YO SOY EL TIEMPO
Cuentos de
Cuentos de
ESTER DE IZAGUIRRE
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Hecho el registro que señala la ley 11.723.
Todos los derechos reservados.
Impreso en Argentina.
© Editorial Guadalupe, Mansilla 3865,
Buenos Aires. 1973.
(Enlace a datos biográficos y obras
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www.portalguarani.com )
Hecho el registro que señala la ley 11.723.
Todos los derechos reservados.
Impreso en Argentina.
© Editorial Guadalupe, Mansilla 3865,
Buenos Aires. 1973.
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A este libro de cuentos se le otorgó en el año 1970, el premio municipal a obra inédita. El jurado integrado por Silvina Bullrich, Manuel Mujica Láinez, Syria Poletti, Oscar Hermes Villordo y Bernardo Ezequiel Koremblit lo votó por unanimidad. (Correspondió a obras narrativas publicadas en 1968).
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A este libro de cuentos se le otorgó en el año 1970, el premio municipal a obra inédita. El jurado integrado por Silvina Bullrich, Manuel Mujica Láinez, Syria Poletti, Oscar Hermes Villordo y Bernardo Ezequiel Koremblit lo votó por unanimidad. (Correspondió a obras narrativas publicadas en 1968).
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Dedicatoria
A Ignacio Luis
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ÍNDICE
*. Prólogo / El cobayo / El cazador de mariposas / La casa / El delfín de Francia / Ella, adolescente / El rescate / La colmada soledad / Yo soy el tiempo / El hombre / La ciudad / Libertad incondicional / Los ojos simples / La ventana.
PRÓLOGO
Hay en estos cuentos de ESTER DE IZAGUIRRE la angustia que proponen el ser y el tiempo, su siempre inexacta conjunción. La anécdota transparenta en cada caso un fondo metafísico gracias al cual la realidad pierde sus límites convencionales y se expande bellamente hasta ocupar un área que podríamos llamar irrealidad pero que por cierto es sólo la aureola del acaecer humano. Ester de Izaguirre, que es poeta, sabe asir los soplos, cosa muy difícil; sabe rescatar imágenes intactas como quien levantara del suelo una visión caída hace tiempo y la hiciera volar, como debe hacerse con los recuerdos, con las figuras suspendidas en la memoria, para que no queden estancados. Recordar es transfigurar, y es también descubrir es, de algún modo, crear una marea. Y esto es lo que hace la autora de "YO SOY EL TIEMPO".
Se advierte en cada una de estas páginas una tumultuosa mansedad. El conjunto de elementos trágicos, de cargas obsesivas, de desentrañamientos del ser, alcanza sin excepción la extendida serenidad que da la lucidez. El sacudimiento está contenido, salvaguardado por la atmósfera apacible que lo envuelve. Porque Ester de Izaguirre ha sabido dar forma y espesor a una atmósfera dulce, con ráfagas de aromas silvestres y en la que aparecen con frecuencia las fulguraciones del encantamiento. Pero como la tarea no ha sido encomendada sólo a la imaginación, este encantamiento proviene principalmente de la capacidad de transferir la intimidad, más aún, la subjetividad, con el movimiento natural de algo que fluye. Como si el yo no saliera de sí mismo abruptamente sino que se derramara.
Tal condición es definitoria de este libro; hasta tal punto que personajes y hechos irreales no pertenecen al ámbito de la ficción; son maneras de ser de un yo profundo y participan de la naturalidad, precisamente porque sus raíces están fijadas en vivencias y no en trabajosos suelos intelectuales. Ester de Izaguirre no plantea enigmas, no traza el contorno volátil de las teorías; simplemente narra, se confiesa. De ahí que el lector oiga también su voz, un acento trémulo que se incorpora al estremecimiento que provoca cada tuno de los cuentos aquí reunidos.
Toda confesión supone una hermosa humildad. También esto se advierte a lo largo de estas narraciones, ricas en matices, en trasfondos, en repentinos resplandores. Una humildad que es sabiduría y sustancia de amor y que de pronto sabe dar a lo trascendente la formulación de lo cotidiano, despojándolo de su peso. Poder éste de un espíritu esencialmente poético, valido de un lenguaje revelador en el que la metáfora pasa como un pájaro en vuelo -que es la manera de quedar- y en el que el contenido conceptual pierde las formas otorgadas por el razonamiento y se convierte en un temblor que quizá dura más tiempo que los demás.
Ester de Izaguirre dice pero fundamentalmente sugiere; expone y propone. Su mundo es complejo y no oscuro ya que la suya es una magia diáfana. La tortura pierde aquí su exasperación pero guarda la acumulación de estados que llevan a ella desde una subjetividad que recibe el misterio y desde una objetividad que lo acepta.
"Yo soy el tiempo". El lector siente que también él lo es.
MARÍA GRANATA
CUENTOS DE ESTER IZAGUIRRE
ÍNDICE
*. Prólogo / El cobayo / El cazador de mariposas / La casa / El delfín de Francia / Ella, adolescente / El rescate / La colmada soledad / Yo soy el tiempo / El hombre / La ciudad / Libertad incondicional / Los ojos simples / La ventana.
PRÓLOGO
Hay en estos cuentos de ESTER DE IZAGUIRRE la angustia que proponen el ser y el tiempo, su siempre inexacta conjunción. La anécdota transparenta en cada caso un fondo metafísico gracias al cual la realidad pierde sus límites convencionales y se expande bellamente hasta ocupar un área que podríamos llamar irrealidad pero que por cierto es sólo la aureola del acaecer humano. Ester de Izaguirre, que es poeta, sabe asir los soplos, cosa muy difícil; sabe rescatar imágenes intactas como quien levantara del suelo una visión caída hace tiempo y la hiciera volar, como debe hacerse con los recuerdos, con las figuras suspendidas en la memoria, para que no queden estancados. Recordar es transfigurar, y es también descubrir es, de algún modo, crear una marea. Y esto es lo que hace la autora de "YO SOY EL TIEMPO".
Se advierte en cada una de estas páginas una tumultuosa mansedad. El conjunto de elementos trágicos, de cargas obsesivas, de desentrañamientos del ser, alcanza sin excepción la extendida serenidad que da la lucidez. El sacudimiento está contenido, salvaguardado por la atmósfera apacible que lo envuelve. Porque Ester de Izaguirre ha sabido dar forma y espesor a una atmósfera dulce, con ráfagas de aromas silvestres y en la que aparecen con frecuencia las fulguraciones del encantamiento. Pero como la tarea no ha sido encomendada sólo a la imaginación, este encantamiento proviene principalmente de la capacidad de transferir la intimidad, más aún, la subjetividad, con el movimiento natural de algo que fluye. Como si el yo no saliera de sí mismo abruptamente sino que se derramara.
Tal condición es definitoria de este libro; hasta tal punto que personajes y hechos irreales no pertenecen al ámbito de la ficción; son maneras de ser de un yo profundo y participan de la naturalidad, precisamente porque sus raíces están fijadas en vivencias y no en trabajosos suelos intelectuales. Ester de Izaguirre no plantea enigmas, no traza el contorno volátil de las teorías; simplemente narra, se confiesa. De ahí que el lector oiga también su voz, un acento trémulo que se incorpora al estremecimiento que provoca cada tuno de los cuentos aquí reunidos.
Toda confesión supone una hermosa humildad. También esto se advierte a lo largo de estas narraciones, ricas en matices, en trasfondos, en repentinos resplandores. Una humildad que es sabiduría y sustancia de amor y que de pronto sabe dar a lo trascendente la formulación de lo cotidiano, despojándolo de su peso. Poder éste de un espíritu esencialmente poético, valido de un lenguaje revelador en el que la metáfora pasa como un pájaro en vuelo -que es la manera de quedar- y en el que el contenido conceptual pierde las formas otorgadas por el razonamiento y se convierte en un temblor que quizá dura más tiempo que los demás.
Ester de Izaguirre dice pero fundamentalmente sugiere; expone y propone. Su mundo es complejo y no oscuro ya que la suya es una magia diáfana. La tortura pierde aquí su exasperación pero guarda la acumulación de estados que llevan a ella desde una subjetividad que recibe el misterio y desde una objetividad que lo acepta.
"Yo soy el tiempo". El lector siente que también él lo es.
MARÍA GRANATA
CUENTOS DE ESTER IZAGUIRRE
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EL COBAYO
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A Marco Aurelio Risolía
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Allí, en Plaza Miserere, urgida por la espesa llovizna que daba imprecisión a la hora de la tarde, ascendí al ómnibus que me conduciría al centro. Mientras el guarda me entregaba el boleto llamó mi atención el aspecto de aquel joven, que, sentado en uno de los asientos transversales, reía aparatosamente con alguien, a quien, por atender al guarda, no pude en un principio individualizar. Como después de pasear una rápida mirada por el interior, no hallé otro lugar desocupado, me senté, no sin aprensión junto al divertido pasajero.
-Eso es, tome asiento si cree que podemos ir cómodos. No comprendí la alusión si es que la había. Miré a mí alrededor desconcertada para descubrir alguna explicación en las caras de los demás pasajeros, y como no la hallara, respondí más asombrada que ofendida:
-Naturalmente; si me senté es porque vi que el asiento era para tres personas y sólo estaba usted.
No replicó y miró en dirección al asiento de enfrente, mientras continuaba con esa risa que por momentos producía un chistido opaco a fuerza de querer ahogarla con la mano. La recta de su mirada se quebraba inexorablemente en la ventanilla del otro lado del coche, pero era tal la sensación de correspondencia que pensé en el absurdo de que existiera un invisible interlocutor. No había lugar a conjeturas, se trataba de un enfermo mental. Fue tener la certeza de su insania y sentir que una garra obstinada me atenaceaba la garganta y se me llenaba la saliva de musgo.
Parecía muy joven y estaba correctamente vestido. Descansaba sobre sus rodillas una tela pintada. Pude observarla detenidamente porque realmente interesado en mostrármela, y con pueril disimulo, la tenía inclinada hacia mí. En ella, bajo un cielo gris y rosa avanzaba una larga caravana de hombres y lanzas; al fondo, inclinado bajo el peso de la cruz iba el Nazareno, y su manto, único motivo púrpura, parecía una pincelada de sangre. Lejos y arriba, el Gólgota punzado por las cruces pequeñas de los dos ladrones. Colores difuminados, contornos perdidos, me recordaron algunos estudios de Rousseau El Aduanero. Al pie, clara, la firma: Luisito Rolan, en la que el diminutivo me hizo retrotraerme a una niñez muelle y oprimida por halagos y termómetros, uno de los posibles motivos de su evidente desequilibrio.
Interrumpió el curso de mis reflexiones la voz del desconocido, que, desapacible, preguntó al guarda
-¿Siempre tienen el pase los empleados de transporte?
-Sí - le respondió socarronamente aquél.
-Qué manera de llover -agregó seguidamente, palpándose con una mano la camisa y mientras me observaba inclinaba más el cuadro hacia mí. Sentí una profunda compasión por él, por esa risa sin sentido más amarga que el llanto por esos ojos abismales, por esas sienes blanqueadas prematuramente, por la charla insustancial y desordenada que volcaba como buscando huir de la introversión.
Sentí que podía y que debía darle una palabra de confortación, y como quien recorre con la mirada su hacienda para ver de qué se puede despojar para darlo a quien lo necesita, busqué esa palabra generosa. Además, confieso, sentí curiosidad por saber qué pensaba y si hablaría con coherencia. Pena y expectación me impulsaron y resbaló al fin la difícil pregunta referida a su cuadro
-¿Lo pintó usted?
-Sí.
-¿Lo copió de otro cuadro?
-NO; de la historia.
Sonreí de manera idiota. Estábamos a la recíproca.
-Lo pinté en un instante de verdadera necesidad - continuó-; yo antes pintaba actualidades, paisajes..., creo que ya hallé el camino. . ., bueno, no quiero decir que no volveré a mis viejos temas, porque, ¿quién puede asegurar que no se reiterará?
-¿Ya expuso en alguna parte?
-Se equivoca -dijo-, no pinto para exponer ni para que usted me diga que esto es extraordinario; por ahora lo dejaré como está, sin marco.
-Ese cielo es toda una lección de sabiduría -añadí- y ha mostrado con él un aspecto inédito, no ya de la realidad, como todos los artistas, sino de lo trascendente.
-¿Trascendente? ¿Y qué cree que es el cielo? -me demandó angustiado.
-La antítesis -aventuré vacilante- de todo esto; la serenidad, la plenitud.
-No me venga con Platón ni con Plotino. Estoy harto de arquetipos y... ¿quién me asegura que allá dejaré de sentir?
-¿Y qué quiere usted dejar de sentir?
-Todo. Como Job maldigo la hora en que nací. Vivo saciado de mediocridad. Mis desemejantes colman mis ojos, mi olfato, mis oídos. Nada me enseñaron sino a desear la muerte y a temerla. Yo no soy Prometeo, yo no puedo ignorar el miedo. Únicamente ése no sufre -dijo señalando a un niño en brazos de su madre -pero ya verá cuando empiece a ejercitar eso que los filósofos llaman "razón" y escriben pomposamente con mayúscula.
-Malos vientos, ya pasarán -respondí angustiada, pero me repuse y hablé un largo rato; le dije que como la borrasca anticipa una atmósfera fresca y despejada así su crisis era un eslabón de esa larga cadena de evoluciones que es el ser humano. Que luchara por algo grande y noble. Que se acercara a ese Dios que su genio intuía. Y le hablé del cielo, no del que nuestros ojos ven y donde se pierde con sus vértigos nuestro cerebro condicionado, sino del otro, que siendo parecido en infinitud, puede caber en la ceñida capacidad del pecho. El milagro y la realidad, el paraíso y la tierra se me volcaron por los labios como la ambrosía de un cáliz colmado. Hablé como jamás lo hubiera hecho a un hombre demasiado normal o demasiado ciego.
-Usted lo tendrá todo -concluí levantándome con los ojos húmedos- porque ha logrado con trazos y colores lo que yo jamás he conseguido con mis oraciones -y señalé con gesto cansado el cuadro ya definitivamente caído en el asiento. Y mientras mi cuerpo era un péndulo golpeado por sobretodos y tapados, luchando como un cestiario por llegar a la parte trasera del ómnibus, agregó en voz alta, pausada y segura como si le importara un ardite la opinión de los que lo escuchaban:
-Adiós, hasta que nos veamos en el cielo.
Sonreí con mi sonrisa más humana mientras todo el pasaje me miraba con mil ojos interrogantes. Espinas en mis brazos, en mis pies, en mi cintura. Sospechas oscuras en algunos, misericordia en los que habían alcanzado a escuchar las risas del principio, esperanzas para los que un poco extraviados percibieron el ramalazo de un mensaje.
Descendí apresuradamente y salvé en un instante la distancia que me separaba del local donde la conferencia ya había comenzado.
A los dos días me sorprendió un artículo del más importante matutino: "El joven y talentoso siquiatra, satisfecho con las experiencias realizadas en su contacto diario y directo con gente de la ciudad, con las cuales completaría una estadística de salud mental, se refirió a un caso singular entre los muchos considerados: una mujer, en un ómnibus, presa de patológico misticismo, dio una respuesta inusitada a su "test" Gólgota.
Dejé caer el diario, anonadada. Una ráfaga helada, interior, me abofeteó el rostro. Cerré maquinalmente la ventana porque me pareció que por ella entraba una bocanada del aire pernicioso que escapa por los resquicios de los templos abandonados.
EL CAZADOR DE MARIPOSAS
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-Eso es, tome asiento si cree que podemos ir cómodos. No comprendí la alusión si es que la había. Miré a mí alrededor desconcertada para descubrir alguna explicación en las caras de los demás pasajeros, y como no la hallara, respondí más asombrada que ofendida:
-Naturalmente; si me senté es porque vi que el asiento era para tres personas y sólo estaba usted.
No replicó y miró en dirección al asiento de enfrente, mientras continuaba con esa risa que por momentos producía un chistido opaco a fuerza de querer ahogarla con la mano. La recta de su mirada se quebraba inexorablemente en la ventanilla del otro lado del coche, pero era tal la sensación de correspondencia que pensé en el absurdo de que existiera un invisible interlocutor. No había lugar a conjeturas, se trataba de un enfermo mental. Fue tener la certeza de su insania y sentir que una garra obstinada me atenaceaba la garganta y se me llenaba la saliva de musgo.
Parecía muy joven y estaba correctamente vestido. Descansaba sobre sus rodillas una tela pintada. Pude observarla detenidamente porque realmente interesado en mostrármela, y con pueril disimulo, la tenía inclinada hacia mí. En ella, bajo un cielo gris y rosa avanzaba una larga caravana de hombres y lanzas; al fondo, inclinado bajo el peso de la cruz iba el Nazareno, y su manto, único motivo púrpura, parecía una pincelada de sangre. Lejos y arriba, el Gólgota punzado por las cruces pequeñas de los dos ladrones. Colores difuminados, contornos perdidos, me recordaron algunos estudios de Rousseau El Aduanero. Al pie, clara, la firma: Luisito Rolan, en la que el diminutivo me hizo retrotraerme a una niñez muelle y oprimida por halagos y termómetros, uno de los posibles motivos de su evidente desequilibrio.
Interrumpió el curso de mis reflexiones la voz del desconocido, que, desapacible, preguntó al guarda
-¿Siempre tienen el pase los empleados de transporte?
-Sí - le respondió socarronamente aquél.
-Qué manera de llover -agregó seguidamente, palpándose con una mano la camisa y mientras me observaba inclinaba más el cuadro hacia mí. Sentí una profunda compasión por él, por esa risa sin sentido más amarga que el llanto por esos ojos abismales, por esas sienes blanqueadas prematuramente, por la charla insustancial y desordenada que volcaba como buscando huir de la introversión.
Sentí que podía y que debía darle una palabra de confortación, y como quien recorre con la mirada su hacienda para ver de qué se puede despojar para darlo a quien lo necesita, busqué esa palabra generosa. Además, confieso, sentí curiosidad por saber qué pensaba y si hablaría con coherencia. Pena y expectación me impulsaron y resbaló al fin la difícil pregunta referida a su cuadro
-¿Lo pintó usted?
-Sí.
-¿Lo copió de otro cuadro?
-NO; de la historia.
Sonreí de manera idiota. Estábamos a la recíproca.
-Lo pinté en un instante de verdadera necesidad - continuó-; yo antes pintaba actualidades, paisajes..., creo que ya hallé el camino. . ., bueno, no quiero decir que no volveré a mis viejos temas, porque, ¿quién puede asegurar que no se reiterará?
-¿Ya expuso en alguna parte?
-Se equivoca -dijo-, no pinto para exponer ni para que usted me diga que esto es extraordinario; por ahora lo dejaré como está, sin marco.
-Ese cielo es toda una lección de sabiduría -añadí- y ha mostrado con él un aspecto inédito, no ya de la realidad, como todos los artistas, sino de lo trascendente.
-¿Trascendente? ¿Y qué cree que es el cielo? -me demandó angustiado.
-La antítesis -aventuré vacilante- de todo esto; la serenidad, la plenitud.
-No me venga con Platón ni con Plotino. Estoy harto de arquetipos y... ¿quién me asegura que allá dejaré de sentir?
-¿Y qué quiere usted dejar de sentir?
-Todo. Como Job maldigo la hora en que nací. Vivo saciado de mediocridad. Mis desemejantes colman mis ojos, mi olfato, mis oídos. Nada me enseñaron sino a desear la muerte y a temerla. Yo no soy Prometeo, yo no puedo ignorar el miedo. Únicamente ése no sufre -dijo señalando a un niño en brazos de su madre -pero ya verá cuando empiece a ejercitar eso que los filósofos llaman "razón" y escriben pomposamente con mayúscula.
-Malos vientos, ya pasarán -respondí angustiada, pero me repuse y hablé un largo rato; le dije que como la borrasca anticipa una atmósfera fresca y despejada así su crisis era un eslabón de esa larga cadena de evoluciones que es el ser humano. Que luchara por algo grande y noble. Que se acercara a ese Dios que su genio intuía. Y le hablé del cielo, no del que nuestros ojos ven y donde se pierde con sus vértigos nuestro cerebro condicionado, sino del otro, que siendo parecido en infinitud, puede caber en la ceñida capacidad del pecho. El milagro y la realidad, el paraíso y la tierra se me volcaron por los labios como la ambrosía de un cáliz colmado. Hablé como jamás lo hubiera hecho a un hombre demasiado normal o demasiado ciego.
-Usted lo tendrá todo -concluí levantándome con los ojos húmedos- porque ha logrado con trazos y colores lo que yo jamás he conseguido con mis oraciones -y señalé con gesto cansado el cuadro ya definitivamente caído en el asiento. Y mientras mi cuerpo era un péndulo golpeado por sobretodos y tapados, luchando como un cestiario por llegar a la parte trasera del ómnibus, agregó en voz alta, pausada y segura como si le importara un ardite la opinión de los que lo escuchaban:
-Adiós, hasta que nos veamos en el cielo.
Sonreí con mi sonrisa más humana mientras todo el pasaje me miraba con mil ojos interrogantes. Espinas en mis brazos, en mis pies, en mi cintura. Sospechas oscuras en algunos, misericordia en los que habían alcanzado a escuchar las risas del principio, esperanzas para los que un poco extraviados percibieron el ramalazo de un mensaje.
Descendí apresuradamente y salvé en un instante la distancia que me separaba del local donde la conferencia ya había comenzado.
A los dos días me sorprendió un artículo del más importante matutino: "El joven y talentoso siquiatra, satisfecho con las experiencias realizadas en su contacto diario y directo con gente de la ciudad, con las cuales completaría una estadística de salud mental, se refirió a un caso singular entre los muchos considerados: una mujer, en un ómnibus, presa de patológico misticismo, dio una respuesta inusitada a su "test" Gólgota.
Dejé caer el diario, anonadada. Una ráfaga helada, interior, me abofeteó el rostro. Cerré maquinalmente la ventana porque me pareció que por ella entraba una bocanada del aire pernicioso que escapa por los resquicios de los templos abandonados.
EL CAZADOR DE MARIPOSAS
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A Nieves Calandrelli de Sicardi
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A la vida del pequeño pueblo le hubiera faltado sentido sin la existencia del loco cazador de mariposas. Era ya una imprescindible institución.
-¿Y qué hay para ver en este pueblo fuera del arroyo y del cementerio indígena?
Y en esta época no sé, pero cuando llegue el calorcito va a conocer a Eulalio Fuentes que saldrá a cazar por el "Puente de Fierro'".
-¿Caza de pelo?
-¿De pelo? Por estos lugares no hay más que zorrinos. Eulalio Fuentes sale a cazar mariposas.
Y así era. En el cálido diciembre, durante las siestas en que el sol se vuelve implacable enemigo de la vida -porque salvo algunos talas no hay en las calles desiertas ni una sombra para guarecerse- se lo reconoce desde lejos con su paso torpe, como si una pierna fuera castigando a la otra, con sus ojos verdes como charco, mirando sin ver el camino ceniciento.
Se encamina derecho hacia el barrio obrero más allá del cual se anuncian las primeras lomadas, y luego, por una angosta vereda de tierra llega hasta donde el camino se bifurca. Allá comienza su diario ritual. Las caza con las manos con esas manos sarmentosas, fatigadas en el arduo ejercicio de atrapar huidizas sombras. Las apresa delicadamente y las coloca con ternura que denuncia cada uno de sus movimientos, dentro de una caja de cartón cuya tapa levanta con precaución cada vez que una nueva cosecha aumenta su riqueza.
Luego, con el mismo paso, con el rostro enrojecido por el sol vertical regresa con su siega de aire y de libertad. Sobre el rojo o violáceo cielo del crepúsculo se recorta su silueta inverosímil y las huellas del regreso, ya atardecido, se entrecruzan con las torvas miradas de los que no comprenden la locura. El arriero en el mostrador del Hotel Luján, que aprieta el vaso de ginebra como si se le fuera a escapar. La empleada de "La flor del norte" que todos los días hace el mismo recorrido, a la misma hora, se acuesta a la misma hora y quizás tenga siempre los mismos sueños. El mecánico de la única estación de servicio que succiona la bombilla del mate inacabable. Don Pedro Ponce de León, recostado en el viejo tronco de paraíso, que según dicen creció torcido por tener que soportar el peso del hombre que vio desenvolverse la vida del pueblo desde su gratuito atalaya vegetal.
Y ante los ojos del vecindario ordenado, trabajador, pulcro, decorosamente rutinario y normal, pasa Eulalio Fuentes con su eterna sonrisa de niño bailándole en los ojos y en los labios como una mariposa más. Abre con cautela la puerta de su único cuarto v se desliza adelgazándose, para no tener que exagerar la abertura, hacia el interior conjetural y misterioso.
II
Mariposas sobre la cama, sobre los armarios, las paredes, revoloteando alrededor de la luz cubierta con un fino tejido para evitar que se quemen. Sobre los cuadros –uno con la imagen de una matrona, descolorido por los años pero no tan borroso como para no denunciar un parecido entre sus ojos y los de Eulalio Fuentes; otro, el de dos chicos con los clásicos trajecitos de marinero con que la moda de hace no muchos años enfundaba a los niños para salir los días domingo- y en medio de aquella enorme jaula de mariposas nuestro personaje se mueve con naturalidad, mientras ellas se le posan en los hombros, en las manos, sobre la rubia cabeza despeinada. De vez en cuando él sigue con la mirada el vuelo de alguna, transportado, distraído, lejanísimo, como buscando en sus alas un rumbo cierto para su incierto destino. Otras veces extiende sus manos para que ellas aleteen acariciándolo, y como si retuviera en sus dedos la calidez de un milagro, sonríe mientras cautelosamente las acerca a su rostro. Otras, después de contemplarlas largo rato, se entristecen gradualmente hasta apoyar su cabeza sobre el brazo y en actitud de sueño, de entrega o de muerte, llorar silenciosamente hasta quedarse dormido.
A nadie hacía daño con su extraña locura. Hasta los chicos lo dejaban pasar sin temerle, sin mofarse de él como si esa insania fuese digna del instintivo respeto de todos los cuerdos del pueblo.
Pero un día, cayó como un guijarro en un lago apacible la noticia inesperada. Cuando la hija de los Ponce salió a hacer los mandados hasta la cuadra de la feria, Eulalio la siguió un trecho silenciosamente. Al comienzo, la niña no notó su cercanía, pero cuando se acortó la distancia entre ellos observó que el loco aceleraba el paso como para acercársele. Entonces echó a correr atemorizada y Eulalio la siguió, también corriendo sin lograr alcanzarla.
Fatigada y llena de temor transpuso el umbral de su casa y atropelladamente contó a sus padres lo ocurrido. No podía ser. Si apenas podían creerlo. Si la locura se tornaba peligrosa habría que dar cuenta a las autoridades y tomar las medidas para recluirlo en Torres o en Open Door. Al día siguiente la enviarían a la feria y el padre y un policía la seguirían a prudente distancia para sorprenderlo.
Se dispuso todo con cuidado para que Eulalio Fuentes no cayera en la cuenta de la celada que se le tendía para comprobar la mala derivación de su locura.
Al día siguiente, recortándose como siempre su silueta inverosímil sobre el crepúsculo, lo vieron acercarse al tiempo que la niña se aventuraba a la prueba, temblorosa y con paso indeciso.
Verla y apresurarse fue todo uno. La chica empezó a correr como era lo convenido y detrás de ella, Eulalio, brillantes los ojos por el extraño fuego que lo consumía desde siempre, y con la sonrisa de sus mejores horas de enajenada felicidad corría, corría como si estuviera ya rozando una estrella con las manos,
Cuando la niña dio un traspié que la tendió largo a largo al borde de la calzada Eulalio Fuentes se le acercó, primero con rápidos y felinos movimientos y luego más cautelosamente, mientras su presunta, víctima lo miraba aterrorizada aguardando la intervención oportuna de su padre y del policía que aún no habían hallado propicia la ocasión de salir de su escondite.
Ya junto a ella extendió su brazo trémulo de esperanzado y de incomprendido hasta rozar apenas el delicado moño rosa que la niña llevaba sosteniendo sus nocturnos cabellos, con una caricia ingrávida, con esos dedos ásperos pero dueños del misterio de todas las alturas, del agrio aroma de los campos, del tibio aliento de la madre tierra.
LIBERTAD INCONDICIONAL
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-¿Y qué hay para ver en este pueblo fuera del arroyo y del cementerio indígena?
Y en esta época no sé, pero cuando llegue el calorcito va a conocer a Eulalio Fuentes que saldrá a cazar por el "Puente de Fierro'".
-¿Caza de pelo?
-¿De pelo? Por estos lugares no hay más que zorrinos. Eulalio Fuentes sale a cazar mariposas.
Y así era. En el cálido diciembre, durante las siestas en que el sol se vuelve implacable enemigo de la vida -porque salvo algunos talas no hay en las calles desiertas ni una sombra para guarecerse- se lo reconoce desde lejos con su paso torpe, como si una pierna fuera castigando a la otra, con sus ojos verdes como charco, mirando sin ver el camino ceniciento.
Se encamina derecho hacia el barrio obrero más allá del cual se anuncian las primeras lomadas, y luego, por una angosta vereda de tierra llega hasta donde el camino se bifurca. Allá comienza su diario ritual. Las caza con las manos con esas manos sarmentosas, fatigadas en el arduo ejercicio de atrapar huidizas sombras. Las apresa delicadamente y las coloca con ternura que denuncia cada uno de sus movimientos, dentro de una caja de cartón cuya tapa levanta con precaución cada vez que una nueva cosecha aumenta su riqueza.
Luego, con el mismo paso, con el rostro enrojecido por el sol vertical regresa con su siega de aire y de libertad. Sobre el rojo o violáceo cielo del crepúsculo se recorta su silueta inverosímil y las huellas del regreso, ya atardecido, se entrecruzan con las torvas miradas de los que no comprenden la locura. El arriero en el mostrador del Hotel Luján, que aprieta el vaso de ginebra como si se le fuera a escapar. La empleada de "La flor del norte" que todos los días hace el mismo recorrido, a la misma hora, se acuesta a la misma hora y quizás tenga siempre los mismos sueños. El mecánico de la única estación de servicio que succiona la bombilla del mate inacabable. Don Pedro Ponce de León, recostado en el viejo tronco de paraíso, que según dicen creció torcido por tener que soportar el peso del hombre que vio desenvolverse la vida del pueblo desde su gratuito atalaya vegetal.
Y ante los ojos del vecindario ordenado, trabajador, pulcro, decorosamente rutinario y normal, pasa Eulalio Fuentes con su eterna sonrisa de niño bailándole en los ojos y en los labios como una mariposa más. Abre con cautela la puerta de su único cuarto v se desliza adelgazándose, para no tener que exagerar la abertura, hacia el interior conjetural y misterioso.
II
Mariposas sobre la cama, sobre los armarios, las paredes, revoloteando alrededor de la luz cubierta con un fino tejido para evitar que se quemen. Sobre los cuadros –uno con la imagen de una matrona, descolorido por los años pero no tan borroso como para no denunciar un parecido entre sus ojos y los de Eulalio Fuentes; otro, el de dos chicos con los clásicos trajecitos de marinero con que la moda de hace no muchos años enfundaba a los niños para salir los días domingo- y en medio de aquella enorme jaula de mariposas nuestro personaje se mueve con naturalidad, mientras ellas se le posan en los hombros, en las manos, sobre la rubia cabeza despeinada. De vez en cuando él sigue con la mirada el vuelo de alguna, transportado, distraído, lejanísimo, como buscando en sus alas un rumbo cierto para su incierto destino. Otras veces extiende sus manos para que ellas aleteen acariciándolo, y como si retuviera en sus dedos la calidez de un milagro, sonríe mientras cautelosamente las acerca a su rostro. Otras, después de contemplarlas largo rato, se entristecen gradualmente hasta apoyar su cabeza sobre el brazo y en actitud de sueño, de entrega o de muerte, llorar silenciosamente hasta quedarse dormido.
A nadie hacía daño con su extraña locura. Hasta los chicos lo dejaban pasar sin temerle, sin mofarse de él como si esa insania fuese digna del instintivo respeto de todos los cuerdos del pueblo.
Pero un día, cayó como un guijarro en un lago apacible la noticia inesperada. Cuando la hija de los Ponce salió a hacer los mandados hasta la cuadra de la feria, Eulalio la siguió un trecho silenciosamente. Al comienzo, la niña no notó su cercanía, pero cuando se acortó la distancia entre ellos observó que el loco aceleraba el paso como para acercársele. Entonces echó a correr atemorizada y Eulalio la siguió, también corriendo sin lograr alcanzarla.
Fatigada y llena de temor transpuso el umbral de su casa y atropelladamente contó a sus padres lo ocurrido. No podía ser. Si apenas podían creerlo. Si la locura se tornaba peligrosa habría que dar cuenta a las autoridades y tomar las medidas para recluirlo en Torres o en Open Door. Al día siguiente la enviarían a la feria y el padre y un policía la seguirían a prudente distancia para sorprenderlo.
Se dispuso todo con cuidado para que Eulalio Fuentes no cayera en la cuenta de la celada que se le tendía para comprobar la mala derivación de su locura.
Al día siguiente, recortándose como siempre su silueta inverosímil sobre el crepúsculo, lo vieron acercarse al tiempo que la niña se aventuraba a la prueba, temblorosa y con paso indeciso.
Verla y apresurarse fue todo uno. La chica empezó a correr como era lo convenido y detrás de ella, Eulalio, brillantes los ojos por el extraño fuego que lo consumía desde siempre, y con la sonrisa de sus mejores horas de enajenada felicidad corría, corría como si estuviera ya rozando una estrella con las manos,
Cuando la niña dio un traspié que la tendió largo a largo al borde de la calzada Eulalio Fuentes se le acercó, primero con rápidos y felinos movimientos y luego más cautelosamente, mientras su presunta, víctima lo miraba aterrorizada aguardando la intervención oportuna de su padre y del policía que aún no habían hallado propicia la ocasión de salir de su escondite.
Ya junto a ella extendió su brazo trémulo de esperanzado y de incomprendido hasta rozar apenas el delicado moño rosa que la niña llevaba sosteniendo sus nocturnos cabellos, con una caricia ingrávida, con esos dedos ásperos pero dueños del misterio de todas las alturas, del agrio aroma de los campos, del tibio aliento de la madre tierra.
LIBERTAD INCONDICIONAL
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A Walter Colombo
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Los postes del alambrado pasaban raudos mientras algunas mariposas -siempre hay cosas difíciles de impedir- detenían violentamente su vuelo en el parabrisas de mi coche. Nada como los toboganes del camino para pensar y pensar. Se puede recorrer el planisferio y hasta el universo. Revolvía la tumba de la memoria y la caja de regalos del futuro. Soñaba. Y deshacía mis sueños con la misma facilidad con que mis hijos hacían y destruían monigotes de plastilina. En algunas ocasiones mi fantasía me hacía sentir satisfecho. En otras., las imágenes me molestaban y quería ahuyentarlas pero el mecanismo fallaba y ahí quedaba, inamovible, el fracaso, la caída o el simple enfrentamiento a un rostro desagradable -¿de qué paraíso o de qué infierno perdidos vendrán a la imaginación esas facciones que no existen a nuestro alrededor? Deducía que, de veras, el cerebro es incontrolable y que el inconinconsciente obtiene a menudo victorias molestas aunque parciales sobre la conciencia y la voluntad.
La simetría del sembrado se imponía por momentos y la percepción inmediata de un verde urgente y agresivo me volvían a la hora, a la realidad. Las diecisiete. Faltaba sólo una hora para llegar a mi casa. Una vez más pensé, como otras veces, qué sería de eso que en mí razonaba, recordaba y amaba cuando muriera. De eso mío que en la soledad de los caminos me hacía sentirme acompañado. Y si eso, alma o como se llamara, me sobreviviera ¿qué es lo que me aseguraba que yo aún no estaba muerto? ¿De qué aún existiera? Me causó un poco de gracia relacionar el "je pense, done je sois" cartesiano con mi propia teoría acerca de la vida y de la muerte.
Más postes y sembrados. El cuerpo es un accesorio y una contingencia. Ayer en una charla con mi amigo Raúl Infante se me ocurrió preguntarle: ¿Qué pensás de la muerte? Me gritó: ¡Que no existe! Estábamos de acuerdo, por lo menos en lo que atañe a una parte de nosotros.
Vi las primeras casas que se me acercaban demasiado velozmente cuando tomé la curva de la feria donde estaban descargando ganado de algunos camiones. Y demasiado velozmente, también, llegué al paso a nivel donde la barrera automática con vía de escape, estaba baja. No podía frenar. Era demasiado tarde. Giré el volante en brusco movimiento que me produjo un dolor agudísimo en el brazo izquierdo. Estaba atrapado por el tren que ya se veía como adherido a la puerta delantera del auto. No sé por qué fue como si desde siempre hubiera visto a través de la ventanilla esa cara de cíclope que ahora me fagocitaba irremediablemente. Pero no me aplastó sino que con su enorme mandíbula de hierro, con un chirriar que se impuso a toda otra sensación de angustia o de dolor, me arrastró no sé cuántos siglos por las vías para arrojarme después a un costado, en medio de espesos cardales.
Antes de que se me acercara un gentío que venía del lado de la estación y del tren que -al fin-se había detenido, salí del coche y empecé a caminar hacia casa. No me importaba ya la hora, me dejó de preocupar el estado del auto y olvidé casi por completo la impresión que me produjo el enfrentamiento con la catástrofe. Caminaba como cuando en la ruta las cosas pasaban impresionísticamente junto a mí. Me llamó la atención la serenidad del cielo y una desacostumbrada sensación de libertad.
No me extrañó, por lo tanto, cuando mi mujer y mis hijas, pasaron a mi lado, sin verme, camino a la estación. No me produjo ninguna impresión, cuando al seguirlas, desandando el itinerario propuesto llegué al lugar donde un coche había quedado destrozado. Y menos aún cuando vi que allí, arrojado entre las cuerinas rotas del tapizado y el techo hundido, yacía mi propio cuerpo. Flojo, definitivamente relajado como si fuera sólo un traje que conserva tibio, por algún tiempo, la forma de su dueño.
Tampoco me asombró el hecho de seguir pensando, discurriendo, cuando liberado de todo contacto material me perdí por el camino de acceso, arbolado de tilos. Iba solo ya, hacia no sé qué destino, con la certeza de mi certidumbre.
La simetría del sembrado se imponía por momentos y la percepción inmediata de un verde urgente y agresivo me volvían a la hora, a la realidad. Las diecisiete. Faltaba sólo una hora para llegar a mi casa. Una vez más pensé, como otras veces, qué sería de eso que en mí razonaba, recordaba y amaba cuando muriera. De eso mío que en la soledad de los caminos me hacía sentirme acompañado. Y si eso, alma o como se llamara, me sobreviviera ¿qué es lo que me aseguraba que yo aún no estaba muerto? ¿De qué aún existiera? Me causó un poco de gracia relacionar el "je pense, done je sois" cartesiano con mi propia teoría acerca de la vida y de la muerte.
Más postes y sembrados. El cuerpo es un accesorio y una contingencia. Ayer en una charla con mi amigo Raúl Infante se me ocurrió preguntarle: ¿Qué pensás de la muerte? Me gritó: ¡Que no existe! Estábamos de acuerdo, por lo menos en lo que atañe a una parte de nosotros.
Vi las primeras casas que se me acercaban demasiado velozmente cuando tomé la curva de la feria donde estaban descargando ganado de algunos camiones. Y demasiado velozmente, también, llegué al paso a nivel donde la barrera automática con vía de escape, estaba baja. No podía frenar. Era demasiado tarde. Giré el volante en brusco movimiento que me produjo un dolor agudísimo en el brazo izquierdo. Estaba atrapado por el tren que ya se veía como adherido a la puerta delantera del auto. No sé por qué fue como si desde siempre hubiera visto a través de la ventanilla esa cara de cíclope que ahora me fagocitaba irremediablemente. Pero no me aplastó sino que con su enorme mandíbula de hierro, con un chirriar que se impuso a toda otra sensación de angustia o de dolor, me arrastró no sé cuántos siglos por las vías para arrojarme después a un costado, en medio de espesos cardales.
Antes de que se me acercara un gentío que venía del lado de la estación y del tren que -al fin-se había detenido, salí del coche y empecé a caminar hacia casa. No me importaba ya la hora, me dejó de preocupar el estado del auto y olvidé casi por completo la impresión que me produjo el enfrentamiento con la catástrofe. Caminaba como cuando en la ruta las cosas pasaban impresionísticamente junto a mí. Me llamó la atención la serenidad del cielo y una desacostumbrada sensación de libertad.
No me extrañó, por lo tanto, cuando mi mujer y mis hijas, pasaron a mi lado, sin verme, camino a la estación. No me produjo ninguna impresión, cuando al seguirlas, desandando el itinerario propuesto llegué al lugar donde un coche había quedado destrozado. Y menos aún cuando vi que allí, arrojado entre las cuerinas rotas del tapizado y el techo hundido, yacía mi propio cuerpo. Flojo, definitivamente relajado como si fuera sólo un traje que conserva tibio, por algún tiempo, la forma de su dueño.
Tampoco me asombró el hecho de seguir pensando, discurriendo, cuando liberado de todo contacto material me perdí por el camino de acceso, arbolado de tilos. Iba solo ya, hacia no sé qué destino, con la certeza de mi certidumbre.
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