MBURUVICHÁ
Novela de
FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2002
Novela de
FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Arandurã, 1999.
Arandurã, 1999.
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HISTORIA DE NICOLÁS PRIMERO, REY DEL PARAGUAY
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Nicolás Rubianes, quien, pasando el tiempo y para desgracia de muchos, llegaría a alcanzar las más altas dignidades de este mundo, vio por vez primera la luz en una pequeña aldea de Andalucía llamada Tarantos el año del Señor de 1710. Su padre, un viejo soldado que hablaba con frecuencia de las batallas y de los sitios en los que había participado, carecía por completo de interés por la educación de sus hijos, de modo que se volvieron casi todos flagelo y tormento de su vejez. Nicolás trajo consigo al nacer las más perversas y corrompidas inclinaciones. Sin embargo, como los acontecimientos de su infancia no presentan nada que sea digno de la atención del lector, observaremos sólo que, apenas cumplidos los dieciocho años y por haber intentado asesinar a un vecino, se vio obligado a abandonar su pueblo natal, llevándose de la casa paterna dos pistolas y un anillo de notable valor que había pertenecido a su madre.
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CAPÍTULO SEGUNDO
CAPÍTULO SEGUNDO
PILLERÍAS DE RUBIANES
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Huyendo de la justicia, Rubianes se refugió en la famosa ciudad de Sevilla, donde, desde hace siglos, hacen los pícaros de su capa un sayo y ven proclamada su fama en los escritos de los ingenios de la tierra. Apenas llegado a esta bella ciudad, vendió el anillo y las pistolas que la necesidad había vuelto inútiles, pues, siéndole forzoso vivir y careciendo de dinero y de amigos y conocidos que se lo proveyesen, fuerza era que transformara en la alquimia del mercado aquellos recuerdos de su infancia en unos pocos maravedises que, para su desgracia, no engordaron su faltriquera en demasía, ni tardaron meses en consumirse. Cuando se vio finalmente sin recursos, comenzó a frecuentar los juegos públicos y las iglesias. ¿Quién que no haya leído al inmortal Cervantes y no haya conocido el famosísimo patio sevillano de Monipodio podría creer que sus picardías diéronle para vivir casi cuatro años? Todo le salió a pedir de boca, y, así, mientras en los cafés y en los juegos de pelota se comportaba con la desfachatez propia de un perillán, en las iglesias más parecía un ángel que criatura de este mundo.
Pasó el tiempo y, habiendo alcanzado ya la edad de veintidós años, Rubianes, que tenía el porte esbelto, el gesto atractivo y maneras cortesanas y modestas cuando se lo proponía, pensó que debía hacer algo y escapar de la oscura medianía a la que se sentía condenado y en la que no estaba dispuesto a permanecer. Sentíase nuestro aventurero nacido para la aristocracia y con más pergaminos que un rey de bastos, porque siempre había deseado vivir a su antojo y sin más obligaciones que holgar a pierna suelta y satisfacer en todo sus apetitos. Con este objeto, entró como criado en casa de una rica beata. Ésta, ya de tiempo atrás, habíase engolfado en el océano de sus encantos. Habíalo visto a menudo en las iglesias y se había sentido conmovida por aquella piedad que, pareciéndole grande y sincera, veíala acompañada de una espléndida y vigorosa juventud. Se supo después que una alcahueta se había mezclado en esta intriga y que ella había hecho nacer en Rubianes el deseo de entrar al servicio de doña María de la Cupidiscencia.
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CAPÍTULO TERCERO
Huyendo de la justicia, Rubianes se refugió en la famosa ciudad de Sevilla, donde, desde hace siglos, hacen los pícaros de su capa un sayo y ven proclamada su fama en los escritos de los ingenios de la tierra. Apenas llegado a esta bella ciudad, vendió el anillo y las pistolas que la necesidad había vuelto inútiles, pues, siéndole forzoso vivir y careciendo de dinero y de amigos y conocidos que se lo proveyesen, fuerza era que transformara en la alquimia del mercado aquellos recuerdos de su infancia en unos pocos maravedises que, para su desgracia, no engordaron su faltriquera en demasía, ni tardaron meses en consumirse. Cuando se vio finalmente sin recursos, comenzó a frecuentar los juegos públicos y las iglesias. ¿Quién que no haya leído al inmortal Cervantes y no haya conocido el famosísimo patio sevillano de Monipodio podría creer que sus picardías diéronle para vivir casi cuatro años? Todo le salió a pedir de boca, y, así, mientras en los cafés y en los juegos de pelota se comportaba con la desfachatez propia de un perillán, en las iglesias más parecía un ángel que criatura de este mundo.
Pasó el tiempo y, habiendo alcanzado ya la edad de veintidós años, Rubianes, que tenía el porte esbelto, el gesto atractivo y maneras cortesanas y modestas cuando se lo proponía, pensó que debía hacer algo y escapar de la oscura medianía a la que se sentía condenado y en la que no estaba dispuesto a permanecer. Sentíase nuestro aventurero nacido para la aristocracia y con más pergaminos que un rey de bastos, porque siempre había deseado vivir a su antojo y sin más obligaciones que holgar a pierna suelta y satisfacer en todo sus apetitos. Con este objeto, entró como criado en casa de una rica beata. Ésta, ya de tiempo atrás, habíase engolfado en el océano de sus encantos. Habíalo visto a menudo en las iglesias y se había sentido conmovida por aquella piedad que, pareciéndole grande y sincera, veíala acompañada de una espléndida y vigorosa juventud. Se supo después que una alcahueta se había mezclado en esta intriga y que ella había hecho nacer en Rubianes el deseo de entrar al servicio de doña María de la Cupidiscencia.
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CAPÍTULO TERCERO
RUBIANES CRIADO
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No habían pasado ocho días desde que Rubianes entrara como criado al servicio de la beata, cuando ya se notaba que le iba muy bien en su nueva condición. No obedecía las órdenes de doña María. Muy al contrario, usaba con ella de un tono autoritario cuya causa no tardó en revelarse. La casa de la beata se transformó en el lugar de cita de los amigos de Rubianes. Los convidaba insolentemente a comer en casa de su patrona y, lo que es más, la señora de la Cupidiscencia, lejos de encontrar malo semejante proceder, ordenaba a su cocinero que preparara lo que Medelino (éste era su nuevo nombre) juzgara conveniente pedir; que ella tenía sus razones para ello; que aquel joven no era lo que parecía y, en fin y en resumidas cuentas, que era su voluntad y que no toleraba que nadie la contradijera. Sábese bien a qué extremos de intolerancia puede conducir el orgullo, y más a quienes, como los hidalgos españoles, hanse acostumbrado a la arbitrariedad del mando y a imponer su sola voluntad sobre el resto del mundo. Entre tanto, la reputación de la buena señora sufrió cuanto se pueda imaginar el lector avisado, y su honra quedó tan maltratada por la maledicencia como baraja de taberna en manos de un tahúr. Los sevillanos, gentes despiertas y suspicaces, encontraban asaz extraño que una viuda que frisaba los cuarenta bien cumplidos usase de tantas caridades y que un criadillo al que apenas le apuntaba el bozo ejerciera semejante imperio sobre el ánimo de una beata. Por fin las cosas llegaron a tal extremo que en 1733 un hermano de la señora de la Cupidiscencia, coronel de un regimiento de caballería, se vio obligado a viajar a la capital del Betis para echar de la casa al desgraciado y poner fin a semejante escándalo.
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CAPÍTULO CUARTO
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CAPÍTULO CUARTO
RUBIANES ARRIERO
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Obligado a abandonar Sevilla, Rubianes se refugió en un pueblo distante tan sólo cuatro o cinco leguas. Esperaba que los granaderos volvieran a su regimiento para retornar a casa de doña María, pero, sea de despecho, sea de vergüenza a causa del ruido provocado por su aventura, pasados dos o tres meses del alejamiento de Nicolás, murió la señora de la Cupidiscencia, y con ella, las esperanzas que en su casa tenía depositadas el protagonista de nuestra historia. No sabiendo qué partido tomar entonces, uniose a un campesino que contaba con una tropilla de veinte o treinta acémilas con las que transportaba de una ciudad a otra a veces grano y a veces género, según el caso y la oportunidad que se le presentaba. Se hizo, pues, arriero, y no tardó en volverse el más insolente y descarado de cuantos se dedican al oficio. Su mayor talento consistía en declamar ardorosamente contra todas las costumbres establecidas y, como era por naturaleza despierto y vivo, persuadía muy fácilmente a los crédulos campesinos, que lo escuchaban como a un oráculo y aplaudían cuanto peroraba.
Cierto día convenció a sus camaradas para que, en lugar de pagar las gabelas, se guardaran el importe de las mismas y lo destinaran a aligerar el gaznate de los tormentos de la sed a los que el polvo de los caminos los sometía. La proposición hízola en pleno campo, y fue recibida con tal entusiasmo que cuantos estaban allí decidieron armarse al punto de garrotes, diciendo que ésta sería la moneda con la que pagarían a los aduaneros. Nicolás Rubianes fue nombrado alférez y portavoz de aquellos malandrines y designado para que descargase los primeros garrotazos en caso de necesidad.
Cuando los arrieros llegaron a la puerta de Medina Sidonia, los aduaneros, según su costumbre, pidieron los derechos debidos al duque. Uno de ellos se adelantó a registrar las cargas. «Muere, cabrón», le gritó Rubianes, al tiempo que descargaba con su látigo un terrible golpe en la cabeza del infeliz, que, con los sesos fuera y sangrando a borbotones, quedó muerto a sus pies. Los otros aduaneros, testigos del asesinato, gritaron socorro y desenvainaron sus tizonas. Al punto, los arrieros que acompañaban a Rubianes hicieron llover sobre ellos un diluvio de piedras y garrotazos. Los vidrios de la oficina fueron rotos; los registros desgarrados; la caja robada y los guardianes de la puerta obligados a huir.
Rubianes y sus compañeros entraron triunfantes en la ciudad y se jactaron de haber abolido los impuestos. Su primera preocupación fue la de ir a gastar en la fonda los maravedises hurtados de la caja de impuestos. Apenas habían entrado, sin embargo, cuando escucharon que cinco o seis soldados a caballo habían sido mandados para arrestarlos a una legua de la ciudad, cuando retomaran el camino. Esta información desconcertó totalmente a nuestros intrépidos arrieros, y el jefe de tamaña empresa, leyendo en sus rostros el terror que los dominaba, pensó que gente tan villana y asustadiza podía abandonarlo en el peligro y que la cosa más segura era tomar las de Villadiego y apartarse de esa mala situación.
Nada comunicó de esta secreta resolución a sus camaradas. Díjoles, más bien, que quince hombres podían con seis sin grandes trabajos, los tranquilizó y fingió que iba a comprar pistolas de bolsillo para que pudiesen, como decía él, enfrentar al enemigo.
Salió, en efecto, mas para irse a casa de una vieja conocida suya que, a menudo, le había prestado disfraces con los que, de vez en cuando, había dado excelentes golpes en los caminos reales; porque, cuando se hallaba sin trabajo con las mulas, encontraba pretextos para viajar a Medina Sidonia y saquear a los viajeros que se aventuraban por tan malos pasos como suelen ser los caminos reales de Andalucía. En casa de esta encubridora escogió, entre muchos, los hábitos de un franciscano y, bajo su nuevo disfraz, tomó audazmente el camino en el que sabía que estaban apostados los seis soldados a caballo. El oficial que los mandaba, creyendo ver a un religioso, le preguntó si no había visto arrieros en la ruta. «Señor», le respondió Rubianes, «se dice que os han engañado y que esos malhechores hállanse en el camino de Córdoba a punto de arribar a la ciudad».
Engañado por la falsa noticia, el oficial emprendió con su tropa el viaje a Córdoba a todo galope, y se dice que no tomó descanso hasta llegar. Rubianes, viendo que este golpe de astucia le había salido bien, volvió prontamente a Medina Sidonia, informó a los arrieros de cuanto había pasado, les aconsejó volver a sus casas y, por su parte, recondujo las mulas a su patrón, de quien se despidió después de cobrar el sueldo que le correspondía por el honrado trabajo que había realizado. Antes de partir en busca de nuevas aventuras y como magnífico colofón de las que en este punto llegaban a su fin, tomó el cuidado de recibir una bolsita de cuero con casi mil peluconas de un comerciante que buscaba un hombre honrado a quien confiarlas para que llegaran felizmente a su destino. Bajo este ropaje de hombre honrado, Rubianes recibió el encargo, pero se guardó bien de entregar las onzas de oro a su legítimo dueño. Salió, pues, de Medina Sidonia cargando consigo la estima y el dinero de Jaime Hurpinos, quien supo demasiado tarde que Nicolás Rubianes, tras haber asesinado a un alguacil de la justicia, habíase llevado lo más granado de su patrimonio.
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CAPÍTULO QUINTO
Obligado a abandonar Sevilla, Rubianes se refugió en un pueblo distante tan sólo cuatro o cinco leguas. Esperaba que los granaderos volvieran a su regimiento para retornar a casa de doña María, pero, sea de despecho, sea de vergüenza a causa del ruido provocado por su aventura, pasados dos o tres meses del alejamiento de Nicolás, murió la señora de la Cupidiscencia, y con ella, las esperanzas que en su casa tenía depositadas el protagonista de nuestra historia. No sabiendo qué partido tomar entonces, uniose a un campesino que contaba con una tropilla de veinte o treinta acémilas con las que transportaba de una ciudad a otra a veces grano y a veces género, según el caso y la oportunidad que se le presentaba. Se hizo, pues, arriero, y no tardó en volverse el más insolente y descarado de cuantos se dedican al oficio. Su mayor talento consistía en declamar ardorosamente contra todas las costumbres establecidas y, como era por naturaleza despierto y vivo, persuadía muy fácilmente a los crédulos campesinos, que lo escuchaban como a un oráculo y aplaudían cuanto peroraba.
Cierto día convenció a sus camaradas para que, en lugar de pagar las gabelas, se guardaran el importe de las mismas y lo destinaran a aligerar el gaznate de los tormentos de la sed a los que el polvo de los caminos los sometía. La proposición hízola en pleno campo, y fue recibida con tal entusiasmo que cuantos estaban allí decidieron armarse al punto de garrotes, diciendo que ésta sería la moneda con la que pagarían a los aduaneros. Nicolás Rubianes fue nombrado alférez y portavoz de aquellos malandrines y designado para que descargase los primeros garrotazos en caso de necesidad.
Cuando los arrieros llegaron a la puerta de Medina Sidonia, los aduaneros, según su costumbre, pidieron los derechos debidos al duque. Uno de ellos se adelantó a registrar las cargas. «Muere, cabrón», le gritó Rubianes, al tiempo que descargaba con su látigo un terrible golpe en la cabeza del infeliz, que, con los sesos fuera y sangrando a borbotones, quedó muerto a sus pies. Los otros aduaneros, testigos del asesinato, gritaron socorro y desenvainaron sus tizonas. Al punto, los arrieros que acompañaban a Rubianes hicieron llover sobre ellos un diluvio de piedras y garrotazos. Los vidrios de la oficina fueron rotos; los registros desgarrados; la caja robada y los guardianes de la puerta obligados a huir.
Rubianes y sus compañeros entraron triunfantes en la ciudad y se jactaron de haber abolido los impuestos. Su primera preocupación fue la de ir a gastar en la fonda los maravedises hurtados de la caja de impuestos. Apenas habían entrado, sin embargo, cuando escucharon que cinco o seis soldados a caballo habían sido mandados para arrestarlos a una legua de la ciudad, cuando retomaran el camino. Esta información desconcertó totalmente a nuestros intrépidos arrieros, y el jefe de tamaña empresa, leyendo en sus rostros el terror que los dominaba, pensó que gente tan villana y asustadiza podía abandonarlo en el peligro y que la cosa más segura era tomar las de Villadiego y apartarse de esa mala situación.
Nada comunicó de esta secreta resolución a sus camaradas. Díjoles, más bien, que quince hombres podían con seis sin grandes trabajos, los tranquilizó y fingió que iba a comprar pistolas de bolsillo para que pudiesen, como decía él, enfrentar al enemigo.
Salió, en efecto, mas para irse a casa de una vieja conocida suya que, a menudo, le había prestado disfraces con los que, de vez en cuando, había dado excelentes golpes en los caminos reales; porque, cuando se hallaba sin trabajo con las mulas, encontraba pretextos para viajar a Medina Sidonia y saquear a los viajeros que se aventuraban por tan malos pasos como suelen ser los caminos reales de Andalucía. En casa de esta encubridora escogió, entre muchos, los hábitos de un franciscano y, bajo su nuevo disfraz, tomó audazmente el camino en el que sabía que estaban apostados los seis soldados a caballo. El oficial que los mandaba, creyendo ver a un religioso, le preguntó si no había visto arrieros en la ruta. «Señor», le respondió Rubianes, «se dice que os han engañado y que esos malhechores hállanse en el camino de Córdoba a punto de arribar a la ciudad».
Engañado por la falsa noticia, el oficial emprendió con su tropa el viaje a Córdoba a todo galope, y se dice que no tomó descanso hasta llegar. Rubianes, viendo que este golpe de astucia le había salido bien, volvió prontamente a Medina Sidonia, informó a los arrieros de cuanto había pasado, les aconsejó volver a sus casas y, por su parte, recondujo las mulas a su patrón, de quien se despidió después de cobrar el sueldo que le correspondía por el honrado trabajo que había realizado. Antes de partir en busca de nuevas aventuras y como magnífico colofón de las que en este punto llegaban a su fin, tomó el cuidado de recibir una bolsita de cuero con casi mil peluconas de un comerciante que buscaba un hombre honrado a quien confiarlas para que llegaran felizmente a su destino. Bajo este ropaje de hombre honrado, Rubianes recibió el encargo, pero se guardó bien de entregar las onzas de oro a su legítimo dueño. Salió, pues, de Medina Sidonia cargando consigo la estima y el dinero de Jaime Hurpinos, quien supo demasiado tarde que Nicolás Rubianes, tras haber asesinado a un alguacil de la justicia, habíase llevado lo más granado de su patrimonio.
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CAPÍTULO QUINTO
RUBIANES EN MÁLAGA
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Después de muchas aventuras, estafas y villanías sin cuento, Nicolás Rubianes llegó al fin a Málaga, puerto de Andalucía y de los más bellos de la región. Pese a que se creía seguro en esta ciudad, juzgó conveniente suprimir el famoso nombre de Rubianes y hacerse llamar de ahora en adelante únicamente Nicolás. Confundido entre tantos forasteros que frecuentan la ciudad y comercian en su puerto, vivió casi diez años no teniendo otros bienes que las peluconas de Hurpinos y su inagotable industria para el mal. Dado a vivir de forma inmoderada y a satisfacer todos sus vicios, al cabo la fortuna que había logrado viose reducida a polvo, y de las bellas onzas de oro que robara al señor Hurpinos sólo le quedaba ya un vago y acariciado recuerdo en su memoria, que no era escasa. Fue un milagro que, habiéndose entregado al juego, subsistiera, como subsistió, tan largo tiempo, que en el oficio de tahúr, para el que Nicolás no parecía especialmente dotado, son pocos, cuando son, los que sobreviven a la miseria. Nicolás era hábil, como ya hemos observado, y prefirió cambiar de vida y no seguir metiéndose en camisa de once varas.
Así que, estando sin blanca, en 1743 resolvió frecuentar las iglesias nuevamente. Como era demasiado conocido en Málaga para hacerse pasar por hombre piadoso, le pareció prudente cambiar de lugar. Pasó de una ciudad a otra y, por fin, se estableció en Zaragoza, donde los jesuitas tienen una bellísima casa.
De nada le sirvió hacerse el chupacirios en esta región, pues, si bien no es cierto lo que, viendo tan sólo la paja en el ojo ajeno, suelen predicar algunos franceses sobre la cicatería aragonesa, no encontró devotas ingenuas ni, menos aún, bolsas fáciles de rapar. Los aragoneses, que gustan de la naturalidad o llaneza, como ellos la llaman, más que de ninguna otra virtud, huyen del trato de todos aquellos que se muestran como no son naturalmente y tienen a gala el despreciar afeites y decoraciones hasta en sus mujeres, que no por ello dejan de ser bellas y muy apreciadas en lo que valen. Y, así, Nicolás halló en Zaragoza a quienes sabían diferenciar el grano de la paja y la piedad verdadera de la impostura a la que él habíase acostumbrado para cazar en coto ajeno.
Rubianes, viendo que el cielo de Aragón era para él de hierro y de bronce y que le podía pasar muy bien que se muriese de hambre, si seguía representando el feo papel de un tragasantos de comedia, determinó, luego de dos años pasados en la más extrema indigencia, abrazar un estado sólido que le asegurase por lo menos un mendrugo de pan que llevarse a la boca y un vestido con que cubrirse. Estaba ya cansado de la vida errante y vagabunda que llevaba desde hacía tiempo. El asunto de Medina Sidonia pesábale, además, en su ánimo amilanado y temía ser arrestado en cualquier momento. La vida de los salteadores de España, que él había leído en sus momentos de ocio en un manuscrito hallado en Zaragoza, habíale conmovido y, como era tan inteligente como malvado y tan puesto en razón para algunas cosas como dispuesto al mal para todas las demás, juzgaba que, viviendo como ellos, bien podría acabar sus días con el cuello que tienen los higos cuando maduran.
Estas decisiones, fortificadas por la cruel necesidad que lo apremiaba, moviéronle a solicitar su ingreso en alguna casa religiosa.
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CAPÍTULO SEXTO
Después de muchas aventuras, estafas y villanías sin cuento, Nicolás Rubianes llegó al fin a Málaga, puerto de Andalucía y de los más bellos de la región. Pese a que se creía seguro en esta ciudad, juzgó conveniente suprimir el famoso nombre de Rubianes y hacerse llamar de ahora en adelante únicamente Nicolás. Confundido entre tantos forasteros que frecuentan la ciudad y comercian en su puerto, vivió casi diez años no teniendo otros bienes que las peluconas de Hurpinos y su inagotable industria para el mal. Dado a vivir de forma inmoderada y a satisfacer todos sus vicios, al cabo la fortuna que había logrado viose reducida a polvo, y de las bellas onzas de oro que robara al señor Hurpinos sólo le quedaba ya un vago y acariciado recuerdo en su memoria, que no era escasa. Fue un milagro que, habiéndose entregado al juego, subsistiera, como subsistió, tan largo tiempo, que en el oficio de tahúr, para el que Nicolás no parecía especialmente dotado, son pocos, cuando son, los que sobreviven a la miseria. Nicolás era hábil, como ya hemos observado, y prefirió cambiar de vida y no seguir metiéndose en camisa de once varas.
Así que, estando sin blanca, en 1743 resolvió frecuentar las iglesias nuevamente. Como era demasiado conocido en Málaga para hacerse pasar por hombre piadoso, le pareció prudente cambiar de lugar. Pasó de una ciudad a otra y, por fin, se estableció en Zaragoza, donde los jesuitas tienen una bellísima casa.
De nada le sirvió hacerse el chupacirios en esta región, pues, si bien no es cierto lo que, viendo tan sólo la paja en el ojo ajeno, suelen predicar algunos franceses sobre la cicatería aragonesa, no encontró devotas ingenuas ni, menos aún, bolsas fáciles de rapar. Los aragoneses, que gustan de la naturalidad o llaneza, como ellos la llaman, más que de ninguna otra virtud, huyen del trato de todos aquellos que se muestran como no son naturalmente y tienen a gala el despreciar afeites y decoraciones hasta en sus mujeres, que no por ello dejan de ser bellas y muy apreciadas en lo que valen. Y, así, Nicolás halló en Zaragoza a quienes sabían diferenciar el grano de la paja y la piedad verdadera de la impostura a la que él habíase acostumbrado para cazar en coto ajeno.
Rubianes, viendo que el cielo de Aragón era para él de hierro y de bronce y que le podía pasar muy bien que se muriese de hambre, si seguía representando el feo papel de un tragasantos de comedia, determinó, luego de dos años pasados en la más extrema indigencia, abrazar un estado sólido que le asegurase por lo menos un mendrugo de pan que llevarse a la boca y un vestido con que cubrirse. Estaba ya cansado de la vida errante y vagabunda que llevaba desde hacía tiempo. El asunto de Medina Sidonia pesábale, además, en su ánimo amilanado y temía ser arrestado en cualquier momento. La vida de los salteadores de España, que él había leído en sus momentos de ocio en un manuscrito hallado en Zaragoza, habíale conmovido y, como era tan inteligente como malvado y tan puesto en razón para algunas cosas como dispuesto al mal para todas las demás, juzgaba que, viviendo como ellos, bien podría acabar sus días con el cuello que tienen los higos cuando maduran.
Estas decisiones, fortificadas por la cruel necesidad que lo apremiaba, moviéronle a solicitar su ingreso en alguna casa religiosa.
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CAPÍTULO SEXTO
NICOLÁS SE HACE JESUITA
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Nicolás se presentó al rector de los jesuitas para entrar en la Compañía en calidad de hermano. Dijo que sabía cocinar y que además era fuerte y vigoroso y que lo podrían emplear en aquellos menesteres que juzgaran más apropiados. El rector, habiendo puesto al principio alguna dificultad por encontrar que su edad pasaba de lo conveniente, porque a la sazón Nicolás contaba ya treinta y nueve años, juzgó oportuno ponerlo a prueba durante, al menos, tres meses. Concluidos éstos, creyendo notar en él dulzura y modestia y, especialmente, fuerte inclinación hacia la vida religiosa y gran afición a la orden, el padre rector acabó por recibirlo y lo mandó al noviciado. Allí se comportó de tal manera que los padres juzgaron conveniente asegurarse para siempre a un hombre que tan excelentes virtudes mostraba para la vida religiosa. Y así, cuando solicitó pronunciar sus votos, nadie se opuso. Se lo mandó inmediatamente a un colegio de la Compañía, donde se le encargó el cuidado de la despensa. Como ahora tenía dinero en abundancia y como casi no se le pedía cuenta del uso que del mismo hacía, ya que tenía el semblante de un perfecto religioso, todas sus pasiones se reavivaron y él trató de satisfacerlas sin escrúpulos. Se cuidó tan sólo de salvar las apariencias. Como estaba obligado a comprar provisiones, se alejaba a menudo a doce o quince leguas de la ciudad, con el pretexto de buscar mercadería barata. Pasaba por muy ahorrativo y, a pesar de que gastaba quizá más de mil escudos por año en sus placeres, todos estaban convencidos de que los asuntos materiales de la Casa jamás habían sido tan bien administrados. Tan cierto es que hombres, en todo lo demás esclarecidos, pueden ser fácilmente engañados por un malhechor.
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CAPÍTULO SÉPTIMO
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CAPÍTULO SÉPTIMO
EL HERMANO NICOLÁS SE ENAMORA PERDIDAMENTE DE UNA JOVEN ESPAÑOLA
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En sus numerosos viajes tuvo el hermano Nicolás la oportunidad de conocer a una joven de quince o dieciséis años, hija única de un rico comerciante establecido en Huesca. Llamábase ella doña Victoria Fortuny. Una gran modestia se añadía a su rara belleza y, como a todas estas virtudes sumaba el peso de una dote considerable, era solicitada por los jóvenes de las mejores familias de la ciudad.
¿Quién creería que el infame Rubianes, convertido en el hermano Nicolás, osaría convertirse en pretendiente a la honesta belleza de la dama oscense? Se atrevió a ello y, lamentablemente para la hermosa Victoria, con harta fortuna.
Es ahora preciso que nos detengamos y que entremos en los detalles de esta intriga para dar a conocer el perverso carácter de nuestro personaje.
Lo primero que hizo el hermano Nicolás fue alquilar un piso en la vecindad de doña Victoria. Luego, encargó al mejor sastre de la ciudad que le hiciera unos trajes hermosísimos y, como no era conocido en Huesca, ni los ojos de Victoria lo habían visto jamás (que de ello habíase cuidado mucho), trató de ser presentado al señor Fortuny. No tardó en hacerse uno de los mejores amigos de este comerciante, a quien, dado que él mismo era un hombre honesto y valoraba la honradez por encima de cualquiera otra virtud, engañó con su apariencia de probidad.
El hermano Nicolás hízose pasar en esta ocasión por un noble de Andalucía que había vendido su despacho de coronel y una buena parte de su patrimonio con el noble objeto de vivir en la paz y en la honesta comodidad de la vida retirada. Él mismo manifestaba que, de haber hallado en Huesca una persona que le conviniera, habríase establecido de buena gana en Aragón, donde se sentía mucho mejor que en su país nativo.
Como no podía ausentarse más de tres o cuatro días seguidos de la casa de la Compañía, revestíase cuando le era de necesidad hacerlo con los hábitos de San Ignacio y, durante la noche y sin que nadie lo sintiese, partía en secreto de la ciudad donde vivía la encantadora Victoria. Sus viajes y sus ausencias habíanse convertido en un misterio, pero nadie en Huesca sospechó jamás su verdadera naturaleza. Por espacio de unos seis meses continuaron la intriga y el misterio sobre los viajes de Nicolás y, al cabo, éstos produjeron tantas cartas y tantos papeles de toda clase que el buen señor Fortuny, que no profundizaba mucho las cosas, juzgó que Nicolás era un excelente partido para su hija.
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CAPÍTULO OCTAVO
En sus numerosos viajes tuvo el hermano Nicolás la oportunidad de conocer a una joven de quince o dieciséis años, hija única de un rico comerciante establecido en Huesca. Llamábase ella doña Victoria Fortuny. Una gran modestia se añadía a su rara belleza y, como a todas estas virtudes sumaba el peso de una dote considerable, era solicitada por los jóvenes de las mejores familias de la ciudad.
¿Quién creería que el infame Rubianes, convertido en el hermano Nicolás, osaría convertirse en pretendiente a la honesta belleza de la dama oscense? Se atrevió a ello y, lamentablemente para la hermosa Victoria, con harta fortuna.
Es ahora preciso que nos detengamos y que entremos en los detalles de esta intriga para dar a conocer el perverso carácter de nuestro personaje.
Lo primero que hizo el hermano Nicolás fue alquilar un piso en la vecindad de doña Victoria. Luego, encargó al mejor sastre de la ciudad que le hiciera unos trajes hermosísimos y, como no era conocido en Huesca, ni los ojos de Victoria lo habían visto jamás (que de ello habíase cuidado mucho), trató de ser presentado al señor Fortuny. No tardó en hacerse uno de los mejores amigos de este comerciante, a quien, dado que él mismo era un hombre honesto y valoraba la honradez por encima de cualquiera otra virtud, engañó con su apariencia de probidad.
El hermano Nicolás hízose pasar en esta ocasión por un noble de Andalucía que había vendido su despacho de coronel y una buena parte de su patrimonio con el noble objeto de vivir en la paz y en la honesta comodidad de la vida retirada. Él mismo manifestaba que, de haber hallado en Huesca una persona que le conviniera, habríase establecido de buena gana en Aragón, donde se sentía mucho mejor que en su país nativo.
Como no podía ausentarse más de tres o cuatro días seguidos de la casa de la Compañía, revestíase cuando le era de necesidad hacerlo con los hábitos de San Ignacio y, durante la noche y sin que nadie lo sintiese, partía en secreto de la ciudad donde vivía la encantadora Victoria. Sus viajes y sus ausencias habíanse convertido en un misterio, pero nadie en Huesca sospechó jamás su verdadera naturaleza. Por espacio de unos seis meses continuaron la intriga y el misterio sobre los viajes de Nicolás y, al cabo, éstos produjeron tantas cartas y tantos papeles de toda clase que el buen señor Fortuny, que no profundizaba mucho las cosas, juzgó que Nicolás era un excelente partido para su hija.
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CAPÍTULO OCTAVO
EL HERMANO NICOLÁS SE CASA A LA VISTA DE TODA LA CIUDAD
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El infame seductor osó, a pesar de sus votos, ordenar las amonestaciones de rigor con el nombre de Conde de Emmadés y casarse a la vista de toda una ciudad en la que podía ser reconocido en cualquier momento. ¡A tanto se atreven los malvados!
Vivió con doña Victoria casi un año, es decir, hasta 1752, cuando sus superiores, habiendo sospechado algo equívoco en su conducta, juzgaron oportuno enviarlo a cuarenta leguas de Zaragoza, como portero de un noviciado.
Esta orden de desplazamiento cayó como un rayo sobre el hermano Nicolás, que así veía todos sus proyectos alterados. Porque, pese a que inventaba asuntos apremiantes de continuo para mejor simular sus frecuentes y largas ausencias del lado de Victoria Fortuny, veíala de todos modos dos o tres veces por mes y pasaba algunos días seguidos con ella. Además, se preocupaba de ofrecerle, a costa de los bienes de la Compañía, todo cuanto ella necesitaba. Se veía, pues, obligado a abandonarla para siempre, dejándola en cinta de un varón, que ella dio a luz cinco meses y medio después de su partida.
El hermano Nicolás temía que el misterio se revelara y que él no estuviera seguro en ninguna de las ciudades españolas. En este trance hubiera preferido abandonar para siempre su hábito y su patria y lanzarse a la aventura, pero, como sus manejos empezaron a trascender y él se encontraba sin dinero porque no pudo llevarse consigo la rica dote de doña Victoria Fortuny, solicitó acompañar a los misioneros que partían para las Américas. Juzgábalo el mejor modo de salir con ventura de un trance tan apurado. Se lo permitieron sin mayores dificultades, porque ya se había atraído sobre sí la sospecha y porque siempre se ha considerado que trasladar a Indias a quienes estorban el normal desarrollo de la república en España es el mejor modo de librarse de ellos, y ésta es y ha sido práctica usual de las órdenes religiosas y aun de las instituciones del gobierno. Vense por desgracia en las Américas, gozando de cargos, honores y títulos de muchas campanillas, hombres que en las Españas serían tenidos en menos hasta por los mendigos y los pícaros de cocina y que no hallarían acomodo en oficio alguno que no fuera el de reos y galeotes. Haylos también dignos y entregados al bien, que en todas partes se cuecen habas y en mi tierra a calderadas, como dice el vulgo. En la espera de la salida de los reverendos padres, se le colocó a Nicolás por algunos meses en una Casa, en la que no se le dio ningún empleo.
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CAPÍTULO NOVENO
El infame seductor osó, a pesar de sus votos, ordenar las amonestaciones de rigor con el nombre de Conde de Emmadés y casarse a la vista de toda una ciudad en la que podía ser reconocido en cualquier momento. ¡A tanto se atreven los malvados!
Vivió con doña Victoria casi un año, es decir, hasta 1752, cuando sus superiores, habiendo sospechado algo equívoco en su conducta, juzgaron oportuno enviarlo a cuarenta leguas de Zaragoza, como portero de un noviciado.
Esta orden de desplazamiento cayó como un rayo sobre el hermano Nicolás, que así veía todos sus proyectos alterados. Porque, pese a que inventaba asuntos apremiantes de continuo para mejor simular sus frecuentes y largas ausencias del lado de Victoria Fortuny, veíala de todos modos dos o tres veces por mes y pasaba algunos días seguidos con ella. Además, se preocupaba de ofrecerle, a costa de los bienes de la Compañía, todo cuanto ella necesitaba. Se veía, pues, obligado a abandonarla para siempre, dejándola en cinta de un varón, que ella dio a luz cinco meses y medio después de su partida.
El hermano Nicolás temía que el misterio se revelara y que él no estuviera seguro en ninguna de las ciudades españolas. En este trance hubiera preferido abandonar para siempre su hábito y su patria y lanzarse a la aventura, pero, como sus manejos empezaron a trascender y él se encontraba sin dinero porque no pudo llevarse consigo la rica dote de doña Victoria Fortuny, solicitó acompañar a los misioneros que partían para las Américas. Juzgábalo el mejor modo de salir con ventura de un trance tan apurado. Se lo permitieron sin mayores dificultades, porque ya se había atraído sobre sí la sospecha y porque siempre se ha considerado que trasladar a Indias a quienes estorban el normal desarrollo de la república en España es el mejor modo de librarse de ellos, y ésta es y ha sido práctica usual de las órdenes religiosas y aun de las instituciones del gobierno. Vense por desgracia en las Américas, gozando de cargos, honores y títulos de muchas campanillas, hombres que en las Españas serían tenidos en menos hasta por los mendigos y los pícaros de cocina y que no hallarían acomodo en oficio alguno que no fuera el de reos y galeotes. Haylos también dignos y entregados al bien, que en todas partes se cuecen habas y en mi tierra a calderadas, como dice el vulgo. En la espera de la salida de los reverendos padres, se le colocó a Nicolás por algunos meses en una Casa, en la que no se le dio ningún empleo.
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CAPÍTULO NOVENO
LA REVUELTA DEL HERMANO NICOLÁS Y OTROS HERMANOS JESUITAS
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A comienzos de 1753 ocurrió que los padres de la Compañía pensaron que sería de todo punto conveniente distinguirse de los hermanos legos dentro inclusive de sus mismas casas. Parecioles sencillo practicar lo que ya era frecuente en Francia y en otros numerosos países entre los jesuitas, es decir, hacer un reglamento que obligara a los hermanos legos a llevar sombrero en forma permanente.
Eran los legos numerosos en la casa en la que se encontraba entonces el hermano Nicolás. Cuando éstos se enteraron de lo que los padres pretendían, hicieron de inmediato una tumultuosa asamblea en la que deliberaron para decidir qué era lo conveniente en unas circunstancias tan delicadas. Las opiniones sobre el partido que debía tomarse estaban divididas. El hermano Nicolás tomó entonces la palabra y declaró que, si alguien quería forzarlos a llevar el fatal sombrero, entonces sería preciso demostrar a los superiores que los hermanos, pese a ser tales, no tenían menos autoridad dentro la Compañía que los sacerdotes y que, si se persistía en una exigencia tan arbitraria y tan poco puesta en razón, entonces sería necesario abandonar la Compañía e incendiar el convento.
Pese a su gran irritación, los hermanos rechazaron esta propuesta por demasiado violenta y buscaron convencer a los padres de que las cosas debían quedar en su lugar. He aquí el expediente que imaginaron para convencerlos.
En primer lugar, cerraron todas las puertas de la casa. Después, interrumpieron el servicio usual. Los legos se negaban a hacer pan y no cocinaban, de manera que los sacerdotes, viéndose reducidos a la condición de hambrientos, habrían corrido gran riesgo de pagar caro el privilegio exclusivo de llevar bonete sobre la cabeza, si el padre rector, un hombre prudente, viendo que los espíritus se caldeaban, no hubiese prometido no cambiar un ápice las normas hasta que el reverendísimo padre general se pronunciara sobre una materia tan grave e importante.
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CAPÍTULO DÉCIMO
A comienzos de 1753 ocurrió que los padres de la Compañía pensaron que sería de todo punto conveniente distinguirse de los hermanos legos dentro inclusive de sus mismas casas. Parecioles sencillo practicar lo que ya era frecuente en Francia y en otros numerosos países entre los jesuitas, es decir, hacer un reglamento que obligara a los hermanos legos a llevar sombrero en forma permanente.
Eran los legos numerosos en la casa en la que se encontraba entonces el hermano Nicolás. Cuando éstos se enteraron de lo que los padres pretendían, hicieron de inmediato una tumultuosa asamblea en la que deliberaron para decidir qué era lo conveniente en unas circunstancias tan delicadas. Las opiniones sobre el partido que debía tomarse estaban divididas. El hermano Nicolás tomó entonces la palabra y declaró que, si alguien quería forzarlos a llevar el fatal sombrero, entonces sería preciso demostrar a los superiores que los hermanos, pese a ser tales, no tenían menos autoridad dentro la Compañía que los sacerdotes y que, si se persistía en una exigencia tan arbitraria y tan poco puesta en razón, entonces sería necesario abandonar la Compañía e incendiar el convento.
Pese a su gran irritación, los hermanos rechazaron esta propuesta por demasiado violenta y buscaron convencer a los padres de que las cosas debían quedar en su lugar. He aquí el expediente que imaginaron para convencerlos.
En primer lugar, cerraron todas las puertas de la casa. Después, interrumpieron el servicio usual. Los legos se negaban a hacer pan y no cocinaban, de manera que los sacerdotes, viéndose reducidos a la condición de hambrientos, habrían corrido gran riesgo de pagar caro el privilegio exclusivo de llevar bonete sobre la cabeza, si el padre rector, un hombre prudente, viendo que los espíritus se caldeaban, no hubiese prometido no cambiar un ápice las normas hasta que el reverendísimo padre general se pronunciara sobre una materia tan grave e importante.
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CAPÍTULO DÉCIMO
EL HERMANO NICOLÁS SE EMBARCA PARA AMÉRICA
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Mientras todo esto sucedía, el señor Fortuny, padre de doña Victoria, que no había visto a su yerno desde hacía casi un año, se informaba por todas partes y escribía a todos sus amigos en todas las ciudades de España en procura de noticias.
Doña Victoria hallábase, por su parte, mortalmente angustiada y no podía disimular las inquietudes que le embargaban. No sabía a qué atribuir la ausencia de aquel a quien ella creía su esposo. Porque hay que observar que este desalmado, aunque sumido en vicios groseros y en fallas sin nombre, supo fingir tan bien ante Victoria que ella creía encontrar en él sólo un esposo atento, fiel y complaciente.
El hermano Nicolás oyó contar su propia historia en Cádiz, ciudad y puerto al que los misioneros se habían trasladado para embarcarse hacia la América del Sur, destino final de todos ellos. Nada quiso saber sobre el hijo que había tenido con doña Victoria Fortuny, que, en lo que se refiere al amor, estaba el protagonista de nuestra historia tan sólo interesado en satisfacer sus apetitos más groseros y sólo miraba y procuraba por sí y para sí mismo. Pese a que él sabía que no sería fácil a la justicia descubrir que todas aquellas cosas le tocaban tan de cerca, no dejó de sentir graves angustias y temores y andaba, mientras estuvieron en Cádiz, mohíno y alicaído, sin comer ni beber y hasta sin decir palabra. Puede decirse que sólo se sintió a sus anchas cuando, ya seguro y en alta mar, vio que la nave en la que viajaba se iba alejando de la costa española hasta que esta última se perdió de vista para siempre. La travesía fue agradable, y los misioneros llegaron a su destino luego de una navegación de tres meses y medio.
Doña Victoria hallábase, por su parte, mortalmente angustiada y no podía disimular las inquietudes que le embargaban. No sabía a qué atribuir la ausencia de aquel a quien ella creía su esposo. Porque hay que observar que este desalmado, aunque sumido en vicios groseros y en fallas sin nombre, supo fingir tan bien ante Victoria que ella creía encontrar en él sólo un esposo atento, fiel y complaciente.
El hermano Nicolás oyó contar su propia historia en Cádiz, ciudad y puerto al que los misioneros se habían trasladado para embarcarse hacia la América del Sur, destino final de todos ellos. Nada quiso saber sobre el hijo que había tenido con doña Victoria Fortuny, que, en lo que se refiere al amor, estaba el protagonista de nuestra historia tan sólo interesado en satisfacer sus apetitos más groseros y sólo miraba y procuraba por sí y para sí mismo. Pese a que él sabía que no sería fácil a la justicia descubrir que todas aquellas cosas le tocaban tan de cerca, no dejó de sentir graves angustias y temores y andaba, mientras estuvieron en Cádiz, mohíno y alicaído, sin comer ni beber y hasta sin decir palabra. Puede decirse que sólo se sintió a sus anchas cuando, ya seguro y en alta mar, vio que la nave en la que viajaba se iba alejando de la costa española hasta que esta última se perdió de vista para siempre. La travesía fue agradable, y los misioneros llegaron a su destino luego de una navegación de tres meses y medio.
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*. Primera parte - Los fantasmas del pasado
*. Segunda parte - Aurea mediocritas
*. Tercera parte - Caraí guazú
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*. Capítulo Primero - Nacimiento de Nicolás Rubianes
*. Capítulo Segundo - Pillerías de Rubianes
*. Capítulo Tercero - Rubianes criado
*. Capítulo Cuarto - Rubianes arriero
*. Capítulo Quinto - Rubianes en Málaga
*. Capítulo Sexto - Nicolás se hace jesuita
*. Capítulo Séptimo - El hermano Nicolás se enamora perdidamente de una joven española
*. Capítulo Octavo - El hermano Nicolás se casa a la vista de toda una ciudad
*. Capítulo Noveno - La revuelta del hermano Nicolás y otros hermanos jesuitas
*. Capítulo Décimo - El hermano Nicolás se embarca para América
*. Capítulo Undécimo - El hermano Nicolás llega a Buenos Aires
*. Capítulo Duodécimo - Revuelta de los indios
*. Capítulo Décimo Tercero - Los misioneros son expulsados de la isla de San Gabriel
*. Capítulo Décimo Cuarto - Nicolás se hace proclamar rey del Paraguay
*. Capítulo Décimo Quinto - Conquistas de Nicolás I
*. Capítulo Décimo Sexto - Combate entre Nicolás I y cuatro reducciones reunidas por el peligro
*. Capítulo Décimo Séptimo - Nicolás I reconocido rey del Paraguay y emperador de los mamelucos
*. Cuarta parte - Mburuvichá Nicolás I
*. Quinta parte - De amor, de locura y de muerte
*. Nota de recibo .
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Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
en el www.portalguarani.com
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