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lunes, 8 de noviembre de 2010

AMANDA PEDROZO - EL DIABLO POR UN AGUJERO (CUENTOS) - PRÓLOGO: LUIS HERNÁEZ / Editorial y Librería SERVILIBRO, Octubre 2010.



EL DIABLO POR UN AGUJERO
Cuentos de AMANDA PEDROZO
Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Editorial y Librería SERVILIBRO
25 de Mayo esq. México - Telefax: (595-21) 444 770
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Diagramación de interior: Bertha Jerusewich
Dibujos de interior: Miguel Pencieri
Diseño de tapa: Pedro Meza y Mabel Pedrozo
Armado de tapa y contratapa: Pedro Meza
Foto de contratapa: Jorge Romero
Edición: 500 ejemplares.
Edición al cuidado del autor
Hecho el depósito que marca la Ley N°- 1328/98
Asunción - Paraguay
Octubre 2010 (152 páginas)



PRÓLOGO
Hay veces que alrededor de lo que se narra en un cuento son más las cosas que se dan a entender que las que se dicen. Quiero decir que en los cuentos se presenta la anécdota, se plantea la trama y se formula el desenlace (de la manera que fuese), y con eso se logra una obra completa en sí, pero hay cuentos en los que además de todo eso se percibe un interés del autor que va más allá.
Y ese dar a entender, o ese sugerir, sucede cuando intencionalmente, el escritor provee al lector solamente las pistas que se le ocurren, con el deseo de que sea la elaboración la que le permita a éste arribar al resultado; o sucede cuando por la razón que fuese el escritor no quiere incluir en su texto determinadas palabras o expresiones catre considera que no son bien vistas: o sucede sencillamente cuando el escritor desea solamente desencadenar las ideas de su lector y entonces lo acompaña hasta el borde del precipicio, le expone lo que se observa más allá de la seguridad de la baranda donde se apoya y lo deja solo.
Opino que la escritura de Amanda no es precisamente recatada ni cuidadosamente reprimida por temor a emplear esas ciertas palabras o expresiones mal vistas que aludí antes, sino todo lo contrario. Me queda entonces el convencimiento de que lo que busca con la sugerencia es ese atisbo con un alto componente lúdico de la participación del lector y, sobre todo, el desencadenamiento de las ideas porque las peripecias expuestas en sus cuentos nos dejan entrever lo que quiere hacernos pensar.
La ficción en general, y puntualmente el cuento, exponen una realidad fabulada (nutrida muchas veces con detalles autobiográficos del autor que la nutren sobremanera), que puede transitar los caminos más inesperados sin otra sujeción que la creatividad, o la imaginación, o la valentía maravillosa que es necesaria para exponer los propios pensamientos y compartirlos.
Se me ocurre decirlo al recorrer la rica gama de temas, de tramas y de situaciones que transita Amanda en sus cuentos reunidos en "EL DIABLO POR UN AGUJERO", título que sin duda sugiere ya resonancias profundas.
Con un fingido desorden, que no es tal, Amanda nos cuenta muchas cosas. Y recalco intencionalmente nos cuenta porque aunque en su texto aflora inesperadamente la poesía, por ejemplo, se percibe claramente el alto placer que siente al narrar. Nos cuenta cosas del día a día que aparentemente no son importantes y que sin embargo lo son tanto; historias de príncipes y princesas que lo único que tienen de tales es la juguetona descripción del ambiente; nos expone su visión de realidades que se entroncan en antiquísimas tradiciones de nuestra tradicional civilización (¿acaso muchas madres no le siguen hasta ahora poniendo a su bebé la cintita roja en la muñeca a los ocho días de nacido?). Nos cuenta también unos sabrosos cuentos cortos, cortitos, completos en su sugerencia y muestras de una gran creatividad.
La estrategia que, utilizó al narrar le permite esos desenlaces tan efectivos que hacen que el lector permanezca unos minutos pensando antes de volver la página. Opino que "EL DIABLO POR UN AGUJERO" es un buen libro de cuentos, a la altura de la escritora que conocemos.
Octubre, 2010 .


CUENTOS DE AMANDA


TAHIS O REENCUENTRO
Reconocí a Thais en su cuarta encarnación, es la misma perdedora de almas de siempre, la que estoy condenado a perseguir. A mi favor deberían contarse las veces que sobrevine inútilmente al mundo en cuerpos que no me fueron gratos, y que por suerte llegado a los 33 años (que yo no debía superar por razones de humildad) dejé sin pena ni gloria. De esos cuerpos sólo recuerdo el asco que acepté resignado y al que me sometí yo mismo, por obligación y agradecimiento: los observé hasta que reventaron de podredumbre y los gusanos se comieron mis ojos. Y también de modo que no pudiera olvidar que debía volver, para reencontrar a Thais en alguna vida. (Ya me había perdido una de ellas, ese error cuenta en el infinito donde existo porque aún en mis vidas sucesivas no me es dada la gracia divina del olvido. No a mí) Thais -no me importa si ahora se llama Adelaida y presume de una canción que suena en la radio y que le escribió el cantante extranjero que se enamoró de ella-agrega, siempre casi sin verme, que él está en Venezuela pero que su corazón se quedó con Thais. Observo que ella sigue, como en sus otras vidas, hablando de sí misma en tercera persona. Esta vez, claro, dice Adelaida, pero ella y yo sabemos que es Thais, la única. Sus otros nombres no me impresionan. Ni siquiera el primero.
Sé por adelantado que sólo se ve a sí misma, sé que sólo mi insignificancia le permite contarme del último hombre cuya esposa se mató de dolor allí mismo, frente a Thais.
-La sangre tomó toda la pieza, tuve que mudarme, las otras chicas usan ahora, yo no puedo porque sigo viendo la sangre- dice, y después conozco sus sueños, ella sufre de pesadillas extrañas, es como el paraíso perdido que la espera apenas se duerme, donde una víbora le da placer entrándole por el ombligo para hacerle el amor desde adentro y comérsela después, sacando la cabeza y mirándola con ojos de hombre desde su vagina. (Ninguno me hace. sentir lo que siento en esas pesadillas, me aterro y no quiero despertarme). Thais comienza su hechizo, sé que puedo estar perdido si sigo sus movimientos, si entro en su juego de palabras (¿ya les conté que Thais es la única mujer bella que no necesita el cuerpo para hechizar porque lo hace hablando? Ella es doblemente culpable por eso). Tengo que tener presente las vidas anteriores de Thais que conozco, para no perderme.
-Debo recordar quién soy- pienso en voz alta y ella por primera vez parece verme. Se pone un dedo en la boca, revolea el chicle rosado olor a frutilla en la boca, hace un globo, lo pincha con una uña marrón brillante, escucho ploc y su risa, dobla la masa de goma alrededor de un dedo, la deja pegada por la ventana y pregunta.
-Cómo te llamás.
-Juan
-Juan. Mi novio se llamaba Juan. Me dejó porque creía que yo era virgen, me llevó a vivir con él y pilló que yo tenía la cosa como una palangana. A los hombres que vienen acá les gusta, a él no le gustó y se fue. Me preguntó si tuve más hombres, le dije que no sabía que era tan bobo, si yo vivía aquí cuando me conoció. Pero era un pelotudo, fijate, como mamá era la caficha de la casa, él creía que ella me cuidaba para que ningún hombre me toque.
-Y qué pasó de él.
-Es un bobo, te dije. Se fue, volvió y ahora tiene que pagar para estar conmigo. Le cobro más que a los otros, el doble o el triple, y a veces no le atiendo. Ni le dejo que me bese en la boca, le digo que eso es para mi novio, para nadie más. Le digo nomás para joderle la vida, pero él llora, me coge llorando y después se va. Quiere mirarme cuando me visto. Cuando estoy mala no le dejo, para desquitarme.
Thais me resulta desconocida, casi. Esta vez será más fácil, pienso. Ella perdió la magia, pienso también. Y me pregunto si fallé, pero no. Tiene todas las señales.
Está marcada por mi maestro y por mi enemigo, uno para que yo pueda reconocerla vida tras vida, y el otro, porque no deja presa sin marcar y su marca es de infamia. Como ese lunar rojo, casi una estrella en el vientre. Y la cruz en el puño izquierdo, al dorso.
En su primera vida, contrariamente a lo que se cree, yo había tenido que sobrevivir al maestro. Para dar testimonio, como los otros que no habían sido asesinados.
Algunos de ellos ni siquiera figuran en los manuscritos sagrados. Yo sobreviví al maestro y entonces conocí a Thais, pero no se llamaba así. Es justo decir que por ella perdí la cabeza totalmente. Recién tres siglos después volvería a encontrarla. Entonces aún no tenía como destino buscarla para siempre, ni siquiera había reconocido en ella a Thais la bailarina, la del primer nombre.
La dulce, la perdedora de almas, la que había entregado sus hombres a mi enemigo apenas les robaba la voluntad con un soplo perfumado en la cara, en los ojos, en lasciva imitación de mi maestro y como si los hiciese de nuevo, de barro de sus manos y polvo para el polvo. Thais me había llevado a otro aposento. La miro ahora meterse una uña bajo la otra para limpiarse de algo, decirme esperá papito, llevarse la nariz bajo las axilas para olerse y frotarse un desodorante a bolilla y después mirarme para saber por dónde empezar. Pero es Adelaida. Thais me lleva al aposento rojo y viste velos azules con un cinturón dorado que brilla como todo el cielo. Lleva  el pelo negrísimo recogido en mechones, sostenidos por hebillas de oro y plata.
Su boca que pone a mi alcance es roja y huele a frutilla, como ahora la de Adelaida. Pero Thais, un hombre como yo no está hecho para ceder, sino para resistir. Por eso te pido que me lleves a otro aposento, uno más profundo, más íntimo, más tuyo, quiero conocerte a solas, donde no nos vea ni el reflejo del sol de la tarde, donde no llegue el resplandor de la hoguera de los sacrificios, quiero saber quién eres, entrar en lo tuyo pero allí donde jamás dejas entrar a ningún hombre.
Ella me toma de la mano y me ve a los ojos, ya me considera digno de ser mirado porque no me subo a su magnífico cuerpo enseguida. Como hicieron los otros (a veces secretamente me causan envidia). Se pregunta cosas que no dice, duda un segundo y me hace pasar a otro cuarto.
Más, más todavía, le digo. Hasta que me lleva al último cuarto donde se desprende los velos y canta estremecida de sí misma. La miro hacer, la miro abrir las piernas y en mis oídos siento la carcajada del enemigo, pero le exijo a mi cuerpo más de lo que ella -acostumbrada a la debilidad ajena, no a la propia- le exige al suyo.
Y la curiosidad la pierde. Pregunta quién soy, pero la hago responder primero.
Y le muestro en el infierno - sé abrir esos huecos hacia el reino de mi enemigo, con un solo gesto del corazón, como mi maestro me enseñó a hacer- todos los hombres que ha perdido. Ellos deambulan en el horror del pecado y ella, Thais, impensablemente se arrodilla y llora. Pide perdón a mi Dios, me pide perdón a mí y cuando me voy, se queda todavía llorando. Sé que después irá a la plaza a regalar sus ropajes de lino y seda, sus camas y sus copas repujadas de piedras preciosas, llamará a sus esclavos, les dirá que pueden irse. Ellos, los únicos de la ciudad a quienes no pudo perder porque son eunucos, en noches de luna blanca solían enloquecer de amor imitando a su señora, bailando con las nalgas y la cintura como los juncos en el viento.
Los esclavos nunca entendieron, la vieron despojarse de sus riquezas, y corrieron a buscar lo necesario -agua fresca, odres de vino, manjares, telas preciosas, frutas, incienso y mirra- para que ella siga en la casa. Pidieron todo eso a los hombres que habían estado con su señora y que no podían olvidarla ni con cien mil mujeres.
Cuando Thais me rogó por una penitencia, la más cruel que conociera y le ofrecí el encierro, el hambre y la desnudez en una celda sellada con plomo, de la que sólo yo tenía la llave, y bajó los ojos humildemente, y salió de la casa y del mundo, ellos, los esclavos, lloraron y se sacaron los ojos unos a otros hasta morir.
En su cuarta venida, Thais había descubierto que fue engañada. Su muerte a cuchillazos de hambre, frío y pesadillas sin término fue sólo castigo, no penitencia, porque no le había servido para que Dios la perdone. -Dios es rencoroso, o vos creés acaso que es bueno-dice de repente y me sorprende, habrá leído alguno de mis pensamientos.
-Qué recordás de Tebas- le pregunto, sabiendo que no debo hacerlo.
-Tebas. Dejá de decir pelotudeces. Qué Tebas. Si no querés coger pagás y te vas. No me gustan los que vienen a hablarme de cosas raras, yo no tengo tiempo. Había uno que venía a contarme todo lo que leía. Me pagaba para eso, y no quería que bostece de sueño, eso me costaba, por eso le cobraba caro.
Qué distinta a Thais, casi la añoro aunque estoy obligado a perderla una y otra vez. Yo recogí en el hueco de mi cuello y de mis manos sus lágrimas, la ayudé a cubrirse el cuerpo y sé que mi enemigo resopló en mi oído cuando lo hice, sospeché desde siempre que él también había sido hechizado por Thais.
Pero yo no. Ni siquiera cuando la vi encerrada sola, desnuda y orando. Yo la espiaba, se me culpa de eso, por eso estoy condenado a seguirla dondequiera reverdezca, como una hierba mala. Y como a una hierba mala, cortarla o redimirla de nuevo.
Recuerdo todo eso pero ya Adelaida (reconozco a Thais en su cuarta encarnación) me desprende la bragueta y como sigo sin reaccionar, se palpa a sí misma y me muestra lo que tiene entre las piernas, como en un juego de niños donde cada uno exhibe lo que le toca en suerte, me hace un gesto con la lengua y me desprende el cierre.
Todo eso me hace pensar que esta vez será más fácil vencerla o redimirla (en el contaje del universo da lo mismo). Thais me mira y lentamente, como en aquel último aposento en Tebas, me da la espalda. Agacha la cabeza y se quita la blusa -su último pudor- pienso. Entreveo los hombros y la marca azul de mi señor en su espalda, inconfundible, allí donde empieza la línea de los vellos que entran en sus nalgas como la serpiente que sueña cada noche.
Ella es menos peligrosa ahora, me convenzo. Pero su boca presiona débilmente mi pecho, la oigo decir papito qué bien me hacés, dice algo sobre el hombre, Juan, que en realidad le paga para hacerle por atrás. (El cree, que por allí sólo hago con él, el boludo me pregunta si me duele, yo le digo que sí porque le gusta que le diga eso. Me paga lo que yo quiero, porque él podía tenerme gratis y por amor, y no quiso, por eso tiene que poner más plata. Este hombre, Juan, ha de ser otro boludo. Pero no me importa, yo lo que quiero es que se vaya, quiero bañarme y dormir, qué calor de enero, y éste no reacciona, carajo, encima no me dice Adelaida sino qué se yo, Thais, debe ser un cornudo y se va a pasar la noche diciéndome así y llorando. Seguro su mujer le dejó por celoso y ahora él viene acá a consolarse. Pero si éste no anda en cinco minutos, se acabó la fiesta y que se busque otra).
-Papito, qué querés que te haga- pero ya estaba expandida su piel por todo mi cuerpo y me costaba respirar sin su boca. -Tebas-, vuelvo a decir y noto que ella ya no me escucha o no le importa. No puede ser Thais, razono dejo de razonar, a pesar de la marca azul de mi Señor en su espalda, a la altura de las nalgas que pone frente a mi boca, moviéndose.
Lo último que recuerdo antes de hundirme en su cuerpo -ella recoge mi ansiedad de siglos, como yo recogí su llanto en mis manos en el último aposento donde Thais cayó de rodillas, vencida- es mi propia cabeza e la bandeja, mirando con los ojos muertos al emperador. Tras lo cual, y como ustedes comprenderán, fui yo quien caí de rodillas y le pedí a Dios la gracia del olvido. Pero igual que Thais, fui engañado.
-Tebas, qué vas a saber vos, si lo más lejano que conocés es un pito venezolano -digo mientras le paso un dedo por la estrella roja del vientre.
Adelaida se inclina, se pasa una toalla entre las piernas con una mano, me extiende la otra.
-100 mil, dame la plata y andate. Y pasame mi chicle que dejé en la ventana.
Con sus uñas marrón oscuro. Adelaida estironea el billete, se ríe y me empuja hacia el corredor. -Adiós, pa'i Juan- dice. Cierra la puerta a mi espalda y la escucho cantar una antigua canción tebana.


SHEEREZADE O LA MILÉSIMA NOCHE
Era la milésima noche, la que debía cumplir sin falta para ganarse el perdón del Príncipe, que era lo mismo que conservar la vida y detener el dedo fatídico que había alcanzado a las jóvenes vírgenes más bellas de su pueblo y a su propia hermana. Pero esa noche Sheerezade notó que se le acabaron los cuentos, lo supo con desesperación y certeza cuándo vanamente buscó entre sus recuerdos uno más. el último que le faltaba (o el penúltimo, El nunca había dejado en claro eso pero nadie le preguntó jamás, responder no es algo que atañe a los dueños de la vida y la muerte). La vieja Alima le tendió con la mano derecha el vestido blanquísimo y el velo azul. En la otra sostenía un puñal, en el mango un áspid tallado miraba con sus ojos de rubí cada vez que los dedos nerviosos de la esclava se abrían y cerraban casi sobre la hoja.
-Bien, está bien, Alima. ¿No tendrá piedad de mí El, ni aún faltando sólo una noche? No, no tendrá, no tuvo compasión de mi Hermana. No debo olvidar.
A través de las celosías todavía podía ver el sendero de piedras blancas que llevaba al jardín donde un pájaro cantaba su soledad en una jaula de oro todas las mañanas.
Eso pensó pero esa vez el canto dulcísimo llegó a sus oídos al mismo tiempo que los primeros pétalos oscuros.
-Nadie más que yo puede entender, Alima.
-(Sí, sin duda yo no puedo entender la voz del pájaro de la jaula de oro, me extasía sin remedio igual que a todos los demás, de eso soy culpable pero en cambio, el atiendo tu soledad más que nadie. Tu canto, mi ama, es más silencioso pero lo siento aún si estoy dormida y mi felicidad es mi dolor).
-Y tienes razón, Alima, es mejor elegir la vida, al menos así puedo salvar a mi pueblo y vengara mi hermana. O pierdo todo, la vida, la virtud, la razón, quién sabe.
-(Tus hombros de luna, mi ama, podrán vencer su voluntad esta noche, no importa si aún tienes un cuento para El o si has olvidado el último. No hay labios que pudieran verter veneno en tu vientre, seguramente al tocarte de su boca fluirá la miel cuya fuente sólo guardan en el corazón los hombres del desierto. Y así será como arderán en tus piernas las cerrazones de su angustia, para que puedas vengarte si aún puedes, si no olvidas la cabeza de tu hermana, la misma que sostuviste en tu regazo y que él desgajó como una fruta, aún recuerdas el ruido pastoso en el suelo).
-Mi pobre Alima ¿pretendes morir conmigo, acaso? ¿o este puñal es para vengarme, tal vez? Oye el silencio, es lo que El oirá esta noche, y mi cabeza rodará entonces. Un cuento, uno más... pero ya ves, hasta el pájaro calla y llega mi hora.

La vieja Alima la miró con reverencia y pavor antes de salir del aposento, las antorchas soltaban la noche hacia el valle y convertían el palacio blanco en una sortija que se veía desde todos los caminos que llegaban a la ciudad.
Cuando El apartó la cortina final Sheerezade desceñía de su rostro el velo de seda azul. Con deliberación soltó el raudal de sus cabellos. Lo hizo con la lentitud de una serpiente que termina el hechizo de un golpe filoso. El Príncipe, presa hasta entonces del otro encantamiento, asistía ahora al único que no había previsto. Las demás habían muerto por eso, pensó en ráfagas de lucidez, al verla al fin sin el velo y era como si la luna se desnudase ante sus ojos.
-Mi Señor, si supieras tan bien como yo que has de echar a rodar mi cabeza en el suelo esta noche... ¿me amarías el segundo antes?
-Una noche más, Sheerezade. Sólo tu voz puede conjurar mis fantasmas. Y sólo tu voz puede salvarte.
Y quiso agregar: te suplico (pero los dueños de la vida y la muerte no pronuncian esta frase).
El velo azul tembló en las manos del Príncipe, cúbrete, suspiró, y es el último cuento, para salvarte mi Princesa dijo, aunque quiso decir también: sálvame. Pero Sheerezade dejó caer como agua mansa el vestido (y yo sabía, supe en el momento en que el pájaro entonó su último canto en la jaula de oro, que debía recoger en mi regazo tu cabeza, mi ama, tu hermosa y ligera cabeza cuántas veces reposada en mi seno cuando volvías del jardín seguida por tu hermana y las hijas del Sultán, pálida y sudorosa de tanto jugar y reírte, siempre fuiste la más dulce y dichosa de todas las niñas del Palacio)
-Una sola noche más, Sheerezade, y mis fantasmas serán ahuyentados para siempre, podré entonces amarte. Pero antes de que salga el sol no has de terminar tu relato. Sólo tu voz puede rescatarme y salvarte.
-Mi Señor, deja que mi cuerpo te contenga, ahora el pájaro de la jaula de oro ha sellado las puertas de la memoria con su canto nocturno, pero mi piel recibe como rocío ardiente la avidez de tus ojos.
Sheerezade dejó caer corno una espuma o una flor su vestido, esperando el abrazo o el filo.
Y el dueño de la vida y la muerte hizo un gesto mínimo a la esclava, que esperaba empavorecida tras el tapiz bordado de gemas increíbles.
Tembló un instante el ojo de rubí en las manos de Alima A ella no, mi Señor, toma mi vida por la de ella, dijo. En el segundo siguiente el puñal cortó el aire y la esclava recogía en sus brazos la hermosa y ligera cabeza de su ama. (O ese fue mi pensamiento último, antes de oír la voz melodiosa del pájaro de la jaula de oro y el ruido pastoso de mi propia cabeza en el suelo).


PREMIO NOBEL
El profesor de matemáticas juró tirarse del duodécimo piso del edificio al terminar de contar todos los números conocidos, que parecían tan infinitos. Como se le acabaron, sigue inventando números, para lo cual no tiene más remedio que volverse genio, lo que le acarrea el premio Nobel. Pero desde entonces está tan solo -porque la envidia- que acaricia la idea del suicidio pero ya no puede tirarse del duodécimo piso ni de ningún otro porque descubre que lo suyo no se llama genialidad, sino cobardía.



EL VIAJE
Terminado el congreso de escritores de izquierda, Efraín se tomó el último mate amargo y llamó un taxi. Grandes despedidas y abrazos de camaradería, palmaditas en la espalda los menos íntimos y los organizadores con suspiros de alivio a medida que todos se iban yendo y qué bien salió todo carajo, verdaderamente inmejorable y les felicito. El congreso había cumplido su objetivo, ya estaban todos conscientes de la importancia de fortalecer vínculos entre intelectuales latinoamericanos porque la unión hace la fuerza y de aquí en adelante la palabra la usaremos como misiles, y qué notable tanta coincidencia de ideas. Placer inmenso de haberlos conocido, intercambios de e-mail y la maleta llena de libros con dedicatorias como «hasta la victoria compaòero» intercalados con bolas de medias, una camisa blanca y otra gris, anatómicos y dos tricotas con el frío que hacía y hombre prevenido vale por dos.
Todavía faltaba ubicar la maleta en el portabultos, esperar que le pegaran el ticket al boleto (ASIENTO 28, VENTANILLA) y después de eso, al fin ese espacio tranquilo del viaje (ahora, de vuelta) que le resultaba siempre relajante.
Efraín caminó despacio, entornando un poco los ojos para ver bien y sintió ganas de tirar cohetes al ver arriba, al fin y bajo las maletas, el rectangulito luminoso y verde flúo con el número 28. El caramelo de eucalipto y limón le abría las fosas nasales y la garganta, eso era una garantía de que dormiría bien y no roncaría mucho, no le gustaba molestar a quien viajase al lado. -La consideración no es amabilidad sino coherencia política-solía decir.
Asiento 2.8, ventanilla. Casi saboreó el número, solía disfrutar por anticipado de la tranquilidad del viaje y así también fue esta vez hasta que sintió que algo no encajaba.
Más bien, un trasero ajeno había encajado en el asiento número 28, SU ASIENTO. La señora de cierta edad -sus convicciones de izquierda no le permitían catalogarla directamente de vieja, él sabía que el deterioro físico usual en las clases sociales más desprotegidas acelera la vejez sobre todo en las mujeres- estaba casi hundida en la cubierta gamuzada del asiento, todavía no reclinado. Sin duda, la doña se había equivocado. Pero entonces ella le miró y se dio cuenta (estaba seguro) de que había llegado el dueño del asiento que ocupaba SABIENDO que no era suyo. Enseguida se hizo la desentendida y miró hacia la ventanilla, estiró el bolsón de ropas y pomelos que había colocado a su lado, en el asiento del pasillo. Lo puso bajo sus pies y se dispuso, sin duda, a no volver a mirarle hasta que se decidiera a sentarse sin protestar. Son 20 horas de viaje, consideró rápidamente Efraín, y justamente por eso había elegido cuidadosamente un asiento que estuviera hacia la mitad del ómnibus, ni muy adelante ni muy atrás, arriba para no estar cerca del baño y recibir efluvios indeseables, y claro, del lado de la ventanilla porque sufría de arritmia y sofoco cuando se prendía la calefacción. 20 horas de viaje, pensó de nuevo y entonces dijo:
-Señora, señora, disculpe, ése es el asiento número 28, es mi asiento.
-No, es MI asiento -dijo ella, con una voz que a él le sonó maligna. -No, el de la ventanilla es mío, mire, aquí dice ¿o a usted le vendieron también el mismo número? -No, mi asiento es- éste, el 29 -dijo ella.
-Guarda (sí, llegó a estironear de la manga al hombre que justo iba pasando, verificando los boletos), dígame, el asiento 28 es el de la ventanilla, y la señora tiene el 29, ¿usted le puede decir...
-El 28 es ventanilla, pero si quieren pueden cambiar y ya está, no veo problema -contestó al pasar el guarda (estoy seguro, se puso del lado de ella aunque sabía que yo tenía razón, pensó que la mujer de cierta edad es humilde y yo un hijo de puta que desprecia al proletariado).
-No quiero cambiar mi asiento, yo pedí ventanilla.
La señora de cierta edad suspiró (sí, la clase de suspiros con resignación, como la que arrancan de uno los niños malcriados), se movió y sin salir al pasillo para dejar pasar a Efraín, estiró de nuevo el bolsón de ropas y pomelos, arrastró por el suelo el otro que tenía sobre su falda y se mudó al asiento del pasillo. Los dos hombres del costado -números 30 y 31- le miraron con resentimiento. Sin duda ya le habían marcado a ojo, seguro querían cobrarse en su carne la miseria que traían de nacimiento. Esos eran iguales a la del 29, lado pasillo, pobres pero sin conciencia de clase. No como él. Pasó como pudo sobre y entre las piernas de la mujer de cierta edad, movió un poco el bolsón para poder colocar los pies y decidió olvidarse de todo eso. Tocó con fuerza el cuadradito de goma azul, colocado en el extremo del asiento y sintió el movimiento hacia atrás, otro estirón y la semi-cama estaba lista para las 20 horas de viaje. - ¿Cómo se estira esto? Dónde pie está el botón para recostarse, che karai? -le preguntó de repente ella.
Les juro que tuve la buena intención de mostrarle el cuadradito que debía apretar. Es más, pensé: pobre mujer, no va a tener fuerza para impulsar el asiento, qué me cuesta hacerle el favor. Me puse de costado, me agaché un poco y de repente la señora de cierta edad abrió las piernas. Me sentí morir. De un salto retorné a mi posición anterior, me recosté boqueando para sobrevivir con el escaso aire que me permití absorber desde ese momento con tal de no volver a tragar el desgraciado olor a culo sin lavar.
-No puedo apretar eso desde acá, disculpe, pero toque esta parte, mire -le dije apenas, mostrándole el artefacto de mi lado. Casi sale disparada hasta el techo gamuzado del ómnibus, pero yo tenla buena intención, les juro. Le dio un golpecito nervioso al cuadradito rechinando los dientes pero no dio resultado a la segunda vez, un puñetazo y al instante se catapultó, trac-tras hizo el asiento y a tiempo se detuvo. Esto la va a dejar muda y quieta aunque sea por un rato, pensé. Por un segundo puso esa cara de sorpresa vacuna de los desnucados y, confieso, disfruté plenamente aunque eso sí, tenía la sensación de que algo corno una pequeña rajadura se abría paso en mi cerebro. Igual, por una vez en la vida entendí la alegría demente que solía ver en los ojos de la gente cuando alguien se caía pataplúm al suelo. Pero eso sí, me ordené a mí mismo frenar en ese punto, porque un líder izquierdista como yo, un escritor que acababa de poner su granito de arena para la concientización de las clases oprimidas, no iba a dejarse llevar por primitivos instintos y mucho menos, discriminar a una pobre mujer, no importa si en ese mismo momento se movía desconsideradamente y me daba un golpazo en la nariz con el tufo que le salía de abajo.
Pero yo había recuperado absolutamente el control, esta es la gente por la que luchamos, me dije, dedicándole una sonrisa de costado que, supuse, me había salido como mínimo, cortés. Y me recosté decidido a despertarme al día siguiente, al llegar a la terminal. Me tapé con el capote, me hundí las orejas en la boina y delicadamente me saqué los zapatos, aspirando con gusto el aroma a pies limpios humectados con crema de aloe y desodorizados. Até mis zapatos uno con otro, uniendo los cordones y los apreté con el sostén de pies, no sea que se deslizaran durante el viaje (o me los robaran, no es por nada, pero los pasajeros de los asientos 30 y 31 parecían ex presidiarios y además me odiaban, no es que esté imaginando cosas pero ella, la del 29, tenía la culpa de eso).
Seguidamente, el sopor y el sueño, la velocidad en ruta es como el movimiento de las aguas cuando uno nada o hace el amor en el jacuzzi de un motel, papá Marx me perdone pero el capitalismo tiene sus encantos y además siempre dije que hay que socializar los bienes y los lujos, no la pobreza (verdad camarada, me decía al oído la profesora Deidamia, líder campesina que se sentó a mi lado durante el congreso, y que aparte de ser una de las organizadoras más activas, era tetona. Ay, que no me despierte ahora, no ahora por favor, justo cuando la camarada se saca el corpiño XXGG de un tirón y me pone los pezones a la altura de la boca, dije bien consciente de que dormir era en ese momento un verbo de fragilidad alarmante). Hasta que un codazo en las costillas me despierta a la realidad de la señora de cierta edad a mi lado durmiendo con dificultad respiratoria, acatarrada hasta más no poder, exhalando el aire como un hipopótamo, con la saliva colgándole, el moro cayendo bien erudito y vuelta a sorberlo, una especie de ronquido que era como un silbido trancado. La rajadura en mi mente, dejaba pasar la claridad y ya no podía negar el sentimiento increíblemente clasista y reaccionario que se adueñaba de mí. Odio a esta mujer, admití por fin, cómo la odio.
Efraín intentó dormir de nuevo. Sabía cómo soltar las riendas mentales para que el pensar fuera disperso, no enfocar ninguna idea era la clave para dormir pronto y eso hizo. Lo que se llama, dejar la mente en blanco. Un repentino culazo de la mujer le interrumpió justo cuando retomaba el sueño. Quedó helado. La señora de cierta edad tenía los huesos cansados y cargó todo el peso hacia su lado. La parte alta de su trasero había quedado al descubierto porque el rebozo en ese momento le servía de almohada y la tricota se le había subido demasiado, esas cosas que pasan mientras uno duerme. Efraín pensó que definitivamente no podría dormir, sabiendo que tenía ese trasero de elefante con la pretina sucia de la bombacha a la vista -aún en la penumbra con la única luz del rectangulito verde flúo que parecía luciérnaga, él podía distinguir que era blanca con florecitas rojas- y decidió entonces planear su próximo discurso, el que daría la noche siguiente a su llegada. Pensó que podría simular que improvisaba, no estaría mal, pero cabía la posibilidad de que alguno considerase eso una falta de respeto y dijese después que no le dio importancia al simposio. Entonces, sería mejor escribir todo y leerlo. En ese momento justo, la mujer se removió hacia su lado y lanzó un soberano pedo.
Aflautado, le salió, y la hizo removerse en el asiento, como si se le hubiera roto algo en el espíritu, pero siguió roncando. Efraín se sintió coagulado, ultrajado, violado, dobló la cara como si se tratase de un pañuelo y volteó.
-Por suerte estoy hacia la ventanilla -pensó casi consolado. Y completó, con ese resto de sentido de humor que solía salvarle en las peores circunstancias: y por suerte, ruidoso pero sin olor. Momento exacto en que sintió que el mundo era injusto, que la teoría revolucionaria era una cosa pero que los pedos pedos son (esta puerca come tripas, pensó) y sintió ganas de salir gritando con los brazos abiertos por la ventanilla o de vomitar a voces para echar el suspiro infernal que se había tragado tan desprevenida cuan inmerecidamente.
Sentí de nuevo ese odio absoluto que me proporciona mi sentido del olfato cuando es agredido. Ciertamente, pensé para entretenerme un poco, la nariz es mi órgano más desarrollado, una camarada con quien me acosté una vez intrascendentemente -después de una reunión de sindicato- me dijo riéndose: tu nariz debería ser tu pene y al revés.
Momento en que la doña manoteó en sueños y me enchufó un codazo en el brazo. Ay carajo, pensé, calibrando seriamente la posibilidad de hacerme el dormido y reventarle la pierna de una patada. Pero no, mis convicciones no me permiten.
Este tipo de situaciones requiere medidas de emergencia, calibré segundos antes de colocar el posabrazos en el medio, en ese momento me pareció una salvación, al menos permitía un límite entre mi cuerpo y la pasajera del 29.
Estaba casi contento ya. Tonto, me dije, por no haber hecho eso desde el principio.
Sólo que apenas sintió ella el posabrazos, se inclinó totalmente hacia mi lado y extendió el brazo izquierdo encima. Me quedé más apretado que antes, sin ninguna libertad de movimiento, con la señora de cierta edad más cerca que nunca de mí. Sentía su cuerpo tumbado de mi lado, el capote se me caía de un lado y del otro me estironeaba, no podía ser peor mi situación. La rajadura en mi mente que había dejado pasar la luz de la verdad (la odio) ahora se comprimía peligrosamente, me lanzó un nuevo mensaje clarísimo: que se muera, que choquemos ahora mismo, que me salve yo y se muera esta, si de paso pueden morirse los del 30 y 31, mejor. Pero no, no camarada, eso ni se piensa. Para mi consuelo, como dije, mi situación había llegado al límite y era cuestión de aguantar la otra mitad del viaje.
Efraín se durmió al fin. La penumbra del ómnibus o algo que se movía muellemente a su lado le hizo soñar que le desprendía el corpiño XXGG a la tetona del congreso (con asco se dio cuenta al despertar de que estaba cómodamente reclinado sobre la mujer de al lado, ella había levantado el posabrazos). La tetona, única parte de todo el viaje que no le contó a su señora, Hermelinda, cuando se puso a explicarle porqué le había dicho tan sin querer lo que le dijo, pero era inútil porque no iba a perdonarle jamás y a medida que hablaba sentía que no podía convencerla a ella ni a nadie porque le crecía en el alma ese gran cansancio que sintió desde que subió al ómnibus y vio su asiento, número 28, ocupado por la mujer de cierta edad.
Llegó muerto de cansancio pero con enormes ganas de acostarse al lado de Hermelinda y dormirse apretado a su cuerpo duro, como dos cucharitas en la caja de cubiertos de la cocina, así como le gustaba y aunque no tuvieran que hacer el amor y fue entonces que, al levantarle como siempre el camisón para entrar en contacto con sus nalgas lechosas, vio las florecitas rojas con el fondo blanco y la pretina... la rajadura en su cerebro dejó pasar al fin gloriosamente la frase que había estado queriendo decir durante todo el viaje:
-Vieja de mierda.


ÍNDICE
PRÓLOGO
CUENTOS: TAHIS O REENCUENTRO / MI DULCE NIÑA / SHEEREZADE O LA MILÉSIMA NOCHE / LILITH / NO SÉ SI ME ENTENDÉS / YA LO LLEVAN A ENTERRAR / EL PIANO / PREMIO NOBEL / SECUESTRADOR / LA REINA / EL POEMA PERFECTO / MALA MADRE / ECLÍPSE / EL PRÍNCIPE / GIRASOLES / HAY QUE IR A MISA / LA OTRA / HELADOS / MÚSICA / BABEL / RENACIMIENTO / LA PATRIOTA / EL YACARÉ / LA PIERNA / EL DIABLO POR UN AGUJERO / LA BOA / EL VIAJE EL GATO / EL DESAPARECIDO / LA JOYA DE LA FAMILIA / EL NENE NO QUIERE IR A LA ESCUELA / EL MOJÓN.


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MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS
Autoras: AMANDA PEDROZO, MABEL PEDROZO
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay), El Lector, 1996.
 

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