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jueves, 8 de abril de 2010

ROBERTO THOMPSON MOLINAS - LA EJECUCION / Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z) de TERESA MÉNDEZ-FAITH.


CUENTO de
ROBERTO
THOMPSON MOLINAS

(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA EJECUCION
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A Rubén y Loli
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Tomó el tranvía 5 en la esquina de la calle Yegros, pagó el pasaje y se sentó en uno de los asientos de atrás junto a una señora gorda que llevaba un niño sentado en la falda. A esa hora no había muchos pasajeros y de allí a la Facultad de Ingeniería en la avenida España era cuestión de diez minutos. Fue entonces cuando lo vio. Había subido por delante, en la parada de la calle Tacuarí; lo hizo como hacen los policías de uniforme o de Investigaciones, o los que tenían pases municipales. Lo reconoció de inmediato. Sí, era Atilano Salinas. Un calor intenso le subió al rostro, se le nubló la vista y en cámara lenta una procesión de imágenes desfiló ante sus ojos.
-Pendejo de mierda... vas a ver cómo te ablandás y después te sentís con ganas de contarle al comisario todo lo que sabés... - por enésima vez sintió el doloroso golpe de la cachiporra sacudiéndole los riñones.
Por varios días volvería a orinar sangre, y sabía que de una u otra los golpes significarían a la larga un problema renal que podría ser permanente si seguían dándole golpes. Era su tercera visita a la sala en diez días. La primera vez, el mismo sujeto le había dado bofetadas y puntas de pie en las canillas y las bolas. Cuando lo regresaron a la celda, la náusea y las arcadas
lo dejaron desvelado por horas, sin contarlos otros ruidos que no ayudaban precisamente a conciliar el sueño: los ayes de los torturados, las pesadillas de otros presos, las risas de los guardianes o los golpes que el oficial de recorrida daba a los barrotes de las celdas con la vaina de su espada.

Detrás de toda huelga estudiantil siempre podrán hallarse matices políticos, pero no es la política partidista el primer motivo de la protesta. En casi todos los casos, las razones que provocan las reacciones de los estudiantes tienen su origen en temas puramente académicos como la mala calidad de la enseñanza, el nombramiento de profesores ineptos que, por pura casualidad -como decía mi tío Silas- estaban afiliados al partido de gobierno, el proselitismo abierto en las aulas, el favoritismo. En fin, que la mala calidad de la enseñanza estaba en proporción directa a los hurras y a los aplausos en reuniones curriculares o extracurriculares. Y, por supuesto, esto era motivo para protestar, abierta o solapadamente. Y es también cierto que los partidos políticos de oposición serían tontos si no aprovechaban circunstancias como ésas para lanzar sus anzuelos en la agitada corriente. Ese no era el caso de Carlos Robledo.
-Mi protesta era auténtica... Me sentía sofocado en ese ambiente irrespirable en el cual me daba pena ver la ignorancia de algunos profesores y la inconsecuencia de muchos de mis condiscípulos- , me confesaría más tarde el hoy ingeniero Robledo en plena selva venezolana.
-No niego que en algún momento me uní a los grupos politizados de estudiantes.... Después de todo nuestra protesta era la misma en su esencia, pero jamás me interesé en ninguno de los partidos tradicionales del país que no ofrecían, según mi punto de vista, una solución o una salida hacia la democracia representativa. Todo me parecía una farsa -que lo era-, una comedia y una tragedia al mismo tiempo.... Por eso, cuando me torturaban para sacarme informaciones sobre los planes políticos o lo que había detrás de una supuesta conspiración, mis negativas -posiblemente con toda razón- provocaban o la risa o la incredulidad de los policías, no sé-. La temperatura era tórrida, el sudor bañaba nuestros cuerpos y los de cientos de trabajadores que con tractores, dinamita, hachas y machetes trazaban venas en la geografía venezolana.

Al tercer día lo llevaron de nuevo a la sala de tortura que no era sino una habitación grande, un escritorio desvencijado, tres sillas, dos portalámparas con focos de 500 vatios, y la pileta, llena de líquido maloliente con soretes flotando en la superficie. Lo maniataron con los brazos hacia adelante, lo sentaron a la fuerza y comenzaron a lanzarle preguntas tras preguntas, a las cuales, por supuesto, no tenía respuestas. Una bofetada va y otra viene y el lenguaje que quiere ser persuasivo... Ante la negativa o el silencio, más golpes, y la luz que lastima los ojos. O una voz que dice:
-Ablándale un poco, Atilano.
La cachiporra forrada bajó una y otra vez sobre los riñones. Cada golpe un dolor que subía desde la cintura hasta la base del cráneo mientras los dientes crujían de tanto mordérselos. Por un instante, estuvo seguro de haber perdido el conocimiento. Era como si la oscuridad de repente hubiese caído sobre él. Entonces supo el significado de la expresión Pytũ ho’a che ari (La oscuridad me cayó encima). Nuevamente la voz:
-Sos caprichoso, carajo... Qué necesidad hay de aguantar tantos golpes si al final lo mismo nomás me vas a decir lo que quiero escuchar... Hablá.
Lo que Carlos decía no era lo que el otro quería escuchar. Posiblemente haría una señal al Atilano ése, pues la cachiporra volvió a descender una y otra vez sobre sus riñones. Una vez en la celda y cuando fue a orinar, su corazón aumentó el ritmo de su carrera cuando vio que el chorro salía rojo... Tuvo ganas de llorar y lo único que hizo fue morderse los dientes. Hasta entonces sólo había escuchado hablar de lo que eran las torturas, ahora sabía lo que eran, cómo dolían y cómo hacían que a uno le hirviese la sangre.
Cuando lo llevaron de regreso a la celda, apenas podía sostenerse en pie, pero eso sí, sentía una rabia sorda, un intenso deseo de matar... Lo tiraron sobre el camastro que se levantaba apenas unos diez centímetros del suelo. Sus compañeros de celda -eran cuatro en el pequeño cubículo- le rociaron el rostro con agua fresca, y manos caritativas comenzaron a sobarle suavemente espalda, cintura y piernas.
Respondió a la curiosidad de cada uno de ellos, quienes manifestaron su sorpresa de que no lo hubiesen sumergido en la pileta o no le hubiesen dado con picana eléctrica. Uno de ellos era abogado y dirigente de un partido de oposición, otro era estudiante de medicina y el tercero un dirigente de las Ligas Agrarias. El primero llevaba un mes encerrado, los otros dos ya no estaban seguros de si eran tres o cuatro meses. Todos habían pasado por la pileta y la picana. El abogado, homosexual, había sido violado en repetidas oportunidades.

-Carlos Robledo... cargue sus cosas y acompáñeme a la sala de guardia-. Era el oficial de recorrida, uno de los pocos que todavía parecía tener un dejo de decencia.
Temió que irían a trasladarlo a la cárcel o a alguna seccional policial, pero sus compañeros de celda lo alentaron pidiéndole que visitara a sus familiares porque saldría en libertad.
-Parece que tenés amigos de influencia-, le dijo el policía. Tengo entendido que vas a salir en libertad.
Lo que no hicieron cuando lo apresaron lo hicieron en ese momento. Lo llevaron al Departamento Central y después de esperar media hora lo retrataron de frente y de perfil para su prontuario -le explicaron. De ahí fue a la Oficina de Guardia donde un funcionario anotó que había sido puesto en libertad "por orden superior".

Por un momento sus miradas se cruzaron, pero Atilano Salinas no pareció reconocerle. El tranvía llegó a la avenida España pero Carlos no descendió en la parada del Belvedere. Había decidido averiguar el domicilio de su torturador. El tranvía llegó a la terminal en Las Mercedes, los pasajeros descendieron y Carlos dejó que el otro se le adelantara casi una cuadra. Caminaron unas diez cuadras hasta que Salinas dobló en la calle Paraíso. Carlos apuró el paso y al llegar a la esquina vio que Salinas abría el portón de un pequeño chalet en el que funcionaban un almacén y un taller de costura, de acuerdo al cartel que sobresalía sobre la acerca. Vio que su perseguido penetraba en la casa y que unos niños jugaban a la pelota en el patio. Aguardó unos minutos y cuando comprobó que Salinas no volvía a salir, abandonó su vigilancia. Pensamientos encontrados comenzaron a sacudirse en su mente. Le dolían de nuevo los riñones -los médicos le habían asegurado que no habían recibido un daño irreparable que un buen descanso no curaría.

Durante varios días Carlos había controlado el ir y venir de Salinas. Le siguió los pasos con tanto disimulo que estaba seguro de que el objeto de su cacería no se había percatado de que era observado. Lo acompañó desde la distancia a un juego de fútbol, lo observó comer en una parrillada con otras personas y se preguntó si su esposa -o concubina- estaba enterada de que tenía una amante, una morena entrada en carnes que respondía al nombre de Elena.
A la segunda semana, comprobó que la visita a la casa de Elena se produjo nuevamente un jueves, sucediendo lo mismo una semana después. Ahora sólo faltaba esperar.
Entretanto, Carlos había logrado tener a mano dos armas cortas: un revólver Smith Wesson calibre 38 y una pistola FN de 9 milímetros. No era un tirador de concursos pero a diez pasos y aun a diez metros estaba seguro de no errar el blanco. Cada vez que tenía la oportunidad iba a Ypané a la quinta de un amigo, donde gastó dos cajas de cartuchos para afinar la puntería. No lo hacía mal, nada mal.

Su padre era constructor, como lo fue el padre de él. Su madre era contadora y mientras estaba soltera trabajó como tenedora de libros en una empresa importadora, pero después de casarse con su padre abandonó su carrera para convertirse en ama de casa. Quisieron tener varios hijos pero sólo tuvieron dos. Su hermano Rafael, cinco años mayor que él, después de terminar sus estudios de Medicina fue a hacer un curso de especialización en cirugía toráxica a los Estados Unidos y se quedó en el país del norte. Hoy está casado, con dos hijos, viviendo en los suburbios de Ann Arbor, Michigan.
Su padre, y el padre de él, militaron siempre en el Partido Colorado pero ni él ni su hermano manifestaron inclinaciones políticas durante su vida estudiantil. No les quedaba tiempo, pues los estudios los mantenían ocupados. Su padre no insistía mucho para que siguieran sus pasos, pero siempre que pudiese señalaba la ventaja de ser miembro del partido para conseguir buenos empleos o contratos en el futuro.
-Papá, déjame decidirlo cuando termino mis estudios, ahora no pienso asistir a concentraciones políticas, hacer discursos o hurras por algo que no siento... Lo único que me interesa es terminar mi carrera y ponerme a trabajar -le había dicho Carlos a su padre en una oportunidad.
Por eso le llamó la atención que lo apresaran, pues nunca había hecho manifestaciones contrarias al Gobierno, por lo menos no en términos políticos absolutos. Sus protestas a nivel universitario eran legítimas. Se producían abusos y el favoritismo era repulsivo.
Pero también creía que la circunstancia de que su padre perteneciera al partido de gobierno fue útil para que no lo maltrataran excesivamente y, sobre todo que lo liberaran tan expeditamente.
Pero no merecía recibir el tratamiento cruel que le dieron durante su detención y le parecía aún más cruel, sádico y repugnante lo que hacían con otros detenidos, lo que hacían con los que fueron sus compañeros de celda, sin importarles los méritos personales que cada uno pudiese tener. Odiaba la existencia de un rasero, en eso era individualista absoluto. El respeto a la persona humana estaba, para él, por encima de cualquier otra consideración. Por eso sentía odio hacia Atilano Salinas, quien para Carlos representaba la imagen de la dictadura.

Era jueves, y por dos horas había estado vigilando el domicilio de Elena. La vio llegar como a las ocho de la noche y a Atilano hacia las nueve. Carlos estaba mojado hasta los huesos pero lo daba por bien pagado. El mal tiempo en este caso era su mejor aliado. Hacía media hora que se había desatado una furiosa tormenta y la lluvia por momentos se volvía intensa, torrencial. Ni un alma desafiaba a los elementos. Ni los perros se atrevían fuera del refugio seguro de las habitaciones interiores.
Abrió el portón y se acercó a una de las ventanas que tenía las persianas cerradas. A través de una rendija podía ver la habitación y lo que sucedía en ella. Atilano tenía una copa en la mano y Elena trajinaba de un lugar a otro del cuarto.
Carlos había ensayado muchas veces lo que diría y lo que haría cuando tuviese a Salinas frente a la mira de su revólver, pero ahora cuando lo tenía a apenas unos metros y mientras apretaba con fuerza el Smith Wesson, temblaba, no de miedo, pero ya no estaba seguro de querer seguir adelante con la ejecución de su torturador. En su mente lo había encontrado culpable y lo había condenado a muerte, pero ahora le preocupaban varias cosas, su conciencia en primer lugar y lo que podría representar para las cuatro hijas de Salinas la muerte de éste. Después de todo, él no podía colocarse al mismo nivel que un torturador, él no era un asesino, y en una escala de valores, Carlos se colocaba en una posición muy por encima de individuos como Atilano. Sentía un vacío inexplicable en la boca del estómago, tenía la boca seca y un sabor amargo en la saliva.
-No lo pude matar, no tuve la suficiente fuerza de ánimo para hacerlo... Por un momento pensé dispararle desde la ventana, se encontraba a menos de 10 pasos de ella. Sabía que en medio de tantos truenos y relámpagos nadie escucharía el disparo y aun cuando alguien lo hiciera tendría tiempo más que suficiente para abandonar el escenario... Pero no lo hice, no pude hacerlo. Y quizás haya resultado mucho mejor así, porque ahora no tengo cargos de conciencia y cuando me acuesto a dormir ni tengo problemas para conciliar el sueño ni me asaltan fantasmas. Pero lo sigo odiando, es un sentimiento que todavía no he podido superar. No tanto por lo que me hizo personalmente a mí, sino por lo que a lo mejor sigue haciendo a un montón de infelices que como seres humanos tienen derecho a tener su propia opinión-, me confesó Carlos durante nuestra entrevista.
-¿Has vuelto a saber de Atilano?
-No, pero me han llegado rumores de que se ha muerto. Parece que alguien con menos conciencia que yo se lo cargó, pero no estoy seguro.... De todas maneras, para mí la ejecución se produjo. Lo tuve frente a la mira de mi revólver y aunque nunca apreté el gatillo, Atilano murió en ese instante.
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Asunción, 1973
De: Sin testigos
(Asunción: Editorial Araverá, 1987)
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Fuente: NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY TOMO II (M-Z)
Autora:
TERESA MÉNDEZ-FAITH ,
Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay 1999.
De la página 441 a la 847.
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Enlace a:
NARRATIVA PARAGUAYA DE AYER Y DE HOY - TOMO I (A-L)
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