mucho tiempo.
-No podemos vivir sospechando de todos, pero sí del doctor Cabral. Tengo absoluta seguridad. Cuando los policías vengan por mí, te pido les digas que gracias al aviso del admirable doctor, pude adelantarme a la captura; que volví a la Argentina, ¿entendés?, que me escapé sabiendo que vendrían por mí.
-¿Qué tenés contra el doctor Cabral? ¿Así le agradecés por devolverte tu salud?
-¿No me entendés, mamá? Mirá, primero: el día que llegué, él vino cayendo solo; ¿quién lo mandó?, misterio; segundo: me trató hasta el día en que pudo establecer mi identidad. Y se fue con mi historia clínica, ideológica y todo. Conclusión: actuó como un vulgar pyragüé.
-¡¡Dios todopoderoso!! ¿Cómo se puede creer semejante cosa?
-No hace falta que lo creas. Él te advirtió que me apresarían, ¿verdad? El tipo ya rindió su informe: Se trata de Pablo Gamarra en persona, y ya no es contagioso; ya pueden atraparlo sin peligro. Vas a ver que vienen entre mañana o pasado. Ah, pero no olvides de decirles tal cual lo que te dije.
-No me creerán.
-Sí. Buscarán por todos los rincones y al no ver nada mío, se convencerán.
-¿Y creés que en la capuera estarás seguro?
-Sí. No saldré de ahí hasta que las cosas cambien. Mientras, que se laman el hocico.
-¿Y si alguien te ve?
-No pensarán que soy Pablo Gamarra. A él lo mataron en el río. Esa mentira me será muy útil. Tal vez quieras irte más tarde a vivir con nosotros.
-Tal vez. Por ahora prefiero que me reconozcas el derecho a seguir viviendo con mis recuerdos. ¡Dios mío! ¡Tengo un grave temor, Pablo!
-Tu temor... tu angustia... tu quebranto... ¿También ellos se quedarán a vivir contigo?
Quedose sola, sentada en la cama, con las palabras del hijo palpitándole como una herida. Pablo, en la pieza contigua, se disponía a empacar. Con movimientos de vieja, doña [101] Esperanza se acostó. Permaneció intranquila, sin conciliar el sueño, atenta al trajín de la pronta partida. Para darse la sensación de estar todavía acompañada, de pronto habló.
-¿A qué hora te vas?
-A las cuatro más o menos. Descansaré antes unos minutos; estoy rendido. Dormite vos también, mamá. Ya verás que todo sale bien.
-Estaría más tranquila si te fueras enseguida.
-¿Me echás?
-¡No, mi hijo! Pero tengo una aprensión terrible.
Inconforme, continuó atenta a los aprontes. Pablo terminó de empacar y dio cuerda al despertador. Si no fuera por el cansancio que sentía, se marcharía ya. Además, pese a la urgencia de su madre por que se fuera, a él le daría mucha pena no quedarse un rato más. Era único hijo, y esta vez la partida significaba la emancipación. Fatalmente, un hijo pertenece a la vida o a la muerte, pensaba, no a los padres.
Entre tanto, dejábase estar junto a la cama como indeciso, escuchando el metálico latido del viejo reloj que tenía ante sí, incansable computador del tiempo cuyo pulso le urgía partir. Lo miraba. Las oscuras agujas marcaban las tres. Antes de tomarse el breve descanso salió al patio a escuchar el viento, los grillos, algunos ladridos, y mirar el inmenso cielo estrellado. Lo hacía siempre sea cual fuese la hora. La voz de los gallos había quedado suspendida a la media noche, hora en que cayó la niebla, hora en que, tiempos atrás, los barrios poblábanse de música bohemia. El rocío de la madrugada se desleía en las cuerdas y el canto buscaba el arrullo de las alcobas de paja. Era otro tiempo.
Se fue a la cama. Pero, al igual que la madre, no podía dormir. Permanecía auscultando el silencio. Repentinamente, un sollozo llegado de la pieza contigua lo sacudió. Sentose en la cama y escuchó tenso. Doña Esperanza pudo calmarse para hablar.
-¿Estás dormido, Pablo?
-No, mamá; ¿qué sucede?
-Mi angustia y mi miedo son fundados, hijo.
Quiso insistirle que se fuera ya, que no importaba que ella tuviese pena.
Pero desistió. Pablo se levantó con intención de prender el farol; y ella, temerosa ahora de que ya se fuera, de que ya no se volviese a la cama, le rogó.
-No, hijo; no lo prendas todavía; estoy bien; dormite unos minutos antes de irte.
Pablo, a fin de tranquilizarla, volvió a decirle que todo saldrá bien. Te sentirás encantada cuando tu nieto venga a verte y a mimarte, le dijo; es un lindo mita-í. ¡Qué padre tan eufórico se ha vuelto!, pensó la madre en voz alta. Y no era para menos. Ahora, mi vida y mi lucha tendrán sentido, respondió él, imaginate, ahora viviré y lucharé; no veo el momento de empezar.
Ambos guardaron silencio. Él se durmió en tanto la madre cavilaba. De a poco, el tictaceo del reloj acentuábase llenando el oscuro ámbito hasta el punto de tornarse un triquitraque diabólico que la atormentaba impidiéndole penetrar el misterio de la artera calma. A poco sumáronsele los espaciados ronquidos de Pablo. Permanecía alerta, sujeta entre ambas cadencias que crecían abarcando la enorme caja de sonoridad en que ella sudaba. Pero, finalmente, acunada por el mismo sombrío ritornelo, quedose adormecida. Y entonces, ni bien llegado el sueño, fue que una fiera pesadilla la atacó, pudiendo difícilmente desbaratarla, procurando discernir si los golpes y gritos que había oído eran provenientes de la puerta de calle o simple sueño. Pablo se había despertado al mismo tiempo y ambos vacilaban flotantes en un vacío de latidos convulsos, vacío en los pechos tensos, en las sienes azoradas, en los crispados miembros. Y nuevos golpes, éstos bien reales por cierto, seguidos de una áspera voz, cortaron toda cadencia, todo aliento y movimiento. Pasado el espanto inicial, doña Esperanza gimió.
-¿Quién es, por Dios?
-¡L'autoridá carajo, abran!
En plena oscuridad, Pablo saltó hacia la puerta, sacó el travesaño de seguridad y apostose a un lado con la madera lista. Entre tanto se oían voces y el trajín de soldados tomando posiciones alrededor de la casa. La madre estaba espantada.
-¿Qué hacemos, Dios mío, la abrimos?
-¡No! No la abras. Prendé la luz.
Una vez más vociferaron afuera y golpearon. E inmediatamente, un brutal envión dejó libre acceso al cuerpo de un hombre que, arrojado por su propia fuerza, fue a parar debajo de una mesa donde perdió el ímpetu que lo animaba y el arma. Trató de recuperarla manoteando el oscuro piso, pero [103] la pistola había saltado justo a los pies de Pablo quien la levantó. Sonó un disparo y el arma fue arrojada al azar. El visitante quedó inmóvil.
La atormentada doña Esperanza pudo finalmente encender el farol. Y Pablo, que no abandonaba su posición ante la puerta, viendo la desesperación de su madre, desistió de huir. Prefirió aferrarse a su tranca de lapacho y esperar lo que fuera. La anciana, doblemente asustada al reconocer el rostro del caído, farfulló: ¡Pa... blo! ¡Es Paniagua! No era pues la primera vez que el personaje aparecía con sus guardias en plena noche ni menos brutal que de costumbre el procedimiento frustrado. Sólo que ahora le fue harto peor que en anteriores ocasiones. El pobre tenía los ojos vueltos e inmóviles y por un boquete abierto en la yugular, la vida se le iba. Pablo no podía reconocer en él al abominable profanador de la morgue y desollador de cadáveres, ya que el rebelde herido entonces hallábase sudando dentro de una hedionda mortaja de lienzo. La anciana, en cambio, varias veces víctima de nocturnas zozobras debidas al finado, temblaba por las indudables repercusiones del percance. Y en tanto el prepotente se acababa mansamente, en el hueco de la puerta, uno tras otro, cada cual más perplejo, aparecían los soldados. Tal vez haya tenido el oficial un buen motivo que lo indujo a proceder sin testigos, prefiriendo tener a los guardias ocupados en poner sitio a la casa. ¡Paniagua!, repetía la anciana ahogada en su confusión; ¡Dios mío, qué nos ha pasado, Pablo!
Uno de los presentes, lugarteniente del finado, examinó la pistola recogida del piso, cuya recámara todavía humeaba. Pablo, ante la sorprendente benevolencia de los soldados, abandonó la guardia y, aún asustado, habló:
-Fue un accidente, créame. Se lanzó contra la puerta sin darme tiempo a abrir.
-¿Y el tiro?
-Sonó al caer la pistola al piso. Estaría sin el seguro, claro.
-¿Y piensa hacerme creer que al oficial se le escapó el arma?
-¿Qué otra cosa pudo ser? La única pistola que usted puede encontrar en esta casa es ésa. Además, mi madre acaba de prender la luz. Ni sabíamos de quién se trataba.
El soldado le buscó el pulso al caído, le aplicó el oído al pecho y levantose meneando la cabeza. Los de la puerta, cada uno aferrado al fusil, permanecían como viendo fantasmas, blanco el semblante, salvo un negro pequeño que parecía contento de ver a Paniagua cadáver. El más aplomado del grupo, el único que hablaba, los miró con lástima diciendo con severo tono: Creo que si este hombre mató al oficial, lo mató en defensa propia. El finado le tenía marcado; por eso nos mandó a cercar la casa, para desligarse de nosotros. Parece que le quería cobrar una cuenta vieja. Los compañeros asintieron sin hablar, confusas las miradas, no comprendiendo por entero la intención del clase. Pablo, pálido; la madre, mordiéndose de nervios, adelantábanse presintiendo el imprevisible desenlace, esperando cualquier cosa, siempre la peor.
-Si le apresamos, ¿qué ha de pasar?
-Le matan enseguida, dijo sin vacilar, hablando por primera vez, el pequeño y oscuro subordinado.
Entonces, otro del grupo se dio coraje y agregó:
-¡Con el hambre que le tienen! Y hay estado de sitio, mi cabo.
-¿Y usted qué piensa?
Perdiendo el hilo inquisitorio pese a su crucial importancia, Pablo tenía involuntariamente el pensamiento puesto en algo que empezaba a mortificarlo: el error de haberse dejado dominar por el cansancio y la pena sentida por su madre sabiendo que Dalma no dormía esperándolo a salvo, que al despertar su hijo cumplirá seis años y no tendrá papá, que su promesa de volver le pesará toda la vida y que nunca tal vez podrá cumplirla ya ni amar a Dalma ni acariciar a su hijo, sueños no más de ternuras desbaratadas por un instante de flaqueza...
-¿Y usted qué piensa?
La pregunta fue una sorpresa, pero pudo hilvanar una respuesta, pese a todo, coherente:
-Que... que... francamente estoy confundido. Esperaba cualquier cosa menos razonamientos. Pero, según veo, ustedes son conscriptos de verdad y no politiqueros armados. Debo confiar en ustedes.
-¿Y qué cree que debemos hacer ahora, en esta situación?
Un inesperado cielo se le abría. Era su oportunidad. Ahora probará sus agallas y la calidad de esos jóvenes soldados.
-Soltarme y quedarse en paz con la conciencia, respondió con firmeza. Soy un luchador: no soy un criminal. Y algún día, ustedes mismos comprenderán mi lucha y ocuparán su puesto en ella. Por algo se nace varón en esta tierra. La patria no es una palabra, hermanos, ni una bandera ni un frío pedazo de tierra ajena; la patria es la felicidad pareja de todos los ciudadanos; esa felicidad despilfarrada cada día por una manada de hipócritas; hay que rescatarla, mis queridos hermanos; en esa lucha hay lugar para todos los verdaderos varones.
El soldado se emocionó. Un presentimiento nacido de pronto acababa de confirmársele. Ese hombre tenía que ser el mismo de quien cierto hermano suyo solía recordarle años antes de morir, en tanto le explicaba por qué se lucha y por qué se muere en este país. Sin detenerse en preguntas, díjole directamente:
-Pablo Gamarra, después de todo, usted es un hombre de suerte.
-¿Me conoce?
-Sí, ¿se acuerda de Cándido Paná?
-¡Cómo olvidar a un hombre que prefirió dejarse cortar la lengua y dejarse castrar antes que delatarme?
-Él fue mi hermano.
-Y usted sabía que éramos amigos.
-¡Claro que sí! Y que aquí, en este cuarto, ustedes dos amanecían sobre unos libros soñando con una vida mejor. A pesar de mi corta edad, él me contaba todos sus secretos. Fue mi hermano y mi mejor amigo.
Se le quebró la voz. Pablo, confuso todavía pero hondamente tocado, le tendió la mano, acabando ambos por abrazarse con ardor. La madre suspiró aliviada. Los demás patrulleros, pasando bruscamente a la confianza, los rodearon con simpatía. Paná les habló resueltamente.
-Muchachos, le daremos escapada a este hombre; yo me hago responsable.
El nuevo abrazo de Pablo Gamarra fue un elocuente '¡Gracias!'. El joven Paná hacía honor a su apellido. La madre se aproximó llorando y dio un beso en la sudorosa frente del soldado, murmurando: ¡Que Dios le bendiga, hijo mío!
-Agradezco a todos este gesto incomparable, concluyó Pablo, de corazón, y les ruego silencio sobre lo que aquí pasó, porque cualquier comentario irá en perjuicio de todos ustedes y de mi madre.
-Bueno, dijo Paná, no se olviden que Paniagua recibió el balazo de su propia pistola cuando se cayó en la zanja donde ahora llevaremos el cuerpo. Ahí mismo cayó y sonó el tiro; la bala que está en el cuello será la prueba. ¿De acuerdo? Y ahora, amigo Gamarra, no pierda más tiempo, váyase.
Pablo tomó sus cosas, abrazó a la madre, a cada uno de los soldados y partió. La niebla ponía fina ceniza sobre los senderos a lo largo del callejón. Jamás la luna estuvo más pálida y opaca. Al trote, pese a su carga, nuevamente fugitivo, Pablo marchaba apresuradamente rumbo al refugio elegido donde decidía quedarse cueste lo que costare, al calor de ese hogar que minutos antes le parecía perdido. ¿Qué podía importarle el lugar que le negaba la enferma sociedad si en aquel escondrijo lo aguardaban Pablito y Dalma? Hizo un kilómetro escaso, tal vez la tercera parte del camino cuando, al desembocar en un cruce, sorpresivamente, un numeroso y bien armado grupo le cerró el paso. Tan reducida distancia lo separaba de la partida que ni la neblina pudo impedir que fuera enfocado y avistado. Sin tiempo para pensar, en el lapso abarcado por la voz de '¡Allltooo!', arrojó cuanta carga traía y diose a la fuga.
El tiro de la pistola de Paniagua había repercutido muy lejos en la aciaga noche, llegando el eco hasta la base de donde procedían él y su gente. Llamó la atención el que fuese un solo tiro. Bien podía el reo haber preparado una de esas tretas de que sólo el diablo y los rebeldes eran capaces. Y por prever cualquier sorpresa de esa laya, un importante refuerzo fue puesto en marcha, al trote.
El eco provenía de una pistola 45, sin lugar a dudas. Y al no haber sonado disparo alguno antes o después daba lugar, entre otras, a dos suposiciones: accidente o emboscada. La tensión dominaba los ánimos. Ninguno hablaba. La partida aceleraba la marcha a medida que se aproximaba al barrio.
Al tocar el perímetro, las precauciones aumentaron, ni una voz, ningún ruido. Y a poco, al doblar una esquina, ¡zas!, el pobre fugitivo cargado de maletas abríase paso entre la niebla.
Como alevoso puñal, el grito hendió la grisura seguido del estruendo de la fusilería y el traqueteo de las corridas. Voces desaforadas mandaban liquidar, descabezar... y putas y [107] carajos a granel. Los pobladores, ovillados en la orfandad de sus camastros, moríanse sobrecogidos de aprensión, una aprensión emergida del fondo de antiguas agonías nunca por entero borradas. El frío espectro del miedo se alzaba de la tierra. ¡Hasta cuándo la nocturna orgía de la muerte!
Lejos de verse doblegado por el grito, el fugitivo atropelló chircales, cardales y alambradas escapando por pura suerte a la granizada de plomo, pero a partir de ese momento y lugar, identificado sin esfuerzo por el contenido del bagaje abandonado en la huida, su persecución se desencadenó con furia.
Y fue entonces que el prófugo con fama de difunto supo de lo absurdo que resultaba continuar con vida y seguir amando la tierra y la gente de uno cuando el envilecimiento había nivelado a humanos y bestias, porque tanto los irracionales como los enceguecidos de la superior especie aportaron todas sus armas al servicio de la impiedad. Perros y zorros, lechuzas y teruterus, charatas y ñajhanaes, de pronto inficionados con el humano delirio, erigieron un cerco de colmillos, ladridos y graznidos. Y al amanecer de un oscuro día del mes oscuro de un año inmemorial, Pablo Gamarra cayó. Pero no fue ejecutado como vaticinaban los benévolos amigos de Paná. Las pasiones estaban en mengua, ahítas de escarnio. La embriaguez de sangre venía siendo suplantada por la de whiskys clandestinos y fortunas malparidas entre orgías y orgías. No fue ejecutado sino simplemente sepulto en alguna fosa de comisaría, de esas donde, según decires, yacen los no comunes; donde, según bocas maldicientes, el pudrirse en vida resulta un eufemismo y las ratas cobran alto valor social por transmitir increíble sensación de vida al sojuzgado, y donde, siempre según infundios, los tormentos, la locura y la tisis ofrecen generoso estímulo al suicidio, cosa que los presos no siempre aprecian enteramente debido a un ridículo apego a la esperanza.
No le ejecutaron. Ni el conscripto Paná ni sus amigos tuvieron los inmediatos graves problemas previstos, merced al proyectil extraídole al finado, material testimoniante de cuyo origen, la fácil determinación, también estaba prevista. De la simple comparación con otro, disparado al efecto en el agua de cualquier tina, habrían deducido con suficiente claridad la no implicancia de nadie. Conclusión: A Paniagua cúpole asumir post mortem su primer justiciero trabajo.
No hubo pues asesinato. Lo aseveraban las crónicas emanadas de insospechables fuentes y los diceques de cuño popular. Y ninguna relación habría guardado con el hecho la fortuita muerte encontrada por Paná a medio camino del terruño, el día mismo de su licencia. La bala, de calibre no revelado, dirigida por manos anónimas, le partió la nuca, justo en mitad de cierta inhóspita picada donde fue hallado el despojo algún tiempo después. De sus amigos, nada se supo desde entonces, como nada, claro está, del rebelde Pablo Gamarra a quien nadie ha vuelto a ver. Se supone que lo mudan de fosa en fosa. Se supone que vive.
Su hijo, del mismo nombre, emigrado a Buenos Aires en compañía de su madre cumplió veintiocho años. Él asegura haber visto a su padre una vez, en un sueño.
**/**
ENLACE AL ÍNDICE DE "La pesadilla" en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.
.
Visite la GALERÍA DE LETRAS
del PORTALGUARANI.COM
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario