EL FANTASMA DE LA TIERRA
Autor: JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO
Santiago Rueda – Editor,
Autor: JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO
Santiago Rueda – Editor,
Ilustró la tapa: Eduardo Federico Appleyard
Buenos Aires-Argentino 1970
Versión digital:
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Una vital y poderosa savia paraguaya y americana nutre las páginas de YVYPÓRA, la novela de Juan Bautista Rivarola Matto, joven escritor que aparece en nuestro panorama literario con un libro de total madurez, cuya concepción y forma original no excluyen una naturalidad que igualmente se advierte en su idioma popular, fluido - y rico. YVYPÓRA es una expresión del idioma guaraní formada por dos palabras, Yvy: tierra, y Póra: fantasma.
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Sugiere la idea de hombre y de fantasma de la tierra y a la vez alude al campesino sin tierra. A través de esta densa e imaginativa, novela en torno a una familia, Rivarola Matto nos expone buena parte de los problemas humanos del Paraguay, que sigue soportando el recuerdo de la guerra de hace un siglo, complicado con otras frustraciones de nuestro tiempo.
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Lo social se presenta aquí a través de lo individual, pero es todo un pueblo el que vemos vivir en la realidad de su duro existir y sus estériles contradicciones, en las que se mezclan el presente y el peso de su historia, a través de todo lo cual, creencias ancestrales y esperanzas nuevas, borran sus límites v se confunden en informe búsqueda de futuro. YVYPÓRA, el fantasma de la tierra, incorpora a su autor a la primera línea de la narrativa paraguaya de hoy, pero su novela excede todo localismo en la indudable fuerza de su raíz y de su proyección continental.
BERNARDO VERBITSKY
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PRÓLOGO
Don Rosendo había vivido tanto que algunas veces se le enredaba el tiempo. Le pasaba, al despertar, o dormitando en su Sillón, bajo el alero de la Casa Grande que de por sí estaba llena de gente chic sólo podía hablar y moverse en los recuerdos. Es común desatinarse en tales casos, pero, por miedo a la chochera, solía fingirse dormido hasta comprobar que lo tenía delante no era una sombra
-Papá...
Lucía no podía ser, ya estaba vieja, la pobre. Seguramente andaría trajinando en la cocina, bordando cn en comedor o rezándole a la virgen por los hijos ausentes. Esta ¿quién sería entonces? Caracoles, no se acordaba. Aunque sí reconocía esos flexibles como el lomo de un gato y esos tobillos, levemente arqueados que daban al andar el vaivén ele la danza. Y esa carne dura, morena, larga, que sabía deshacerse entre sus manos como la chirimoya., Y esa boca jugosa, con regusto de menta, que se paladeaba a la distancia lamiéndose los labios como si se llevara el dulzor en el ánima.
-Papá, te traigo tu remedio ...
Pero claro. Era nomás María Rosa, la hija de la vejez que cabalgara algunos años sobre sus rodillas hasta que un día, en la fiesta del Santo, cuando se acercó a curiosear y a repartir aloja, los mozos se arremolinaron sedientos de cañaverales y los muchachones de la peonada, arrinconados, ausentes, se azotaron las polainas sofrenando el impulso del galope.
-¡Jho, mi hija morena! -exclamó don Rosendo, volviendo a la juventud; envidiando en un acceso de celos seniles y temerosos al hombre que habría de morder aquel fruto de su árbol.
Pero... ¿cómo podía estar ella aquí? Volvió a cerrar los ojos, alarmado.
-No ven que está durmiendo -decía una voz enérgica, extrañamente cálida-. Déjenlo descansar, no ha pegado los ojos en toda la noche.
De ése sí que se acordaba. Era Daniel. Don Rosendo, agradecido, dejó que el sueño otra vez lo dominara. Oía algo así como susurros de velorio. Qué notable: a tantos enterró que, por lo visto, el ruido se le había grabado en la cabeza.
María Rosa creció al viento y al sol. La tierra trasvasó a sus venas la vitalidad ardiente de los troncos quemados. Se acariciaba los senos asombrada de su cálido bullir, de su sopor hormigeante; de aquel aroma de siesta y bosque que escapaba de los poros abiertos, clamantes por la semilla. Le gustaba el campo. Ociosidad amodorrada, sedienta. Murmurar misterioso, inacabable, de los elementos en gestación y muerte que la hacían percibir, confundirse, con las voces ocultas de la carne. La sacaron de La Providencia y la devolvieron a su reino de frondas. Así vivió unos años, siempre esperando ¿qué? No lo sabía, pero gozosa enarcaba los brazos cuando arreciaba el viento. Esperaba quizá que le trajera el soplo fecundante de los montes, o, simplemente, le agradaba sentir la caricia del ímpetu.
Una tarde llegó tropa forastera:
"¡Tropa, tropa, tropa’aaal" -volaba la canción de los hombres sobre el aluvión del ganado. Entre tiros de arreadores, carajadas, brutas arremetidas, bárbaras frenadas espumantes arando la tierra roja, entró la novillada a los corrales con la guampas alzadas como sables en furioso entrevero. Bajaron hombres duros, con sudores de macho y de caballo, oliendo a pasto, a bosta, a cuero sin curtir.
-Qué tal, mi patrón ¿no se acuerda de rni? Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré. (Brete del Lapacho torcido).
Así que eres el inventado Panchito -exclamó don Rosendo, abrazando al arribeño-. Estás hecho un hombrazo ¿cómo anda el gotoso de tu padre?
Francisco se echó a reír:
-Siempre con sus filosofías, combatiendo el uti possidetis mientras los bolivianos signen avanzando fortines. Entré a ocuparme de la estancia antes que los administradores acabaran de fundirnos.
Bravo, hijo. Pero llega, llega nomás, estás en tu casa. -y volviéndose al mujerío que espiaba alborotado, gritó abarcando con el ademán a los troperos-. ¡A, ver las mujeres! que camine él tereré para que se refresquen estos mozos... No sea que esta noche vaya a salirles un grano ...
Tronaron las carcajadas:
-¡ Joke, eso está con nosotros!
-¡Jho, don Rosendo Domínguez, hijo del diablo! María Rosa huyó a su cuarto. Se revolcó como una gata en la frescura de la colcha. Se miró tristemente los pies, las uñas romas. Avergonzada, los ocultó bajo las faldas sentándose a la turca. Vio en el espejo su imagen picaresca. Se calzó unas sandalias .y salió a espiar al legendario Pancho Cárdenas. No lo encontró por ningún lado. Saltando como un potrilla avanzó a lo largo del corredor del fondo. Cayó sentada al encontrase con Francisco, que reía. Y allí quedó, desamparada, tapándose la boca, mirando con ojos espantados, mudos y suplicantes de venado herido. Sin dejar de reír, él la ayudó a 1'e-vantarse. María Rosa juzgó la endeblez de su personita en la firme presión de aquellas Ynalios cur-tidas.
-¡Oh, me caí! -dijo, sintiéndose pichoncito que descubre que las garras que lo aprisionan dan calor Y no hacen daño. Pero, cuando sus ojos se toparon con los severos y angustiados de don Rosendo ahogó el grito y huyó.
Los hombres rieron a carcajadas. La risa persiguió a la niña hasta su cuarto. Se echó llorando en la cama. Pero, cuando el espejo le devolvió su imagen, se adivinó encantadora y se besó las manos, impetuosa.
- Qué chiquilina más agraciada -comentaba Francisco.
-Es mi hija -explicó don Rosendo afligido- pavota todavía, la pobre -y apresurándose a retomar la conversación interrumpida exclamó- La guerra estallará. Daniel se equivoca al desearla, no sabe lo que dice. Sobre este desdichado país pesa una maldición.
-Un encanto...
-¿Qué dices?
Francisco se rió
-Nada, patrón -le dijo, confianzudo, poniéndole una mano en el hombro y mirándolo a los ojos como azorado-. Pensaba nomás que quedan todavía en el Paraguay algunas cosas por las que vale la pena morir.
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Don Rosendo había vivido tanto que algunas veces se le enredaba el tiempo. Le pasaba, al despertar, o dormitando en su Sillón, bajo el alero de la Casa Grande que de por sí estaba llena de gente chic sólo podía hablar y moverse en los recuerdos. Es común desatinarse en tales casos, pero, por miedo a la chochera, solía fingirse dormido hasta comprobar que lo tenía delante no era una sombra
-Papá...
Lucía no podía ser, ya estaba vieja, la pobre. Seguramente andaría trajinando en la cocina, bordando cn en comedor o rezándole a la virgen por los hijos ausentes. Esta ¿quién sería entonces? Caracoles, no se acordaba. Aunque sí reconocía esos flexibles como el lomo de un gato y esos tobillos, levemente arqueados que daban al andar el vaivén ele la danza. Y esa carne dura, morena, larga, que sabía deshacerse entre sus manos como la chirimoya., Y esa boca jugosa, con regusto de menta, que se paladeaba a la distancia lamiéndose los labios como si se llevara el dulzor en el ánima.
-Papá, te traigo tu remedio ...
Pero claro. Era nomás María Rosa, la hija de la vejez que cabalgara algunos años sobre sus rodillas hasta que un día, en la fiesta del Santo, cuando se acercó a curiosear y a repartir aloja, los mozos se arremolinaron sedientos de cañaverales y los muchachones de la peonada, arrinconados, ausentes, se azotaron las polainas sofrenando el impulso del galope.
-¡Jho, mi hija morena! -exclamó don Rosendo, volviendo a la juventud; envidiando en un acceso de celos seniles y temerosos al hombre que habría de morder aquel fruto de su árbol.
Pero... ¿cómo podía estar ella aquí? Volvió a cerrar los ojos, alarmado.
-No ven que está durmiendo -decía una voz enérgica, extrañamente cálida-. Déjenlo descansar, no ha pegado los ojos en toda la noche.
De ése sí que se acordaba. Era Daniel. Don Rosendo, agradecido, dejó que el sueño otra vez lo dominara. Oía algo así como susurros de velorio. Qué notable: a tantos enterró que, por lo visto, el ruido se le había grabado en la cabeza.
María Rosa creció al viento y al sol. La tierra trasvasó a sus venas la vitalidad ardiente de los troncos quemados. Se acariciaba los senos asombrada de su cálido bullir, de su sopor hormigeante; de aquel aroma de siesta y bosque que escapaba de los poros abiertos, clamantes por la semilla. Le gustaba el campo. Ociosidad amodorrada, sedienta. Murmurar misterioso, inacabable, de los elementos en gestación y muerte que la hacían percibir, confundirse, con las voces ocultas de la carne. La sacaron de La Providencia y la devolvieron a su reino de frondas. Así vivió unos años, siempre esperando ¿qué? No lo sabía, pero gozosa enarcaba los brazos cuando arreciaba el viento. Esperaba quizá que le trajera el soplo fecundante de los montes, o, simplemente, le agradaba sentir la caricia del ímpetu.
Una tarde llegó tropa forastera:
"¡Tropa, tropa, tropa’aaal" -volaba la canción de los hombres sobre el aluvión del ganado. Entre tiros de arreadores, carajadas, brutas arremetidas, bárbaras frenadas espumantes arando la tierra roja, entró la novillada a los corrales con la guampas alzadas como sables en furioso entrevero. Bajaron hombres duros, con sudores de macho y de caballo, oliendo a pasto, a bosta, a cuero sin curtir.
-Qué tal, mi patrón ¿no se acuerda de rni? Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré. (Brete del Lapacho torcido).
Así que eres el inventado Panchito -exclamó don Rosendo, abrazando al arribeño-. Estás hecho un hombrazo ¿cómo anda el gotoso de tu padre?
Francisco se echó a reír:
-Siempre con sus filosofías, combatiendo el uti possidetis mientras los bolivianos signen avanzando fortines. Entré a ocuparme de la estancia antes que los administradores acabaran de fundirnos.
Bravo, hijo. Pero llega, llega nomás, estás en tu casa. -y volviéndose al mujerío que espiaba alborotado, gritó abarcando con el ademán a los troperos-. ¡A, ver las mujeres! que camine él tereré para que se refresquen estos mozos... No sea que esta noche vaya a salirles un grano ...
Tronaron las carcajadas:
-¡ Joke, eso está con nosotros!
-¡Jho, don Rosendo Domínguez, hijo del diablo! María Rosa huyó a su cuarto. Se revolcó como una gata en la frescura de la colcha. Se miró tristemente los pies, las uñas romas. Avergonzada, los ocultó bajo las faldas sentándose a la turca. Vio en el espejo su imagen picaresca. Se calzó unas sandalias .y salió a espiar al legendario Pancho Cárdenas. No lo encontró por ningún lado. Saltando como un potrilla avanzó a lo largo del corredor del fondo. Cayó sentada al encontrase con Francisco, que reía. Y allí quedó, desamparada, tapándose la boca, mirando con ojos espantados, mudos y suplicantes de venado herido. Sin dejar de reír, él la ayudó a 1'e-vantarse. María Rosa juzgó la endeblez de su personita en la firme presión de aquellas Ynalios cur-tidas.
-¡Oh, me caí! -dijo, sintiéndose pichoncito que descubre que las garras que lo aprisionan dan calor Y no hacen daño. Pero, cuando sus ojos se toparon con los severos y angustiados de don Rosendo ahogó el grito y huyó.
Los hombres rieron a carcajadas. La risa persiguió a la niña hasta su cuarto. Se echó llorando en la cama. Pero, cuando el espejo le devolvió su imagen, se adivinó encantadora y se besó las manos, impetuosa.
- Qué chiquilina más agraciada -comentaba Francisco.
-Es mi hija -explicó don Rosendo afligido- pavota todavía, la pobre -y apresurándose a retomar la conversación interrumpida exclamó- La guerra estallará. Daniel se equivoca al desearla, no sabe lo que dice. Sobre este desdichado país pesa una maldición.
-Un encanto...
-¿Qué dices?
Francisco se rió
-Nada, patrón -le dijo, confianzudo, poniéndole una mano en el hombro y mirándolo a los ojos como azorado-. Pensaba nomás que quedan todavía en el Paraguay algunas cosas por las que vale la pena morir.
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Después de cenar salieron a tomar fresco frente a la casa. Los troperos cantaban en la plazoleta del pozo.
-Cantan muy bien mis muchachos -comentaba Francisco- y al verlos ¡quién diría!
-¿Y usted? Dicen que es cantor sin segundo -le dijo doña Lucía Insaurralde, que sabía cuántas vacas tenían los Cárdenos-. Por qué no nos canta un cantito. No deje todo a las mozas, que también las viejas nos pican los talones.
Francisco, maliciando la intención, pescó la pulla
-¡ Jho, ña Lucía! Usted qué sabe? ¡Zonceras que por mí se dicen, la señora!
-Sí, pues... habladuría de valde, seguramente -dijo, tirándose el rebozo con coquetería y riendo con esa jovialidad inteligente de las viejas paraguayas.
-Puras macanas, la señora -protestó Francisco, riendo a carcajadas. Pero enseguida, poniéndose tristón, se lamentó quejumbroso, paladeando las palabras-. El que se pasa la vida a caballo deja cuentos en el camino. Y si no deja cuentos ¿qué va a dejar? Todo concluye el tiempo pero los cuentos quedan. Se agrandan, se achican, pero se quedan. Fíjese en lo que hay en nuestro país ¿algún rastro, una piedra que recuerde el paso de los hombres por sus siglos de historia? Nada. Sólo cuentos. Es notable, no hay un pique sin su pora. Hoy nomás, al entrar al cañadón, los peones saludaban al lapacho de la punta del monte. Este es un país de cuentos, la señora: el consuelo del hombre desposeído son los recuerdos.
-Y la esperanza -terció don Rosendo, como despertando del éxtasis de la música.
-¿Usted lo dice, patrón? -exclamó Francisco, volviéndose-. ¡La esperanza! La mandioca del cuento, atada a un palo para que el burro volee el trapiche. El presente es la vida, don Rosendo, y el futuro la muerte, el broche trágico de la comedia humana, el justo precio a tanta jodienda.
El viejo sonrió. Seguía creyendo en la esperanza.
Cárdenas se rió entre dientes
-No me interprete mal, don Rosendo -le dijo, conciliador-. Me limito a aceptar la realidad, no se crea que me gusta.
-La potencia del hombre está en negarla, hijo. Francisco se indignó
-Macanudo, patrón, y a atropellar molinos.
El tema le interesaba pero se le antojó que no valía la pena. No estaba de humor para filosofías.
Era más divertido seguirle el tren a la vieja. Aprovechó la pausa para, volverse a, ella y decirle, confidencial
-En otro tiempo quise hacer cuentos en el papel como todo paraguayo -con primer grado superior. Fallé, como los demás. No nací para escribir cuentos, sino para, vivirlos.
-Daniel dice de usted que tiene mucho talento -intervino María Rosa, como asustada de hablar. Francisco hizo un gesto de auténtica sorpresa:
- ¿Daniel ha dicho eso? Francamente, me alaga; aunque el elogio provenga de mi futuro cuñado. Daniel es un gran hombre, llegará a presidente. Su defecto es sentirse responsable de todo como si fuera de esa especie de santos cargosos a los que llaman profetas, o un agente del destino que pretendo usarnos como simples instrumentos de altos fines imponderables. Y ésto, señorita, es demasiado para hombres comunes y corrientes como yo. La vida es un jarro de remedio que ha de beberse hasta el fondo. No entiendo por qué uno ha de tragarlo para aliviar a los vecinos.
-Son caprichos de mozo, Panchito -interrumpió doña Lucía-. Ya sentarán cabeza cuando se casen... si la sientan... -remató riendo, y agregó en guaraní, con los índices en la frente a guisa de cuernos-. ¡Por ahí nomás hay un viejo que así me ha puesto hasta quedar bichoco!
Rieron mirando a don Rosendo quien, para complacerlos, ponía cara de santo. En la carcajada de Francisco había algo de ausente, como si se riera pensando en otra cosa o escuchando su risa: "En toda calavera hay un monje frustrado, un contemplador ", pensaba don Rosendo, observándolo.
-¡Eh, Polí! -gritó de pronto, enardecido, poniéndose de pie, transfigurado-. Préstame tu guitarra y que Sapó traiga. el acompañamiento.
-¡Listo, mi patrón! replicó alegre Policarpo desde la blanca plazoleta.
Francisco volvió a sentarse y se puso a templar mientras decía con voz grave, pillamente burlona, acompañada de un punteo regalón
-¡Jha, Paraguay! Así nomás es la vida, ña Lucía, la vida del tropero. Se va y se viene, se viene y se va -hizo la prima y remató en guaraní- Yendo y viniendo, yendo y viniendo, se pasa y pasa la vida. ¿No es así, Sapó Mesa
-¡Cierto, mi patrón! -replicó el acompañante, Con los ojos saltones relamidos de entusiasmo. (Sapó (tesa pó'), se dice a las personas de ojos grandes y saltones) Francisco vio tan solo al pobre viejo que le tuvo lástima. Le haría sentir que existía
-Esa fue su diligencia, don Rosendo. Usted lo sabe muy bien.
Don Roscando miró a su hija y suspiró, sin responder. Estaba como encandilada, estremecida de piedad. Francisco advirtió el gesto del anciano.
Soy abogado –continuo dirigiéndose a doña Lucía -podría quedarme en la Asunción, tener mi estudio. .. En fin, quizás lo haga alguna vez si encuentro lo que busco o deja de darme el cuero para tanto trajín. Por ahora, me gusta esta vida.
El cimbrar del cordaje parecía posesionarse de él, dando a sus ojos un brillo casi siniestro de enajenación diabólica
-Daniel dice que la guerra estallará, que será sangrienta, pero que devolverá, a nuestro pueblo la fe que necesita para realizar su destino. Esto, claro está, si no vuelven a molernos a patadas -se rió de su gracia y continuó-. Los intelectuales dicen las cosas más tremendas como si solamente tuvieran que reventar las letras... ¡La guerra! ... La espero con impaciencia por muy otros motivos. Igual tenemos que morir y en la guerra se sabe el enemigo. Aquí uno no sabe dónde apuntar. Yo no hago caso. Voy y vengo, vengo y voy.
Y hablaba la guitarra.
-Voy y vengo. Tal vez no vuelva jamás. Quién sabe. Quién sabe nada. El hombre sigue su estrella hasta que Dios le hace el milagro y encuentra un lugar donde vivir con su mujer y sus hijos. Algún día hay que parar, sobre la tierra o debajo ¿no es así, Sapó Mesa?
-¡Cierto, mi patrón!
Francisco soltó seca carcajada, y poniéndose de pie, apoyó una de sus botas en la silla. Se encrespó la guitarra como dique desbordado. En armonioso contraste retozaba la ironía del rasgueo acompañador.
Cerró la noche. La luna se ocultó tras de los montes. Una sombra pasó. Un gemido, un lamento, y una. sombra que vuelve. Un tropel que galopa en la madrugada. Gusto a menta en la boca, miel de savia, "En esta tierra el hombre lanza su semilla al viento y la tierra fecunda la recoge y la guarda".
María Rosa guardó el germen perdido y brotó una pequeña planta anónima.
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-Cantan muy bien mis muchachos -comentaba Francisco- y al verlos ¡quién diría!
-¿Y usted? Dicen que es cantor sin segundo -le dijo doña Lucía Insaurralde, que sabía cuántas vacas tenían los Cárdenos-. Por qué no nos canta un cantito. No deje todo a las mozas, que también las viejas nos pican los talones.
Francisco, maliciando la intención, pescó la pulla
-¡ Jho, ña Lucía! Usted qué sabe? ¡Zonceras que por mí se dicen, la señora!
-Sí, pues... habladuría de valde, seguramente -dijo, tirándose el rebozo con coquetería y riendo con esa jovialidad inteligente de las viejas paraguayas.
-Puras macanas, la señora -protestó Francisco, riendo a carcajadas. Pero enseguida, poniéndose tristón, se lamentó quejumbroso, paladeando las palabras-. El que se pasa la vida a caballo deja cuentos en el camino. Y si no deja cuentos ¿qué va a dejar? Todo concluye el tiempo pero los cuentos quedan. Se agrandan, se achican, pero se quedan. Fíjese en lo que hay en nuestro país ¿algún rastro, una piedra que recuerde el paso de los hombres por sus siglos de historia? Nada. Sólo cuentos. Es notable, no hay un pique sin su pora. Hoy nomás, al entrar al cañadón, los peones saludaban al lapacho de la punta del monte. Este es un país de cuentos, la señora: el consuelo del hombre desposeído son los recuerdos.
-Y la esperanza -terció don Rosendo, como despertando del éxtasis de la música.
-¿Usted lo dice, patrón? -exclamó Francisco, volviéndose-. ¡La esperanza! La mandioca del cuento, atada a un palo para que el burro volee el trapiche. El presente es la vida, don Rosendo, y el futuro la muerte, el broche trágico de la comedia humana, el justo precio a tanta jodienda.
El viejo sonrió. Seguía creyendo en la esperanza.
Cárdenas se rió entre dientes
-No me interprete mal, don Rosendo -le dijo, conciliador-. Me limito a aceptar la realidad, no se crea que me gusta.
-La potencia del hombre está en negarla, hijo. Francisco se indignó
-Macanudo, patrón, y a atropellar molinos.
El tema le interesaba pero se le antojó que no valía la pena. No estaba de humor para filosofías.
Era más divertido seguirle el tren a la vieja. Aprovechó la pausa para, volverse a, ella y decirle, confidencial
-En otro tiempo quise hacer cuentos en el papel como todo paraguayo -con primer grado superior. Fallé, como los demás. No nací para escribir cuentos, sino para, vivirlos.
-Daniel dice de usted que tiene mucho talento -intervino María Rosa, como asustada de hablar. Francisco hizo un gesto de auténtica sorpresa:
- ¿Daniel ha dicho eso? Francamente, me alaga; aunque el elogio provenga de mi futuro cuñado. Daniel es un gran hombre, llegará a presidente. Su defecto es sentirse responsable de todo como si fuera de esa especie de santos cargosos a los que llaman profetas, o un agente del destino que pretendo usarnos como simples instrumentos de altos fines imponderables. Y ésto, señorita, es demasiado para hombres comunes y corrientes como yo. La vida es un jarro de remedio que ha de beberse hasta el fondo. No entiendo por qué uno ha de tragarlo para aliviar a los vecinos.
-Son caprichos de mozo, Panchito -interrumpió doña Lucía-. Ya sentarán cabeza cuando se casen... si la sientan... -remató riendo, y agregó en guaraní, con los índices en la frente a guisa de cuernos-. ¡Por ahí nomás hay un viejo que así me ha puesto hasta quedar bichoco!
Rieron mirando a don Rosendo quien, para complacerlos, ponía cara de santo. En la carcajada de Francisco había algo de ausente, como si se riera pensando en otra cosa o escuchando su risa: "En toda calavera hay un monje frustrado, un contemplador ", pensaba don Rosendo, observándolo.
-¡Eh, Polí! -gritó de pronto, enardecido, poniéndose de pie, transfigurado-. Préstame tu guitarra y que Sapó traiga. el acompañamiento.
-¡Listo, mi patrón! replicó alegre Policarpo desde la blanca plazoleta.
Francisco volvió a sentarse y se puso a templar mientras decía con voz grave, pillamente burlona, acompañada de un punteo regalón
-¡Jha, Paraguay! Así nomás es la vida, ña Lucía, la vida del tropero. Se va y se viene, se viene y se va -hizo la prima y remató en guaraní- Yendo y viniendo, yendo y viniendo, se pasa y pasa la vida. ¿No es así, Sapó Mesa
-¡Cierto, mi patrón! -replicó el acompañante, Con los ojos saltones relamidos de entusiasmo. (Sapó (tesa pó'), se dice a las personas de ojos grandes y saltones) Francisco vio tan solo al pobre viejo que le tuvo lástima. Le haría sentir que existía
-Esa fue su diligencia, don Rosendo. Usted lo sabe muy bien.
Don Roscando miró a su hija y suspiró, sin responder. Estaba como encandilada, estremecida de piedad. Francisco advirtió el gesto del anciano.
Soy abogado –continuo dirigiéndose a doña Lucía -podría quedarme en la Asunción, tener mi estudio. .. En fin, quizás lo haga alguna vez si encuentro lo que busco o deja de darme el cuero para tanto trajín. Por ahora, me gusta esta vida.
El cimbrar del cordaje parecía posesionarse de él, dando a sus ojos un brillo casi siniestro de enajenación diabólica
-Daniel dice que la guerra estallará, que será sangrienta, pero que devolverá, a nuestro pueblo la fe que necesita para realizar su destino. Esto, claro está, si no vuelven a molernos a patadas -se rió de su gracia y continuó-. Los intelectuales dicen las cosas más tremendas como si solamente tuvieran que reventar las letras... ¡La guerra! ... La espero con impaciencia por muy otros motivos. Igual tenemos que morir y en la guerra se sabe el enemigo. Aquí uno no sabe dónde apuntar. Yo no hago caso. Voy y vengo, vengo y voy.
Y hablaba la guitarra.
-Voy y vengo. Tal vez no vuelva jamás. Quién sabe. Quién sabe nada. El hombre sigue su estrella hasta que Dios le hace el milagro y encuentra un lugar donde vivir con su mujer y sus hijos. Algún día hay que parar, sobre la tierra o debajo ¿no es así, Sapó Mesa?
-¡Cierto, mi patrón!
Francisco soltó seca carcajada, y poniéndose de pie, apoyó una de sus botas en la silla. Se encrespó la guitarra como dique desbordado. En armonioso contraste retozaba la ironía del rasgueo acompañador.
Cerró la noche. La luna se ocultó tras de los montes. Una sombra pasó. Un gemido, un lamento, y una. sombra que vuelve. Un tropel que galopa en la madrugada. Gusto a menta en la boca, miel de savia, "En esta tierra el hombre lanza su semilla al viento y la tierra fecunda la recoge y la guarda".
María Rosa guardó el germen perdido y brotó una pequeña planta anónima.
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INTRODUCCIÓN
* -¿La ves? -preguntó el viejo.
* -No, no la veo.
* -Allá está, nos mira. Vamos a felicitarla.
* La mocha-jú se irguió presta al ataque, pero, al reconocerlos, bajó la cabeza y esperó, entre desconfiada y satisfecha. Don Rosendo desmontó pesadamente. La mocha amagó la embestida.
* -¡Mocha, ten, ten!
* La mocha, con la lengua afuera, bajó el romo testuz agobiada por la lucha interior entre la ley del monte y su prestigio de gran dama. Don Rosendo alzó al ternerito. Tímido, rosado, vacilante, sacudido por azogadas convulsiones de frío. Miguelí acarició la suave piel del animalito. La mocha mugió afligida y se acercó a lamerlo.
* -¡Mocha, mocha! ¡Jho, mocha-jú! -decía Miguelí sacando pecho, alzando altiva su cara de cera enmarcada en sombrero de paja con barbijo de tiento, sonriendo con esa mezcla de familiaridad y de ironía con que el resero habla a los animales. Don Rosendo mostraba su dentadura roma y amarillenta entre los gruesos labios, erizando su ralo bigotazo gris. Los ojos arrugados daban a su fisonomía aindiada una ternura infantil y enérgica. Don Rosendo experimentaba emociones de abuelo ante su buena vaca, la única sobreviviente del lote de aberdeen-angus traído del extranjero.
* -¡Qué linda ternerita! -ponderó Miguelí.
* -¿Te gusta? Te la regalo. ¿Cómo la llamarás?
* -Estrella, ¿ves la estrellita? Estrella Domínguez, eso es.
* Parpadeó don Rosendo. En los ojos del niño ardía una llama confiada, rotunda: «Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré». Volvió la cara y dijo, suspirando:
* -Lindo nombre. ¡Estrella Domínguez!
* No escapó del niño aquel suspiro, vio la herida abierta que sangraba.
* -Cuando salga el sol ya estará fuerte para llevarla a nuestro potrero -decía don Rosendo, con la voz algo tomada, subiendo a su caballo-. La pobre mocha no sabe que ya no está en su querencia.
* Miguelí no contestó. Se le antojaba que le dirigían algún reproche. Dejó pues que su yegüita guacha se retrasara con su tranco remolón hasta que al viejo se le pasara la chochera.
* Don Rosendo no doblaba el lomo a sus noventa años. Su arrugada y poderosa alzada de hidalgo criollo le daba esa prestancia triste y sobria de quijotazo patriarcal, de paraguayo viejo. Relucían los pastos mojados de rocío y el urutaú espaciaba su llanto desde la rama más alta de algún quebracho muerto. El monte hacía un arco penetrando en punta por el llano. En el vértice se alzaba un poderoso lapacho. Don Rosendo se detuvo a contemplarlo.
* -¿La ves? -preguntó el viejo.
* -No, no la veo.
* -Allá está, nos mira. Vamos a felicitarla.
* La mocha-jú se irguió presta al ataque, pero, al reconocerlos, bajó la cabeza y esperó, entre desconfiada y satisfecha. Don Rosendo desmontó pesadamente. La mocha amagó la embestida.
* -¡Mocha, ten, ten!
* La mocha, con la lengua afuera, bajó el romo testuz agobiada por la lucha interior entre la ley del monte y su prestigio de gran dama. Don Rosendo alzó al ternerito. Tímido, rosado, vacilante, sacudido por azogadas convulsiones de frío. Miguelí acarició la suave piel del animalito. La mocha mugió afligida y se acercó a lamerlo.
* -¡Mocha, mocha! ¡Jho, mocha-jú! -decía Miguelí sacando pecho, alzando altiva su cara de cera enmarcada en sombrero de paja con barbijo de tiento, sonriendo con esa mezcla de familiaridad y de ironía con que el resero habla a los animales. Don Rosendo mostraba su dentadura roma y amarillenta entre los gruesos labios, erizando su ralo bigotazo gris. Los ojos arrugados daban a su fisonomía aindiada una ternura infantil y enérgica. Don Rosendo experimentaba emociones de abuelo ante su buena vaca, la única sobreviviente del lote de aberdeen-angus traído del extranjero.
* -¡Qué linda ternerita! -ponderó Miguelí.
* -¿Te gusta? Te la regalo. ¿Cómo la llamarás?
* -Estrella, ¿ves la estrellita? Estrella Domínguez, eso es.
* Parpadeó don Rosendo. En los ojos del niño ardía una llama confiada, rotunda: «Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré». Volvió la cara y dijo, suspirando:
* -Lindo nombre. ¡Estrella Domínguez!
* No escapó del niño aquel suspiro, vio la herida abierta que sangraba.
* -Cuando salga el sol ya estará fuerte para llevarla a nuestro potrero -decía don Rosendo, con la voz algo tomada, subiendo a su caballo-. La pobre mocha no sabe que ya no está en su querencia.
* Miguelí no contestó. Se le antojaba que le dirigían algún reproche. Dejó pues que su yegüita guacha se retrasara con su tranco remolón hasta que al viejo se le pasara la chochera.
* Don Rosendo no doblaba el lomo a sus noventa años. Su arrugada y poderosa alzada de hidalgo criollo le daba esa prestancia triste y sobria de quijotazo patriarcal, de paraguayo viejo. Relucían los pastos mojados de rocío y el urutaú espaciaba su llanto desde la rama más alta de algún quebracho muerto. El monte hacía un arco penetrando en punta por el llano. En el vértice se alzaba un poderoso lapacho. Don Rosendo se detuvo a contemplarlo.
* -Cada día está más alto -dijo, cuando Miguelí lo hubo alcanzado-. ¿Hasta dónde llegará si es que sigue subiendo?
* El chico se dio cuenta de que don Rosendo buscaba hacer las paces.
* -No hay nada más alto que el Tayhy -declaró-. Ni siquiera las casas de Asunción.
* -Sí, es un árbol para viga de templo. Sin embargo, te equivocas. Hay muchas cosas más altas que el Tayhy. Por mucho que se suba, siempre hay algo más arriba.
* Miguelí quedó pensando. El árbol no podía hablar y él quería defenderlo. ¿Qué más alto que el Tayhy? ¿Cuánto más alto? ¿Un jeme, una cuarta, cuarta con apoyo? ¿Y quién más alto? Tal vez un eucalipto, pero el Tayhy era su padre. Sí, en verdad, un eucalipto flojo podría subir más arriba que el lapacho de la punta del monte, pero detrás de una lomada o cubriéndose con otros. Nunca en el descampado, dando pecho al nordeste, parando con la zurda a la sudestada. Si hasta al rayo, cuando se le liaba como un diablo rabioso, lo sepultaba en la tierra aunque sangraran en el tronco heridas negras.
* -¡Al Tayhy nadie lo tumba! -dijo, entonces.
* -Es fuerte, sí. Pero vuelves a errar. También al Tayhy pueden tumbarlo. No hay nada que no se tumbe: «estrella yepé joá», como dice nuestra gente, aunque lo que ven caer no son estrellas sino aerolitos.
* -Eso ya sé -declaró Miguelí-, pero se dice que el que jashea por él se queda empayenado.
* -Se «hachea» no se «jashea», y menos «por él». Eso es guaraní, aunque creas estar hablando en castellano. En cuanto a «empayenado», es un híbrido espantoso que habrás oído a algún correntino. Aprende a hablar con propiedad ambos idiomas y a usarlos en su lugar, como cuadra a un señor... ¿qué me decías?
* Miguelí titubeó. No sabía cómo expresar en español lo que quería decir. Por fin, decidiéndose, replicó arrastrando las agudas para remarcar el son de talla, como hacían los peones:
* -Aipó ndayé i'payé ja upé tayhy.
* Don Rosendo se rió:
* -Bien, pero no es verdad. Lo que ocurre es que la gente quiere al árbol. Es fuerte. Florece rosado en primavera anunciando la época de la siembra. Es la primera sombra viniendo desde el norte por leguas de cañadón. Está a un paso de la fuente, para llenar la cantimplora. Se lo divisa desde lejos, con su promesa de frescura, como nube de ocaso sobre el verdor negruzco que parece seguirlo. Un indio viejo me contó en mi juventud que allí solían reunirse en consejo los ancianos de una confederación de tribus guaraníes. Era parte de un bosque hasta quedarse solo. Fue tal vez entonces cuando esta gente, que ni siquiera es dueña de la sombra, le inventó una historia para defenderlo de la codicia desbastadora de los hombres. Mucha plata me ofrecieron por el rollo, pero aquí se ha de quedar mientras yo viva, si Dios es servido. Daniel quiso hacerlo cortar en mi ausencia para pagar un documento. No lo dejaron. Todo el pueblo se alzó en defensa del árbol.
* -Me recuerdo -exclamó Miguelí, entusiasmado-. Nadie lo quiso voltear. Entonces Daniel, tomando el hacha, dijo: «Si ninguno se anima, yo lo corto. Es necesario». Todos lo seguimos, hasta el locro se quemó. Ña Francisca lloraba. Serafín Cañete, sentado en el suelo, tocaba la guitarra diciendo querer morir aplastado por las flores, como envuelto en un poncho colorado. Se reían de él y algunos hasta paraban para adónde iba a saltar cuando el árbol se cayera. Pero, cuando Daniel levantó el hacha, Basilio le sujetó la mano, diciendo: «¡Añí na, mi capitán!». Daniel lo quedó mirando, y cuando ya todos creíamos que iba a romperle la cabeza, se subió a su caballo y se fue para la villa, a casa de Esperanza Almirón.
* Al oír ese nombre, don Rosendo frunció el ceño y miró para otro lado.
* -Volvió como a los ocho días, oliendo a caña -continuaba Miguelí-. Se encerró con sus libros. Ofelia, que lo anduvo espiando, contó que hablaba solo. Dice que le han hecho un daño y le pone ruda en el mate. Lo tiene enfermo una desgracia que le va subiendo, como espina de coco hacia el corazón... A lo mejor se cura en Buenos Aires...
* -No me gusta que andes con chismes, ¿oyes? Deja eso a las mujeres. Y, sobre todo, no creas lo que te digan. «Cuña» es «cû-añá», lengua mala, lengua del diablo. «Cuimbaé», el varón, es el dueño de su lengua, ¿has entendido?
* -Sí, papá.
* Siguieron andando. Miguelí iba preocupado:
* -No será pa que le pasó como a Chirí-corô.
* -¿A quién?
* -A Daniel.
* Don Rosendo resopló como aliviado:
* -¡Cipriano Coronel! -exclamó-. Cómo persiste esa historia. Y es una buena historia.
* -Contámela.
* -Para qué, si ya la conoces.
* -Me gusta oírla.
* -Es una respuesta -asintió-. Pues bien: sería allá por el doce, cuando yo andaba corriendo detrás de Albino Jara, que un tal Chirí-corô, hachero infatigable que no trabajaba solo, es decir, que lo hacía secundado por el diablo, aceptó echar el lapacho por una gruesa suma ofertada por un gringo. Nunca me pudieron decir cuál era el gringo que hubiera por aquí en aquel entonces que pudiera interesarse por el rollo. Pero, como la gente insiste, he llegado a persuadirme de que el gringo, como el diablo, conviene a la historia.
* El viejo se detuvo, pensativo.
* -¿Y después?
* -¡Ah sí! Como te iba diciendo, fue tarea inacabable. Cuando el hachero se detenía a tomar resuello, o a escupirse las manos, el lapacho restañaba sus heridas lenta y resueltamente. Empecinado, poseído de loca furia, golpeó días y noches sin hacer caso a los signos y visiones aterradoras que trataban de ahuyentarlo. A veces llegaba hasta el corazón de la madera, pero entonces el suyo flaqueaba y tenía que detenerse para después recomenzar su inútil carrera con la vida. Sus parientes tuvieron que sacarlo a la fuerza. Poco vivió el desdichado, presa de horrendas pesadillas, provocando sapos y lagartos por la boca descompuesta. El cura, que trató de salvarlo, daba fe de que el agua bendita, al tocarle la piel, se convertía en aceite... Hay quienes afirman haber visto al ánima de Chirí-corô persistiendo en su tarea en las noches de luna...
* -¿Es cierto eso?
* -No, no es verdad.
* -Cuando lo cuentas parece de veras.
* -Porque los cuentos hay que contarlos como si fueran ciertos. La buena gente rústica no distingue muy bien entre la realidad y la fantasía. Por eso cree en los casos que ella misma inventa y produce tan notables narradores.
* -Y vos ¿nunca viste al ánima de Chirí-corô?
* El viejo levantó la cabeza con sobresalto. Pasaban junto al árbol que, agarrado a la tierra con su pata de loro, alzaba el tronco recto hasta esconder la noche en su ramaje poderoso. El caballo apuró el paso con las orejas tiesas. Miguelí chicoteó a la yegüita. Un crujir de mástiles rechinó a sus espaldas dándole escalofríos.
* -Cuántas veces he de repetirte que no digas «vos» sino «tú» -corrigió tardíamente don Rosendo-. Resta energía y dignidad al lenguaje.
* Anduvieron un trecho, hasta que, seguro de que el árbol ya no oía, insistió Miguelí.
* -Para serte franco -repuso don Rosendo, tras de alguna vacilación-, también a mí me pareció ver al fantasma de Cipriano Coronel. Claro que no era el fantasma, porque los fantasmas no existen.
* -¿Cómo lo sabes?
* Don Rosendo frenó su montado.
* -Porque he estudiado, pensado y vivido muchísimo más que tú.
* Pero Miguelí era temible preguntón:
* -¿Qué son entonces los fantasmas?
* -Según Daniel, que ha acabado ocupándose de estas zonceras, los fantasmas, o más concretamente, las poras, son ideas sin brazos que mendigan una mano que las realice. Lo deduce de una supuesta etimología y del hecho actual de que al ver aparecidos la gente les pregunta «cuál es tu necesidad». En mi opinión, todo esto tiene escasa importancia y fundamento. Lo único cierto es que las poras son antojos que, algunas veces, claro está, expresan preocupaciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que cuando en las noches de tormenta se escuchan fragores de batalla, son los soldados de la Guerra Grande que apelan a los vivos para que reconstruyan la grandeza de la Patria.
* -¿Tú los oíste?
* -Los oigo siempre, hijo. No te olvides que yo también estuve en esa guerra, aunque tuve la suerte de sobrevivir, y de sobrevivirme.
* -¿Cómo era la pora de Chirí-corô?
* -Te repito que no fue más que un antojo... En fin, allá tú. Era una noche de luna llena. Al llegar más o menos por aquí, sentí unos golpes apagados pero inconfundibles y vi como una sombra, tal vez de la misma luna al pasar por el follaje movido por el viento, que asemejaba la figura de un hachero. Eso fue lo que pensé, hasta que creí distinguir los ojos de brasa de su guaino, el diablo... Nunca bebo, y con mis años no preciso anteojos ni siquiera para leer... «Cuál es tu necesidad», le grité entonces. Se oyó un crujir de ramas y un quejido como el de la onza...
* -Si no era la pora, ¿por qué le preguntaste «cuál es tu necesidad»?
* El viejo se echó a reír:
* -Porque hasta yo puedo hacer chiquilinadas. Por lo mismo mandé rezar misa por Cipriano, quien probablemente ni existió.
* -¿Y después?
* -Claro, me asusté. Esperé un buen rato para derrotar al miedo, que miedo que no se vence se imprime en el carácter y deja al hombre como lisiado. Luego traté de pasar al tranco, pero el caballo galopó. No le contuve las riendas porque el galope era de su voluntad.
* -Entonces era la pora -concluyó Miguelí.
* -¿Por qué?
* -El caballo no sabía el cuento.
.
* El chico se dio cuenta de que don Rosendo buscaba hacer las paces.
* -No hay nada más alto que el Tayhy -declaró-. Ni siquiera las casas de Asunción.
* -Sí, es un árbol para viga de templo. Sin embargo, te equivocas. Hay muchas cosas más altas que el Tayhy. Por mucho que se suba, siempre hay algo más arriba.
* Miguelí quedó pensando. El árbol no podía hablar y él quería defenderlo. ¿Qué más alto que el Tayhy? ¿Cuánto más alto? ¿Un jeme, una cuarta, cuarta con apoyo? ¿Y quién más alto? Tal vez un eucalipto, pero el Tayhy era su padre. Sí, en verdad, un eucalipto flojo podría subir más arriba que el lapacho de la punta del monte, pero detrás de una lomada o cubriéndose con otros. Nunca en el descampado, dando pecho al nordeste, parando con la zurda a la sudestada. Si hasta al rayo, cuando se le liaba como un diablo rabioso, lo sepultaba en la tierra aunque sangraran en el tronco heridas negras.
* -¡Al Tayhy nadie lo tumba! -dijo, entonces.
* -Es fuerte, sí. Pero vuelves a errar. También al Tayhy pueden tumbarlo. No hay nada que no se tumbe: «estrella yepé joá», como dice nuestra gente, aunque lo que ven caer no son estrellas sino aerolitos.
* -Eso ya sé -declaró Miguelí-, pero se dice que el que jashea por él se queda empayenado.
* -Se «hachea» no se «jashea», y menos «por él». Eso es guaraní, aunque creas estar hablando en castellano. En cuanto a «empayenado», es un híbrido espantoso que habrás oído a algún correntino. Aprende a hablar con propiedad ambos idiomas y a usarlos en su lugar, como cuadra a un señor... ¿qué me decías?
* Miguelí titubeó. No sabía cómo expresar en español lo que quería decir. Por fin, decidiéndose, replicó arrastrando las agudas para remarcar el son de talla, como hacían los peones:
* -Aipó ndayé i'payé ja upé tayhy.
* Don Rosendo se rió:
* -Bien, pero no es verdad. Lo que ocurre es que la gente quiere al árbol. Es fuerte. Florece rosado en primavera anunciando la época de la siembra. Es la primera sombra viniendo desde el norte por leguas de cañadón. Está a un paso de la fuente, para llenar la cantimplora. Se lo divisa desde lejos, con su promesa de frescura, como nube de ocaso sobre el verdor negruzco que parece seguirlo. Un indio viejo me contó en mi juventud que allí solían reunirse en consejo los ancianos de una confederación de tribus guaraníes. Era parte de un bosque hasta quedarse solo. Fue tal vez entonces cuando esta gente, que ni siquiera es dueña de la sombra, le inventó una historia para defenderlo de la codicia desbastadora de los hombres. Mucha plata me ofrecieron por el rollo, pero aquí se ha de quedar mientras yo viva, si Dios es servido. Daniel quiso hacerlo cortar en mi ausencia para pagar un documento. No lo dejaron. Todo el pueblo se alzó en defensa del árbol.
* -Me recuerdo -exclamó Miguelí, entusiasmado-. Nadie lo quiso voltear. Entonces Daniel, tomando el hacha, dijo: «Si ninguno se anima, yo lo corto. Es necesario». Todos lo seguimos, hasta el locro se quemó. Ña Francisca lloraba. Serafín Cañete, sentado en el suelo, tocaba la guitarra diciendo querer morir aplastado por las flores, como envuelto en un poncho colorado. Se reían de él y algunos hasta paraban para adónde iba a saltar cuando el árbol se cayera. Pero, cuando Daniel levantó el hacha, Basilio le sujetó la mano, diciendo: «¡Añí na, mi capitán!». Daniel lo quedó mirando, y cuando ya todos creíamos que iba a romperle la cabeza, se subió a su caballo y se fue para la villa, a casa de Esperanza Almirón.
* Al oír ese nombre, don Rosendo frunció el ceño y miró para otro lado.
* -Volvió como a los ocho días, oliendo a caña -continuaba Miguelí-. Se encerró con sus libros. Ofelia, que lo anduvo espiando, contó que hablaba solo. Dice que le han hecho un daño y le pone ruda en el mate. Lo tiene enfermo una desgracia que le va subiendo, como espina de coco hacia el corazón... A lo mejor se cura en Buenos Aires...
* -No me gusta que andes con chismes, ¿oyes? Deja eso a las mujeres. Y, sobre todo, no creas lo que te digan. «Cuña» es «cû-añá», lengua mala, lengua del diablo. «Cuimbaé», el varón, es el dueño de su lengua, ¿has entendido?
* -Sí, papá.
* Siguieron andando. Miguelí iba preocupado:
* -No será pa que le pasó como a Chirí-corô.
* -¿A quién?
* -A Daniel.
* Don Rosendo resopló como aliviado:
* -¡Cipriano Coronel! -exclamó-. Cómo persiste esa historia. Y es una buena historia.
* -Contámela.
* -Para qué, si ya la conoces.
* -Me gusta oírla.
* -Es una respuesta -asintió-. Pues bien: sería allá por el doce, cuando yo andaba corriendo detrás de Albino Jara, que un tal Chirí-corô, hachero infatigable que no trabajaba solo, es decir, que lo hacía secundado por el diablo, aceptó echar el lapacho por una gruesa suma ofertada por un gringo. Nunca me pudieron decir cuál era el gringo que hubiera por aquí en aquel entonces que pudiera interesarse por el rollo. Pero, como la gente insiste, he llegado a persuadirme de que el gringo, como el diablo, conviene a la historia.
* El viejo se detuvo, pensativo.
* -¿Y después?
* -¡Ah sí! Como te iba diciendo, fue tarea inacabable. Cuando el hachero se detenía a tomar resuello, o a escupirse las manos, el lapacho restañaba sus heridas lenta y resueltamente. Empecinado, poseído de loca furia, golpeó días y noches sin hacer caso a los signos y visiones aterradoras que trataban de ahuyentarlo. A veces llegaba hasta el corazón de la madera, pero entonces el suyo flaqueaba y tenía que detenerse para después recomenzar su inútil carrera con la vida. Sus parientes tuvieron que sacarlo a la fuerza. Poco vivió el desdichado, presa de horrendas pesadillas, provocando sapos y lagartos por la boca descompuesta. El cura, que trató de salvarlo, daba fe de que el agua bendita, al tocarle la piel, se convertía en aceite... Hay quienes afirman haber visto al ánima de Chirí-corô persistiendo en su tarea en las noches de luna...
* -¿Es cierto eso?
* -No, no es verdad.
* -Cuando lo cuentas parece de veras.
* -Porque los cuentos hay que contarlos como si fueran ciertos. La buena gente rústica no distingue muy bien entre la realidad y la fantasía. Por eso cree en los casos que ella misma inventa y produce tan notables narradores.
* -Y vos ¿nunca viste al ánima de Chirí-corô?
* El viejo levantó la cabeza con sobresalto. Pasaban junto al árbol que, agarrado a la tierra con su pata de loro, alzaba el tronco recto hasta esconder la noche en su ramaje poderoso. El caballo apuró el paso con las orejas tiesas. Miguelí chicoteó a la yegüita. Un crujir de mástiles rechinó a sus espaldas dándole escalofríos.
* -Cuántas veces he de repetirte que no digas «vos» sino «tú» -corrigió tardíamente don Rosendo-. Resta energía y dignidad al lenguaje.
* Anduvieron un trecho, hasta que, seguro de que el árbol ya no oía, insistió Miguelí.
* -Para serte franco -repuso don Rosendo, tras de alguna vacilación-, también a mí me pareció ver al fantasma de Cipriano Coronel. Claro que no era el fantasma, porque los fantasmas no existen.
* -¿Cómo lo sabes?
* Don Rosendo frenó su montado.
* -Porque he estudiado, pensado y vivido muchísimo más que tú.
* Pero Miguelí era temible preguntón:
* -¿Qué son entonces los fantasmas?
* -Según Daniel, que ha acabado ocupándose de estas zonceras, los fantasmas, o más concretamente, las poras, son ideas sin brazos que mendigan una mano que las realice. Lo deduce de una supuesta etimología y del hecho actual de que al ver aparecidos la gente les pregunta «cuál es tu necesidad». En mi opinión, todo esto tiene escasa importancia y fundamento. Lo único cierto es que las poras son antojos que, algunas veces, claro está, expresan preocupaciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que cuando en las noches de tormenta se escuchan fragores de batalla, son los soldados de la Guerra Grande que apelan a los vivos para que reconstruyan la grandeza de la Patria.
* -¿Tú los oíste?
* -Los oigo siempre, hijo. No te olvides que yo también estuve en esa guerra, aunque tuve la suerte de sobrevivir, y de sobrevivirme.
* -¿Cómo era la pora de Chirí-corô?
* -Te repito que no fue más que un antojo... En fin, allá tú. Era una noche de luna llena. Al llegar más o menos por aquí, sentí unos golpes apagados pero inconfundibles y vi como una sombra, tal vez de la misma luna al pasar por el follaje movido por el viento, que asemejaba la figura de un hachero. Eso fue lo que pensé, hasta que creí distinguir los ojos de brasa de su guaino, el diablo... Nunca bebo, y con mis años no preciso anteojos ni siquiera para leer... «Cuál es tu necesidad», le grité entonces. Se oyó un crujir de ramas y un quejido como el de la onza...
* -Si no era la pora, ¿por qué le preguntaste «cuál es tu necesidad»?
* El viejo se echó a reír:
* -Porque hasta yo puedo hacer chiquilinadas. Por lo mismo mandé rezar misa por Cipriano, quien probablemente ni existió.
* -¿Y después?
* -Claro, me asusté. Esperé un buen rato para derrotar al miedo, que miedo que no se vence se imprime en el carácter y deja al hombre como lisiado. Luego traté de pasar al tranco, pero el caballo galopó. No le contuve las riendas porque el galope era de su voluntad.
* -Entonces era la pora -concluyó Miguelí.
* -¿Por qué?
* -El caballo no sabía el cuento.
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PRIMERA PARTE
PIES DOBLES
- I -
* Llegaban mineros por el piquete del fondo, que venía del yerbal, repuntando mulas o cargando sobre sus espaldas fardos enormes de hojas que, tras de pesar en la romana, apilaban en los galpones. Otros armaban el barbacuá, un emparrillado para tostar la yerba previamente chamuscada en fogatas donde se producían fuertes estallidos en medio de una humareda de enervante perfume. A pesar del calor y del enjambre de tábanos, predominaba el ambiente festivo que suele acompañar al esfuerzo violento, a la descarga brutal de la energía en el trabajo. Daniel vigilaba entre severo e indolente mientras don Rosendo andaba de aquí para allá diciendo agudezas. A cien metros de allí, en plena plazoleta, varios peoncitos, sentados en el césped, rodeaban a un muchacho tan espigado que los pantalones cortos le quedaban como ajenos. Tenía la cabeza rapada y estaba descalzo. Se distinguía de los demás por la ausencia de callos en la planta de los pies.
* -Ayer, en la picada, vi las huellas de Pies Dobles -declaró, fumando gravemente.
* -¿De veras? ¿Y qué hiciste?
* -Eran dos pisadas. Una que se iba, otra que venía. Una para aquí, otra para allá. Un vyrá-i-tapé me toreó delante. Malicié que el pajarito me tentaba, pero, sin poder aguantar más, le jugué tres honditazos. Nadie nunca le acertó a ese arriero, por eso es que es tan zafado.
* -Y también, con el abogado que tiene -dijo alguno, haciéndose el entendido- cualquiera saca alma grande.
* Como si hubieran estado esperando un pretexto, los peoncitos se echaron a reír.
* -Así es -asintió Miguelí, muy serio, sin dejarse turbar por esas caras redondas de ojitos talladores. Había estado ausente mucho tiempo, todavía no lo aceptaban. Como si fuera recluta, arribeño en su valle. Cuando se callaron continuó:
* -El pajarito saltaba, se esquivaba, se escondía, y me salía otra vez para tentarme... Mirando por él no me di cuenta que ya lo estaba siguiendo en el monte.
* -¡Imposible! -exclamaron a coro.
* -Cierto.
* -¡Nde bárbaro!
* -Se escondió, lo encontré, se me fue. Vi un kaí que me mangueaba desde un tarumá. Se puso a chillar y a hacer morisquetas, brincando de mata en mata. En eso volvió a aparecer el pajarito. El mono saltó de la rama y lo espantó... Justito allí seguían las huellas de Pies Dobles.
* Escupió, graduando el suspenso como los narradores de velorio. Por fin los peoncitos parecían impresionados. Encogidos, se miraban los pies. Iba a echar otra pitada cuando una mano enorme le sacó el cigarro de la boca. Paralizado de susto ni sintió el coscorrón. Primero vio las botas, subió por las bombachas y el revólver hasta llegar a un rostro pálido con una arruga irónica en la comisura de los labios.
* -¡Daniel!
* El hombre se echó a reír.
* -Veo que te has convertido en un gran macaneador. A ver, acaba el caso, pero sin fumar. ¿Encontraste o no a Pytá-yovai?
* -No soy un mentiroso, es la pura verdad.
* -¡No me digas! Pero ahora anda para casa, te hizo llamar mamá.
* Daniel se volvió para marcharse. Miguelí lo atajó de la manga.
* -No dije que vi a Pies Dobles sino que encontré sus huellas -dijo, desesperado, sintiendo que embarraba más-. Vamos ahora mismo a la picada y te las mostraré. Allí han de estar todavía si el mono no las borró.
* Rió Daniel, rieron los peoncitos. Miguelí estaba solo, acorralado.
* -¿Por qué me dijiste mentiroso? -gritó, desafiante-. Contaba un cuento ¡qué joder!
* Daniel lo quedó mirando.
* -¿En qué quedamos? ¿No ibas a mostrarme las pisadas?
* Giró en redondo, a lo soldado, y se marchó con el semblante ensombrecido, la frente ensimismada.
* «¡Oh Daniel, antes eras mi amigo!», decía Miguelí, parado en medio de la plazoleta mientras los peoncitos se alejaban, «¿qué habré hecho de tan malo que me trates así?».
* Las mujeres rezaban el rosario frente a la Casa Grande. Doña Lucía, en el fondo, invisible su rostro tallado, guiaba las oraciones. Hablaba a la Virgen como a una vieja amiga, compartiendo dolores pulidos por el tiempo. Le respondía un murmullo apresurado. Miguelí aguardaba rascándose la cabeza, parándose en uno u otro pie. Sacó la lengua a la tía Zoraida, que lo miraba indignada con sus ojos hinchados. Compadeció a ña Francisca, que rogaba para que su hijo, desaparecido en el Chaco, según papel que le mandaron en tiempos de la guerra, saliera de su desatino y acertara la recta que lo tornara al valle. Le dio risa Ofelia, la sonámbula. Se había vuelto gorda y bonachona. Oraba con las manos juntas y los ojos parados. «Ésta le pide a San Antonio», pensó Miguelí, bostezando aburrido porque todas aquellas plegarias de mujeres tenían un solo objeto: los varones.
* De súbito las manos divagaron en el rito.
* -Por la Señal de la Santa Cruz...
* -¡Ay na! -chilló Miguelí, saltando a un lado, por el traidor pellizco de la tía.
* -Este chico es un guarango que ni a Dios le respeta -cacareó la Zoraida amenazando con el puño.
* Lo socorrió la risa tolerante de doña Lucía.
* -¿Por qué pico angá el pobrecito? ¿Dónde estabas, mi hijo? Te anduvimos buscando para que pagues la promesa que hicimos por tu salud.
* -¿Dónde pa iba a estar? -volvió a cargar la tía-, ¡juntado con la chusma! Mirá na un poco la mugre que tiene. Ni pelado se le van los piojos y se rasca como un perro.
* -Callate, Zoraida, no quebrantes al chico -le dijo doña Lucía-. Los hombres son para el rigor, hay que tenerles paciencia.
* -Alguien le tiene que corregir, por Dios, Lucía -se encocoró Zoraida-. Ahora que ni Daniel se ocupa más de él, hace lo que se le antoja, no tiene miedo a nada. Si sigue así saldrá un bandido... Y también -respingó-, ¿qué se puede esperar? ¡Hijo de tigre, overo ha de ser!... ¡Zanguango! -aulló, jugando con el rosario a Miguelí, quien, con los dedos, le hacía un signo zafado.
* Ofelia soltó una risita boba. Doña Lucía aguardó, resignada, a que Zoraida acabara su diatriba apoyando su fría mano en el brazo de Miguelí, que se había refugiado junto a ella.
* -Bueno, bueno -dijo cuando la tía se detuvo a tomar resuello- no se peleen por galletas... Los chicos buenos han de ser como las ovejitas del niño Jesús, que vuelven derechito para los corrales cuando el sol se va a dormir, allá, en el fondo del Chaco, en su hamaca de nubes. Si no, pueden salirte las abuelas de los juegos; o las ánimas del Purgatorio, si no pedís por ellas, pobrecitas, una noche de éstas han de darte un gran susto. Andá entonces a lavarte como para hablar con Dios, y vení a rezar con esta pobre vieja que te quiere tanto, que pronto se va a morir, y que quiere llevar tus oraciones en un canasto grande para decirle a Jesús en la tranquera del cielo: «Esto te manda mi hijito Miguelí. Déjame entrar por ellas al Paraíso que yo no merezco por mis grandes pecados...».
* -Sí, mamá -dijo Miguelí, completamente amansado, enternecido.
* Pero, una vez en el baño, el diablo que vivía allí, con sus infames tentaciones lo persuadió de que un rosario completo era superior a sus fuerzas. Las ánimas del Purgatorio podrían pasarse sin él, teniendo a la tía Zoraida. Por lo demás, si penan por sus pecados, que se jodan. Ñandeyara Guazú, que mandaba por ahí, tenía todo el aspecto de un severo patrón y no iba, por cierto, a ir a ablandarse por las plegarias de unas tías. No era de la mansedumbre de su hijo Kiritó, quien se había dejado apalear y crucificar impunemente, y que, en el Huerto de los Olivos, hasta había parado la mano de San Pedro, que era un macho, cuando sacó su cuchillo para pelear la comisión. Antes, cuando era un niño, ésa era la parte que más rabia le daba cuando en Semana Santa se iba a ver la película. Pero ¡jaque! Por ahí Ñandeyara Guazú perdía la paciencia y ponía en fuga a los bandidos con terremotos, rayos y centellas. Mucho tiempo después, en el colegio, el padre Lutin había tratado de explicarle el sacrificio de Jesús. Sea como fuere, eso de los rosarios era cosa de mujeres. El mismo don Rosendo solía decir que los hombres rezan con el corazón y las mujeres con la lengua. Y Miguelí era un hombre. Hasta había estado preso, recordó jabonándose la cabeza rapada. Conoció tiempos mejores, ahora estaba en la mala.
* «Suele pasarle a los arrieros, dijo el perro quemado en el fogón. Ahora nomás me he de curar y calentarme otra vez».
* El dicho le hizo acordar de Basilio el Mariscador, su amigo. Pensar en él reconfortaba porque Basilio era un hombre de aquellos, de sangre fuerte, que todo lo recibía parejo como si no le entraran balas. Era el mismo que decía que el varón, como la mula, puede hacer lo que quiere si sabe aguantar palos.
* Antes de la desgracia también Daniel era su amigo. Ahora, aunque no le hacía reproches, lo trataba con desdén. Pensaba, seguramente, que su hermano le falló. Él no quiso fallarle, pero hay cosas que no se pueden explicar, que pasan nomás porque las sopla el diablo. ¿De dónde había sacado, por ejemplo, esa historia de Pies Dobles?, ¿cómo se le antojó decir que un mono pudo borrar las huellas? Qué obscuro estaba el baño. ¿Quién tendría la culpa de lo que pasó en casa de Marcial Fernández? ¿Olga? La sangre le saltó a la cara, se detuvo temblando, ahogado de vergüenza. No, señor, no iría a rezar, ni a sentarse en la mesa. Si fuera hombre de veras tendría que marcharse, irse muy lejos, perderse para siempre en los desiertos del mundo. El baño le había despertado el apetito. Un hambre crujiente le encogía el estómago. Ya se arreglaría. Se ajustó el cinto y salió.
* Los mensuales, sentados en bancos en torno a una mesa larga, se servían, cada cual con su cuchara, de fuentones enlozados puestos en el centro. Gastaban bromas pesadas entre sí y a costa de la cocinera, una negra gordinflona famosa por su estupidez, que, cuando entró Miguelí, estaba friendo tortas de harina en una olla de hierro. Al descubrirlo, echó mano a una paila.
* -Qué te pa está haciendo otra vez acá, chiquilín sinvergüenzo. Vaye, o te rompo tu cabeza.
* Miguelí avanzó unos pasos, listo para la esquivada, aguantando la risa, sin responder a la algazara con que lo recibían los peones.
* -Ña Candé, dame na un chipaí -suplicó, humilde- vos que sos linda como el lucero cuando llueve.
* La cocina retumbó de risa.
* -Ni sin esperanza. Váyase de acá -aulló, paila en alto, reculando hacia el nido, mostrando los dientes como comadreja acorralada.
* -No vayas a enojarte, ña Candé, vas a quedar todo negra.
* Esquivó el pailazo que fue a dar sobre la mesa provocando desparramos.
* La farra era frecuente porque la cocinera de los peones tenía prohibición terminante de darle de comer, y Miguelí, por eso mismo, le hurtaba cuanto podía. Empezó a girar en torno a su víctima como cuzquito tigrero, esquivando mandobles de cucharón, retrucando con burlas la lluvia de improperios que le lanzaba la mujer, que, por lo demás, nunca lo delataba.
* -¡Siga pues, negra de bosta, molde de chancho!
* -¡Pipu'uuu! -aullaba la peonada.
* -Venime pues, negra hedionda, ojo de sapo, sudor de grasa.
* Así, hasta que la cocinera, ciega de ira, se lanzó a perseguirlo en torno a la mesa, soportando en las nalgas pellizcos de sus comensales. Era lo que esperaba Miguelí para apoderarse de las tortillas y escapar a la carrera. Doña Candelaria, más furiosa que nunca, salió al patio agitando el cucharón.
* -¡Guacho! -gritó-. ¡Guacho, hijo de puta!
* Pero Miguelí ya estaba lejos, repicándole en el alma aquel insulto inédito.
* -¡Guacho, guacho!
* Porque Miguelí sabía muy bien lo que era un guacho y la negra le tocó la llaga. Guacho él, Miguel Domínguez Insaurralde, el hijo preferido del patrón, de un gran señor, de un gran héroe. Negra bosta, negra hedionda, cara de breque, lengua de sapo. Tiró al diablo las tortillas y siguió corriendo. Corriendo con toda el alma, los labios prietos, huyendo de su angustia y su desdén por el mundo. Nunca iba a volver a Casa Grande. Se iría al Chaco, en el fondo, para hacerse cacique de una tribu de moros.
- I -
* Llegaban mineros por el piquete del fondo, que venía del yerbal, repuntando mulas o cargando sobre sus espaldas fardos enormes de hojas que, tras de pesar en la romana, apilaban en los galpones. Otros armaban el barbacuá, un emparrillado para tostar la yerba previamente chamuscada en fogatas donde se producían fuertes estallidos en medio de una humareda de enervante perfume. A pesar del calor y del enjambre de tábanos, predominaba el ambiente festivo que suele acompañar al esfuerzo violento, a la descarga brutal de la energía en el trabajo. Daniel vigilaba entre severo e indolente mientras don Rosendo andaba de aquí para allá diciendo agudezas. A cien metros de allí, en plena plazoleta, varios peoncitos, sentados en el césped, rodeaban a un muchacho tan espigado que los pantalones cortos le quedaban como ajenos. Tenía la cabeza rapada y estaba descalzo. Se distinguía de los demás por la ausencia de callos en la planta de los pies.
* -Ayer, en la picada, vi las huellas de Pies Dobles -declaró, fumando gravemente.
* -¿De veras? ¿Y qué hiciste?
* -Eran dos pisadas. Una que se iba, otra que venía. Una para aquí, otra para allá. Un vyrá-i-tapé me toreó delante. Malicié que el pajarito me tentaba, pero, sin poder aguantar más, le jugué tres honditazos. Nadie nunca le acertó a ese arriero, por eso es que es tan zafado.
* -Y también, con el abogado que tiene -dijo alguno, haciéndose el entendido- cualquiera saca alma grande.
* Como si hubieran estado esperando un pretexto, los peoncitos se echaron a reír.
* -Así es -asintió Miguelí, muy serio, sin dejarse turbar por esas caras redondas de ojitos talladores. Había estado ausente mucho tiempo, todavía no lo aceptaban. Como si fuera recluta, arribeño en su valle. Cuando se callaron continuó:
* -El pajarito saltaba, se esquivaba, se escondía, y me salía otra vez para tentarme... Mirando por él no me di cuenta que ya lo estaba siguiendo en el monte.
* -¡Imposible! -exclamaron a coro.
* -Cierto.
* -¡Nde bárbaro!
* -Se escondió, lo encontré, se me fue. Vi un kaí que me mangueaba desde un tarumá. Se puso a chillar y a hacer morisquetas, brincando de mata en mata. En eso volvió a aparecer el pajarito. El mono saltó de la rama y lo espantó... Justito allí seguían las huellas de Pies Dobles.
* Escupió, graduando el suspenso como los narradores de velorio. Por fin los peoncitos parecían impresionados. Encogidos, se miraban los pies. Iba a echar otra pitada cuando una mano enorme le sacó el cigarro de la boca. Paralizado de susto ni sintió el coscorrón. Primero vio las botas, subió por las bombachas y el revólver hasta llegar a un rostro pálido con una arruga irónica en la comisura de los labios.
* -¡Daniel!
* El hombre se echó a reír.
* -Veo que te has convertido en un gran macaneador. A ver, acaba el caso, pero sin fumar. ¿Encontraste o no a Pytá-yovai?
* -No soy un mentiroso, es la pura verdad.
* -¡No me digas! Pero ahora anda para casa, te hizo llamar mamá.
* Daniel se volvió para marcharse. Miguelí lo atajó de la manga.
* -No dije que vi a Pies Dobles sino que encontré sus huellas -dijo, desesperado, sintiendo que embarraba más-. Vamos ahora mismo a la picada y te las mostraré. Allí han de estar todavía si el mono no las borró.
* Rió Daniel, rieron los peoncitos. Miguelí estaba solo, acorralado.
* -¿Por qué me dijiste mentiroso? -gritó, desafiante-. Contaba un cuento ¡qué joder!
* Daniel lo quedó mirando.
* -¿En qué quedamos? ¿No ibas a mostrarme las pisadas?
* Giró en redondo, a lo soldado, y se marchó con el semblante ensombrecido, la frente ensimismada.
* «¡Oh Daniel, antes eras mi amigo!», decía Miguelí, parado en medio de la plazoleta mientras los peoncitos se alejaban, «¿qué habré hecho de tan malo que me trates así?».
* Las mujeres rezaban el rosario frente a la Casa Grande. Doña Lucía, en el fondo, invisible su rostro tallado, guiaba las oraciones. Hablaba a la Virgen como a una vieja amiga, compartiendo dolores pulidos por el tiempo. Le respondía un murmullo apresurado. Miguelí aguardaba rascándose la cabeza, parándose en uno u otro pie. Sacó la lengua a la tía Zoraida, que lo miraba indignada con sus ojos hinchados. Compadeció a ña Francisca, que rogaba para que su hijo, desaparecido en el Chaco, según papel que le mandaron en tiempos de la guerra, saliera de su desatino y acertara la recta que lo tornara al valle. Le dio risa Ofelia, la sonámbula. Se había vuelto gorda y bonachona. Oraba con las manos juntas y los ojos parados. «Ésta le pide a San Antonio», pensó Miguelí, bostezando aburrido porque todas aquellas plegarias de mujeres tenían un solo objeto: los varones.
* De súbito las manos divagaron en el rito.
* -Por la Señal de la Santa Cruz...
* -¡Ay na! -chilló Miguelí, saltando a un lado, por el traidor pellizco de la tía.
* -Este chico es un guarango que ni a Dios le respeta -cacareó la Zoraida amenazando con el puño.
* Lo socorrió la risa tolerante de doña Lucía.
* -¿Por qué pico angá el pobrecito? ¿Dónde estabas, mi hijo? Te anduvimos buscando para que pagues la promesa que hicimos por tu salud.
* -¿Dónde pa iba a estar? -volvió a cargar la tía-, ¡juntado con la chusma! Mirá na un poco la mugre que tiene. Ni pelado se le van los piojos y se rasca como un perro.
* -Callate, Zoraida, no quebrantes al chico -le dijo doña Lucía-. Los hombres son para el rigor, hay que tenerles paciencia.
* -Alguien le tiene que corregir, por Dios, Lucía -se encocoró Zoraida-. Ahora que ni Daniel se ocupa más de él, hace lo que se le antoja, no tiene miedo a nada. Si sigue así saldrá un bandido... Y también -respingó-, ¿qué se puede esperar? ¡Hijo de tigre, overo ha de ser!... ¡Zanguango! -aulló, jugando con el rosario a Miguelí, quien, con los dedos, le hacía un signo zafado.
* Ofelia soltó una risita boba. Doña Lucía aguardó, resignada, a que Zoraida acabara su diatriba apoyando su fría mano en el brazo de Miguelí, que se había refugiado junto a ella.
* -Bueno, bueno -dijo cuando la tía se detuvo a tomar resuello- no se peleen por galletas... Los chicos buenos han de ser como las ovejitas del niño Jesús, que vuelven derechito para los corrales cuando el sol se va a dormir, allá, en el fondo del Chaco, en su hamaca de nubes. Si no, pueden salirte las abuelas de los juegos; o las ánimas del Purgatorio, si no pedís por ellas, pobrecitas, una noche de éstas han de darte un gran susto. Andá entonces a lavarte como para hablar con Dios, y vení a rezar con esta pobre vieja que te quiere tanto, que pronto se va a morir, y que quiere llevar tus oraciones en un canasto grande para decirle a Jesús en la tranquera del cielo: «Esto te manda mi hijito Miguelí. Déjame entrar por ellas al Paraíso que yo no merezco por mis grandes pecados...».
* -Sí, mamá -dijo Miguelí, completamente amansado, enternecido.
* Pero, una vez en el baño, el diablo que vivía allí, con sus infames tentaciones lo persuadió de que un rosario completo era superior a sus fuerzas. Las ánimas del Purgatorio podrían pasarse sin él, teniendo a la tía Zoraida. Por lo demás, si penan por sus pecados, que se jodan. Ñandeyara Guazú, que mandaba por ahí, tenía todo el aspecto de un severo patrón y no iba, por cierto, a ir a ablandarse por las plegarias de unas tías. No era de la mansedumbre de su hijo Kiritó, quien se había dejado apalear y crucificar impunemente, y que, en el Huerto de los Olivos, hasta había parado la mano de San Pedro, que era un macho, cuando sacó su cuchillo para pelear la comisión. Antes, cuando era un niño, ésa era la parte que más rabia le daba cuando en Semana Santa se iba a ver la película. Pero ¡jaque! Por ahí Ñandeyara Guazú perdía la paciencia y ponía en fuga a los bandidos con terremotos, rayos y centellas. Mucho tiempo después, en el colegio, el padre Lutin había tratado de explicarle el sacrificio de Jesús. Sea como fuere, eso de los rosarios era cosa de mujeres. El mismo don Rosendo solía decir que los hombres rezan con el corazón y las mujeres con la lengua. Y Miguelí era un hombre. Hasta había estado preso, recordó jabonándose la cabeza rapada. Conoció tiempos mejores, ahora estaba en la mala.
* «Suele pasarle a los arrieros, dijo el perro quemado en el fogón. Ahora nomás me he de curar y calentarme otra vez».
* El dicho le hizo acordar de Basilio el Mariscador, su amigo. Pensar en él reconfortaba porque Basilio era un hombre de aquellos, de sangre fuerte, que todo lo recibía parejo como si no le entraran balas. Era el mismo que decía que el varón, como la mula, puede hacer lo que quiere si sabe aguantar palos.
* Antes de la desgracia también Daniel era su amigo. Ahora, aunque no le hacía reproches, lo trataba con desdén. Pensaba, seguramente, que su hermano le falló. Él no quiso fallarle, pero hay cosas que no se pueden explicar, que pasan nomás porque las sopla el diablo. ¿De dónde había sacado, por ejemplo, esa historia de Pies Dobles?, ¿cómo se le antojó decir que un mono pudo borrar las huellas? Qué obscuro estaba el baño. ¿Quién tendría la culpa de lo que pasó en casa de Marcial Fernández? ¿Olga? La sangre le saltó a la cara, se detuvo temblando, ahogado de vergüenza. No, señor, no iría a rezar, ni a sentarse en la mesa. Si fuera hombre de veras tendría que marcharse, irse muy lejos, perderse para siempre en los desiertos del mundo. El baño le había despertado el apetito. Un hambre crujiente le encogía el estómago. Ya se arreglaría. Se ajustó el cinto y salió.
* Los mensuales, sentados en bancos en torno a una mesa larga, se servían, cada cual con su cuchara, de fuentones enlozados puestos en el centro. Gastaban bromas pesadas entre sí y a costa de la cocinera, una negra gordinflona famosa por su estupidez, que, cuando entró Miguelí, estaba friendo tortas de harina en una olla de hierro. Al descubrirlo, echó mano a una paila.
* -Qué te pa está haciendo otra vez acá, chiquilín sinvergüenzo. Vaye, o te rompo tu cabeza.
* Miguelí avanzó unos pasos, listo para la esquivada, aguantando la risa, sin responder a la algazara con que lo recibían los peones.
* -Ña Candé, dame na un chipaí -suplicó, humilde- vos que sos linda como el lucero cuando llueve.
* La cocina retumbó de risa.
* -Ni sin esperanza. Váyase de acá -aulló, paila en alto, reculando hacia el nido, mostrando los dientes como comadreja acorralada.
* -No vayas a enojarte, ña Candé, vas a quedar todo negra.
* Esquivó el pailazo que fue a dar sobre la mesa provocando desparramos.
* La farra era frecuente porque la cocinera de los peones tenía prohibición terminante de darle de comer, y Miguelí, por eso mismo, le hurtaba cuanto podía. Empezó a girar en torno a su víctima como cuzquito tigrero, esquivando mandobles de cucharón, retrucando con burlas la lluvia de improperios que le lanzaba la mujer, que, por lo demás, nunca lo delataba.
* -¡Siga pues, negra de bosta, molde de chancho!
* -¡Pipu'uuu! -aullaba la peonada.
* -Venime pues, negra hedionda, ojo de sapo, sudor de grasa.
* Así, hasta que la cocinera, ciega de ira, se lanzó a perseguirlo en torno a la mesa, soportando en las nalgas pellizcos de sus comensales. Era lo que esperaba Miguelí para apoderarse de las tortillas y escapar a la carrera. Doña Candelaria, más furiosa que nunca, salió al patio agitando el cucharón.
* -¡Guacho! -gritó-. ¡Guacho, hijo de puta!
* Pero Miguelí ya estaba lejos, repicándole en el alma aquel insulto inédito.
* -¡Guacho, guacho!
* Porque Miguelí sabía muy bien lo que era un guacho y la negra le tocó la llaga. Guacho él, Miguel Domínguez Insaurralde, el hijo preferido del patrón, de un gran señor, de un gran héroe. Negra bosta, negra hedionda, cara de breque, lengua de sapo. Tiró al diablo las tortillas y siguió corriendo. Corriendo con toda el alma, los labios prietos, huyendo de su angustia y su desdén por el mundo. Nunca iba a volver a Casa Grande. Se iría al Chaco, en el fondo, para hacerse cacique de una tribu de moros.
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Prólogo / Introducción
- Primera parte - Pies Dobles
- I - / - II - / - III - / - IV - / - V - / - VI - / - VII - - Segunda parte - La muy noble y muy ilustre
- I - / - II - / - III - / - IV - / - V - - VI - - Tercera parte - El maestro
- I - / - II - / - III - / - IV - / - V - / - VI - / - VII - / - VIII - - Cuarta parte - La paliza
- I - / - II - / - III - / - IV - / - V - / - VI - / - VII - - Quinta parte - La guitarra
- I - - II - / - III - / - IV - / - V - / - VI - / - VII -
Epílogo / Vocabulario.
.
Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
en el www.portalguarani.com
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