EL CANDELABRO
Cuento de
MAYBELL LEBRÓN
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Cuento de
MAYBELL LEBRÓN
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
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EL CANDELABRO
La casa, retirada del centro de la ciudad y en medio de un amplio terreno bordeado de árboles, era un sitio tranquilo. Él se despertaba tarde. Después de almorzar, salía a recorrer el jardín en largas caminatas; al atardecer comenzaba su tarea. Escribía sin pausa hasta que la claridad, empujando las sombras, quebraba el secreto de la noche. Era ya uno de los grandes de su generación; ahora estaba empeñado en la novela que presentía decisiva, tal vez el Nóbel.
Pensó en Cecilia. Fue duro abandonarla, dejarse de todo y de todos. En cuanto terminase la obra volvería a ella. Sí, de eso estaba seguro.
Escribía con ansia: el ceño fruncido y la mano como una mariposa inquieta tachando, corrigiendo o deslizándose febril antes del abrupto suspenso. La luz de la lámpara oscilaba suavemente, siguiendo el vaivén de la mano sobre el tablero del escritorio y su cálido reflejo abrazaba la figura tensa, jugando con su contorno. A veces, el calor del foco ponía en su frente un brillo húmedo que luego iba secándose lentamente, sin dejar rastros.
En la penumbra, los almohadones remedaban seres agazapados sobre el amplio sofá, en muda espera. El silencio era total, excepto por el sutil rezongo de la pluma. De pronto, todo quedó a oscuras; el recuadro de la ventana apenas se distinguía: un apagón. Rápido, prendió fósforos y buscó el candelabro de bronce sobre la repisa de la chimenea (nunca le había prestado atención) intentando encender sus cuatro velas. La cera reseca tardó en alumbrar: siguió ardiendo cada vez con mayor ímpetu. El contorno de las pequeñas siluetas no lo distrajo: por el contrario, sintió aumentar su lucidez: percibió un raro estímulo en su fuerza creadora. Hundido en las tinieblas, sólo quedaron las bujías descifrando su rostro y dando claridad a sus manos que corrían, veloces, sobre el pálido papel.
Al día siguiente, se sintió satisfecho al releer lo escrito. Esa tarde, al comenzar el trabajo, apagó las luces y encendió candelas. Descubrió el historiado diseño del candelabro y lo coronó de cirios rojos. Pámpanos y sátiros trepaban por el rígido soporte: chorreantes de vino, éstos lo observaban con ojos lascivos, en una extraña vida de reflejos cambiantes. Con un estremecimiento, distribuyó velas en ceniceros, platos y cuencos. Como frágiles serpientes luminosas, las luces ondulantes silbaban tenuemente al atrapar insectos nocturnos que caían con las alas calcinadas, retorciéndose en lenta agonía sobre la alfombra peluda. Y en ese Pentecostés recién inaugurado, las lenguas de fuego cuchicheaban su resurrección, salpicando de luz la estancia, sumiéndola en una atmósfera espesa, inescrutable. Cerró los ojos: el impulso creativo bulló en su cerebro y, complacido, continuó la tarea. Sobre su cabeza, las llamitas reían divertidas. Convencido de que las velas eran su inspiración, decidió agregar cirios a sus noches.
Meticulosamente, fue prendiendo las luces de los candelabros: la habitación se llenó de un resplandor trémulo. En el gran escenario de tinieblas, leves trazos de fuego danzaban, impulsados por la ligera brisa nocturna que hacía cimbrear el palpitante destello. Sólo faltaba el final, apenas unas páginas. No tardó en completarlas. Lanzando un ahogado grito de triunfo, destapó la botella de champaña y bebió con deleite de la alta copa, al par que ponía en orden las páginas del manuscrito. Imaginó su encuentro con Cecilia y la cita con el editor. Mañana volveré a prender las luces, musitó feliz y se quedó dormido, abrazado a sus papeles.
Los cirios lanzaron gritos diminutos en su chisporroteo final: callaron uno a uno. Convulsa, la última llama saltó a la alfombra y, rozando las patas de cabra, se arrastró hasta formar un círculo de fuego que, despaciosamente, se fue achicando.
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EL CANDELABRO
La casa, retirada del centro de la ciudad y en medio de un amplio terreno bordeado de árboles, era un sitio tranquilo. Él se despertaba tarde. Después de almorzar, salía a recorrer el jardín en largas caminatas; al atardecer comenzaba su tarea. Escribía sin pausa hasta que la claridad, empujando las sombras, quebraba el secreto de la noche. Era ya uno de los grandes de su generación; ahora estaba empeñado en la novela que presentía decisiva, tal vez el Nóbel.
Pensó en Cecilia. Fue duro abandonarla, dejarse de todo y de todos. En cuanto terminase la obra volvería a ella. Sí, de eso estaba seguro.
Escribía con ansia: el ceño fruncido y la mano como una mariposa inquieta tachando, corrigiendo o deslizándose febril antes del abrupto suspenso. La luz de la lámpara oscilaba suavemente, siguiendo el vaivén de la mano sobre el tablero del escritorio y su cálido reflejo abrazaba la figura tensa, jugando con su contorno. A veces, el calor del foco ponía en su frente un brillo húmedo que luego iba secándose lentamente, sin dejar rastros.
En la penumbra, los almohadones remedaban seres agazapados sobre el amplio sofá, en muda espera. El silencio era total, excepto por el sutil rezongo de la pluma. De pronto, todo quedó a oscuras; el recuadro de la ventana apenas se distinguía: un apagón. Rápido, prendió fósforos y buscó el candelabro de bronce sobre la repisa de la chimenea (nunca le había prestado atención) intentando encender sus cuatro velas. La cera reseca tardó en alumbrar: siguió ardiendo cada vez con mayor ímpetu. El contorno de las pequeñas siluetas no lo distrajo: por el contrario, sintió aumentar su lucidez: percibió un raro estímulo en su fuerza creadora. Hundido en las tinieblas, sólo quedaron las bujías descifrando su rostro y dando claridad a sus manos que corrían, veloces, sobre el pálido papel.
Al día siguiente, se sintió satisfecho al releer lo escrito. Esa tarde, al comenzar el trabajo, apagó las luces y encendió candelas. Descubrió el historiado diseño del candelabro y lo coronó de cirios rojos. Pámpanos y sátiros trepaban por el rígido soporte: chorreantes de vino, éstos lo observaban con ojos lascivos, en una extraña vida de reflejos cambiantes. Con un estremecimiento, distribuyó velas en ceniceros, platos y cuencos. Como frágiles serpientes luminosas, las luces ondulantes silbaban tenuemente al atrapar insectos nocturnos que caían con las alas calcinadas, retorciéndose en lenta agonía sobre la alfombra peluda. Y en ese Pentecostés recién inaugurado, las lenguas de fuego cuchicheaban su resurrección, salpicando de luz la estancia, sumiéndola en una atmósfera espesa, inescrutable. Cerró los ojos: el impulso creativo bulló en su cerebro y, complacido, continuó la tarea. Sobre su cabeza, las llamitas reían divertidas. Convencido de que las velas eran su inspiración, decidió agregar cirios a sus noches.
Meticulosamente, fue prendiendo las luces de los candelabros: la habitación se llenó de un resplandor trémulo. En el gran escenario de tinieblas, leves trazos de fuego danzaban, impulsados por la ligera brisa nocturna que hacía cimbrear el palpitante destello. Sólo faltaba el final, apenas unas páginas. No tardó en completarlas. Lanzando un ahogado grito de triunfo, destapó la botella de champaña y bebió con deleite de la alta copa, al par que ponía en orden las páginas del manuscrito. Imaginó su encuentro con Cecilia y la cita con el editor. Mañana volveré a prender las luces, musitó feliz y se quedó dormido, abrazado a sus papeles.
Los cirios lanzaron gritos diminutos en su chisporroteo final: callaron uno a uno. Convulsa, la última llama saltó a la alfombra y, rozando las patas de cabra, se arrastró hasta formar un círculo de fuego que, despaciosamente, se fue achicando.
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Dirección:
Edición al cuidado de
Imprenta ALMIRALL
Asunción - Paraguay
1999 (207 páginas)
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TALLER CUENTO BREVE
(Espacio del Taller Cuento Breve,
donde encontrará mayores datos
del taller y otras publicaciones en la
1999 (207 páginas)
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