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viernes, 5 de noviembre de 2010

HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ - TERROR BAJO LA LUNA (SOBRE GESTAS DE DOS SIGLOS-POEMARIO) / Alcándara Editora, Colección Poesía, 34 - 1985.



TERROR BAJO LA LUNA
(SOBRE GESTAS DE DOS SIGLOS)
Colección Poesía, 34
© Hugo Rodríguez-Alcalá
Alcándara Editora
Edición al cuidado de M. E. V. M., C. V. M. y M. A. F.
Diseño gráfico: Miguel Ángel Fernández
Viñeta: Carlos Colombino
Tiraje. 750 ejemplares
Hecho el depósito que establece la ley 94
Se acabó de imprimir el 17 de junio de 1985
en los talleres gráficos de Editora Litocolor
Asunción, Paraguay (99 páginas)




NOTA PRELIMINAR

A más de un crítico extranjero que conocía mi obra lírica le pareció extraño que fuera yo también autor de una obra muy distinta, una obra "épica".
En apariencia sí, el autor de poemarios nostálgicos, a menudo elegiacos, ¿cómo podía serlo de poemas descritos por mis amigos como "heroicos", "rotundos", "marciales"?
Pero a quien conozca el Paraguay espiritual de mi infancia y adolescencia le parecerá extraño lo opuesto, es decir, que un poeta formado en los años veinte y treinta no sea un poeta de inspiración "épica".
Mi infancia y mi adolescencia están llenas de evocaciones familiares de la primera epopeya. Y la segunda epopeya comenzó, precisamente, al comenzar mi adolescencia. En los años veinte los abuelos, los viejos tíos, estaban inmersos en la historia trágica de nuestra nación en la segunda mitad del siglo XIX. ¡Cuántas veces oí yo hablar de los dos bisabuelos que murieron uno al lado del otro, el 24 de mayo de 1866, militando ambos en el Batallón 40! (En este poemario no podía faltar la historia del episodio). ¡Y cuántas veces, siendo chico, oí decir que del caserón de mis mayores partieron para la guerra veintidós deudos y que ninguno regresó!
Hoy ofrezco al lector paraguayo una selección de mis poemas, inspirados por las que llamo gestas de dos siglos. Acaso más adelante publique una obra más extensa sobre el mismo tema.
H .R. A
Asunción, Junio de 1985


GESTAS DE 1932 – 1935

TERROR BAJO LA LUNA
a Hiram Rodríguez-Alcalá quien,
al frente de una compañía del
Regimiento 5 "General Díaz",
en el frente de Toledo,
protagonizó aquel terror.

Eran ochenta hombres a mi mando.
Ochenta campesinos veteranos.

Meses atrás, venido yo a las líneas
flamante el uniforme, botas nuevas,

y el aire inconfundible del bisoño,
con natural desconfianza y pena

los labriegos en armas me observaron.
Mi bautismo de fuego cambió aquello:

yo los guié a un asalto y fui el primero
en ganar la trinchera desde donde

chorros de fuego el monte iluminaban
en chispas y relámpagos de azufre.

Me quisieron entonces. Si yo no era
como ellos, un labriego humilde y duro,

era un hombre cabal, nada cobarde.
Los imité. Yo quise ser estoico,

insensible al dolor, infatigable.
Aprendí su lenguaje, sus costumbres;

dormí en el duro suelo bajo el poncho;
su rancho miserable fue mi rancho;

su tabaco pestífero fue el mío.
Ahora, tras cinco meses de campaña,

el hábito del fuego, del peligro,
nos hermanaba tan profundamente,

que mi unidad más era una familia
que un veterano equipo de combate.

De un arduo patrullaje regresábamos.
Terminaba una larga maniobra.

Estábamos rendidos. Me dormía
de pie, mientras marchaba, vacilante,

al frente de mis hombres. ¿Dónde estaba
el enemigo? ¿En fuga, derrotado,

o maquinaba una sorpresa, oculto,
mimetizado en la espesura verde?

Tres días y tres noches selva adentro
marchamos sin descanso. Al noroeste

rugía una batalla. En nuestro frente
se espesaba el silencio. Vino orden

de cortar un camino y vigilarlo.
Llegamos al camino hacia el crepúsculo.

Cayó la noche. Yo, despierto apenas,
puse diez centinelas y les dije

que en ellos confiaba por tres horas.
Y me acosté a dormir. Me hundí en el sueño

a la vera espinosa del camino.
Fue el sueño más profundo de mi vida.

El dulce Paraíso de la Nada.
De pronto desperté. Miré la luna.

Alta, muy alta ya en el cielo claro.
Su resplandor colándose entre ramas

plateaba el perfil de mis soldados
y brillaba en los rifles y automáticas.

Todo el mundo dormía. Todo el mundo.
Fui hacia los centinelas uno a uno:

los diez, petrificados en el sueño.
Traté de despertarlos sacudiendo

sus rostros y sus brazos. Todo en vano.
¿Gritar? ¿Cómo gritar en el silencio?

Tal vez el enemigo estaba cerca.
Tal vez nos acechaba el arma lista.

Podía vernos bien bajo esa luna
que iluminaba ochenta cuerpos rígidos.

Y recordé mi sueño, un sueño vívido
de minutos atrás: nos rodeaban

por todas partes, serpeantes filas
de oscuros fusileros; y un sargento

emplazaba su máquina pesada,
colocaba la cinta refulgente

bajo el rayo lunar y, cauteloso,
el grueso tubo nos encañonaba

dispuesto a desplegar el abanico
fatal, en el silencio plateado.

Acudí a mi ordenanza. - ¡Arriba, arriba!-
le grité en un susurro. El cabo Aquino

parecía difunto. Enfurecido
tiré de sus cabellos polvorientos,

le abrí los ojos con los dedos crueles.
Pero su sueño de labriego joven

era de un hermetismo ineluctable.
Me arrastré hacia Falcón, el hombre fuerte,

el mejor patrullero, el más osado.
Pero también Falcón, que respiraba,

era un cadáver vivo, bronce en sueño.
Ochenta muertos mis soldados eran:

ochenta muertos de torpor de piedra.
¡Nunca tuve más miedo, nunca, nunca,

como en el aquel suave plenilunio
que vertía piedad y mansedumbre

sobre el vasto desierto!
                                Vino el día
y me encontró tendido en tierra, alerta,

tras la ametralladora preparada.
Mis hombres despertaron. Yo les dije:

-Voy a dormir-
                     Dormí hasta media tarde.
Y conmigo durmió, por fin, el miedo.


NADIE OYÓ ESE LENGUAJE DE LA MUERTE*
a Carlos Villagra Marsal

El cobertizo que nos cubre, es paja
sostenida por troncos de quebracho.

El día claro; amable el cielo; el aire
sabe a esa frescura que los ríos

cruzando, perezosos, por los bosques,
van dejando a su paso centelleante.

Nos ha invitado el jefe a un sobrio almuerzo.
Somos cinco: el Mayor, tres Capitanes,

y el que ahora está contando estos recuerdos.
Nuestros sillones son de palo blanco

que en blando samuhú ha labrado el hacha.
Sobre la mesa, jarros de aluminio

y platos de hojalata. Un ordenanza
sirve la mesa. Escancia en nuestros jarros

la rubia caña del Mayor, y trae
un asado de res. El río fluye

no muy lejos, detrás de la arboleda.
En la margen opuesta, el enemigo

nos observa. Nosotros descansamos.
De vez en vez se enciende un tiroteo

que en seguida se apaga. No hay peligro.
El río nos separa. Se diría

que terminó la guerra. ¡Dulce tregua!
¡Hay doce mil cabezas de ganado

dispersas por los bosques! Cada día
se celebra un festín en los vivaques.

Noto que el Capitán a mi derecha
tiene una miniatura orlada de oro

en el estuche de su catalejo.
Me fijo bien. Y entonces surge el tema:

es el tema obsesivo, inevitable,
la Epopeya que obsede a todo el pueblo.

Esta guerra presente no es la guerra
en que estos hombres luchan. Es la otra:

es la del Mariscal, cuyo retrato
sirve de talismán al héroe plácido

que, bajo el cobertizo, bebe un sorbo
del ardiente licor, y luego dice:

-La guerra de hoy no es guerra, amigos míos.
¿Qué es luchar con Bolivia? Nuestros padres

sí tuvieron su guerra; tres naciones
invadieron su tierra de anchos ríos,

y sólo el Mariscal les hizo frente
con todo el pueblo en armas; y los niños,

las mujeres y ancianos combatieron
recogiendo el fusil de padres, hijos,

caídos en batallas gigantescas.
Eso fue guerra, amigos, y eso, gloria.

Aniquilados todos sus ejércitos,
masacrados los niños que tenían

barbas postizas en la faz lampiña,
perseveraba el Mariscal de Hierro,

hasta que en el confín de nuestra tierra,
junto al río teñido con su sangre,

y aún blandiendo su espada no rendida,
cayó gritando: -"¡Muero con mi patria!"-

El Mayor, que es poeta, entonces dice:
-Cuando en Pikysyry los Aliados

le intiman rendición porque lo creen
vencido, aniquilado, él les responde

con palabras sublimes que debieran
grabarse al pie de todas sus estatuas.

Jurado había no rendirse nunca
y defender su patria hasta la muerte:

-"Ella me impuso este deber"- proclama-
"y yo me glorifico de cumplirlo".

Así repuso el Mariscal en verso
sin sospechar que su alma de guerrero

fuese también un alma de poeta.
Calla el Mayor, y todos conmovidos

por la heroica emoción de sus palabras,
en silencioso brindis coincidimos.

Precisamente en ese mismo instante,
una ametralladora, al lado opuesto

del perezoso río, rompe el fuego.
La ráfaga se acerca, ineluctable,

trazando el semicírculo fatídico,
perforando los árboles, silbando,

en huracán de sierpes aceradas.
Ya llega al cobertizo; en él se ensaña

horadando los troncos de quebracho,
destrozando en furioso picoteo

la paja que nos cubre, como enjambre
de airados cuervos desgarrando un nido.

Junto al Mayor, un jarro de aluminio
salta, por un balazo atravesado,

y salpica su líquido de fuego.
Vertiginoso proyectiles muerden

en derredor arbustos y malezas
y soplan, insistentes, con un soplo

que ora mueve cabellos y ora vierte
del combatido techo seca arena.

Yo, el bisoño, asombrado, estupefacto,
miro las caras impasibles; miro

la naturalidad de aquellos hombres

que ignoran el peligro, y sosegados
prosiguen el coloquio, fuman, beben.

El ordenanza del Mayor, solícito,
ha traído otro jarro, y ha vertido

con lentitud, en él, la caña rubia.
Mientras escancia el líquido en el jarro,

un proyectil le roza la mejilla.
El ordenanza está de pie, escuchando

no la ametralladora y sí la plática,
absorto en la emoción de la leyenda.

Dos horas más duró el almuerzo bajo
el cobertizo aquel, y cuatro veces

la ráfaga volvió a batir el sitio:
nadie oyó ese lenguaje de la muerte:

aquellos hombres duros no vivían
el momento presente: combatían

en Humaitá, en Cerro Corá, a la sombra
del pabellón del Héroe, hasta la orilla

del río empurpurado de su gloria.

* El Mayor de que se habla en este poema es el actual Teniente Coronel Basiliano Caballero Irala.

ODA A ESTIGARRIBIA
a Manuel Abelardo Rodríguez
El General Freydenberg, delegado
francés, un poco sorprendido por el
aplomo con que yo hablaba del
enemigo, me dijo que la guerra
tenía sus mudanzas y que no se
podían predecir con exactitud
todas las contingencias. Pero mi fe
en el inminente descalabro del enemigo
era tan profunda, que le respondí:
“No dude usted, General, la
destrucción del ejército boliviano
es una operación matemática"
José Félix Estigarribia

I
Estigarribia enciende un cigarrillo.
El único que fuma en la jornada.

Mira en su derredor, imperturbable.
Es el fin del almuerzo. Ya ha dispuesto

hasta en nimios detalles la batalla
inminente. Sereno y minucioso,

desde el amanecer sobre los mapas,
ha anticipado albures y sorpresas,

y ha movido en su mente Divisiones,
Regimientos, Patrullas, que él desprende

de duras Unidades veteranas,
que urden el ajedrez de sus victorias.

En su vasto problema matemático,
las incógnitas surgen como opciones.

II
Es hora del paseo cotidiano
y su mirada alerta al grupo grave

de militares jóvenes que acechan
la mínima expresión del hombre plácido.

Se levanta. La selva acaso espere
que él su espinosa sombra por las sendas

con ágil paso vaya interrogando.
Sabe que el General la siente, viva,

como animado ser; que él, sólo, intuye,
en voces misteriosas su mensaje.

Sabe que el Jefe es el Predestinado
que ha de dar a sus lindes nuevos hitos.

Atrás, muy lejos, todo un pueblo, tenso,
en ciudades, aldeas y villorrios,

contempla imaginariamente el cuadro.
Hay angustia, inquietud, recelo, miedo,

en madres silenciosas que en los campos
labran la tierra del soldado ausente.

El siente esas miradas maternales
que el peligro mortal hace magnéticas.

III
Más de una vez vencido, el enemigo
persevera tenaz: vuelve a la lucha.

Ha vaciado sus minas. Montes de oro
salpicados de sangre, ha convertido

en inmenso arsenal. Hombres de bronce
han arrojado el pico en las cavernas

húmedas de sus lágrimas y, juntos,
en muchedumbre armada hasta los dientes,

envuelta en resplandor de bayonetas,
bajan del Altiplano. En la vanguardia

las cremalleras de artillados carros,
atronando quebradas y angosturas,

triturando la piedra estremecida,
ahora muerden heridas en los llanos,

y ahora ensanchan picadas en la selva.
Escoltando este alud desde la altura,

en ominoso vuelo entre las nubes,
un enjambre de cóndores metálicos

en fragor que ensordece el infinito,
oscurece la tierra con sus sombras.

IV
El General ha dicho: -"En dos semanas
toda esa muchedumbre será mía;

todos sus armamentos, de mi Ejército".
De corcho el casco, verde la guerrera,

de un verde desteñido como el verde
de los sedientos árboles, el jefe

pasea largamente por la selva:
en este dominado laberinto,

los presagios descifra del Destino.
Únicos signos de su jerarquía,

dos estrellas pequeñas en los hombros
y el homenaje militar del bosque.

El polvo opaca las polainas pardas
que años largos atrás le protegían

en sus expediciones por los montes.
Silencioso, evitando las espinas,

el séquito jadea tras el prócer.
En la distancia rueda un trueno inmenso.

El ausculta el tremor del bosque, y dice:
-Volvamos. Hay un parte de victoria:

ya el enemigo, roto, se deshace.
Hay órdenes que dar. Gracias, señores.


EL CORONEL GARAY LLEGA A YRENDAGÜE

a César Garay

Allá van, el fusil terciado, mudos,
entre espejismos que la sed alumbra,

abriendo la maraña a tajos que arden
en verdosos relámpagos labriegos.

Hombres verdes en verde laberinto
en ruta hacia el oasis de Yrendagüe,

van a apresar la fuente de la vida
por espinoso páramo de muerte.

Serpiente dislocada, entumecida,
la columna vacila, cae y luego

se levanta al sonar la voz del prócer,
y reanuda la marcha del delirio.

Cadena de fusiles y machetes
eslabonada de heroísmo, cruje

entre hostigantes ramas, entre cactos
erizados de púas, pero avanza.

Sólo unos batallones rezagados
que el cansancio de meses aniquila,

no se levantan más: yacen inertes
o en últimos espasmos de agonía.

Los que siguen marchando son espectros
que un rojo y duro dios empuja y guía.

Y este dios, este anciano de anchos hombros,
de blanca greña y azulados ojos

que ignora la fatiga, las distancias,
la sed, el hambre, el sueño, les repite:

- ¡Un poco más de esfuerzo, compañeros,
para juntos morir en Yrendagüe

o para revivir con la victoria!
¡Un poco más de esfuerzo, y apagando

la sed de los que aún estamos vivos
devolveremos vida a los que mueren!

Y detrás del anciano los espectros
llegan a su destino. El bosque estalla

en un relampagueo de metralla
y la jornada más atroz termina.

Un callejón ardiente y centelleante
da acceso al espejismo realizado

en frescos y profundos hontanares.

Del agua salvadora conquistada
por la sed y el coraje, el héroe anciano

vuelve sobre sus pasos selva adentro
para poner en pie a los moribundos.


DE CÓMO EL FUEGO SE CONVIERTE EN AGUA

(Maniobra sobre Picuiba: 1934)
a mis hermanos Beatriz y
Ramiro Rodríguez Alcalá;
a ella por sus TESTIMONIOS VETERANOS,
a él por ser el oficial que se menciona
en el poema, junto al Jefe del Segundo Cuerpo


El mismo Jefe estaba sitibundo.
Deliraba de sed. Un laberinto

de grises matas, de espinosos cactos
fingía, aquí y allá, en la resolana,

indecisos senderos fugitivos,
que a engaños de la fiebre conducían.

Por doquiera, en asedio cauteloso,
negros tubos de acero empavonado

ojeaban la marcha del Caudillo
y sus guerreros jóvenes. La marcha

duraba ya tres días y tres noches.
Negros tubos ubicuos los seguían

en incesantes alucinaciones,
encañonándolos, inexorables,

listos para cortar a ras de tierra,
con un alfanje horizontal de fuego,

el espinoso ámbito del bosque.
Los ojos afiebrados del Caudillo

el arenal veían transformarse
en fúlgidos remansos de aguas puras;

los cactos se volvían bananeros,
el bosque hirsuto en naranjal fragante

en cuyas lindes susurraba un río
dorado, de mil frutos deliciosos.

Algunos ya perdían la esperanza
y marchaban sombríos por el bosque.

Pero en el Jefe del Segundo Cuerpo,
una obstinada heroicidad, terrible

en el semblante pálido, en los ojos
ferales en la ira y el peligro,

mantenía de pie a sus oficiales
y arrastraba a la tropa muda y firme.

Desgarrado de espinas y sangrando,
hecha jirones la guerrera verde,

persistía el caudillo en el designio
que inspiraba su instinto de guerrero:

él iba a hallar una picada nueva
y la iba a interceptar a sangre y fuego.

El instinto guerrero es en el Jefe
el milagroso don que lo prestigia.

-Confíen en mi estrella, compañeros.
Hay hacia el Norte una picada -afirma-

Hay hacia el Norte una picada -insiste.
Esa picada es salvación, amigos.

Marchemos hacia el Norte hasta encontrarla
La columna, extenuada, se reanima.

Pasan las horas y en el bosque inmenso
sólo hay soledad y sed y espinas.

Acaso la picada es ilusoria.
Acaso es un invento de la fiebre.

¿No delira de sed el mismo Jefe?
Así piensan algunos oficiales.

Hay un viejo sargento entre la tropa
de veteranos casi adolescentes.

Hay un viejo sargento, un hombre hercúleo
que sonríe enigmático y resuelto

a diez pasos del Jefe. El lleva al hombro
una ametralladora fogueada.

una fragua de acero, muda ahora,
en cuyo seno duerme una tormenta

de azufre y plomo encamisado en fierro.
-Tiene que haber una picada -piensa-

-Tiene que haber, tiene que haber... repite
e imagina furtivos aguadores

de ojos oblicuos en la faz oscura,
duros mineros de fornidos brazos

que conducen camiones con barriles
de luminosa agua chorreante.

Junto al Caudillo marcha un macilento
y afiebrado teniente. Es casi un niño.

Es una juvenil inteligencia
cuya precocidad asombra al prócer,

el prócer ya aureolado por la gloria
cuya carne mortal va anticipando

la intimidante gravedad del bronce.
Alguien ofrece al Jefe un jarro de agua,

y él lo arroja por tierra, desdeñoso.
Al joven oficial murmura el héroe:

-Usted debió quedar en retaguardia.
Usted, que es esperanza de la patria.

Se le nublan los ojos al teniente.
Haciendo un gran esfuerzo, emocionado,

-Mi deber está aquí- responde ronco.
Y apenas dice esto, a treinta metros

se columbra un camino. El visionario
sargento, que ha marchado noche y día

con su ametralladora, se detiene.
Esta oculta en su seno un agua turbia,

un tesoro ignorado por la hueste,
un agua en desposorios con el fuego,

compañera del fuego, porque el fuego,
es esposo del agua en sus espantos.

Baja el sargento el arma atroz a tierra,
al borde del camino, y allí aguarda.

Y ésta es la salvación. Suenan motores
en el silencio de aquel bosque ríspido:

un convoy aguador en la picada
alza, avanzando, un polvo tenebroso.

La silenciosa máquina despierta
convulsionada en infinito fuego,

en duras llamas que, en el agua oculta,
tienen su persistencia asegurada.

El ígneo chorro de metal destroza
parabrisas; perfora radiadores

y detiene el convoy Brazos en alto
saltan los tripulantes al camino

 suplicando cuartel, blancos de miedo.
Es el triunfo de la negra boca,

la que próxima al agua, estuvo muda
y, sin beberla, preparó su grito.

Y la ametralladora taumaturga
su fuego atroz va convirtiendo en linfa.


GESTAS DE LA GUERRA GRANDE 1864-1870


ESTRENO DE ZARZUELA
"El valle de Andorra"
En un palco de honor... estaba el
presidente López con su señora y sus dos hijas.
A su lado estaban, en otro palco,
el general Francisco Solano
y el coronel Venancio.
La platea estaba completamente llena
de gente de ambos sexos
En una luneta del centro,
veíase a madama Lynch,
vestida con exquisita elegancia..
La concurrencia...
parecía estar bajo las bóvedas de un templo
H.F.V.

Carlos Antonio López va al teatro
que se inaugura hoy solemnemente.

Le acompañan su esposa doña Juana,
sus hijas, Inocencia y Rafaela;

lo custodian soldados de su guardia
de largos espadones tintineantes.

Don Carlos, hombre corpulento, obeso,
de redonda papada cuyo bulto

se le abomba, empezando en las quijadas
y descendiéndole hasta medio pecho,

no es figura vulgar, pese a su traza,
sino una encarnación superlativa

del supremo poder que lo engrandece:
tiene una dignidad impresionante

que impone sujeción a quien lo mira.
Doña Juana Carrillo y sus dos hijas

-tres víctimas futuras del gran Drama-
en el palco de honor toman asiento

en torno al mandatario omnipotente:
se va a representar una zarzuela.

Junto al palco de honor, el de los hijos:
Francisco el general, viste uniforme

de entorchados de oro y ciñe espada.
Es hombre distinguido: barba negra,

ojos de fuego y ademán altivo.
Venancio, el coronel, junto a su hermano,

es sólo un uniforme sin prestancia.
¿Y Benigno, el hermano más simpático

entre los cinco príncipes criollos?
Benigno López hoy se encuentra ausente.

De entre los siete López es el único
que a la zarzuela niega su presencia.

De entre los siete López, es Don Carlos
quien no habrá de asistir a la Tragedia.

De entre los siete López es Francisco
quien armará el tablado gigantesco

desde un confín al otro de la patria
y será el victimario de sus deudos

y víctima, a su vez, de la catástrofe.
Sólo Don Carlos morirá en la gloria

de su labor cumplida, mucho antes
que a su esposa, a sus hijos, a su pueblo,

los arrastre el horror de su destino
al odio, a la ambición, a la venganza,

a la desolación de un lustro aciago
que hizo a la patria arder en alto incendio.

La platea está llena. De ella suben
respetuosas miradas a los palcos:

el presidente, inescrutable Esfinge,
atrae las miradas; y las fija,

con furtivo tesón, el Heredero,
el ya temido sucesor del prócer.

Mas la atracción mayor en el teatro
es una deslumbrante mujer rubia

de mirar azul-gris y rostro fino,
de un óvalo perfecto de alabastro

sonrosado y pulido, que refleja
destellos de soberbia pedrería:

los solitarios de sus dos pendientes,
el collar que fulgura sobre el seno

henchido y voluptuoso; el abanico
de seda y nácar incrustado en gemas.

Su mano -la que mece el abanico
en gracioso vaivén, despide chispas

de rubíes, brillantes y zafiros.
¡Ah, los colores de su nueva patria,

en el engarce de oro, son el símbolo
de la ambición de esta belleza rubia

que en la sortija con el triple brillo,
su mano codiciosa ya anticipa

el goce del poder y el señorío
sobre infinitos bosques y praderas!

La mejor sociedad, el patriciado
de Asunción, con sus damas más ilustres

de orgullosos linajes coloniales;
los caballeros de levita oscura

con la chistera negra en las rodillas;
y la florida juventud: doncellas

de tez morena y de pupila ardiente,
con sus enamorados, sus galanes,

que mañana caerán unos tras otros
bajo el cañón, la lanza, las espadas:

todos guardan silencio en el teatro;
todos guardan silencio: apenas se oyen

algunas toses sordas y susurros.
Más parece la nave de una iglesia

que un mundano recinto esta velada.
¿A qué se debe este silencio extraño

en reunión tan brillante? Nadie ríe
en un recogimiento austero y grave.

¿No es noche de zarzuela y regocijo?
¿Por qué esta ausencia de expansión y gozo?

Ya salen los actores; ya comienza
la frívola zarzuela; ya las gracias

de muy medida sal llenan el ámbito
del teatro: todo en vano. Nadie goza

ni aplaude ni se inmuta. El presidente,
hierático en su palco, un gran sombrero

calado hasta los ojos, no demuestra
ni placer ni fastidio; pero antes

de terminar la pieza, se levanta
y abandona el teatro con los suyos,

seguido por su guardia de espadones.
Puesta de pie, la concurrencia, muda,

despide al mandatario indiferente
al arte principiante de los cómicos.

Ido Don Carlos y apagado el ruido
de los pasos marciales de la guardia,

toman de nuevo asiento los presentes
hasta llegar al fin de la zarzuela.
27 de Setiembre de 1982


FUSILAMIENTO DEL CORONEL MONGELÓS

a Nicolás Víctor González Oddone

En seguida, por llamado del Mariscal
se presentó delante de él el coronel Mongelós,
a quien le dijo: que aunque inocente,
lo iba a mandar fusilar...
-Va usted a unir su sangre a la de ellos,
le dijo con toda calma.
- Mongelós contestó: que no lo merecía,
porque estaba ajeno de cuanto había sucedido,
que aún era joven, no era flojo
y muy capaz de salvar a la patria y a él...
Era de aspecto sajón: alto, delgado, rubio,
de ojos azules;
tuvo participación en muchos combates,
y en todos acreditó valor, decisión y arrojo
Coronel Juan Crisóstomo Centurión

-Llamen a Mongelós.
                               Y viene el jefe
valiente entre valientes. Está pálido.

Es rubio, es alto, es fuerte; es un guerrero
famoso; pero tiembla, él que no tiembla

en las cargas furiosas entre el fuego
y las puntas filosas de las lanzas

y el revoleo cruento de los sables.
¡Mongelós, Mongelós, estás perdido!

El hombre que te mira te hipnotiza:
te hace temblar a ti que eres coraje,

te hace sentir pequeño a ti tan grande.
El hombre que te mira está sereno,

con la serenidad de un tigre. El hombre
que observa tu temblor, tus ojos pávidos,

secretamente goza del tiránico
poder sobre los fuertes y los bravos.

El, que jamás ha combatido, él sabe
más que nadie aplastar a los valientes;

él que jamás corrió hacia los cañones
en estampido atroz convulsionados;

él que jamás chocó con los jinetes
y los ciegos caballos al galope

como tú, Mongelós, hombre de hierro,
-famosa espada, incontenible lanza.

voz de trueno en el trueno del combate-
él. Mongelós. mi Coronel sin miedo.

¡él te intimida, él te acobarda, él sabe
humillar y abatir tu misma gloria!

-Se ha descubierto la traición- le dice
el hombre inexorable. -Los traidores

van a ser fusilados por la espalda.
Sé que usted no es traidor: es inocente;

pero por negligencia, por descuido,
usted va a unir su sangre a la de ellos.

-No merezco el castigo. Nada supe,
nada sé de complots ni de traidores,

Excelencia: soy joven. Yo podría
combatir por usted y por la patria.

Soy fuerte y he probado ser valiente.
El Mariscal ordena que le saquen

la espada.
                Mongelós es fusilado
no por la espalda, como los traidores:

su inocencia lo salva de este oprobio:
él ve los fogonazos, ve su muerte.
Octubre, 1982


NIÑOS COMBATIENTES

a Fernando Rodríguez Alcalá

There were children of tender years
who crawled back, dragging
shattered limbs or with ghastly
bullet wounds in their half naked
bodies. They neither wept nor
groaned nor asked for surgical
attention. When they felt the
merciful hand of death heavy upon
them, they would lie down and die
silendy as they had suffered
General Martin T. MacMahon
(Batalla de Lomas Valentinas)

(Traducción libre)

Niños de tiernos años, malheridos,
en silencio volvían del combate:

algunos arrastrando miembros rotos;
algunos con el cuerpo perforado

por el plomo, volvían en silencio,
semidesnudos, lívidos, famélicos.

Nunca lloraban ellos, ni gemían
ni pedían ayuda. Cuando el Ángel

de la Muerte, cerníase sobre ellos,
y les besaba con piedad la frente,

se tendían en tierra, silenciosos,
y en silencio expiraban, en silencio,

con trémulo silencio en su agonía.
Setiembre de 1982


EL CAPITÁN GENES RECUERDA EL
ASALTO A LOS ACORAZADOS

El asalto en canoas a los acorazados
supera en grandeza a todas las
hazañas de la Ilíada
Manuel Gálvez

Entre Humaitá y Curupayty fondean
los siete acorazados. Dos de ellos,

oscuros, silenciosos, con un leve
parpadeo de luces, como de ojos

de adormecidos monstruos que, en la noche,
se defienden del sueño y cabecean,
dispuestos al zarpazo y al rugido
si amenaza un peligro en las tinieblas:

el Herbal y el Cabral. Nuestras canoas
son veinticuatro sombras entre sombras
que hacia esos dos navíos van bogando
de a dos a dos unidas por un cable
de veinte yardas. Al tocar el cable
las proas de los buques, por sí solas,
llevadas por su impulso y la corriente,
a los flancos de hierro se afianzan.

El abordaje sigiloso, rápido,
va a ser sorpresa fulminante. El Jefe
de la Escuadrilla cae en el furioso
revolear de sables.
                          El combate
nos enajena. Se hunden los aceros
en espantados cuerpos.
                               Y los gritos,
las blasfemias, los ayes y el tumulto,
hienden un firmamento sin estrellas.

Corremos a las torres... ¡Ah, en las torres,
se ha refugiado la aterrada chusma,
y desde sus blindadas moles, súbita,
fragorosa, fatídica descarga
nos detiene y nos tumba sobre el hierro
resbaloso de sangre!
                           No triunfamos
sobre el Cabral -que ya creemos nuestro-
porque otros buques llegan y sus fuegos
nos destrozan.
                     Relámpagos alumbran
nuestros perfiles y, a su luz de pólvora,
hacen su puntería los cañones
cargados de metralla. Es la derrota.

Yo, entre la confusión y la matanza
-desorbitado un ojo por la punta
de un largo sable a cuyo odioso dueño
pude tender, al fin, sobre cubierta,
hago tocar la retirada.
                             Y, último
en saltar de la borda caigo al agua
que, a pesar de la sangre que chorreamos,
ábrese, helada, bajo nuestros cuerpos.

El cañoneo nos persigue, ubicuo;
ya no hay más sombras en la noche: hay fuego.

El aire se ha hecho llama y estampido.
Ahora yo nado con un solo brazo.
La mano izquierda me sostiene el ojo
que se me pega contra la mejilla.

Llego, por fin, a tierra medio ciego:
la sangre de la órbita vacía
me nubla el ojo sano.
                               En tierra espera
mi ordenanza, teniendo de la brida
a mi caballo. Monto y, al galope,
llego hasta el Mariscal.
                                    Con una mano
-la que no me sostiene el ojo suelto-
hago una venia que me esconde el otro:

prefiero que no vea en él la lágrima
que, con el parte del fracaso, lloro.
California, 5 de Setiembre de 1982


EL VICEPRESIDENTE FRANCISCO SÁNCHEZ
EN CERRO CORÁ, JUNTO A UNA CARRETA

a Víctor Hugo Sánchez

El capitán Asambuja, armado de una
larga lanza, yendo con unos cuantos
hacia el cuartel general, encontró al
anciano vicepresidente Sánchez,
espada en mano, cerca de una carreta
En cuanto le vio le intimó rendición
en términos ásperos y groseros,
pero Sánchez, levantando alta la
espada con que dos días antes le
obsequiara el Mariscal, le contestó
con ánimo resuelto. ¡Con esta espada,
jamás... ! No bien acabó de pronunciar
estas palabras, cuando Asambuja le
atravesó con su lanza de parte a parte...
El Mariscal le trataba con las mayores
consideraciones y dijo de él en cierta
ocasión "que él respetaba mucho a
aquel anciano, porque era su superior
en edad, dignidad y gobierno"
Coronel Juan Crisóstomo Centurión


Domingo Francisco Sánchez, juez,
ministro y vicepresidente, es el
símbolo de la ancianidad honorable.
Provenía de la época francista y
actuó en la vida pública durante 30
años con ejemplar honestidad. Era
hombre culto y fino... Sirvió a los
López como amigo y consejero...
Justo Pastor Benitez

Mi ancianidad hubiera sido hermosa.
Viví una larga vida en el servicio

de mi patria. Muy joven fui llamado
a este honroso destino, junto a un hombre

que fue además de un jefe, mi maestro.
Trabajé con ardor, con esperanzas

que se iban realizando una tras otra:
hacer una nación de la que fuera

la remota Provincia de las Indias,
asediada por pérfidos caudillos,

enclaustrada entre ríos, cuyo acceso
al libre mar estábale prohibido.

Durante muchos años, día a día
vi prosperar la Patria. ¡Qué entusiasmo

durante aquellos tiempos venturosos!
Una nación moderna iba surgiendo

bajo el cielo celeste en selvas verdes,
de la tierra bermeja, palpitando

como un gran corazón en Sudamérica.
Yo amaba mi trabajo. No aspiraba

al renombre, a la gloria, a la riqueza.
No he sido más que un servidor modesto

a la sombra de enérgicos varones
en quienes se encarnó nuestro destino.

Para mi Patria, sí, yo ambicionaba
gloria y prosperidad: era mi Patria

promesa y realidad de un paraíso
perfumado de inmensos naranjales,

fecundado por ríos tan celestes
como la bendición del cielo diáfano.

Mi ancianidad hubiera sido hermosa.
Cuando tras muchos años de gobierno

falleció aquel vidente mandatario,
decidí jubilarme. Ya la Patria

era fuerte y feliz; su independencia
tras larga lucha, al fin asegurada,

la afirmaba en la fe de su destino.
-Descansaré -me dije-. Está cumplida

mi tarea. Soy viejo, soy más viejo
que los colores de mi Patria: he visto

a través de mis lágrimas de gozo
el primer tremolar de su bandera.

Los hados decidieron otra cosa:
el joven General no quiso oírme,

me urgió a perseverar en mis afanes.
Yo no pude excusarme. Lo he servido

en tiempos de bonanza y de tragedia.
¡Yo, vicepresidente y tan anciano!

Vino la guerra, la invasión: la saña
de una conjura de caínes pérfidos

asoló mi país, sorda a clamores
de paz, de humanidad y de justicia.

No nos dieron cuartel en cinco años.
Destruyeron ejércitos de hombres,

masacraron ejércitos de niños
y mujeres; quemaron hospitales

saquearon los pueblos y ciudades
y el cuerpo antes florido de la Patria

en un osario enorme convirtieron.
Al llegar a este gólgota los últimos

hambrientos y esqueléticos guerreros
de la gesta estupenda, nos asedian

los asesinos cuya sed de sangre
no se habrá de saciar mientras aliente

el paladín que lleva la bandera
hasta caer envuelto en sus jirones.

Mi ancianidad hubiera sido hermosa.
¡Ah, si al morir hubiese yo podido

ver nuestro vasto empeño realizado:
la agricultura floreciente; prósperos

los pueblos y ciudades; por doquiera
el ardor del trabajo en las campiñas;

entre mieses doradas, resonando
el silbido de las locomotoras,

explotados los bosques y las minas,
nuestros ríos surcados de vapores;

las escuelas llevando hasta los últimos
confines de la Patria la simiente

de un futuro más noble por sus luces.
Esta dicha el destino me ha negado.

En una despedida emocionante
el joven Mariscal me dio esta espada

como postrer regalo y homenaje
a mis largos servicios. Este acero

si yo no fuera, ¡ay! un triste anciano,
terrible hubiese sido en la batalla.

Ya vienen. Ya los veo enajenados,
feroces en la orgía del degüello.

No entregaré jamás esta reliquia.
He de morir peleando con mi pueblo.

Mi último aliento habrá de unirse al último
aliento de mi Patria moribunda.

Una secreta voz me dice, empero,
que nosotros, mortales, con la muerte

la hacemos inmortal; que habrá de erguirse
de entre escombros, rasgada la mortaja,

gris de ceniza la divina frente
para resucitar a nueva vida,

pulsándole en las venas una sangre
mezclada a un néctar de perenne gloria.

Dichas estas proféticas palabras,
la tierra retumbó bajo el galope

de la caballería, y un jinete
blandiendo en alto la ferrada lanza

-¡Ríndase, miserable! -gritó ronco.
- ¡Con esta espada no me rindo nunca!-

dijo el prócer y alzó el acero, fúlgido,
en misteriosa luz arrebolado.

Se oyó una risotada, una blasfemia,
y el atroz asesino hundió su lanza

en el pecho marchito del anciano.
-Mi ancianidad, Señor, ha sido hermosa...

dijo al caer la víctima. En su diestra
brillábale el acero como un ascua.
7 y 8 de Setiembre de 1982


EL MARISCAL FRANCISCO SOLANO LÓPEZ

Orribíl furon li peccati miei...
Purgatorio, III, 121

My conscience hath a thousand several tongues,
And every tongue brings in a several tale...
Richard III, V.iii


Aun desde el mismo reino de la muerte
nos intimida su mirar sombrío,

nos arrebata su pasión, nos quema
la llamarada de su verbo ardiente.

Otros guerreros célebres crecieron
agigantándose de triunfo en triunfo:

el éxito los hizo como dioses.
El creció en la derrota, en la desgracia,

y tras cada desastre, su alma invicta
templó en el fuego del dolor su acero,

se agigantó en la adversidad del sino.
La gloria misma, al coronar su frente,

se la ciñó en laurel bañado en sangre
y erizado de espinas. Su diadema,

para ser inmortal, radiante y única,
cristalizó en bermeja pedrería,

en el rojo color de la bandera
cuyos jirones fueron su mortaja.

Su vida militar ofrece fases
para acusarlo de cobarde. Empero

si se creyó abrumarlo con el mote
de cobarde, su muerte es muerte heroica,

como su vida toda es esforzada.
No se puede juzgarlo con criterios

de humanidad común, porque este hombre
trasciende todas las categorías.

Nuestra mente se ofusca y se confunde
o se extravía en mil contradicciones.

Si él hiela en nuestros labios la alabanza,
la detracción no alcanza su estatura.

La vara del juicio se deshace
ardiendo al rojo bronce de su talla.

En vano es condenarlo y maldecirlo.
Los dicterios se estrellan en la mole

de su grandeza trágica y su gloria...
Mariscal sin estudios ni batallas,

General en su ardiente adolescencia,
arropóse en lujosos uniformes,

lució medallas y entorchados de oro;
pero del arte y ciencia de la guerra

no llegó a dominar los rudimentos.
Lanzó, no obstante, al pueblo a la pelea

con armas obsoletas con cañones
antiguos, en campañas sin concierto,

haciendo combatir barcos de palo
contra buques de acero. Y con su inepcia

militar, su imprudencia, su soberbia,
sacrificó legiones tras legiones

porque las huestes iban al combate
cual naves sin timón, precipitadas

a la furia del mar en la tormenta.
Fue su patria para él un patrimonio:

hacienda y honra y vida de las gentes
dilapidólas como bienes propios;

y tres veces mil leguas del terruño,
por pública escritura, sin escrúpulos,

donólas a su amante, la extranjera.
¿Qué caudillo, qué jefe era este jefe

a quien comparan con los grandes genios
de la guerra, y exaltan sobre todos

los héroes más ilustres de su patria?
¿Por qué rehuía el frente del combate?

¿Por qué no estuvo en la trinchera heroica
que hizo inmortal a Díaz? ¿No era acaso

más honroso su puesto a la cabeza
de sus tropas? ¿No vieron los ejércitos

en medio del tumulto de las armas
a sus emperadores y a sus reyes?

¿Luis XIV, el Rey Sol, no se exponía
al fuego más atroz, imperturbable?

¿No eran preciosas vidas las de un César,
un Alejandro, un Napoleón, e innúmeros

adalides en quienes se ha encarnado
el sino de un imperio o de una causa?

¿Por qué mandaba pelear a otros
y, lejos de la lucha, juez severo,

castigaba al vencido, fusilando,
degradando, vejando, torturando,

a quien según despótico dictamen
no cumpliera sus órdenes lejanas,

sin ser testigo él de los caprichos
del azar, en los trances de la guerra?

Pero nadie que sepa de su muerte
podrá jamás tacharlo de cobarde;

ni quien sepa del cruce del gran río
desafiando una escuadra que lo asedia,

podrá tacharlo de cobarde. Siempre
nuestra razón se estrella como un dardo

contra el muro de hierro de su enigma.
Lo claro, lo evidente, es su grandiosa

energía en defensa de la patria;
su voluntad de muerte si la muerte

era el forzoso fin de la epopeya.
Porque si en él había claridades

así como hubo abismos de tinieblas,
sus claridades fueron refulgentes:

su ¡Muero con mi patria! nos revela
su grandeza terrible a luz tan vívida

como la de un relámpago sin término
en el ámbito adusto de su alma:

¡su álma que fue el alma de la patria,
cuya gloria ascendió hasta las estrellas!
Setiembre de 1982


INDICE
Nota preliminar, 7
GESTAS DE 1932 - 1935 : Terror bajo la luna, / Nadie oyó ese lenguaje de la muerte, / Oda a Estigarribia, / El rengo león hace cortar un cable, / El Coronel Garay llega a Yrendagüe, / Muerte de Pablo Lagerenza, / Puesto sanitario, / Marte indígena, / De cómo el fuego se convierte en agua,
GESTAS DE LA GUERRA GRANDE 1864 - 1870 : Estreno de zarzuela, / Los bisabuelos, / Fusilamiento del Coronel Mongelós, Niños combatientes, / Juliana Ynsfrán, esposa del Coronel Francisco Martínez, poco antes de ser ejecutada, / El Capitán Genes recuerda el asalto a los acorazados, / Treno en memoria del Mayor Riveros, / Pancha Garmendia intuye su destino, / El Coronel Florentín Oviedo galopa hacia el Piribebuy, / El Vicepresidente Francisco Sánchez en Cerro Corá, junto a una carreta, / El Mariscal Francisco Solano López,


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