LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO
Autora: RAQUEL SAGUIER
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción
Edición digital basada en la de Asunción
(Paraguay),
La niña y yo somos distintas. Ella permanece tal cual la dejé hace tiempo, obstinadamente niña, rubia, quieta y como fragmentada a veces. En cambio a mí se me han aburrido ligeramente los pasos de caminar, se me gastaron las suelas, pero aún estoy viva y al parecer, sigo entera.
Somos distintas la niña y yo y sin embargo, tan parecidas. Hay mucho de su forma de mirar en mis ojos y traje conmigo algunas de sus tristezas. Eran tristezas que le quedaban enormes de grande, que le colgaban como si fueran prestadas, por eso las traje.
Ahora sé que son tristezas tercas, en vano traté de cambiarlas por dicha más tarde; no me aceptaron la oferta. Prefirieron quedarse como estuvieron siempre, sin exigirme otra cosa que algún lugar donde encerrarse. Les di el último cuarto del fondo y de vez en cuando aprovechan la mínima rendija que les dejo abierta para salir, se me escapan en largas filas, y es entonces cuando me duele la lluvia, o el crepúsculo destruyendo a una tarde o el domingo en las calles del centro.
Por suerte tuve tiempo de traerme también su alegría, su espíritu travieso, su risa fácil, por cualquier tontería. Me hace un bien enorme escucharla reír a esa niña, me siento sana otra vez, me limpia.
Fue precisamente la niña quien me enseñó a reír con los ojos, sin que la boca participara del juego y gracias a ella aprendí que pasando por las sucesivas etapas del ahogo, las toses y el asma, uno se puede llegar a morir de risa.
Traje muchas de sus travesuras en mis rodillas, y en más piernas su torpeza con los árboles, y hasta se vino escondida entre rulitos, una horrible cicatriz de viruela. Cuando la descubrí en mi frente, era ya muy tarde para sacarla y allí me quedó y envejeció conmigo.
Conservo uno de sus juguetes, el que más quería. Aquella mutilada muñeca negra que rescaté del lejano basurero una tardecita, después de asegurarme que no había husmeando ningún espía. Le faltan dos o tres dedos, es cierto, y tiene la nariz pelada a causa de un tonto accidente de trenes, que eran dos sillas de mimbre siamesas por la espalda. A pesar de todo, yo la sigo viendo entera y eso me basta.
Mucho antes que Sor Margarita, ella fue mi primera maestra y yo apenas una alumna desatenta. Desde la falda del abuelo me enseñó a pelar el asado de tira como, si fuera una banana y a soplar y soplar la sopa que a menudo llegaba hirviendo, y a revolver rincones ocultos para descubrir secretos. Y una cosa importante: que no existe mejor terapia contra los nervios, que el comerse las uñas cuando se plantea la crisis. Comprobé cuán cierto era, tan relajante como un baño de agua tibia.
En parte la niña fue cruel conmigo. Me obligó a traer en los oídos el reloj que golpeó su madurez prematura noche tras noche, en que la ausencia del padre y el desvelado insomnio de la madre se medían con la repetición de las horas, y éstas tardaban casi tanto en pasar como tardaba la angustia y se estiraba la espera. Aún me dañan los relojes, se me clavan sus agujas...
Juntas fabricamos ilusiones y azúcar con el polvo del ladrillo. En la última primavera vivimos el primer amor del niño de boina verde, que veíamos pasar con ambas manos agarradas de los bastones de hierro. Y enterramos a «Ñata», nuestra perra, en el lugar donde después creció una curiosa planta, que al anochecer soltaba un quejido rarísimo, muy similar a un ladrido.
La niña ya no está conmigo. Estoy separada de ella desde hace tiempo. Desde aquel verano en el circo en que un fuerte dolor de barriga me metió de cabeza en la adolescencia. Su compañía infantil me resultó de pronto tonta, intolerable, desabrida. No tuve más ganas de jugar con ella al descanso ni a la tiquichuela ni al un-dos-tresmiro. Acabó por irritarme todo cuanto hacia o decía.
Mis doce años llenos de expectativas nuevas la dejaron de lado, preocupados como estaban en pintarse los labios para inventar mejor los besos con los actores de moda o en hablar de cosas adultas, no aptas para menores.
Ella quizá percibió mi rechazo, por eso me dio la espalda y un buen día se fue sin decir palabra. Al poco tiempo yo salí de vacaciones y me olvidé de ella. Así la perdí.
Sólo ahora sé cuánto la extraño y lo mucho que me hace falta. Siento necesidad de buscarla a veces, y a veces, la niña regresa. Aunque se nota que le cuesta reconocerme, sencillamente porque ya no soy la misma de antes. Tengo, sin embargo, el lunar de siempre que me identifica, y mis carcajadas la orientan cuando el viento es favorable.
Ella vuelve, sí, pero se queda afuera, me mira de lejos. Sé que la niña jamás podrá entrar en mi mundo ni la rozará mi cansancio. Nunca llegará a ser tan vieja como para eso, ni yo tan joven como para recuperarla del todo.
***
Cada noche, y hace de eso tantos años que no vale la pena contarlos, cada noche se repiten las tristezas. De dónde vienen, no lo sé; sospecho que llegan de afuera. Yo distingo bien a esas tristezas, inclusive puedo verlas. Empiezan a brotar cargosas como los mosquitos, justo cuando es del todo la noche y se apaga la única luz de la pieza, y allí, en la cama angosta se acuesta, no esta mujer que soy ahora, sino aquella niña de entonces.
Una ventana se abría buscando el aire del patio, donde estaba el jazminero aquel, cayéndose de flores, y a ratos dejaba entrar una ancha franja de luna que pintaba la mitad del mosquitero. Por esa misma ventana se deslizaron tal vez las tristezas; así entraron. Avanzan despacio. Resbalan el zócalo aceitoso. Salteando los paisajes quietos de dos o tres cuadros trepan la pared, formando calles y diminutos caminos. Suben hasta el cielo raso de tela dibujando barcos, mares, una playa que inútilmente intenté hacerla verdosa y poblarla de risas. Quedó siempre fijada en el gris, y habitada de silencio siempre.
De ese modo, jugando con las tristezas, dándole mil formas distintas, acorta las horas, entretiene la espera que le ha desbordado los ojos a la niña. Todos decían lo mismo: ¡Qué enormes tiene los ojos esta chica!, como si estuviera viendo mucho más cosas que el resto, bromeaban. Ni el negro del padre, es curioso, ni el verde tan lindo de la madre, es una lástima. Últimamente se le han puesto de un extraño amarillo los ojos, madurados en la oscuridad de la espera. Nadie mejor que yo conoce el porqué de ese color tan raro. Esperar es el secreto, la oscuridad, el condimento mágico.
Debo esperar el ruido de la llave en la entrada, los pasos duros de papá golpeando el pasillo, deslizándose luego más suaves, a medida que sus remordimientos se acercan a mamá con ojos desvelados en la habitación contigua. Hasta que apenas los oigo. Terminan. Los pasos se apagan exactamente cuando se encienden los reproches, los gritos y los reclamos que se estiran largo rato.
Debe esperar que ocurra eso la niña, que las voces se vayan, que pase la tempestad y vuelva la calma, para aceptar su propio sueño. La pequeña muerte diaria que me libere de esta carga que mis espaldas soportan como un defecto congénito.
Con mi padre llega mi calma. Me dejo estar, me entrego rendida no de juegos, sino de acumulación de cansancio. Me acomodo por fin acurrucándome en la felicidad fugaz y espesa de la burbuja que había yo inventado para dormirme en ella, y dibujar en el sucio una rayuela a la que siempre le faltaba el cielo, y sobre todo, soñar, sí, soñar lo poco que ya me resta de noche, que de verdad soy una niña.
Escucho el angustiado respirar de mi madre, absurdamente joven ella, más joven que la niña, algunas veces, y comprendo a medias -porque nada me es comprensible aún del todo y ni siquiera sospecho todavía que el hombre y la mujer usan la cama para algo más que compartir bonitos sueños-, mis siete años comprenden a medias, que mi padre y esa mujerzuela, como repite mi madre hasta el cansancio, ambos tienen muchísimo que ver con sus desvelos y con mis penas.
No entiendo qué significa mujerzuela, pero algo sucio me huele debe ser, porque a «mujer» le cuelgan unas cuantas letras muy sospechosas. Me hago un lío pensando, llego a la conclusión de que es una mala palabra, como esas que tanto enojan a la abuela cuando se las escucha decir a mi hermano, y a la que no consigo ponerle rostro. Mezcla de madrastra de Blancanieves y perversa bruja de altísimo rodete, que para nada se parece a la tía, tampoco a la abuela, menos a las otras hermanas que tosen cerca o hablan dormidas, aferradas a su inocencia las pobres, ya que juntando sus tres edades, apenas alcanzan a sumar diez años.
Yo soy la mayor. Estoy ahí, escuchándolas dormir y envidiando sus sueños. Casi me parece mentira que ellas puedan dormir en tanto yo espío la llegada detrás de un par de ojos que esperan despiertos, alertas, vigilando el reloj de la mesita, comiéndose la oscuridad. Por eso me crecen un poco cada noche y se me han puesto así últimamente. Hasta hoy guardo el secreto que por vergüenza nunca compartí con nadie: es de tanto comer noche que se me agrandaron los ojos.
El sueño es algo inútil. Me acaricia, me sonríe de lejos. Hago esfuerzos por atraparlo sin conseguir llegar a él. Ahora mismo afuera, el sol ya está como queriendo escaparse de su encierro. Primero saca un rayo, después intenta otro, al rato, un tercero, y el pícaro sueño aún no me quiere venir. Huyó con mi padre y la desconocida y sólo cuando él regrese, me lo traerá de vuelta.
Era la mujer adulta quien no dormía, extrañamente reducida al tamaño de una niña, en la semipenumbra de aquellas noches apenas recortadas por una luz de farol que viene de afuera. Que también después se apaga, cuando suenan las nueve y se escucha el puntual: «Buenas noches, la señora», en la voz inconfundible de Rita. La fiel criada, la incansable Rita; la otra mitad querida de mi pedazo de madre. Un silencio sin apuros va desalojando los últimos: «Hasta mañana y la bendición», somnolientos, que apenas se levantan de las camas. Se mete en cada rincón de la casa como una gran cobija oscura que la tapa por completo. Hasta el perro cierra la boca y se acurruca donde siempre.
En el cuarto compartido sólo quedan el ronroneo del ventilador en el verano o la débil lucecita de la estufa en el invierno, la respiración de mis hermanas y el incesante trajinar de mis tristezas.
Durante el día se juntaban pequeñas cosas y era feliz, como aquella vez de la foto. En un marco de plata las cuatro hermanas se sonríen en escalera, contra un fondo de palmeras nudosas que florecían casi hasta tocar la tierra. La madre quedó fuera del marco. Su morisqueta provocó nuestra risa, mientras papá decía: ¡listo! y apretaba el gatillo de la cámara fotográfica.
Debimos quedarnos allí un poco más, en la inocencia de aquel paisaje tan quieto y repleto de sol que los ojos se aturdían con el brillo. Pero teníamos el compromiso ineludible de crecer, de protagonizar la propia historia. Tuvimos que seguir adelante.
¡Cuánta vida ha corrido desde entonces! Mi memoria se ha puesto flaca para las alegrías con los años. En cambio lo otro persiste, dura más. Acaso nunca se acabe. ¿O será que las alegrías se entristecen con el tiempo? Siempre hay un recuerdo pertinaz entre mis párpados que mi dicha de hoy, por intensa que sea, no llega a distraerlo por completo. Siempre existe un plazo establecido, una angustia que se presenta de repente, una hora marcada por el reloj de alguna iglesia, que de pura casualidad está cerca a mi vida.
Especialmente cuando llueve, y coincide que estoy sola, porque mis hijos ya respiran por su lado, se me da por revivir aquellos recuerdos. Los miro desde mi rincón de mujer adulta con los mismos ojos de entonces, sólo que ahora, en los extremos, envejecen sin remedio, y en vez de crecer se van achicando. En parte por la edad, en parte porque se me terminó la espera.
Comprendo que la niñez de la pequeña se apagó súbitamente, no porque no supiera cuidarla.
Alguien la empujó. Se me resbaló sin yo quererlo y cayó al suelo haciéndose añicos. De entre sus restos elegí el pedazo más grande y lo traje conmigo como un vestido viejo y bello que permanece intacto en el fondo de un baúl. A veces lo reviso y hasta me lo pongo encima. Fascinada me miro al espejo. -No te muevas -le digo a la niña que de pronto aparece con una sonrisa y su delantal a cuadros-. Por favor, no te muevas. A pesar de todo lo que sufrimos juntas, quisiera tenerte en los ojos para el resto de mi vida.
RP Ediciones, 1987.
PRÓLOGO DEL LIBRO
Sobre las páginas que siguen
** Quién sabe si alguna vez -la probabilidad es realmente remota- pueda convencernos la poesía que, puesta a recordar la infancia ya difunta del autor, ignora al niño aún oculto en cada uno de nosotros. Por suerte, las páginas que siguen no le ignoran y ellas son así un puente tendido también hacia la propia infancia del lector. En el camino propuesto por Raquel Saguier, abandonamos muy pronto a los adoradores del calendario, descubrimos que ellos sólo tienen razón a medias: los seres, las cosas y los paisajes de la infancia resisten muy bien eso que el hombre moderno llama madurez y los clásicos preferían llamar «la afrenta de los años». Además, el lenguaje de este libro goza de una propiedad poco frecuente: la simbiosis. La escritura se desentiende aquí de todo lo que no fuese una rápida presentación de situaciones generales y conflictos acaso necesarios y ofrece, entonces y en sí misma, la pintura de un encuentro, el de la mujer adulta y la niña que de alguna manera dicha mujer adulta sigue siendo.
** Si los pensamos desde el punto de vista que acabo de mencionar. Los episodios del libro corren el riesgo de volverse puramente incidentales. Se trataría, sin embargo, de un riesgo que bien puede correr un libro cuando su escritura está puesta al servicio de la magia de los recuerdos y no de los recuerdos como tales. Así, los episodios de La niña que perdí en el circo parecen estar enlazados no tan sólo por los eslabones de la narración sino también por los de la naturaleza simbiótica del lenguaje empleado; pareciera que estas páginas estuviesen ligadas, más aún, soldadas por la llama de un conjuro.
** El conjuro se resume en apenas unas líneas. Una mujer adulta convoca a la niña que ella fue, la niña aparece. Los conflictos de la mujer adulta, sus no-conflictos, en suma, las experiencias de su vida actual, ceden, retroceden ante la aparición de la gran negadora de los años, la infancia aún sentida y vivida en el último santuario posible, la poesía. - J. A. Rauskin
** Si los pensamos desde el punto de vista que acabo de mencionar. Los episodios del libro corren el riesgo de volverse puramente incidentales. Se trataría, sin embargo, de un riesgo que bien puede correr un libro cuando su escritura está puesta al servicio de la magia de los recuerdos y no de los recuerdos como tales. Así, los episodios de La niña que perdí en el circo parecen estar enlazados no tan sólo por los eslabones de la narración sino también por los de la naturaleza simbiótica del lenguaje empleado; pareciera que estas páginas estuviesen ligadas, más aún, soldadas por la llama de un conjuro.
** El conjuro se resume en apenas unas líneas. Una mujer adulta convoca a la niña que ella fue, la niña aparece. Los conflictos de la mujer adulta, sus no-conflictos, en suma, las experiencias de su vida actual, ceden, retroceden ante la aparición de la gran negadora de los años, la infancia aún sentida y vivida en el último santuario posible, la poesía. - J. A. Rauskin
- I -
La niña y yo somos distintas. Ella permanece tal cual la dejé hace tiempo, obstinadamente niña, rubia, quieta y como fragmentada a veces. En cambio a mí se me han aburrido ligeramente los pasos de caminar, se me gastaron las suelas, pero aún estoy viva y al parecer, sigo entera.
Somos distintas la niña y yo y sin embargo, tan parecidas. Hay mucho de su forma de mirar en mis ojos y traje conmigo algunas de sus tristezas. Eran tristezas que le quedaban enormes de grande, que le colgaban como si fueran prestadas, por eso las traje.
Ahora sé que son tristezas tercas, en vano traté de cambiarlas por dicha más tarde; no me aceptaron la oferta. Prefirieron quedarse como estuvieron siempre, sin exigirme otra cosa que algún lugar donde encerrarse. Les di el último cuarto del fondo y de vez en cuando aprovechan la mínima rendija que les dejo abierta para salir, se me escapan en largas filas, y es entonces cuando me duele la lluvia, o el crepúsculo destruyendo a una tarde o el domingo en las calles del centro.
Por suerte tuve tiempo de traerme también su alegría, su espíritu travieso, su risa fácil, por cualquier tontería. Me hace un bien enorme escucharla reír a esa niña, me siento sana otra vez, me limpia.
Fue precisamente la niña quien me enseñó a reír con los ojos, sin que la boca participara del juego y gracias a ella aprendí que pasando por las sucesivas etapas del ahogo, las toses y el asma, uno se puede llegar a morir de risa.
Traje muchas de sus travesuras en mis rodillas, y en más piernas su torpeza con los árboles, y hasta se vino escondida entre rulitos, una horrible cicatriz de viruela. Cuando la descubrí en mi frente, era ya muy tarde para sacarla y allí me quedó y envejeció conmigo.
Conservo uno de sus juguetes, el que más quería. Aquella mutilada muñeca negra que rescaté del lejano basurero una tardecita, después de asegurarme que no había husmeando ningún espía. Le faltan dos o tres dedos, es cierto, y tiene la nariz pelada a causa de un tonto accidente de trenes, que eran dos sillas de mimbre siamesas por la espalda. A pesar de todo, yo la sigo viendo entera y eso me basta.
Mucho antes que Sor Margarita, ella fue mi primera maestra y yo apenas una alumna desatenta. Desde la falda del abuelo me enseñó a pelar el asado de tira como, si fuera una banana y a soplar y soplar la sopa que a menudo llegaba hirviendo, y a revolver rincones ocultos para descubrir secretos. Y una cosa importante: que no existe mejor terapia contra los nervios, que el comerse las uñas cuando se plantea la crisis. Comprobé cuán cierto era, tan relajante como un baño de agua tibia.
En parte la niña fue cruel conmigo. Me obligó a traer en los oídos el reloj que golpeó su madurez prematura noche tras noche, en que la ausencia del padre y el desvelado insomnio de la madre se medían con la repetición de las horas, y éstas tardaban casi tanto en pasar como tardaba la angustia y se estiraba la espera. Aún me dañan los relojes, se me clavan sus agujas...
Juntas fabricamos ilusiones y azúcar con el polvo del ladrillo. En la última primavera vivimos el primer amor del niño de boina verde, que veíamos pasar con ambas manos agarradas de los bastones de hierro. Y enterramos a «Ñata», nuestra perra, en el lugar donde después creció una curiosa planta, que al anochecer soltaba un quejido rarísimo, muy similar a un ladrido.
La niña ya no está conmigo. Estoy separada de ella desde hace tiempo. Desde aquel verano en el circo en que un fuerte dolor de barriga me metió de cabeza en la adolescencia. Su compañía infantil me resultó de pronto tonta, intolerable, desabrida. No tuve más ganas de jugar con ella al descanso ni a la tiquichuela ni al un-dos-tresmiro. Acabó por irritarme todo cuanto hacia o decía.
Mis doce años llenos de expectativas nuevas la dejaron de lado, preocupados como estaban en pintarse los labios para inventar mejor los besos con los actores de moda o en hablar de cosas adultas, no aptas para menores.
Ella quizá percibió mi rechazo, por eso me dio la espalda y un buen día se fue sin decir palabra. Al poco tiempo yo salí de vacaciones y me olvidé de ella. Así la perdí.
Sólo ahora sé cuánto la extraño y lo mucho que me hace falta. Siento necesidad de buscarla a veces, y a veces, la niña regresa. Aunque se nota que le cuesta reconocerme, sencillamente porque ya no soy la misma de antes. Tengo, sin embargo, el lunar de siempre que me identifica, y mis carcajadas la orientan cuando el viento es favorable.
Ella vuelve, sí, pero se queda afuera, me mira de lejos. Sé que la niña jamás podrá entrar en mi mundo ni la rozará mi cansancio. Nunca llegará a ser tan vieja como para eso, ni yo tan joven como para recuperarla del todo.
***
Cada noche, y hace de eso tantos años que no vale la pena contarlos, cada noche se repiten las tristezas. De dónde vienen, no lo sé; sospecho que llegan de afuera. Yo distingo bien a esas tristezas, inclusive puedo verlas. Empiezan a brotar cargosas como los mosquitos, justo cuando es del todo la noche y se apaga la única luz de la pieza, y allí, en la cama angosta se acuesta, no esta mujer que soy ahora, sino aquella niña de entonces.
Una ventana se abría buscando el aire del patio, donde estaba el jazminero aquel, cayéndose de flores, y a ratos dejaba entrar una ancha franja de luna que pintaba la mitad del mosquitero. Por esa misma ventana se deslizaron tal vez las tristezas; así entraron. Avanzan despacio. Resbalan el zócalo aceitoso. Salteando los paisajes quietos de dos o tres cuadros trepan la pared, formando calles y diminutos caminos. Suben hasta el cielo raso de tela dibujando barcos, mares, una playa que inútilmente intenté hacerla verdosa y poblarla de risas. Quedó siempre fijada en el gris, y habitada de silencio siempre.
De ese modo, jugando con las tristezas, dándole mil formas distintas, acorta las horas, entretiene la espera que le ha desbordado los ojos a la niña. Todos decían lo mismo: ¡Qué enormes tiene los ojos esta chica!, como si estuviera viendo mucho más cosas que el resto, bromeaban. Ni el negro del padre, es curioso, ni el verde tan lindo de la madre, es una lástima. Últimamente se le han puesto de un extraño amarillo los ojos, madurados en la oscuridad de la espera. Nadie mejor que yo conoce el porqué de ese color tan raro. Esperar es el secreto, la oscuridad, el condimento mágico.
Debo esperar el ruido de la llave en la entrada, los pasos duros de papá golpeando el pasillo, deslizándose luego más suaves, a medida que sus remordimientos se acercan a mamá con ojos desvelados en la habitación contigua. Hasta que apenas los oigo. Terminan. Los pasos se apagan exactamente cuando se encienden los reproches, los gritos y los reclamos que se estiran largo rato.
Debe esperar que ocurra eso la niña, que las voces se vayan, que pase la tempestad y vuelva la calma, para aceptar su propio sueño. La pequeña muerte diaria que me libere de esta carga que mis espaldas soportan como un defecto congénito.
Con mi padre llega mi calma. Me dejo estar, me entrego rendida no de juegos, sino de acumulación de cansancio. Me acomodo por fin acurrucándome en la felicidad fugaz y espesa de la burbuja que había yo inventado para dormirme en ella, y dibujar en el sucio una rayuela a la que siempre le faltaba el cielo, y sobre todo, soñar, sí, soñar lo poco que ya me resta de noche, que de verdad soy una niña.
Escucho el angustiado respirar de mi madre, absurdamente joven ella, más joven que la niña, algunas veces, y comprendo a medias -porque nada me es comprensible aún del todo y ni siquiera sospecho todavía que el hombre y la mujer usan la cama para algo más que compartir bonitos sueños-, mis siete años comprenden a medias, que mi padre y esa mujerzuela, como repite mi madre hasta el cansancio, ambos tienen muchísimo que ver con sus desvelos y con mis penas.
No entiendo qué significa mujerzuela, pero algo sucio me huele debe ser, porque a «mujer» le cuelgan unas cuantas letras muy sospechosas. Me hago un lío pensando, llego a la conclusión de que es una mala palabra, como esas que tanto enojan a la abuela cuando se las escucha decir a mi hermano, y a la que no consigo ponerle rostro. Mezcla de madrastra de Blancanieves y perversa bruja de altísimo rodete, que para nada se parece a la tía, tampoco a la abuela, menos a las otras hermanas que tosen cerca o hablan dormidas, aferradas a su inocencia las pobres, ya que juntando sus tres edades, apenas alcanzan a sumar diez años.
Yo soy la mayor. Estoy ahí, escuchándolas dormir y envidiando sus sueños. Casi me parece mentira que ellas puedan dormir en tanto yo espío la llegada detrás de un par de ojos que esperan despiertos, alertas, vigilando el reloj de la mesita, comiéndose la oscuridad. Por eso me crecen un poco cada noche y se me han puesto así últimamente. Hasta hoy guardo el secreto que por vergüenza nunca compartí con nadie: es de tanto comer noche que se me agrandaron los ojos.
El sueño es algo inútil. Me acaricia, me sonríe de lejos. Hago esfuerzos por atraparlo sin conseguir llegar a él. Ahora mismo afuera, el sol ya está como queriendo escaparse de su encierro. Primero saca un rayo, después intenta otro, al rato, un tercero, y el pícaro sueño aún no me quiere venir. Huyó con mi padre y la desconocida y sólo cuando él regrese, me lo traerá de vuelta.
Era la mujer adulta quien no dormía, extrañamente reducida al tamaño de una niña, en la semipenumbra de aquellas noches apenas recortadas por una luz de farol que viene de afuera. Que también después se apaga, cuando suenan las nueve y se escucha el puntual: «Buenas noches, la señora», en la voz inconfundible de Rita. La fiel criada, la incansable Rita; la otra mitad querida de mi pedazo de madre. Un silencio sin apuros va desalojando los últimos: «Hasta mañana y la bendición», somnolientos, que apenas se levantan de las camas. Se mete en cada rincón de la casa como una gran cobija oscura que la tapa por completo. Hasta el perro cierra la boca y se acurruca donde siempre.
En el cuarto compartido sólo quedan el ronroneo del ventilador en el verano o la débil lucecita de la estufa en el invierno, la respiración de mis hermanas y el incesante trajinar de mis tristezas.
Durante el día se juntaban pequeñas cosas y era feliz, como aquella vez de la foto. En un marco de plata las cuatro hermanas se sonríen en escalera, contra un fondo de palmeras nudosas que florecían casi hasta tocar la tierra. La madre quedó fuera del marco. Su morisqueta provocó nuestra risa, mientras papá decía: ¡listo! y apretaba el gatillo de la cámara fotográfica.
Debimos quedarnos allí un poco más, en la inocencia de aquel paisaje tan quieto y repleto de sol que los ojos se aturdían con el brillo. Pero teníamos el compromiso ineludible de crecer, de protagonizar la propia historia. Tuvimos que seguir adelante.
¡Cuánta vida ha corrido desde entonces! Mi memoria se ha puesto flaca para las alegrías con los años. En cambio lo otro persiste, dura más. Acaso nunca se acabe. ¿O será que las alegrías se entristecen con el tiempo? Siempre hay un recuerdo pertinaz entre mis párpados que mi dicha de hoy, por intensa que sea, no llega a distraerlo por completo. Siempre existe un plazo establecido, una angustia que se presenta de repente, una hora marcada por el reloj de alguna iglesia, que de pura casualidad está cerca a mi vida.
Especialmente cuando llueve, y coincide que estoy sola, porque mis hijos ya respiran por su lado, se me da por revivir aquellos recuerdos. Los miro desde mi rincón de mujer adulta con los mismos ojos de entonces, sólo que ahora, en los extremos, envejecen sin remedio, y en vez de crecer se van achicando. En parte por la edad, en parte porque se me terminó la espera.
Comprendo que la niñez de la pequeña se apagó súbitamente, no porque no supiera cuidarla.
Alguien la empujó. Se me resbaló sin yo quererlo y cayó al suelo haciéndose añicos. De entre sus restos elegí el pedazo más grande y lo traje conmigo como un vestido viejo y bello que permanece intacto en el fondo de un baúl. A veces lo reviso y hasta me lo pongo encima. Fascinada me miro al espejo. -No te muevas -le digo a la niña que de pronto aparece con una sonrisa y su delantal a cuadros-. Por favor, no te muevas. A pesar de todo lo que sufrimos juntas, quisiera tenerte en los ojos para el resto de mi vida.
.
-II -
.
Nunca me había sentido más cerca del cielo como durante aquellas vacaciones de verano. Quizá porque nuestra casa allí subía muy alto, como si la empujara el viento, trepando verdes y piedras hasta acurrucarse contra el cerro. Tan pegada a las primeras nubes, que parecía estar colgada de ellas.
Para el otro lado, siguiendo cuesta abajo, se caía el pequeño pueblo, que visto desde arriba era un subir y bajar de tejados mohosos dándole vueltas a una ancha plaza, entre manchones de verdes y algunos rosas de lapachos y tanto canto rodado en las calles, que se iban arrastrando a la par de uno, enredados a los pies del caminante.
Yo me aferraba a aquellos veranos como si durante toda la vida los hubiera estado esperando, porque su llegada marcaba el comienzo de una nueva vida para mí. Porque era su calor el que ahuyentaba mis tristezas. Yo podía oír como el sol las aplastaba, el ruido que hacía al marchitarlas. Podía sentir cómo una tras otra se me iban despegando las penas. O acaso era el viento del lago el que las corría, estrellándolas contra las Tres Piedras. Lo cierto es que un buen día ya no estaban. Se habían ido calladitas la boca, así como habían venido.
Cuando el sol nos pegaba de lleno en las caras, tostándolas como si fueran hojas, y ponía chispitas de luz sobre el aire, entonces las tristezas no podían aguantar tanta felicidad y se alejaban deprisa.
Tal vez volvieran a su nido de nuestra casa del centro, que se había quedado sola y a oscuras, metiéndose en los huecos de los roperos o en los cajones sin ropa o debajo de alguna cama vacía. O incluso donde poníamos a secar la ropa cuando llovía, allí muy quietas, esperando nuestro regreso.
Sí, era aquel sol el que me traía la sonrisa de nuevo, y como si un resorte escondido entre sus rayos me empujara, me reía y me reía, mostrando a todo el que quisiera ver mi falta de dientes.
La casa entera contagiada de mi risa también reía, con interminables ecos repitiendo mis carcajadas en los amplios corredores cuadriculados, donde nuestras carreras habían dejado sus marcas.
Incluso la piedra aquella parada al empezar la escalera, siempre tan seria, y que parecía crecer con el tiempo, bueno, hasta esa piedra se salpicaba de sol y reía.
Desde diciembre hasta terminar febrero, la pequeña se sacaba la vieja que llevaba dentro y volvía a ser la niña de los siete años recién cumplidos. Me asalta un soplo de vida por todas partes; estoy más allá de mí misma. Por momentos no me siento yo, sino otra. Otra que podía ser feliz cuanto quería. Otra que puede brincar, esconderse tras los pilares, ser de repente un pájaro o una melodía, estrenando de aquí para allí esa alegría tibia que me regaba el cuerpo como un vestido nuevo en una fiesta de cumpleaños. Y por donde iba mi felicidad, yéndose con ella, mi padre, en un simple estar ahí, que era tanto.
Casi me parecía impasible que de golpe lo hubiéramos recuperado, y me estrujo los ojos muchas veces, como no pudiendo creer lo que veo: papá siempre a mi alcance. Todos los días y todas las noches, papá cerca, a cualquier hora disponible, compartiendo de veras nuestra existencia.
Me hacía tanto bien volver a tener un padre, a sentirme otra vez aquella hija querida cobijada por él como bajo la protección de un techo, cálidamente arropada por sus manos.
Se reanudaban las ceremonias de los besos y las caricias. Nuestros labios volvían a encontrar en mi mejilla aquella ternura única, mezclada con la barba áspera. Su voz volvía a ser íntima y mimosa y sus brazos a tener el hueco calentito donde yo me escondía con cualquier pretexto.
Y cuando los cerros no eran sino noche tupida y las cosas de afuera se habían vuelto invisibles, entonces nos plantábamos a su alrededor como arbolitos para escuchar maravillados sus cuentos. Le salían ríos de palabras por la boca, palabras que mezcladas al olor de las guayabas, formaban parte de mi placer en aquel entonces.
La niña piensa lo mismo que está pensando la madre: que no está todo perdido, que siempre queda un poco de felicidad en algún yerto, que todavía no es demasiado tarde.
***
Mágicamente el tiempo parecía haberse detenido al borde de aquellos veranos que han quedado grabados muy dentro de mí.
Las veredas suben y bajan entre piedras, lagartijas, adioses de personas a quienes no siempre conocemos, y sombras verdosas que se nos van cayendo encima al pasar bajo los árboles.
Por allí vamos nosotros cantando sin saber qué ni por qué, solamente cantando, todos equipados para la aventura del baño, recorriendo el mundo de todos los días a las once de la mañana, justo a esa hora. Nunca más tarde ni más temprano. La familia en pleno llevando su felicidad a cuestas, junto al par de sombrillas, al termo con limonada y los sandwiches de jamón y queso. Papá, mamá y su media docena de hijos que habían sido minuciosamente contados antes de bajar las escaleras. Porque era preciso que fueran siempre seis, tanto de ida como de vuelta. No fuera que por el camino se quedara alguno. Cuatro mujeres y dos varones. Cinco caminando por su propia cuenta y arrastrando el coche del más pequeño.
Nos poníamos en fila india para bajar la barranca, tan en picada y angosta, que nos hacía andar todo el tiempo resbalando. Según mi papá, lo mejor era dejarse llevar por la pendiente sin oponer resistencia. Nos soltábamos entonces, en medio de gritos, apuestas y revolcones, como si aquello hubiera sido un tobogán y nosotros, piedras o equilibristas de circo.
En las partes más altas íbamos viendo pedacitos de lago, y de repente, allá en el fondo, el lago entero bañado de sol, dando volteretas hasta perderse de nuestros ojos. Desde arriba el lago tenía el aspecto de una gran sopa que estuviera sentada sobre el fuego, por aquella especie de humareda saliéndole de todas partes, abrazada luego por un ancho cinturón de arboleda en casi todos los tonos de verde, que iba a terminarse justo donde empezaba a salir el cielo.
En días de viento, las pequeñas olas que traían encima un flequillo de espuma, venían desafiándose desde lejos a quién llegaba primero, dándose una tras otra de cabeza contra la playa. Allí construíamos los castillos feudales, adornados con guirnaldas de camalotes y servilletas de papel haciendo de banderitas. O nos convertíamos en milanesas vivas enterrándonos hasta los pescuezos.
Papá y mamá vigilaban nuestras travesuras desde las reposeras rojas y verdes, cercanos sus cuerpos, intercambiando sonrisas, orgullosos de aquel enjambre de hijos que a cada rato los reclamaban con: mírenme papá mamá cuando me zambullo o cuando hago la plancha o cuánto aguanto debajo del agua.
El sol del mediodía era una bocanada de fuego que nos sorbía la piel igual que si nos tuviera hambre, entonces nos escondíamos de él bajo el techo de las sombrillas, donde de paso devorábamos cuanta cosa de comer había.
Al caer la tarde, cuando el sol entraba a morir en las aguas, pintándolas con llamaradas rojas, levantábamos campamento, regresando padres e hijos, perezosos, lentos, con los rayos rozándonos apenas las doloridas espaldas. Ahora subir esta cuesta resultaba tan difícil como escalar una montaña. Ahora ya no cantaba nadie. Ahora ninguno decía nada. Con los ojos que se nos caían de los párpados y llenos de bostezos y de reflejos dorados, íbamos avanzando despacio, a veces más bien reculando, empacándonos a mitad de camino para preguntar: ¿todavía falta mucho?, sin saber ya ni dónde poner los pies, sin sentirlos siquiera.
Llegábamos sí, pero a duras penas con la lengua afuera y la fuerza justita para que cada cual echara el cuerpo sobre el mueble más a mano. El único que se libraba de aquel calvario por cuotas, era el pequeño privilegiado, que desde hacía un buen rato venía balanceando su sueño, al parecer, encantado del traqueteo.
Cuando la oscuridad se iba arrimando al campo, persiguiendo a la poca luz que le quedaba encima, aquel mundo alborotado se interrumpía de pronto, como si hiciera una pausa para tomar aliento y después seguir, o como si las cosas apostaran a quién callaba más entre ellas. Todo se petrifica a mi alrededor en un silencio que va en aumento; se hincha, ha crecido tanto que termina dominando todos los demás ruidos. Nada se escucha. Sólo el silencio que me traía una sensación de soledad, de campo abandonado, y muchas ganas de llorar también. La tierra ha quedado lacia, como doblada sobre sí misma. Nada se mueve todavía. Todo tan paralizado y quieto que aquello daba la impresión de ser algún funeral colectivo. No por mucho tiempo, porque a la hora de la cena empezaba a desatarse el gran escándalo de chicharras y de grillos y de ladridos que el viento iba llevando y trayendo, llevando y trayendo. Hasta los insectos cantaban círculos alrededor de los focos. Quién iba a pensar que en un pueblo tan chico hubiera tantos ruidos.
Un poco después, con la orden terminante de papá mandándonos a la cama, se terminaba el día. Entonces la niña se acuesta, respirando antes de dormir los olores del campo que acercan las dos ventanas gemelas. Aquel olor penetrante y tibio que no se siente con la nariz sino con todo el cuerpo, oyendo desde la oscuridad la música de su alegría, esa nota dulce y continua que parecía apresurar lentamente el sueño. ¿Cómo se podría hacer para apresar la dicha?, clavarla como si fuera un cuadro en la pared.
Luego bastará cerrar los ojos para que llegue el sueño. Acabaría por dormirme en seguida, mientras voy sintiendo esa vida ancha, serena, fluir con languidez entre mis venas, aquel bienestar cansado del cuerpo que se imponía a cualquier intento rebelde del movimiento. Los brazos, las piernas se sentirán contentos, limpios, agotados, en tanto me duermo, fuertemente agarrada a mi felicidad, me duermo, para no perderla mientras dormía.
En aquella casa colgante era completamente feliz porque volvía a ser una niña. Una niña sin relojes y sin ninguna espera. Tan libre como el pajarito de chaleco azulado que cada día se empeñaba en despertarme con el mismo canto.
Mientras duraba el verano, duraba también la dicha. Después las vacaciones se iban para regresar sólo al año siguiente. ¿Cómo habría que hacer para estar en verano siempre? Las vacaciones deberían durar no meses sino siglos. Porque es tan triste decirle adiós a la dicha, sentir que mi vida se detenía allí, que se acabó mi cielo. Tan triste separarse de los instantes felices volviéndoles la espalda, dejarlos cada vez más lejos, prendidos a los postes del telégrafo, a una polvareda larga que tenazmente nos irá siguiendo, a las vacas que poco a poco terminarían por hacerse manchas, a las casitas retrocediendo hasta desvanecerse, a tantas pequeñas cosas que hacen grande la vida. Todo escapando de mí, huyéndome bajo las ruedas del auto que van desenvolviendo el camino, hasta quedar enterrado allá lejos, donde también quedaría enterrada la niña que en aquellos meses yo había sido, allí donde en vano procuraba ver porque casi ya no se veía, donde los cerros empezaban a ser cielo y mis lágrimas se hacían llanto.
Así todos los años, hasta que un año, un verano, un día, sin sospechar que era el último, el definitivo día, dejamos de ir.
Pronto el otoño arrastrará mi alegría con sus hojas. Pronto detrás de mi ventana seré invierno. Siempre me dio miedo el invierno. Lo siento como un velo oscuro que me tapa el día, el cielo, el sol, a mi padre. Como alguien gris que apagó la lámpara alrededor de la cual constituimos por algunos meses una familia feliz.
Es por eso que necesito alargar este verano, continuar un poco más esta felicidad, seguir teniéndola conmigo hasta el final de mi viaje.
***
La vida nos ha pasado demasiado rápido y ahora somos demasiado mayores. Ya no formamos fila para bañarnos en el lago. Ya no hay risas ni se escuchan gritos. Todo parece estar tan lejos, tan fuera de sitio. Y las tristezas, sin embargo, son las mismas. La casa colgante también. Como si por ella no hubiese transcurrido el tiempo. Como si ni el calor ni el frío pudieran alterarla nunca.
Está ahí, tan semejante a aquellas cosas desvanecidas nunca desvanecidas del todo, que se llaman infancia, en el lugar de siempre, todavía prendida al mismo cerro, la misma piedra tumbada al empezar la escalera dando la impresión de ser un huésped demasiado grande para caber adentro.
La miro al pasar, con nostalgia, con ese vuelco que me da el corazón cada vez que la veo, sólo de lejos, como se miran las cosas que en algún ayer nos pertenecieron y de las que tanto nos cuesta desprendernos. Sus puertas y ventanas abiertas dejan salir voces y rostros extraños. ¿Quién habrá elegido ese sofá, aquella reposera verde, las cortinas café con leche? Nadie familiar. Ningún conocido. Nada más que nuestras huellas demoradas sobre las baldosas y un gran silencio de lo que fuimos... porque definitivamente, irremediablemente la hemos perdido.
A veces quisiera volver atrás, hacia el ayer, a ese tiempo niño que convivió conmigo. A veces quisiera que eso no fuera un imposible. No. No se puede desandar lo andado ni desvivir la historia. Pero apretando los ojos sí puedo. Puedo prolongar las cosas, resucitar personas, un olor, cada sonrisa. Me he encerrado tras los párpados y por entre ellos regreso. Regreso desde otro tiempo donde no hay muerte ni hay edad ni existe la ausencia. Donde sigue siendo verano. Ahí está lo que busco: una niña muy rubia hundida en el abrazo de un hombre joven. Es mi padre con su cara de ayer, con la misma sonrisa. Las cabezas juntándose en un largo silencio, acaso sabiendo que el querer así, tan desde el fondo, está más allá de cualquier palabra.
Hay tanta dulzura en la forma en que las dos miradas se miran, tanta complicidad callada, tan fuerte es la impresión de realidad, que por un momento las siento a ambas respirar en mi pecho. Y hasta llego a no saber cuál de ellas soy yo misma: si esta mujer de ahora o aquella niña de entonces. Duró un instante apenas, ya lo sé. Acaso lo que dura un parpadeo o acaso menos. Pero para mí fue suficiente.
.
Para el otro lado, siguiendo cuesta abajo, se caía el pequeño pueblo, que visto desde arriba era un subir y bajar de tejados mohosos dándole vueltas a una ancha plaza, entre manchones de verdes y algunos rosas de lapachos y tanto canto rodado en las calles, que se iban arrastrando a la par de uno, enredados a los pies del caminante.
Yo me aferraba a aquellos veranos como si durante toda la vida los hubiera estado esperando, porque su llegada marcaba el comienzo de una nueva vida para mí. Porque era su calor el que ahuyentaba mis tristezas. Yo podía oír como el sol las aplastaba, el ruido que hacía al marchitarlas. Podía sentir cómo una tras otra se me iban despegando las penas. O acaso era el viento del lago el que las corría, estrellándolas contra las Tres Piedras. Lo cierto es que un buen día ya no estaban. Se habían ido calladitas la boca, así como habían venido.
Cuando el sol nos pegaba de lleno en las caras, tostándolas como si fueran hojas, y ponía chispitas de luz sobre el aire, entonces las tristezas no podían aguantar tanta felicidad y se alejaban deprisa.
Tal vez volvieran a su nido de nuestra casa del centro, que se había quedado sola y a oscuras, metiéndose en los huecos de los roperos o en los cajones sin ropa o debajo de alguna cama vacía. O incluso donde poníamos a secar la ropa cuando llovía, allí muy quietas, esperando nuestro regreso.
Sí, era aquel sol el que me traía la sonrisa de nuevo, y como si un resorte escondido entre sus rayos me empujara, me reía y me reía, mostrando a todo el que quisiera ver mi falta de dientes.
La casa entera contagiada de mi risa también reía, con interminables ecos repitiendo mis carcajadas en los amplios corredores cuadriculados, donde nuestras carreras habían dejado sus marcas.
Incluso la piedra aquella parada al empezar la escalera, siempre tan seria, y que parecía crecer con el tiempo, bueno, hasta esa piedra se salpicaba de sol y reía.
Desde diciembre hasta terminar febrero, la pequeña se sacaba la vieja que llevaba dentro y volvía a ser la niña de los siete años recién cumplidos. Me asalta un soplo de vida por todas partes; estoy más allá de mí misma. Por momentos no me siento yo, sino otra. Otra que podía ser feliz cuanto quería. Otra que puede brincar, esconderse tras los pilares, ser de repente un pájaro o una melodía, estrenando de aquí para allí esa alegría tibia que me regaba el cuerpo como un vestido nuevo en una fiesta de cumpleaños. Y por donde iba mi felicidad, yéndose con ella, mi padre, en un simple estar ahí, que era tanto.
Casi me parecía impasible que de golpe lo hubiéramos recuperado, y me estrujo los ojos muchas veces, como no pudiendo creer lo que veo: papá siempre a mi alcance. Todos los días y todas las noches, papá cerca, a cualquier hora disponible, compartiendo de veras nuestra existencia.
Me hacía tanto bien volver a tener un padre, a sentirme otra vez aquella hija querida cobijada por él como bajo la protección de un techo, cálidamente arropada por sus manos.
Se reanudaban las ceremonias de los besos y las caricias. Nuestros labios volvían a encontrar en mi mejilla aquella ternura única, mezclada con la barba áspera. Su voz volvía a ser íntima y mimosa y sus brazos a tener el hueco calentito donde yo me escondía con cualquier pretexto.
Y cuando los cerros no eran sino noche tupida y las cosas de afuera se habían vuelto invisibles, entonces nos plantábamos a su alrededor como arbolitos para escuchar maravillados sus cuentos. Le salían ríos de palabras por la boca, palabras que mezcladas al olor de las guayabas, formaban parte de mi placer en aquel entonces.
La niña piensa lo mismo que está pensando la madre: que no está todo perdido, que siempre queda un poco de felicidad en algún yerto, que todavía no es demasiado tarde.
***
Mágicamente el tiempo parecía haberse detenido al borde de aquellos veranos que han quedado grabados muy dentro de mí.
Las veredas suben y bajan entre piedras, lagartijas, adioses de personas a quienes no siempre conocemos, y sombras verdosas que se nos van cayendo encima al pasar bajo los árboles.
Por allí vamos nosotros cantando sin saber qué ni por qué, solamente cantando, todos equipados para la aventura del baño, recorriendo el mundo de todos los días a las once de la mañana, justo a esa hora. Nunca más tarde ni más temprano. La familia en pleno llevando su felicidad a cuestas, junto al par de sombrillas, al termo con limonada y los sandwiches de jamón y queso. Papá, mamá y su media docena de hijos que habían sido minuciosamente contados antes de bajar las escaleras. Porque era preciso que fueran siempre seis, tanto de ida como de vuelta. No fuera que por el camino se quedara alguno. Cuatro mujeres y dos varones. Cinco caminando por su propia cuenta y arrastrando el coche del más pequeño.
Nos poníamos en fila india para bajar la barranca, tan en picada y angosta, que nos hacía andar todo el tiempo resbalando. Según mi papá, lo mejor era dejarse llevar por la pendiente sin oponer resistencia. Nos soltábamos entonces, en medio de gritos, apuestas y revolcones, como si aquello hubiera sido un tobogán y nosotros, piedras o equilibristas de circo.
En las partes más altas íbamos viendo pedacitos de lago, y de repente, allá en el fondo, el lago entero bañado de sol, dando volteretas hasta perderse de nuestros ojos. Desde arriba el lago tenía el aspecto de una gran sopa que estuviera sentada sobre el fuego, por aquella especie de humareda saliéndole de todas partes, abrazada luego por un ancho cinturón de arboleda en casi todos los tonos de verde, que iba a terminarse justo donde empezaba a salir el cielo.
En días de viento, las pequeñas olas que traían encima un flequillo de espuma, venían desafiándose desde lejos a quién llegaba primero, dándose una tras otra de cabeza contra la playa. Allí construíamos los castillos feudales, adornados con guirnaldas de camalotes y servilletas de papel haciendo de banderitas. O nos convertíamos en milanesas vivas enterrándonos hasta los pescuezos.
Papá y mamá vigilaban nuestras travesuras desde las reposeras rojas y verdes, cercanos sus cuerpos, intercambiando sonrisas, orgullosos de aquel enjambre de hijos que a cada rato los reclamaban con: mírenme papá mamá cuando me zambullo o cuando hago la plancha o cuánto aguanto debajo del agua.
El sol del mediodía era una bocanada de fuego que nos sorbía la piel igual que si nos tuviera hambre, entonces nos escondíamos de él bajo el techo de las sombrillas, donde de paso devorábamos cuanta cosa de comer había.
Al caer la tarde, cuando el sol entraba a morir en las aguas, pintándolas con llamaradas rojas, levantábamos campamento, regresando padres e hijos, perezosos, lentos, con los rayos rozándonos apenas las doloridas espaldas. Ahora subir esta cuesta resultaba tan difícil como escalar una montaña. Ahora ya no cantaba nadie. Ahora ninguno decía nada. Con los ojos que se nos caían de los párpados y llenos de bostezos y de reflejos dorados, íbamos avanzando despacio, a veces más bien reculando, empacándonos a mitad de camino para preguntar: ¿todavía falta mucho?, sin saber ya ni dónde poner los pies, sin sentirlos siquiera.
Llegábamos sí, pero a duras penas con la lengua afuera y la fuerza justita para que cada cual echara el cuerpo sobre el mueble más a mano. El único que se libraba de aquel calvario por cuotas, era el pequeño privilegiado, que desde hacía un buen rato venía balanceando su sueño, al parecer, encantado del traqueteo.
Cuando la oscuridad se iba arrimando al campo, persiguiendo a la poca luz que le quedaba encima, aquel mundo alborotado se interrumpía de pronto, como si hiciera una pausa para tomar aliento y después seguir, o como si las cosas apostaran a quién callaba más entre ellas. Todo se petrifica a mi alrededor en un silencio que va en aumento; se hincha, ha crecido tanto que termina dominando todos los demás ruidos. Nada se escucha. Sólo el silencio que me traía una sensación de soledad, de campo abandonado, y muchas ganas de llorar también. La tierra ha quedado lacia, como doblada sobre sí misma. Nada se mueve todavía. Todo tan paralizado y quieto que aquello daba la impresión de ser algún funeral colectivo. No por mucho tiempo, porque a la hora de la cena empezaba a desatarse el gran escándalo de chicharras y de grillos y de ladridos que el viento iba llevando y trayendo, llevando y trayendo. Hasta los insectos cantaban círculos alrededor de los focos. Quién iba a pensar que en un pueblo tan chico hubiera tantos ruidos.
Un poco después, con la orden terminante de papá mandándonos a la cama, se terminaba el día. Entonces la niña se acuesta, respirando antes de dormir los olores del campo que acercan las dos ventanas gemelas. Aquel olor penetrante y tibio que no se siente con la nariz sino con todo el cuerpo, oyendo desde la oscuridad la música de su alegría, esa nota dulce y continua que parecía apresurar lentamente el sueño. ¿Cómo se podría hacer para apresar la dicha?, clavarla como si fuera un cuadro en la pared.
Luego bastará cerrar los ojos para que llegue el sueño. Acabaría por dormirme en seguida, mientras voy sintiendo esa vida ancha, serena, fluir con languidez entre mis venas, aquel bienestar cansado del cuerpo que se imponía a cualquier intento rebelde del movimiento. Los brazos, las piernas se sentirán contentos, limpios, agotados, en tanto me duermo, fuertemente agarrada a mi felicidad, me duermo, para no perderla mientras dormía.
En aquella casa colgante era completamente feliz porque volvía a ser una niña. Una niña sin relojes y sin ninguna espera. Tan libre como el pajarito de chaleco azulado que cada día se empeñaba en despertarme con el mismo canto.
Mientras duraba el verano, duraba también la dicha. Después las vacaciones se iban para regresar sólo al año siguiente. ¿Cómo habría que hacer para estar en verano siempre? Las vacaciones deberían durar no meses sino siglos. Porque es tan triste decirle adiós a la dicha, sentir que mi vida se detenía allí, que se acabó mi cielo. Tan triste separarse de los instantes felices volviéndoles la espalda, dejarlos cada vez más lejos, prendidos a los postes del telégrafo, a una polvareda larga que tenazmente nos irá siguiendo, a las vacas que poco a poco terminarían por hacerse manchas, a las casitas retrocediendo hasta desvanecerse, a tantas pequeñas cosas que hacen grande la vida. Todo escapando de mí, huyéndome bajo las ruedas del auto que van desenvolviendo el camino, hasta quedar enterrado allá lejos, donde también quedaría enterrada la niña que en aquellos meses yo había sido, allí donde en vano procuraba ver porque casi ya no se veía, donde los cerros empezaban a ser cielo y mis lágrimas se hacían llanto.
Así todos los años, hasta que un año, un verano, un día, sin sospechar que era el último, el definitivo día, dejamos de ir.
Pronto el otoño arrastrará mi alegría con sus hojas. Pronto detrás de mi ventana seré invierno. Siempre me dio miedo el invierno. Lo siento como un velo oscuro que me tapa el día, el cielo, el sol, a mi padre. Como alguien gris que apagó la lámpara alrededor de la cual constituimos por algunos meses una familia feliz.
Es por eso que necesito alargar este verano, continuar un poco más esta felicidad, seguir teniéndola conmigo hasta el final de mi viaje.
***
La vida nos ha pasado demasiado rápido y ahora somos demasiado mayores. Ya no formamos fila para bañarnos en el lago. Ya no hay risas ni se escuchan gritos. Todo parece estar tan lejos, tan fuera de sitio. Y las tristezas, sin embargo, son las mismas. La casa colgante también. Como si por ella no hubiese transcurrido el tiempo. Como si ni el calor ni el frío pudieran alterarla nunca.
Está ahí, tan semejante a aquellas cosas desvanecidas nunca desvanecidas del todo, que se llaman infancia, en el lugar de siempre, todavía prendida al mismo cerro, la misma piedra tumbada al empezar la escalera dando la impresión de ser un huésped demasiado grande para caber adentro.
La miro al pasar, con nostalgia, con ese vuelco que me da el corazón cada vez que la veo, sólo de lejos, como se miran las cosas que en algún ayer nos pertenecieron y de las que tanto nos cuesta desprendernos. Sus puertas y ventanas abiertas dejan salir voces y rostros extraños. ¿Quién habrá elegido ese sofá, aquella reposera verde, las cortinas café con leche? Nadie familiar. Ningún conocido. Nada más que nuestras huellas demoradas sobre las baldosas y un gran silencio de lo que fuimos... porque definitivamente, irremediablemente la hemos perdido.
A veces quisiera volver atrás, hacia el ayer, a ese tiempo niño que convivió conmigo. A veces quisiera que eso no fuera un imposible. No. No se puede desandar lo andado ni desvivir la historia. Pero apretando los ojos sí puedo. Puedo prolongar las cosas, resucitar personas, un olor, cada sonrisa. Me he encerrado tras los párpados y por entre ellos regreso. Regreso desde otro tiempo donde no hay muerte ni hay edad ni existe la ausencia. Donde sigue siendo verano. Ahí está lo que busco: una niña muy rubia hundida en el abrazo de un hombre joven. Es mi padre con su cara de ayer, con la misma sonrisa. Las cabezas juntándose en un largo silencio, acaso sabiendo que el querer así, tan desde el fondo, está más allá de cualquier palabra.
Hay tanta dulzura en la forma en que las dos miradas se miran, tanta complicidad callada, tan fuerte es la impresión de realidad, que por un momento las siento a ambas respirar en mi pecho. Y hasta llego a no saber cuál de ellas soy yo misma: si esta mujer de ahora o aquella niña de entonces. Duró un instante apenas, ya lo sé. Acaso lo que dura un parpadeo o acaso menos. Pero para mí fue suficiente.
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Enlace con el ÍNDICE de la versión digital de La niña que perdí en el circo en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
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