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viernes, 19 de febrero de 2010

EL AMOR Y SU SOMBRA.Autor: SANTIAGO DIMAS ARANDA / Edición digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.


EL AMOR Y SU SOMBRA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones Mediterráneo, 1984.
.
. Corría el mes de mayo del año 1977 y me cupo la inmensa fortuna de organizar juntamente con una librería, la semana del re-encuentro con la poesía paraguaya a partir de la generación del 40. En aquel entonces, se me habría un amplio panorama dentro del campo cultural. Pude estar en contacto con casi todos nuestros escritores, y a su vez, permitir al público en general volver a re-encontrarse con el rico universo literario. Hoy estoy convencido que todo aquello fue un punto de partida a muchas manifestaciones posteriores.
. Por esos días conocí a muchos artistas. De la música, de la pluma, de las tablas, y de la plástica. Junto a ellos, los valores del espíritu se proyectaban por encima de todo. Sin embargo, con el pasar de los años, fui descubriendo que aún allí, no podía uno escapar de las miserias humanas: privilegios, diferencias, grupos marginados, «super-estrellas». Que los jóvenes porque eran jóvenes, y los viejos porque eran viejos. Que un escritor no podía pertenecer a una generación determinada porque nunca había hecho vida social.
. Hoy, a pesar de todo sigo admirando a muchos artistas. A los auténticos; a los grandes por su sencillez. A los que han sabido dar su «mano franca». Y, sobre todo, a los que han transmitido sus experiencias como enseñanza y no como propaganda personal.
. Pero siempre existen personas que salvan, que nos redimen: Don Santiago Dimas Aranda. Poeta, narrador, obrero infatigable de la palabra.
Ediciones Mediterráneo, se congratula al poner en las manos de los amantes de la creación literaria, esta novela de Santiago Dimas Aranda.
. «El amor y su sombra», novela premiada en el Concurso Hispanidad 1976, da inicio a la colección de grandes narradores paraguayos, y permite emerger a un talento que ha vencido distancias y olvidos, y reclama un lugar para llegar ante el Jurado definitivo de todo escritor: el público lector.
. Sea usted bienvenido Don Santiago.
JORGE GÓMEZ RODAS - As. 19-Oct.84.

EL AMOR Y SU SOMBRA
Capítulo I
LA INCÓGNITA
-Buenos días, señor, saludó al entrar.
-Buenas... contesté casi asustado. -Y al mirarla, vi mi imagen reflejada en dos lagrimones tensos entre sus párpados-. ¿Qué desea?
* Eran las doce de un día canicular, y gastado en la dura monotonía de las máquinas mi último resto de ganas, me aplastaba contra la madera caliente de mi puerta, tratando de cerrarla.
-¿Qué desea?, repetí.
* Por toda respuesta, sus ojos enrojecidos volvieron a fijarse en mí, y entonces descubrí que algo se quebraba en ellos.
* Vestida de colegiala, había en su pasividad un parentesco angustioso con mi cansancio. Además, la veía vacilar.
-Bien, tome asiento, le dije; usted dirá...
* Y ella se dejó caer sobre la silla, se desabrochó un botón de la blusa, se echó aire con un cuaderno. Siempre callada, paseaba la vista por el interior como inspeccionando el ambiente. Era ése un taller. Yo estaba solo. En verano, mis ayudantes dejaban el trabajo a las once.
* Seguí con la mía la mirada escrutadora de mi cliente. Observaba a mi vez las envejecidas paredes de cal, las mesas de trabajo que ahora encontraba horribles, la puerta que daba al fondo, a mi comedor y dormitorio al mismo tiempo.
-¡Mi padre se está muriendo!, prorrumpió de pronto, y agregó: Mejor dicho, viene muriéndose de a poco, desde hace meses...
* Lanzado al límite de la sorpresa, la miré fijamente mientras murmuraba:
-¿Cómo es eso?
* Pero ella parecía no oírme. Pensé que quizá mi pregunta fuese apresurada. Ahora miraba al techo, y yo empecé a sentir fastidio. Entonces repetí:
-¿Cómo es eso? -y agregué todavía- ¿Está, paralítico?
* Ella meneó la cabeza impaciente.
-Paralítico no, pero tiene muertos los pies, las manos y también la lengua... ¡Es horrible, señor!
* Aquí me desmoralicé. Tan ajeno dolor traído a mí de los pelos me empeoró el humor. Solté la puerta, la que nuevamente se abrió por su propio peso. Mi cliente se abrochó la blusa, mostrando mayor tranquilidad.
* En mi reloj, las doce y diez.
* Habiendo conocido y leído bastante acerca de jovencitas advenedizas, llevadas por incontrolados impulsos, que caen en situaciones de las cuales no siempre salen ilesas, no pude sin embargo evitar que ésta lograra pegárseme con su drama. Apoyándole la mano en el hombro, me atreví a tutearla:
-¿Sos estudiante?
* Y ella, sin inmutarse, me dijo:
-Sí, quinto curso, profesorado normal, -como si expusiese una lección memorizada-.
* Su edad no me resultaba importante en ella, aunque la notase no mayor de los diez y siete. Espigada y de aspecto humilde, parecía desenvuelta. Como los nervios comenzaban a traicionarme, decidí quitármela de encima. Le propuse me acompañara a comer. Así, de paso me cuenta todo, le dije. Y volví a cerrar.
* Habíamos caminado algunas cuadras cuando se me vino a la mente la posibilidad de que se estuviese imaginando conducida por mal camino. Pero resultó que marchábamos por lugares harto conocidos para ella. Me lo manifestó con pueril cinismo, como queriendo desalentar en mí cualquier asomo de duda al respecto. ¿Por qué me veía obligado a continuar, comprometiendo mi precaria paz? Esta pregunta no se me había ocurrido entonces.
* El bar donde habitualmente almorzaba exhibía sobre la avenida su nuevo letrero decorado a la moda, con letras abigarradas de colorido vidrio donde el sol jugaba espléndidamente. Ese letrero expresaba para mí algo que traté de oponer a mi curiosa nueva angustia: «Las Delicias». Poco antes venía pensando que mi cliente se largaría ni bien llegásemos a la puerta. Pero no. Ella empezaba a formar parte de mí. Su inusitada confianza y mi evidente interés se habían confabulado para adosarme al agónico mundo del cual emergía. Me abrí paso entre mesas y parroquianos, ella pegada a mis espaldas.
* Nada parecía quedarme por preguntarle, nada que no resultase anodino. A ella, en cambio, ¿cuánto le quedaría por agregar? Frente a frente, ante una mesa de bar, la comunicación se vio facilitada. Contribuía el hecho de que, arrojados al nivel común de naturales necesidades, nos unía el apetito. Llegó el mozo con una rapidez sólo explicable por la presencia nueva que veía frente a mí; quizá interés o simple curiosidad.
-¿Qué se van a servir?
* Yo tenía planeado el menú:
-Churrascos, ensalada y vino para dos.
* Unos ojos profundamente oscuros me lanzaron un centelleo que debí suponer señal de femenino reproche.
-¿Qué te llevó a buscarme a mí?
-Confianza, suspiró levemente tras una contracción de hombros; siempre suelo verle al pasar, desde el tranvía.
* Me sentí pisando sutiles redes que hacían trepidar mi íntima seguridad. De momento no atiné a continuar. Oportunamente llegó el mozo con los platos y me dispuse a devorar el mío, sin disimulo. Bebí mi vaso de vino y al hacerlo, se me detuvo la vista obligadamente en el decrépito reloj de pared cuya manecilla vacilaba llegando al uno. Me sorprendió el hecho de que, luego de varios meses de ir y venir, de alternar mesas, ventanas y rincones, ahora notaba la falta del minutero, signo de cabal discernimiento de mi parte. A poco, dentro de la caja -más réplica de féretro antiguo que artefacto de relojería-, sonó un tañido semejante a la caída de un tenedor sobre el piso. Habíamos vuelto sobre el tema referente al padre agónico, repasando y repitiéndolo con ánimo de convencidos masoquistas. Y habían surgido de tanto en tanto penosas lagunas incentivadas por mi apatía de calidez vinícola. Todo me parecía estar dicho sin que nada hubiese que yo pudiera hacer por ella. Nada te habría podido prometer. En eso estaba cuando, por entre las rejas de la ventana, de pronto apareció la empolvorada carota del tranvía. Tomaremos el próximo, escuché. ¿El próximo?, lo repetí como en sueño. ¿Queda lejos? Es cuestión de costumbre; a mí me parece un paso...
* Media hora después, lenta y ruidosamente, remontábamos la cuesta de Ciudad Nueva. Todo nos aplastaba: los calientes asientos, la reverberación del pavimento, la vegetación agobiada de sol, el silencio resignado de la gente. ¿Por qué la acompañaba yo? La pregunta no cesaba de acuciarme. «¡Mi madre me va a matar!, me dijo sorpresivamente, mirándome a los ojos, como en son de reproche; también está enferma, ¿sabés? Todos estarán con hambre; yo debo cocinar a mi llegada; si no, nadie come. No sé por qué te mortifico, pero necesito que alguien sepa lo que me pasa».
* Sentí una íntima rebeldía. Esa mujer me golpeaba siendo yo un extraño. Claro que ella parecía no pensarlo así. Después que hubimos comido y bebido juntos, parecía como si todo lo hubiese encontrado resuelto. Al menos, ya no le fue difícil ponerme en la senda de sus propósitos. Me sentía con mucho ardor debido a la canícula y al vino. ¿Qué culpa tenía yo de que me vieras cuantas veces querías, de paso, desde el tranvía? Deseaba pleno afecto a cada palabra de mi incisiva pregunta. Pero, como algunas veces ocurre, yo agresor sufrí el impacto: su indulgente silencio.
* Al darme cuenta de que mi mano se había posado en la suya buscando atenuar el daño, me ensombrecí. Pero tomé esa mano, quizá deliberadamente, y sin poder evitarlo, detuve toda mi atención sobre ella, una mano nerviosa y morena, sugestiva en su abandono y pobreza. Tampoco pude evitar la idea de que mi actitud fuese inconsciente, de que tal vez obedecía al vergonzante deseo de acobardarla. ¿Por qué lo hacía ahora y no momentos antes, en el bar, acompañados del vino oscuro y en tanto charlábamos derrochando oportunidades, hasta el punto de ponernos a perorar sobre la amistad? Entonces, ¡claro!, mi afán por insertarme en la raíz de ese dolor tan próximo a mi sentir solidario nos hundía en absurdas lagunas de angustia, sin que los diminutos regocijos fuesen capaces de salvarnos. Ahora recordaba haberle preguntado si tenía amigos, a lo que me había respondido sabiamente: eso que se llama amigo, no, porque la amistad no es lo que ustedes sienten al descubrir la rodilla de una mujer. ¡Diez y siete años! Pese al vino pude reconocer frente a mí una clara testa capaz de diagnosticarme. Del fondo de la duda, mi remiso amor propio emergió entonces aprobando su confianza y sus esperanzas, las que debí intuir pues nada cierto abrigaba, respecto a ellas, salvo el presentimiento de un nuevo enredo en mi vida de relaciones con esa súbita presencia. Mi amiga, desconocida aún, me conducía a lo suyo con tan inusitada naturalidad que mi mundana astucia nada podía oponer.
* Apretado contra ella simulando huir del sol que se metía por las ventanillas poniendo temperatura de hervor en los asientos, comencé a cargosearla con pueril crueldad, apoyándole la mano confianzudamente en cualquier parte. Esperaba un gesto de rechazo, y observé en cambio un delicado mohín rematado en una sonrisa sin palabras que me desconcertó.
* Ni fácil ni renuente. ¿Me habría equivocado al suponer, juzgando por sus manos, que nuestro itinerario concluiría en los grises trasmuros contiguos al barrio residencial? Desvié mi atención hacia el hueco de la ventanilla, evadiéndome por ella hacia un ayer nunca del todo ausente. A la distancia de varios lustros, al azar, me reencontré con las palabras de un viejo y pintoresco madrileño, mi profesor de filosofía: No os enredéis en lo complejo, repetía; partid de lo simple y hallaréis vuestra verdad sin sobresaltos...
* ¡Qué simples aquellos tiempos en que lo complejo llegaba una sola vez al año, con los exámenes!
* Continuaba en la ventanilla, perdida la vista en el ámbito de mi parco mundo pretérito. La avenida había dejado de serlo entretanto, se angostaba, se achataban las casas, los baldíos crecían en malezas. Si pudiera haberme largado en la primera esquina sin decir adiós. Las vías avanzaban ahora sobre un decrépito empedrado, superviviente gracias al tamaño descomunal de las piedras, negras, abrillantadas por los raudales y las llantas de los carros. Oí de pronto su voz:
-Aquí bajamos.
* En esa esquina, las piedras desaparecían bajo la faz verdinosa de un charco.
-Tenemos que caminar hasta el fondo, me dijo.
* La ayudé a saltar tomándola del brazo, sin dejar de observar el contorno, interesado en averiguar a qué fondo se refería. Desde el mismo empedrado, la maleza tendía su marañosa cortina hasta donde se perdía la vista. Viéndome mirar todo eso como cosa de otro mundo, comentó:
-¿Parece un monte, verdad? Dentro de un año, todo desaparecerá. Ya comienza el loteo. ¿Nunca saliste de la ciudad?
Me causó gracia la ironía contenida en su pregunta con relación a mi origen.
-Crecí lejos de aquí, le dije finalmente; me trasplantaron a la ciudad no hace mucho tiempo.
-¡Cuidado!, hay que saltar aquí. Llovió tanto últimamente; cuando nos mudamos aquí, no estaba este charco inmundo.
* Ya en tierra firme le pregunté qué tal vivían en ese lugar, si estaban contentos, a lo que respondió con una mirada de reproche por no percatarme de su situación. Luego, demostrando comprender la posible razón que habría motivado mi pregunta, agregó: Antes vivíamos en el centro. Me refiero al centro de la ciudad, recalcó, hasta que el banco nos comió la casa. Fue por causa de una deuda que mi padre no pudo pagar. Desde entonces está más enfermo cada día. Empezó con un derrame. Creo que ya no sufrirá mucho tiempo.
* Golpeó los zapatos quitándose el barro. Yo continuaba tomándola del brazo en la seguridad de que así la ayudaba. De pronto, trocando la tristeza por una clara sonrisa, me encaró:
-¿De veras no me creés que siempre te veía al pasar? Sabía que eras el único capaz de ayudarme.
* Tanta naturalidad veía en su cara que no dudé un instante en decirle sí, te creo. Continuaba a su lado envuelto en la magia de su voz quebrada, la que revivía en mí la cadencia de otras voces sofocadas, entre el follaje de mi adolescencia, entre telarañas que aprisionaban mi voluntad y dominaban mi rebeldía.
* El primer bosquecillo que cruzamos, con fuerte olor a deposiciones, nos dio paso hacía un espectáculo sorprendente. En un amplio claro dejado por las primeras corpidas, un enjambre de niños de edad diversa, espaldas curtidas por el sol y el lodo, jugaban a la pelota con una bola de trapo. Al ver a mi compañera, algunos prorrumpieron a gritos:
-¡Adió, señorita Vilma! ¡Adió!
* Creo haberla acompañado en su respuesta saludando con la mano en alto. Sorteábamos los charcos que los niños ensanchaban por diversión desmoronando la tierra y orinando y defecando en los bordes. Unos sin camisa, otros totalmente desnudos, las ropas desempeñaban la función de arcos.
* El más pequeño de los nudistas, bien oscuro, llegó zancajeando tras la pelota de trapo que rodaba hacia nosotros, y al reconocer a mi compañera, paró de golpe.
-¡Miguelí, sinvergüenza; ponete la ropa y vamos a casa!, le increpó ella.
* Sin duda, se trataba de su hermanito. Vilma se apresuró a explicarme cómo apenas ella se ausentaba, él aprovechaba para potrerear a su antojo. Entendí que nadie más podía controlarlo, y lo asocié a la idea de que en la casa todos estarían pendientes de su regreso para probar bocado. Nuevamente se me hizo la sensación de culpa ya antes rechazada.
* Era la una y media de la tarde. Sin comentario, seguimos durante buen trecho cada cual en una de las huellas trazadas por los carros, hundiéndonos de tanto en tanto hasta los tobillos. Sonrió secretamente al sorprenderme explorándola de reojo. Sus bien formados pechos resaltaban dentro del delantal plegado por el viento en el ángulo de su fina cintura. Al salir en una parte despejada donde el pasto, de tan verde, invitaba a revolcarse como lo hubiera hecho Miguelí sin la dura sujeción de la hermana, me fijé por primera vez en sus piernas, bien proporcionadas, y en un rapto de vergonzante nimiedad, detuve la atención en los zapatos bastante gastados que le afeaban los pies. Pienso que lo notó, pues la vi sonreír, y debí aceptar esa sonrisa como un reto a mi apoltronada medianía. Confieso que me sentí aturdido. Esa hubiera sido la oportunidad para ser franco diciéndole cuán incómodo me sentía frente a un compromiso que veía venir sin que lo conociera ni aceptara. Ella, con ademán de insolente dignidad, lanzando la cabellera a la espalda, marchó adelante. Y entonces, herida mi sensibilidad machista, interpreté como que me dejaba en libertad de husmearle nalgas y piernas cuanto quisiera. Y me curé.
* Al rato me di cuenta de que no nos hablábamos a partir del incidente con Miguelí, y ella, como leyéndome el pensamiento, se volvió sonriente hacia mí e inició el diálogo exagerando el tono:
-¿Estás enojado?
-Yo, no.
* No estaba enojado con ella sino conmigo mismo. Debí descuidar toda finura pues no insistió. Sólo me espiaba por el rabillo del ojo con prestado gesto de niña traviesa. Llegamos al siguiente y último bosquecillo donde las chircas chamuscadas saturaban el aire con olor a medicina casera. Hacía varios minutos que caminábamos metidos en la arena sin recorrer más de cinco o seis cuadras. Me detuve a la sombra del primer arbolejo para desalojar de los zapatos la gruesa arena que me lastimaba, cuando Miguelí, pequeño y pardo, trotando por la carretera metros atrás, llegó a nosotros. Al mirarme se puso hosco y tuve que acariciarle la caliente cabecita a fin de disiparle los malos pensamientos. Resultado: toda su confianza de cachorro pueblero se le agolpó en tropel, para arrojarme cantarino: «¿Tené caramelo, señor?». ¡Y qué dolor no tener un caramelo en casos así! Sin coraje para decirle que no, me hurgué los bolsillos tropezando con un par de monedas de diez que, feliz, le deposité en las manitas húmedas y sucias. La hermana observaba la escena con enfado de maestrita fanática:
-Decile gracias al señor, lo obligó.
* Y el parvulito, echándole una blanca ojeada, salió al disparo, de regreso hacia la avenida.
* ¡Miguelí! ¡Miguelí!
* Los gritos de la hermana mayor fueron esta vez francamente inútiles. Miguelí, por cada grito que hería sus espaldas, mayor velocidad imprimía a sus magras piernecillas.
-¡Chiquilín de porquería! Es terrible; ni bien salgo yo y hace lo que se le antoja, rezongó la hermana.
Yo me reí:
-Y ahora que estás presente, también hizo lo que quiso.
* Por primera vez le vi los dientes. Nos reímos, y la paz se hizo de pronto. Era la primera vez que reíamos en casi dos horas, desde que nos hubimos conocido. Tendí la mano buscando la suya, pero esta vez me la negó discreta. Comprendí. Estábamos en «su barrio». Asomaban techumbres por todas partes, entre los árboles. Era ella -me lo dijo luego- nada menos que la señorita maestra de la comunidad, razón de más para que constituyésemos el centro magnético de las miradas. De puro confundido, se me dio por preguntarle su nombre, quizá sólo por cubrir el efecto de mi leve desaire.
* ¿Ya lo olvidaste? ¡Los chicos te lo dijeron en coro!, me replicó.
-¡Claro!, Vilma.
* No lo había olvidado. No era olvido lo que padecía sino algo peor, difícil de comprender.
* Ya entrando al lugar, un viejo y descuidado naranjal circundaba la casa. A pocos pasos, un ternerillo sucio de estiércol berreó al vernos. Enredado de patas entre el cabestro y la maraña de un guayabo chato, clamaba en vano por la madre vaca, prisionera como él y flaca, que se conformaba girando la cabezota a cada berrido. La pobre se nos aproximó cuanto le permitía la soga, meneando con insistencia la cola huesuda y pelechada. Vilma, le acarició la frente protestando condolida: «Seguro que ni agua les habrán dado». Con su ayuda y con algo de la campera destreza que aún me quedaba, sacamos al pequeño de su atolladero. Posteriormente ella me dijo a manera de explicación:
-La compramos para dar leche a papá; no traga más que líquido. -y concluyó-: todavía le debemos plata al vendedor.
* Recordé entonces a la Vilma que vi al medio día, por primera vez. Recordé su voz quebrada al borde del sollozo, su desesperada confianza en mí. Ahora la veía serena, y pensando que mi compañía la confortaba, sonreí enternecido.
* Sumado el orín vacuno al del enfermo desvalido y penosamente despatarrado en su abandono, toda la casa olía a establo. En un rincón opuesto de la misma pieza, bajo gruesas mantas, tiritaba la mujer, hirviendo en sudor palúdico.
-Mamá, éste es el señor que nos va a ayudar, le comunicó la hija, presentándome como a un pollo recién comprado, quietecito entre las dos camas.
-¡Por fin lo conseguiste!, pude o creí entender.
* La voz emergió del montón de cobijas entre castañeteos y quejidos. Y de pronto me sentí la más sensible marioneta. Ignorante del papel que se me asignaba, ya estaba en él; y lo peor, ni me imaginaba si la tan buscada ayuda podía ser de mi alcance. Pero sí estaba seguro de una cosa: allí se me necesitaba. Vilma me condujo a un galpón pajizo, cocina y albergue al mismo tiempo de los más variados objetos. Daba la impresión de que todo ese hacinamiento de cosas en desuso fuese producto de la forzosa mudanza que Vilma me refiriera. Nada más hablamos aún. En tanto yo salía y entraba fumando y cuestionándome, ella se dispuso a fregar cubiertos atendiendo de paso el primus con la cacerola puesta a hervir. Noté que me espiaba los gestos. Al pescarle una de sus ojeadas, disimulé sugiriéndole se cambie el delantal. Te lo vas a manchar, le dije, a lo que contestó con admirable tranquilidad: «Tengo que volver a práctica a las tres». Me quedé a su lado, en silencio, reconociendo la dolorosa verdad contenida en todo cuanto me había dicho. Ahora ya no importaba qué ayuda iba ella a pedirme. Estaba pronto a prestársela. En efecto, me propuse obligarla a entrar en tema. Me impacientaba no saber de su boca para qué me trajo a la casa. Eso le dije apoyándole la mano en la espalda. Pensaba crearle así el clima de confianza que le facilitase decírmelo todo. Me miró simplemente, dándome la impresión de que no me rechazaba por temor a mancharse la blusa. Sin embargo, no veía hostilidad en sus ojos, ni fastidio. Con voz algo turbada, luego de haberle retirado mi mano, me dijo:
-Mamá me pidió que vendiera su máquina de coser, ésa que ves ahí. Está sucia y algo oxidada pero no es muy vieja. Es para comprar remedios, ¿sabés?
* No contesté. Estuve como esperando, como no comprendiéndola. Y súbitamente en guardia mi amor propio, me sentí dañado por la idea de que esa muchacha me confundía con un viejo judío, mi vecino, comprador de chatarras. Con justa molestia me trasladé mentalmente a mi taller. En la puerta de al lado, un oxidado letrero anunciaba: «Compraventa». Jamás había tratado con el anciano compraventero. Sin que nada tuviese contra los judíos en general, los usureros y compraventeros me repelían.
-Ah, continuó algo turbada siempre, también queremos vender la vieja máquina de escribir que está encima.
* Ya predispuesto, más con la imaginación que con la vista, me fijé en el armatoste sobre cuya mesada se apoyaban, además de la obsoleta máquina de escribir, numerosas piezas difíciles de reconocer en medio de la heterogénea dejadez. Y no sé durante cuánto tiempo guardé silencio.
* Duros venían resultándome los ribetes de mi nueva condición de tallerista de máquinas. Especializado y hecho de cierta fama en construir piezas de recambio casi tan perfectas como las originales, supliéndolas con éxito, las máquinas que llegaban a mi taller eran generalmente decrépitas, comercialmente descartadas, y había que devolverlas a la vida útil para que continúen ayudando a matar el hambre de la depauperada clase usuaria. Yo las odiaba, pero también a mí me ayudaban; eran mi pan. Del mismo modo, odiaba mi taller, pero era mi reducto de hombre libre, la dependencia reducida a su mínima expresión.
* La culpa de que fuera mecánico la tenían quienes a los diez años me arrojaron a un taller, entre otras cosas, por sustraerme de mi febril vocación musical. Es que pertenezco a una familia extemporánea, de esas que colocan al músico en una escala apenas superior a la del mendigo que defeca en las veredas.
* Me endilgaron un oficio que me ayudó a vivir aborreciendo todo lo que hacía. Los golpes del martillo me pasaban por el estómago desalojando para siempre a los tañidos del arpa. Si al menos, hiciesen que abandonara mis estudios, quizá, tiempo al tiempo, sin alternativa posible, me hubiera conformado como tantos. Entonces la mecánica sería mi punto de apoyo vital y único. Mas no fue así. Mi padre, rico hacendado al comienzo de mis recuerdos, arruinado después y muerto en los trajines de patriarcales defensas, no dejó fortuna pero sí un apellido vacilante entre la cultura y la presunción. Mi madre, maestra de expoliada juventud, jubilada al cabo con lo estricto para cubrir la vergüenza, tuvo no obstante el coraje de retirarse a una morada amarga donde aprendió a luchar sin remilgos, contando en los peores tiempos con sólo y nada más que la fe puesta en los hijos entre quienes me destacaba por la edad, y sin dejar de evocar su ancestro un solo día, tanto que el aprendiz de mecánica se vio obligado a perseverar en el peregrino afán de redimir el nivel caído.
* Y aconteció un día que el nombre del aprendiz estudiante apareció integrando la lista de los deportados por actos sediciosos para dolor y desconcierto de mi lustrosa familia.
* Arrojado a playas desconocidas, me deslumbraron los ajenos amaneceres. Y fue entonces que el estudiante trepidó y el aprendiz lo salvó del hambre. Pero comenzaron a llover cartas en las que mi madre, temerosa del posible receso, me ordenaba marchar sin desmayos, cueste el hambre que costare, hacia la soñada meta que se me reservaba: la de Doctor.
* Y debí continuar a cualquier precio y sin importar los medios. ¿Quién dijo sacrificio? La vida no valía tanto como el saber, y sobre todo, el título.
* Y estudié, pero mucho más viví. Aprendí de lo estudiado, pero mucho más de lo vivido.
* Por fin, vientos nuevos empujaron mis cansadas espaldas. Y fogosamente impelido, regresé a la tierra de mis dolores, donde la primera en abrazarme fue mi adorada madre. Y la primera en hurgar en mis bolsos buscando el título. Pero mis bolsos traían sólo polvaredas y sudores. Mi vuelta respondía principalmente a la pujanza de nuevos vientos en cuyo torbellino se vaciaron mis afanes académicos ni bien hube pisado el terruño. Mi juventud, macerada según los duros dictados de mi madre, ardió al primer contacto vivo con las multitudes en ascuas. Y entonces, todo lo que me faltaba saber, lo que nunca se aprende por entero de los libros y las aulas, lo aprendí. Era que un torrente humano movido por el fogoso lema de «Libertad o muerte» me arrolló sin remedio, y rodé. Pronto me amalgamé sin embargo, pero hube de continuar rodando.
* Los estribillos callejeros blandían temerarios destellos, y las consignas cubrían todos los muros de la ciudad. Leyendas hechas canciones ascendían a las torres y se columpiaban en los altos andamios.
* Al esgrimir de pronto un emblema de hombres libres, no podía sino sentirme un verídico soldado de mi propia emancipación. Formidables libros me acompañaban ahora y compartían mis utópicas vigilias; libros con títulos de inusitada arrogancia que me insuflaban ansias de asaltar las barreras puestas al pensamiento juvenil por los sanchopanzas de la educación. Y con el alma ahíta de pólvora, me lancé a la conquista de una cultura simple y entera, acorde con mi nueva temperatura.
* ¡Adiós, carrera universitaria! ¡Adiós, vaticinios de mi madre! ¡Adiós, estéril perseverancia por colocarme en la tibia fila de los profesionales obesos!
* Quemé los textos, los apuntes, toda la utilería para sonámbulos, y me aboqué a la elaboración de una sabiduría que fuera mía, sin huellas de manoseos. Ahí tenía puesta mi nueva puntería.
* El taller me lo había armado yo mismo, a fin de subsistir. Y desde ese trampolín pensaba saltar al universo de las luces y la belleza. Compartían mi diminuto aposento desde Victor Hugo hasta Zola, desde Voltaire hasta Kropotkin. Posteriormente, estando en prisión, conocí a Neruda bajo las portadas de Gustavo Adolfo Becker o Rubén Darío, a quienes guardo eterna gratitud por la cobertura.
* Felizmente, aquellas rejas no duraron más de seis meses, y entonces, con mis amados ídolos y un paquete de versos míos bajo el brazo, nuevamente abrí las puertas de mi lírico taller.
* Entre el polvo acumulado sobre la mesita del cuarto recuperé la fotografía de Alba, mi pequeña, ya de cinco años, pues entre todas las ligerezas cometidas, me había casado. No podía precisar cuándo lo hice, pero no olvidaba el hecho de que mi mujer jamás me visitara estando preso. La pesadilla había cesado, pudiendo haber sido yo una de las primeras bajas rebeldes en una lucha sin héroes. A Neruda se le sumaron sucesivamente Vallejo, Guillén, Campos Cervera y una decena de noveles asteroides hispanoamericanos. Entre las viejas máquinas que llegaban a mi taller, algunas ostentaban borrosas calcomanías francesas, induciéndome a revivir en lo hondo al progenitor de los perínclitos duendes de la Corte de los Milagros, mi gran maestro, o imaginar al severo Zola, cubierto de polvo, reconviniéndome desde el estante donde yacía, por mis desviaciones tan próximas al sentimentalismo. Eran puras reminiscencias, ¡claro!, un tanto vergonzantes, últimos rescoldos de idealismo pisoteados por la derrota.
* El fuego, ahora refugiado en el herrumbroso submundo de una poesía consustanciada con las viejas máquinas, me otorgaba el mérito de sobrevivir sin sentirme enteramente descartado, cohabitando en las noches de la patria con la lumbre del candil y las luciérnagas, y soñando con nuevas coyunturas cuyos signos presentía entre la telaraña del silencio.
* Habíamos quedado en que me aparté de Vilma molesto por el papel que me tenía asignado. Al hacerlo le dije:
-Creo que te equivocaste de puerta. El comprador de hierros viejos es mi vecino.
* Vi paralizársele las manos. Luego se le enrojecieron los ojos. Y finalmente, como una niña que busca desahogo, se arrojó sobre mí prorrumpiendo en sollozos:
-Entonces, yo le men-tí a ma-má -tartajeaba de un modo que daba lástima.
* Le puse el brazo en el hombro, le sequé las lágrimas y hasta creo haberla besado en la frente.
-No, aseveré con acento emocionado, no le mentiste a tu mamá...
* Al ratito se secó las mejillas con el dorso de la mano y me sonrió agradecida.
* En tu taller, comenzó diciéndome con algo de duda, pensé que se podría...
-No te preocupes, la interrumpí. Tomé el primus al que faltaba dar bomba; te ayudaré, concluí resuelto; para eso vine, ¿verdad?
* Puse una olla y eché aceite, algo de aderezo y la carne. Jamás vi persona con tanta gratitud en los ojos por tan simples hechos. En cinco minutos, estaba la sopa lista y servida en dos platos: uno para la madre y otro para Miguelí que espiaba metido tras los horcones, quietecito y mudo.
* A su vuelta del cuarto, Vilma puso la leche para el padre, a quien ayudó a beber con calma impresionante. Yo la observaba cada vez más convencido de que no sólo necesitaba y merecía la ayuda de alguien sino, además de que ese alguien debía ser yo.
* Al minuto, ya terminado el almuerzo, Miguelí apareció anunciando la presencia de un fulano, comprador de cierto carro a mulas. Venía con las bestias para llevarlo. Vilma se puso contenta.
-¡Qué suerte!, dijo, él puede ayudamos con las máquinas.
* En efecto, no había más que arremangarse y alzarlas al carro.
* Traqueteábamos venciendo las laderas y el arenal. Miguelí no nos quitaba la vista hasta perder al vehículo detrás de los bosquecillos de chircas.
* Yo evitaba mirar a mi compañera por temor a que fuera descubierta mi recóndita preocupación. Unas máquinas oxidadas y un mueble desvencijado por la humedad ocupaban todo el espacio útil del carro. Nosotros, apretados junto al conductor nos achicábamos cada vez que éste giraba el látigo.
-Lástima de mi papá, dijo Vilma de pronto como pensando en voz alta; se nos va y nos quedamos pelados.
* El duro silencio resultante se llenó de chasquidos. El novel carrero los ensayaba con la lengua en tanto azuzaba a la mula. Lo noté molesto cuando Vilma mencionó la situación en que estaban quedando. La razón de ello hube de saberlo más tarde, y era que el carro y sus arreos iban en pago de pequeños favores en efectivo demandados por la enfermedad, resultando así una pichincha pagada en cuotas. Tal vez el hombre quiso decir «lo siento» pero le salió lo contrario: -Si yo no llevo el carro, lo lleva otro, dijo.
* Y el silencio se tornó de plomo. Entonces caí en la cuenta de que hay enfermos que tardan en morir más de lo conveniente. Por fuerza entré a pensar cuán poco les quedaba por vender. ¿Después, qué harían?
* En ningún momento habíamos hablado con Vilma de lo que pretendía por las máquinas, y a la altura en que habían llegado las cosas, mencionarlo resultaría una torpeza. Entonces mecánicamente extraje la billetera y le entregué una suma. Un adelanto, le dije. Ella me miró a los ojos y tomó el dinero sin atreverse a contarlo. Pasado el momento, me dijo todavía enternecida: «Yo hubiera querido que las negociaras primero».
* Por toda respuesta, la abracé, creo que tiernamente. El carro andaba a paso de tortuga bajo un sol que estallaba sin piedad sobre la bestia uncida «Jheeepyyy», gritaba sudoroso el carrero. Por ahí, la mula agobiada pegó un tirón pataleando en la cuneta cenagosa; tascó luego el freno con violencia y afirmó los remos en las rocas. Estábamos en la avenida. Vilma se levantó de mi lado diciéndome: «Si llego tarde, pierdo puntos; tomaré el tranvía».
* Se apoyó en mi brazo, luego en la vieja máquina de coser y saltó a tierra sin esperar a que el carro parase. Quedé mirándola correr hacia el cordón opuesto, donde, se detuvo gritándome: «¡Hasta pronto, y muchas gracias!»
* Eran como las tres y media de la tarde. En el carro, bajo un sol impío, continué fijos mis ojos en los oxidados hierros, fija la mente en Vilma, tan ajena y próxima a la vez, dándome la impresión de ser un dolorido miembro, algo muy emparentado con mi yo físico. Me sacudí la cabeza como perro acosado, y tomando a mi propia realidad, recordé con fastidio que ese día era sábado, día de pagos, y que el dinero gastado era parte de los haberes debidos a mis ayudantes del taller. Nunca antes les había fallado.
* Al cabo de unas treinta cuadras desembocamos en la calle Brasil. El sol había perdido parte de su poder quemante. Llegado que hubimos frente al taller, pude ver a mis ayudantes apostados en la esquina, escudriñando impacientes las aceras. Como no me esperaban viajando en carro, caminaron a mi encuentro algo remisos. Pero era sábado. Me ayudaron a bajar la curiosa carga. Y al punto, el buen carrero gritó: «¡Jheeepyyy!»
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Enlace al ÍNDICE del libro El amor y su sombra en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
El amor y su sombra
* Capítulo I - La incógnita
* Capítulo II - Mi pequeña Alba
* Capítulo III -La otra cara del tormento
* Capítulo IV - El amor y su sombra
Alias, la muerte y otros cuentos: La muerte / El niño de madera / Nosotros, los otros y la guerra / Mi primo, el coronel /Culebra verde.
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CULETA VERDE (Cuento)
¡Marciaaaanoooo! ¡Marciaaaaanoooo!
Colgadas de las calientes ramas, como, crisálidas, yacían las hojas. El viento era un gusano apenas móvil. Y el grito, flecha sin rumbo, perforaba la sonora siesta de diciembre. ¡Culebrón asqueroso! ¡Si te encuentro, te mato! ¡Marciaaaanoooo! Loca de furia, la vieja gringa repechaba llanos y mañanas en pos del párvulo rebelde, su hijastro, que al alba huía yéndose como bestia al monte. ¡Marciaaanoooo! Quién poblador de la comarca no los conocía. Jugarse la vida por sólo alcanzar una chirimoya por un pichón implume, por unos huevecillos blancos o azules, era cosa común entre nosotros, los de Perulero, Yuquerí, Rojas Potrero. Cuántas veces, en fiestas o vacaciones, habremos destruido por placer el misterio del canto. Pero el de Marciano era un taso de locos. ¡Marciaaanooooo! Él se pasaba todo el tiempo destruyendo. Por eso, le habían aplicado el justo apodo «Mboy jhovy», que el peculiar lenguaje de la gringa tradujo a «Culebrón». Y era que ni la física presencia de la culebra verde le hubiese causado a la vieja tanta desazón como la de Marciano. Y apenas éste se esfumaba, cosa de todos los días, era ella, la gringa, hinchada y roja como naranja agria, la que debía rastrearle las huellas, gritar ¡Marciaaaanooooo!, maldecir sus días y sus noches. Y cuando al culebrón se le antojaba regresar al rancho, ella, la pobre infeliz, apresuradamente debía poner a salvo sus tristes bienes: una silleta, un cántaro, un farol, un viejo gato rengo y una cabrilla tuerta... Tantas cosas nos contaba la gringa de su hijastro cada vez que la veíamos correr enloquecida, vociferando: ¡Marciaaanooooo! Y nos quedábamos pensando que si ella nada tuviese en aquel rancho, sus gritos habrían bastado para llenarlo. A Marciano, el culebrón, que prefería pasar en soledad, espiando nuestros juegos desde el tope de un árbol y escapaba si lo veíamos, tanto le hacían los gritos de la vieja como el silbo de un pájaro o un ladrido en el viento.
Siempre al amparo de algún follaje, siempre en silencio y atisbando, se solazaba viéndola pasar deshecha en gestos y bufidos. El culebrón sin palabras, puñal de piedra en los ojos, le seguía la flaca sombra como siguiendo el paso de la tormenta. Y en el rancho, entre tanto, hipando la borrachera, tumbado aguardaba Jacinto, el padre que le tocó a Marciano. Mascando puchos y maldiciendo, boqueaba con asco, de tanto en tanto, el nombre de la mala estrella, ¡la gringa!, la tan horrible que, oyéndola, ni tragar podía su bocado de mandioca y sal, manjar con que se atoraba el hambre. Se había unido a ella por miedo a la soledad, a poco de haber dejado morir de gusaneras a su primera y parturienta concubina, culpa que no cesaba de expiar días y noches, inmerso en su derrota, lanzando escupitazos de bilis y tabaco.
Al cabo de sus correrías, Marciano regresaba hermético, encascarado en su natural rechazo de niño sin afecto, con la noche como único amparo. Y allí se encontraba con la sombra del padre y el grito de la gringa. Debía verlo y oírla, y acostarse, sepultarse en la jerga y, ¡oh Dios!, continuar soportándolos hasta quedarse dormido. Se le antojaba el estentóreo serruchar de mil cigarras. Para cesar de oírlas, imaginariamente, desesperadamente, apretando los ojos, se sumergía en la hondura nocturna, tras del mágico plañido de algún solitario chochí, misterioso habitante de su territorio de ensueños.
A su ración de amarguras, con frecuencia se añadían los golpes. Cuando Jacinto, enteramente botado por el aguardiente, dejaba de constituir un blanco para las acometidas de la vieja, quedaba él, Marciano, metido en sus trapos. Pero el culebrón, casi adecuado a su condición de bestia indefensa, sólo sentía la parte animal de su dolor. Si bien las noches le traían palos, el alba diabla le devolvía el canto. Al coronarse de claridad los montes, se alzaba un tanto, abría un ojo, escupía todo lo amargo que masticara en medio de la oscuridad, y, con sigilo de culebra verde, hurtándose a su verdad, huía.
Con el pasar estéril de los días, comenzaba a crecerle dentro del enteco cuerpo, como un vacío cada vez más ancho, el miedo. No miedo a los poras y pomberos, miedo real, miedo con cara de vieja despiadada, miedo que venía ocupándole todo el dolorido espacio del alma. Y ya no podía dormir. Sus horas en la casa eran de puro sofocón y sobresalto. A las cansadas, cuando ya el hediondo jergón le mordía las costillas, captaba en la secreta madrugada los signos de la paz, y levantando entonces un poquitín los trapos, le sonreía al alba que lo llamaba al monte.
Y una de esas madrugadas partió resuelto a no volver. Se marchó a vivir con los pájaros, a comer y gritar con ellos, a reírse con la líquida risa de los arroyos, feliz, lejos de la horrible furia gringa. Por las noches... ah, ciertamente no había pensado en las noches. Pero ya se estaba yendo, bebía buchadas, de fragante brisa y a cada empuje de sus magros pies ganaba vida. Concluyó pues que no habría de faltarle un hueco donde amparar el sueño. Entre las ramas, que ya desde lejos veía agitarse como manos verdes, le guiñaba un ojo el niño sol. Los pájaros piaban saludándolo. Marciano levantó los brazos al cielo y lanzó un largo y triste grito.
Su primera jornada de emancipado transcurrió sin problemas. Anduvo de árbol en árbol desbaratando nidos como siempre, persiguiendo pichones y comiendo cuanto de comer ofrece el monte, donde todo es apacible, donde todas las horas se parecen y el sol se acuesta muy temprano. Después, ¡claro! la noche. Llegó la primera, por fin lejos del odio, y Marciano, hizo su cama sobre la hojarasca, y se durmió en tibia paz contando las estrellas que se asomaban entre las ramazones.
Y esa noche, don Jacinto y su doña, al advertir que el niño no regresaba, descubrieron que aún tenían algo en común, las ganas de pelear. Años de encono que el gris beodo guardaba en el gaznate, de pronto fueron vómitos de odio. Al infeliz, por fin se le desanudaba la soga del silencio, y lo fue en una insólita descarga de venenos. ¡Vieja putanga! dijo, y otras porquerías de calibre mayor, abriendo frío río de ira en la cárdena cara de la gringa. Yo también me voy a vivir en el monte, concluyó, con tal de no verte nunca más...
Y ella, como escupida en el rostro, buscando en la violencia brazal toda la fuerza que a las palabrotas faltaba, tumbó de un empellón el catre, rompió de un silletazo el cántaro, y encasquetándose su más hiriente mueca, vociferó llorosa:
-¡Burro! ¡Haragán! ¡Borracho! ¡Canalla! -y todo lo demás que en tales casos cuadra, hasta acabar declarando- ¡ese culebrón de mierda es como tú, tal para cual, faltando solamente que se pongan los dos en pedo y que puteen en dúo...!
En respuesta, volaron las coyundas. Resonancia de cuero enloquecido lastimó la soledosa noche.
-¡Ayayayayayay!
-Ahora te vasa ir a buscarle, perra, y si no le traés, ya podés quedarte nomás a podrirte en el yaboray...
-¡Viejo maldito!
La alcohólica risota de un Jacinto que jamás reía se dilató en la bruma.
Al paso tormentoso de la gringa graznaban en los matorrales pajarracos insomnes, respondiendo a cada grito enloquecido:
-¡Marciaaaanoooo!
Nació el sol. Libre sol. Marciano recorría su vasta residencia forestal, llenándose la insaciable panza de ñangapiryes, ingaes, guaviyues y otras delicias que Natura siembra para golosina de sus elementales hijos.
El mediodía lo sorprendió sin la habitual mandioca salada pero repleto de frutas como un verdadero pájaro. Fue un chato y umbroso pacurí el que pródigamente le ofreciera su último manjar; y como éste apenas iniciaba su etapa de fermento, Marciano solamente sentía ganas de echarse a dormir, de modo que decidió confiar sus breves dimensiones al amparo del generoso arbolejo.
Y fue entonces que algo muy extraño le sucedió. Ni bien el sueño hubo llegado y Marciano abandonaba su entidad corpórea para integrarse al mundo de la fantasía, comenzó a surgir de alguna parte un pequeño y afligente llanto. Se destacaba de entre el haz de voces animales; ni era el plañido del chochí ni el cerruchar de la chicharra ni menos el hondo gemido del guaimíngüé, ni tampoco la risa irritante del venteveo ni mucho menos el metálico responso de la piririta. El pequeño llanto provenía de un niño. Los pulmones de Marciano, ahítos del caliente vaho de las hierbas, resoplaban silbantes. ¡Y lloraba el niño! ¿Dónde?, se agitaba Marciano, ¿dónde? ¡Y lloraba el niño! Muy lejos no podía encontrarse, pues tal era la claridad con que lo oía por momentos que le parecía a punto de verlo.
Atrapado en la telaraña de la pesadilla, daba manotazos, gesticulaba y siseaba, hasta llegar finalmente a verse a sí mismo corriendo, volando, vadeando montes, arroyos... Y soñose llegando a un triste y desolado albergue, más triste aún que el de Jacinto y la gringa, con una sucia hamaca tendida entre dos horquetas, y dentro de ella, en un revoltijo de inmundos trapos, ¡el niño! ¡Un rudimento humano capaz de sacudir con su alarido el monte! Y Marciano entró a inquietarse todavía más al no ver a la madre del pequeño por ninguna parte. ¿Dónde estaría la madre? Buscó afanosamente por los alrededores, llamó: «Señora... señora», y nada.
Por último, a través de los resquicios de las tapias pudo indagar el interior del rancho, y allí, pese a la oscuridad reinante, con asombro pudo entrever, cubierta de gusanos, blancuzca y abultada como un molusco enorme y yerto, el cuerpo de una mujer. Se soñó avanzando, palpando la lechosa sombra, comprobando la monstruosa y verídica presencia, sintiendo una fría tenaza en las rodillas y acabando entregado al frío miedo que lo crispaba entero.
Su propio grito lo despertó, y libre de pesadilla, sonrió. Pero al minuto, hecho ovillo dentro de la piel cetrina, nuevamente quedó atrapado por la magia del sueño, regresando al punto donde lloraba el niño. Esta vez quitó la hamaca de prisa, hizo un lío con ella y el llorón metido dentro y se largó, huyó como él sabía, vadeando montes, arroyos... hasta llegar a un claro que él conocía, bastante próximo al rancho tutelar. Y en ese punto paró porque de pronto la fea cara de la gringa se le incorporó al sueño. Hasta ese momento, ella yacía olvidada, ajena su rugosa imagen de ese mundo exclusivo. Y bien, como al borde gris del sueño suele incubarse la razón, Marciano pudo columbrar la idea de que ni su beodo padre ni la gringa serían capaces de comprender su preocupación por la vida del pequeño, y de que en tanto el hombre se emborrachara, la otra no haría más que darle ratos. ¿Qué podía pues hacer con el niño robado? Bueno, robado no, se dijo, si nomás quería salvarle la vida. ¿Qué haría pues con él? Ya está, se dijo, vas a buscar dos árboles que sirvan de techo contra el sol y la lluvia; en ellos vas a atar la hamaca, y todo arreglado.
Con la preciosa carga a cuestas, echose a trotar en el monte. Y cuando ya se le doblaban las piernas de la fatiga, por fin dio con los árboles apropiados. Eran dos muy bellos. Entretejidos los follajes, formaban entre ambos una tupida techumbre. Los tallos paralelos y limpios ofrecían excelente asidero. Y bajando el envoltorio en tierra, Marciano se dispuso a trabajar. En algo más que un parpadeo, la hamaca estuvo asegurada y el pequeño instalado en su palacio verde. Marciano se soñó muy contento, y de puro feliz lanzó un grito que atravesó la nebulosa del sueño despertándolo. Pero no pudo mantenerse despabilado más que el escaso tiempo que duró un bostezo. Y entonces, achicándose un poco más para evitar el sol, nuevamente se vio zambullido en el raudal de imágenes. Y otra vez lloraba el niño. Lloraba con tantos bríos que el eco repercutía en el monte. Tiene hambre, se dijo Marciano afligido. ¿Es que el hambre puede provocar tanta fuerza? ¡Claro, Marciano; vos lo sabés! Entonces, ¿qué puedo hacer? ¡Ya está! Le robás la cabrita tuerta a la gringa. Sí..., pero, ¿y si el animal se emperra y llora y se descubre el robo, o si niega la leche y el mitaí se muere de hambre? Marciano lloró, primero quedamente, luego con todas sus fuerzas. También lloraba el niño. Y lloraban ambos. Y lloraban los pájaros y los árboles del monte.
¡Marciaaaanooo! ¡Marciaaaanoooo! El grito, flecha sin rumbo, llegó hendiendo la calurosa siesta. Provenía de muy cerca. Marciano sufrió un sacudón pero sus hondos ronquidos continuaron sujetándolo como raíces. No podía despegarse del pequeño que, llora y llora, se le incorporaba gradualmente hasta llegar a fusionársele y ser él mismo, y el pequeño llanto ser el suyo propio y único que le atormentaba el pecho. Y sumido como estaba en tanta angustia, súbitamente sintió en las costillas un furibundo palo que al instante lo volvió a la realidad.
Desaparecido el pequeño llorón, Marciano, enteramente despierto, sentado en cuclillas e inmóvil, todavía sintiendo dentro el pequeño llanto montaraz, todavía reproduciéndosele la imagen de la muerta, vanamente procuraba recordar el rostro de aquel cadáver en tanto los azotes y azotes que le estaban lloviendo le oscurecían la pantalla del sueño. Y llegó finalmente a convencerse de que el pequeño del monte no era más que él, Marciano, de que las lágrimas estaban en sus propios ojos y los dolores en el cuerpo apaleado del único huerfanillo cuya madre fuera aquélla que yacía en la insondable nada, él.
Iluminada de pronto la rudimental razón, una extraña sospecha lo indujo a pensar en su padre, Jacinto, cuya eterna borrachera más parecía una expiación que el simple gusto de embriagarse. Y escupió la sangre que le llenaba la boca maldiciéndolo por primera vez, aunque siempre lo creyese culpable de su desamparo.
En cuanto a la vieja gringa, malandra como fuera, Marciano entraba a vislumbrar la raíz de su inagotable ira, porque..., porque... Y nuevamente caído en sollozos, nuevamente escupiendo sanguaza de la boca partida a golpes, y soportando el ardor de los azotes en plena cara, alzó los ojos hacia la mano que lo golpeaba sin pausa, y tristemente tartajeó:
-Ma... má, ¿ayepa yo no tengo mamá? ¿Ayepa yo me crié con la leche de tu cabra?
A la gringa se le cayó el azote de la mano, y huyó gritando:
-¿Quién te lo dijo, Satanás? ¡Lo sabía todo! ¡Lo sabía todo!
Marciano se levantó renqueando atrozmente y echó a rumbear sobre las huellas de la vieja. El cálido viento le secaba las lágrimas y la sangre del rostro magullado.
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