LA CÓMODA
Cuento de
CARMEN ESCUDERO DE RIERA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
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LA CÓMODA
Ahí está, sucia, estropeada, reseca y muy mal tratada. No puede ocultar, a pesar de todo ello, su belleza, su naturaleza noble, la proporción de sus medidas casi perfectas, la pureza de sus líneas y los detalles exquisitos que la adornan. Desde esta mañana está en mi corredor esperando manos que la restauren.
Perteneció a Pastora Decoud, madre y abuela de muchos. Ha sido muy largo el camino recorrido por la cómoda y ha llegado hasta mí en un estado que da pena, pero aquí está. Dicen que los muebles no tienen vida pero sí historia; historia que no pueden contar. No pueden hablar de todo lo que han visto; no pueden dar testimonio de las vidas que han presenciado. Duran más que sus dueños y al pasar años y dueños, es mayor su valor y mayor el cuidado que requieren.
Probablemente anda en este mundo desde principios del siglo XVII; es de madera dura, de urundey. Artesanos paraguayos la hicieron; el diseño de las flores que tiene incrustadas es delicado, fino y la sella para siempre como mueble de distinción. Su taraceado es bonito de verdad.
Mi encuentro con ella fue allá por 1950, en la estancia. Amor a primera vista. Al contemplarla me dejé llevar por el hechizo inexplicable de su presencia y me sentí transportada a los días de su niñez. Días de su juventud, días en que el Paraguay, joven también, se dejaba deslizar en la tranquilidad y quietud de la colonia.
Tiempo después, muy poco después, en un mes de mayo, aires de libertad y rebelión la envolvieron. Y pasó el mes de mayo. Llegó el encierro y el aislamiento del temible dictador; tiempo denso que también pasó. Moría el supremo, llegaban los López.
En una vieja casona de la gran aldea asuncena, nacía Pastora. Casona de piezas amplias y frescas, de altísimos techos asomando sus secretos a largos corredores. El patio cercaba al imprescindible aljibe. Los muebles sólidos y macizos y el ambiente austero de las paredes encaladas contrastaban con la silueta grácil de una cómoda flamante. En una mecedora, la niña Pastora entornaba los ojos, adormecida en el regazo de su madre. La cómoda guardó siempre, en sus cajones, ropa cuidadosamente planchada, a veces enaguas, a veces pañales; aromas mezclados a limpio y pacholí. La niña creció; ya mujer casada llevó consigo la cómoda a su nuevo hogar y otra vez guardó primero enaguas y luego pañales.
La sociedad paraguaya hablaba de política; las señoras escuchaban acerca de la libre navegación de los ríos, de empréstitos internacionales, del Imperio del Brasil, del equilibrio del Plata, de guerras civiles argentinas. Todo se veía lejano, muy lejano. El Paraguay progresaba; iba siendo una nación americana unida al mundo.
Cuando el calor arreciaba, las quintas de los alrededores de Asunción acogían a las familias; las siestas dejaban su molicie para dar paso a atardeceres en los que se animaban entusiastas tertulias. Se comentaban 84 incidentes; los rumores iban siendo alarmantes. Guerra. La palabra tan temida se empezaba a escuchar.
Una mañana triste y sin sol, la guerra fue realidad. Pastora se separa de su marido, del padre de sus hijos; se despide sin saber que no volverán a verse. Él muere en Lomas Valentinas, ella será una residenta más. Y sobre esa senda de dolor quedarán dos de sus tres hijos; uno solo sobrevive y es con él, que volverá.
1º de enero de 1869. Los ejércitos aliados entraban triunfantes en la "cavilosa Asunción". Dejaban tras de sí miles de paraguayos, héroes desconocidos muertos en batalla desigual. Los vencedores saquearon Asunción, "acto final de la tragedia". Tres días duró el saqueo, bullicio infernal de las partidas de soldados invasores abatiendo puertas y ventanas, robando lo que podían. Los cañones de la escuadra imperial desaparecieron bajo montones de enseres acumulados sobre las cubiertas de los navíos, anclados impasibles en el puerto. Los pueblos vecinos sufrieron la misma suerte, al decir de los cronistas de la época. Los robos continuaron. Ropas, sillas, mesas, toda clase de objetos fueron robados de las casas; lo que no podían llevar lo rompían a sablazos. El espectáculo que ofrecía Asunción era desolador. Robo y saqueo sin cuartel. Durante tres días siguió el pillaje hasta que un halo de miseria y soledad se extendió sobre la ciudad. El silencio, la desolación, el abandono reinaron en Asunción y en ella, en una casona, en uno de sus cuartos, desvencijada, con dos cajones hechos astillas, tambaleante, espera abandonada la cómoda de urundey. Y es allí donde la reencuentra Pastora al regresar de su calvario.
Despacio, muy despacio, todo va tomando un curso más o menos normal: se apaciguan los rencores, la vida impone sus exigencias, las necesidades extremas obligan. Pastora contrae nuevo matrimonio, crea una nueva familia, los hijos crecen. Remiendan los jirones de esa tierra herida, organizan un establecimiento ganadero y es a su casco donde va a parar la famosa cómoda. Y es allí donde la encontré y es allí donde la perdí.
Las herencias se suceden, el patrimonio familiar se divide y la cómoda marcha hacia otra rama de herederos. No me atreví a reclamarla, tenían los mismos derechos que yo. Con nostalgia miraba el lugar vacío que había ocupado en mi casa.
¡Venden!... vendían el campo heredado, con todos los muebles incluidos. ¿Y la cómoda?
El comprador, amigo, promete entregármela si es que quedó en la estancia. Quedó. Nadie aprecia ese testigo mudo de doscientos años de vida, por demás hermoso testigo. Nadie conoce su historia. Circunstancias del momento político que se vivían en el país alejan al amigo perseguido, se aleja también la cómoda.
Transcurren meses y años, nunca la olvido. Nuevamente la noticia, el campo está en venta.
Una empresa comercial será la compradora ¿Y la cómoda?. Los empresarios son conocidos y amigos, les cuento la historia.
Suena el teléfono y oigo decir: "Señora, le rogamos nos indique su dirección. Tenemos una vieja cómoda y orden de la gerencia de entregársela."
Aquí la tengo, pertenece a la familia, ha vuelto a ella.
LA CÓMODA
Ahí está, sucia, estropeada, reseca y muy mal tratada. No puede ocultar, a pesar de todo ello, su belleza, su naturaleza noble, la proporción de sus medidas casi perfectas, la pureza de sus líneas y los detalles exquisitos que la adornan. Desde esta mañana está en mi corredor esperando manos que la restauren.
Perteneció a Pastora Decoud, madre y abuela de muchos. Ha sido muy largo el camino recorrido por la cómoda y ha llegado hasta mí en un estado que da pena, pero aquí está. Dicen que los muebles no tienen vida pero sí historia; historia que no pueden contar. No pueden hablar de todo lo que han visto; no pueden dar testimonio de las vidas que han presenciado. Duran más que sus dueños y al pasar años y dueños, es mayor su valor y mayor el cuidado que requieren.
Probablemente anda en este mundo desde principios del siglo XVII; es de madera dura, de urundey. Artesanos paraguayos la hicieron; el diseño de las flores que tiene incrustadas es delicado, fino y la sella para siempre como mueble de distinción. Su taraceado es bonito de verdad.
Mi encuentro con ella fue allá por 1950, en la estancia. Amor a primera vista. Al contemplarla me dejé llevar por el hechizo inexplicable de su presencia y me sentí transportada a los días de su niñez. Días de su juventud, días en que el Paraguay, joven también, se dejaba deslizar en la tranquilidad y quietud de la colonia.
Tiempo después, muy poco después, en un mes de mayo, aires de libertad y rebelión la envolvieron. Y pasó el mes de mayo. Llegó el encierro y el aislamiento del temible dictador; tiempo denso que también pasó. Moría el supremo, llegaban los López.
En una vieja casona de la gran aldea asuncena, nacía Pastora. Casona de piezas amplias y frescas, de altísimos techos asomando sus secretos a largos corredores. El patio cercaba al imprescindible aljibe. Los muebles sólidos y macizos y el ambiente austero de las paredes encaladas contrastaban con la silueta grácil de una cómoda flamante. En una mecedora, la niña Pastora entornaba los ojos, adormecida en el regazo de su madre. La cómoda guardó siempre, en sus cajones, ropa cuidadosamente planchada, a veces enaguas, a veces pañales; aromas mezclados a limpio y pacholí. La niña creció; ya mujer casada llevó consigo la cómoda a su nuevo hogar y otra vez guardó primero enaguas y luego pañales.
La sociedad paraguaya hablaba de política; las señoras escuchaban acerca de la libre navegación de los ríos, de empréstitos internacionales, del Imperio del Brasil, del equilibrio del Plata, de guerras civiles argentinas. Todo se veía lejano, muy lejano. El Paraguay progresaba; iba siendo una nación americana unida al mundo.
Cuando el calor arreciaba, las quintas de los alrededores de Asunción acogían a las familias; las siestas dejaban su molicie para dar paso a atardeceres en los que se animaban entusiastas tertulias. Se comentaban 84 incidentes; los rumores iban siendo alarmantes. Guerra. La palabra tan temida se empezaba a escuchar.
Una mañana triste y sin sol, la guerra fue realidad. Pastora se separa de su marido, del padre de sus hijos; se despide sin saber que no volverán a verse. Él muere en Lomas Valentinas, ella será una residenta más. Y sobre esa senda de dolor quedarán dos de sus tres hijos; uno solo sobrevive y es con él, que volverá.
1º de enero de 1869. Los ejércitos aliados entraban triunfantes en la "cavilosa Asunción". Dejaban tras de sí miles de paraguayos, héroes desconocidos muertos en batalla desigual. Los vencedores saquearon Asunción, "acto final de la tragedia". Tres días duró el saqueo, bullicio infernal de las partidas de soldados invasores abatiendo puertas y ventanas, robando lo que podían. Los cañones de la escuadra imperial desaparecieron bajo montones de enseres acumulados sobre las cubiertas de los navíos, anclados impasibles en el puerto. Los pueblos vecinos sufrieron la misma suerte, al decir de los cronistas de la época. Los robos continuaron. Ropas, sillas, mesas, toda clase de objetos fueron robados de las casas; lo que no podían llevar lo rompían a sablazos. El espectáculo que ofrecía Asunción era desolador. Robo y saqueo sin cuartel. Durante tres días siguió el pillaje hasta que un halo de miseria y soledad se extendió sobre la ciudad. El silencio, la desolación, el abandono reinaron en Asunción y en ella, en una casona, en uno de sus cuartos, desvencijada, con dos cajones hechos astillas, tambaleante, espera abandonada la cómoda de urundey. Y es allí donde la reencuentra Pastora al regresar de su calvario.
Despacio, muy despacio, todo va tomando un curso más o menos normal: se apaciguan los rencores, la vida impone sus exigencias, las necesidades extremas obligan. Pastora contrae nuevo matrimonio, crea una nueva familia, los hijos crecen. Remiendan los jirones de esa tierra herida, organizan un establecimiento ganadero y es a su casco donde va a parar la famosa cómoda. Y es allí donde la encontré y es allí donde la perdí.
Las herencias se suceden, el patrimonio familiar se divide y la cómoda marcha hacia otra rama de herederos. No me atreví a reclamarla, tenían los mismos derechos que yo. Con nostalgia miraba el lugar vacío que había ocupado en mi casa.
¡Venden!... vendían el campo heredado, con todos los muebles incluidos. ¿Y la cómoda?
El comprador, amigo, promete entregármela si es que quedó en la estancia. Quedó. Nadie aprecia ese testigo mudo de doscientos años de vida, por demás hermoso testigo. Nadie conoce su historia. Circunstancias del momento político que se vivían en el país alejan al amigo perseguido, se aleja también la cómoda.
Transcurren meses y años, nunca la olvido. Nuevamente la noticia, el campo está en venta.
Una empresa comercial será la compradora ¿Y la cómoda?. Los empresarios son conocidos y amigos, les cuento la historia.
Suena el teléfono y oigo decir: "Señora, le rogamos nos indique su dirección. Tenemos una vieja cómoda y orden de la gerencia de entregársela."
Aquí la tengo, pertenece a la familia, ha vuelto a ella.
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Edición al cuidado de
Imprenta ALMIRALL
Asunción - Paraguay1999 (207 páginas)
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