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martes, 8 de junio de 2010

HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ - MOCEDADES DE AUGUSTO ROA BASTOS (APUNTES DE PREHISTORIA LITERARIA) / Fuente: CRONICAS Y ENSAYOS PARAGUAYOS - TOMO II.


MOCEDADES DE AUGUSTO ROA BASTOS
(APUNTES DE PREHISTORIA LITERARIA)
Ensayo de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
.
MOCEDADES DE AUGUSTO ROA BASTOS
(APUNTES DE PREHISTORIA LITERARIA)

La última Edad Media... creó un género literario aparte
para cantar la prehistoria... de los grandes hombres.
Llamósele «mocedades»; así «Les enfances Guillaume»,
«Las mocedades del Cid».
José Ortega y Gasset

AUGUSTO ROA BASTOS fue alumno del Colegio San José de Asunción. Hacia 1933 él y yo nos hicimos amigos. No en las mismas aulas ni en el mismo patio de recreo, porque él entonces terminaba los cursos primarios y yo andaba en los secundarios, y, por lo tanto, estábamos en alas distintas del gran edificio.
Era una época de exaltación patriótica. Las armas paraguayas ganaban batalla tras batalla en la Guerra del Chaco. Mi iniciación literaria fue por eso «épica». Casi todos los domingos publicaba yo poemas de tema heroico en El Liberal. Era ya «un poeta consagrado», en la sección «Plumas jóvenes» de ese periódico, amparador de inepcias quinceañeras de algunos escritores noveles. De vez en cuando llegaba a El Liberal una carta de Argentina, Chile, Uruguay, en que se felicitaba al autor de los poemas heroicos. Eran cartas de partidarios de la causa paraguaya en el Chaco. El poeta épico no podía menos de sentirse muy satisfecho, sobre todo cuando sus corresponsales creían que él era «un hombre grande», o mejor, un poeta de verdad, no un principiante imberbe.
Una siesta de primavera de 1933 me recuerdo vívidamente caminando con Augusto Roa Bastos por la avenida Colombia (hoy Mariscal López). Íbamos despacio rumbo al Colegio San José. Roa era un adolescente discreto, bien educado, fino, pulcro en extremo. Vestía un traje claro sin una arruga; sus zapatos brillaban. Peinábase el cabello negrísimo y abundante con una raya bien trazada que lo partía en dos secciones desiguales, la de la izquierda muy inferior en volumen a la de la derecha. Me parece estar viéndolo.
Sus ojos grandes, algo melancólicos y de brillo inteligente, lo observaban todo con serena atención. Ahora oteaban el panorama de la avenida bañada en sol esplendoroso. Eran como los ojos de un pintor que trazara croquis mentales para un paisaje futuro. Entre los árboles que daban sombra a las aceras en dos hileras paralelas separadas por la ancha calzada, se destacaban lapachos en flor. Lapachos amarillos y lapachos rosados. En los naranjos municipales, infinitos azahares comenzaban a perfumar la ciudad produciendo en nosotros una suave embriaguez. Fulgían al sol de septiembre los rieles del tranvía y blanqueaban las lajas gastadas de la trotadora sobre la cual los ciclistas de aquel tiempo solíamos ir hasta más allá de la Recoleta. Era la única manera de evitar el arduo empedrado, porque la hermosa avenida no estaba aún asfaltada.
El cielo, muy azul, era aún más azul hacia el confín de aquel paisaje urbano, es decir, sobre la cumbre de la colina allá a lo lejos, donde se erguía un palacete de redondas torres muy estilo belle époque. La avenida, detrás de la colina, se extendía cada vez más arbolada hasta el fin de la ciudad. Pero los ojos no llegaban hasta tan lejos, ni en aquella siesta de 1933. Hoy tampoco.
Ahora Roa Bastos y yo pasamos frente a la residencia de los Battilana Peña. Tras la verja de altas lanzas se ven rosales llenos de rosas blancas, rojas, amarillas. Una hiedra muy verde trepa por altos muros medianeros. Ya estamos cerca de la esquina que hemos de doblar a mano izquierda para andar, calle San José abajo, las dos cuadras que faltan para llegar al colegio. Es entonces cuando Augusto detiene el paso un minuto, clava en mí sus grandes ojos tranquilos en los que advierto cierta timidez, y me hace una revelación importante. ¡Él también escribe versos y me los va a mostrar! Yo, que también he detenido el paso, lo miro con sorpresa y alegría. ¡Tener un amigo poeta era tan insólito en aquella generación de adolescentes bullangueros, dados a deportes violentos y riñas aún más violentas! Pocas veces se ha dado el caso de una generación menos literaria que la nuestra.
Augusto, que como ya dije es bien educado y discreto, para corresponder amablemente a mi gozosa reacción, me dice que ha leído con placer mis versos, que le gustan mucho y que, por eso, está ahora escribiendo un poema en elogio de los míos.
Yo, encantado le pregunto: -Y ¿dónde está ese poema?
-En casa. Pero lo sé de memoria -me responde-. Mejor dicho: sé de memoria lo ya escrito porque no está terminado. Comienza así:
¡Oh, tú que sigues la encantada senda!
Hemos en este punto llegado a la esquina misma, y estamos frente a la casa de balcones bajos en que vive mi tocayo Hugo Ferreira. Doblamos la esquina y tomamos la calle San José. Allá al final de la calle se entrevé, cerrándola, el muro blanco de los Vargas Peña.
¡La encantada senda! En verdad, en aquellos días felices para nosotros, gloriosos para el Paraguay triunfante en el Chaco, cada uno seguía la senda encantada de la adolescencia. (Una senda que pronto se iba a torcer abruptamente y conducirnos a aquel Chaco donde verdeaban ya selvas de laureles).
Mientras Augusto Antonio (estos son sus nombres de pila) recita con voz grave sus bien medidos endecasílabos, ambos, al mismo tiempo columbramos unas maravillosas nubes blancas, aborregadas, con no sé qué reminiscencias de estatuaria griega intuida gracias a un libro de historia antigua -Oriente, Grecia, Roma- que es mi texto en el colegio.
-¡Qué nubes -exclamo yo, no sé si para disimular la grata turbación que en mí suscita el rimado panegírico de mis versos, o realmente maravillado por el hermoso espectáculo. Roa también admira la extraordinaria belleza de las nubes y sus diseños de algodonosos relieves, y, casi extático a su vez exclama:
-¡Qué nubes!
No sé hoy por qué razón nunca obtuve el manuscrito de aquel poema del que sólo recuerdo el primer verso. Tampoco nunca supe qué me anticipaba el futuro gran poeta a lo largo de aquella senda simbólica del primer verso. Mis recuerdos al llegar a este punto se desvanecen como las nubes blancas de aquella siesta remota se disiparon en el añil primaveral.
Pero casi cuarenta años después, todavía recordábamos él y yo las nubes de nuestro asombro adolescente. En 1970, estando Augusto en Buenos Aires y yo aquí, en Riverside, le pedí un prólogo para un nuevo poemario, Palabras de los días, publicado dos años después en Venezuela. Al principio Roa se excusó con su habitual cortesía arguyendo que hacía mucho tiempo que no tenía que ver con versos, que él no los escribía más. Yo insistí.
-«Vos viste» -le escribí- «las mismas nubes sobre la calle San José en contemplación paralela a la mía, hace casi cuarenta años». Roa, que en rigor no es amigo de prólogos propios y ajenos, se sintió desarmado. No pudo resistir este argumento e inmediatamente trazó el hermoso prólogo que hoy lleva el libro.
«Cómo pues resistirme» -dijo en el prólogo- «enemigo como soy de explicaciones fútiles e inútiles frente a la desnudez o al secreto de un texto, a esta "meditación paralela"?» (1).
¡Tanto han podido aquellas nubes en el cielo lejano de la adolescencia!
A sus quince, dieciséis años Augusto era apasionado lector de los poetas clásicos castellanos. Su tío, el culto latinista Monseñor Hermenegildo Roa -el entonces futuro protagonista del cuento «El viejo señor obispo»- tenía entre sus libros de devoción libros de poesía. Pero solamente libros de poesía del Renacimiento y del Barroco.
En el Paraguay de los años treinta pocos leían la literatura del siglo XX. La cultura literaria se había detenido en el siglo XIX. Los poetas a quienes, por ejemplo, don Adolfo Aponte sabía de memoria, eran Espronceda, Bécquer, Campoamor, Núñez de Arce. El hombre de mayor cultura de la generación de 1900 -Manuel de Gondra- había publicado un largo y erudito ensayo para negar originalidad a Rubén Darío. Si esto sucedía entre los intelectuales de lengua española, entre los de lengua francesa, que eran nuestros maestros del Colegio San José, grandes conocedores de letras griegas, latinas y, claro está, francesas, acontecía algo parejo. El Padre Alexis Marcelin Noutz, poeta del Colegio, que sabía de memoria a Horacio, Virgilio y a infinitos poetas franceses, a los que recitaba de continuo, jamás siquiera citaba a Mallarmé, a Verlaine, a Laforgue, a Valéry y mucho menos a Apollinaire o Breton. Su gran cultura literaria se detenía en Vigny, Víctor Hugo, Gautier y los parnasianos.
Roa Bastos era en aquel entonces «clásico». Para él la verdadera poesía de nuestra lengua la habían escrito para siempre los grandes líricos de los siglos XVI y XVII. Con asombrosa facilidad que prefiguraba el talento verbal del autor de Moriencia, Roa dominó cabalmente el lenguaje poético del Renacimiento y del Barroco. Vocabulario, sintaxis, fábulas mitológicas, de todo se apodera Roa hasta convertirse en algo así como en un contemporáneo lírico de Fray Luis, Rioja, Góngora, aunque con tres siglos de retraso. Pero lo más sorprendente en sus poemas era lo que Borges ha llamado «la entonación de los versos», porque aquella entonación era auténticamente arcaica. Su arcaísmo era sincero e inocente. A nadie se le ocurría aconsejarle entonces que estudiase a los poetas vivientes, actuales, como por ejemplo Lugones, Machado, Juan Ramón. (Lorca, Neruda, Alberti, eran desconocidos). El Paraguay estaba en guerra con Bolivia y lo único que entusiasmaba a la gente eran las noticias del Chaco, los partes de las victorias del General Estigarribia y del pueblo en armas. Además, en la formación de un poeta, ¿no es de rigor un buen conocimiento de los clásicos?
Por mucho tiempo perdí contacto con Augusto; los dos partimos para el Chaco y no nos volvimos a ver hasta después de la guerra y dos revoluciones. En 1938 tuve ocasión de leer casi todos los poemas del amigo, copiados por él mismo en cuartillas de prolija, impecable mecanografía.
Escritor fecundísimo, Roa tenía material suficiente para un par de poemarios. -Hay que publicar una selección de estos poemas en El Diario- le dije ya una tarde, en casa de mis padres, Eligio Ayala 384.
Era director de El Diario, Pablo Max Ynsfrán, hombre de gran cultura, poeta en su juventud; ensayista, historiador y futuro editor de las memorias de su amigo el vencedor del Chaco. Yo era el más joven de los redactores del viejo periódico.
-Don Pablo -le dije una mañana en que vociferaban grupos de políticos en las oficinas de El Diario- este amigo mío, Augusto Roa Bastos, es un poeta notable. Escribe como se escribía hace tres siglos, pero lo hace con increíble maestría. Don Pablo Max leyó uno, dos poemas y luego quiso leerse todos los que le traía. Noté que le temblaban las manos; que los ojos negros le chispeaban tras sus lentes norteamericanos. Don Pablo había residido mucho tiempo en Washington, y conocía muy bien a los metaphysical poets, esto es, a contemporáneos ingleses de los modelos de Roa.
-¡Este muchacho es un prodigio! -exclamaba el director- ¡Un caso extraordinario!
En cada poema Ynsfrán detectaba influencias, identificaba algún modelo ilustre.
-¡Notable, notable! -repetía. Yo vi en el brillo intenso de los ojos de aquel hombre diminuto y enérgico, la adivinación de un gran escritor en cierne.
Al domingo siguiente se publicó en El Diario una selección de los poemas de Augusto. Yo mismo cuidé de la composición de la página consagrada al novel escritor. En la literatura paraguaya de la época colonial, siglos XVI y XVII, hay una gran laguna; ausencia de poesía lírica. Ahora en la tercera década del siglo XX, un poeta joven escribía aquella poesía no escrita entonces. Era esta fiel al convencionalismo renacentista: verdes prados, arroyos cristalinos, nieve y rosa en mejillas virginales; campiñas nemorosas y apacibles, trinos de Filomena en altas ramas, y en el silencio de la verde umbría, la queja de unos rústicos rabeles. Todavía recuerdo yo algunos versos, muy pocos, que son estos:

De paso, cantó el ave,
y en su garganta de cristal, el trino,
con acorde argentino,
tembló un instante y desmayó en el grave
silencio, de la tarde que moría...

Había en aquella lírica un prurito de embellecimiento de lo real, una exaltación de las maravillas de un Universo perpetuamente primaveral. (Después de su conversión a la estética de vanguardia, desapareció para siempre de las páginas de Roa el entusiasmo por la belleza del mundo, y el exaltado optimismo de su iniciación).
Habiendo Augusto abandonado sus estudios en el Colegio San José, tenía ahora un empleo en el Banco de Londres y América del Sur. El edificio del banco ocupaba una esquina de la céntrica calle Palma, no lejos de El Diario. Yo solía entrar en el banco, de paso para El Diario, y conversaba con él a través de una ventanilla. Recuerdo un libro enorme en que con su prolija escritura, Roa trazaba guarismos lentamente. Una mañana me dijo con excitación jubilosa: -Estoy leyendo a Juan Ramón Jiménez. Te prestaré después el libro. Es un poeta formidable...
El descubrimiento de Juan Ramón fue un acontecimiento importante en su formación. Solíamos discurrir sobre poesía. Él defendía su posición clasicista; yo, muy «romántico» entonces, con sólo un siglo de retraso estético, criticaba sus tres siglos de arcaísmo. En aquellos días comencé a escribir los poemas del libro Estampas de la guerra; advertía yo que para describir escenas del Chaco debía podar mi anticuada retórica y ejercer una lírica desnuda, ascética, desechando alaridos románticos.
También fue entonces cuando publiqué en La Democracia una epístola en tradicionales tercetos y con fraseología deliberadamente arcaizante. Le puse a la epístola esta dedicatoria: «A un poeta de estilo arcaico». ¿Creía yo que la alusión pasaría inadvertida? No lo recuerdo. La epístola era una parodia amable del léxico y versificación de Roa y exhortaba al poeta aludido pero no nombrado a cambiar de estilo, temas y lenguaje:

El tu arcaico rimar y tu lenguaje
que evocan áureos tiempos y pasados,
a la usanza del siglo son ultraje.

Aquesto dijo porque mis cuidados
nacen del noble afán de ver tu gloria
y tus sueños de artista realizados... (2)

La epístola, pues, decía en endecasílabos, lo que en prosa verbal solía yo repetir a Augusto en aquel tiempo. Estábamos en agosto de 1938. Mi amigo se sintió aludido sin ofenderse en lo más mínimo. Y acaso sobre el mismo pupitre del banco, furtivamente, trazó también en tercetos una respuesta a mi crítica y a mi exhortación. Los tercetos tenían una dedicatoria clara e inequívoca: iban dirigidos a mí, con mi nombre y apellido. El modelo de Roa en que se inspiró la respuesta, no podía ser más ilustre: nada menos que la «Epístola moral a Fabio», atribuida a Francisco de Rioja por Pedro Estala, atribución que entonces Roa no ponía en duda. Augusto agradecía mi consejo con su habitual bondad:

Gracias te doy rendidas noble amigo,
por los consejos que en mi bien me ofreces;

pero él no renunciaría a su forma de poetizar. Sería fiel a su estética actual. No tenía, por otra parte, ambiciones de gloria; no pactaría, pues, con ningún estilo ajeno a su estética:

No quiero yo oropel ni quiero honores,
que escribo sin cuidarme del presente
y del futuro ingrato en sus favores...

Como en el modelo clásico, informaba la epístola de Augusto una filosofía de inspiración estoica. Y terminaba así:

Yo digo con Rioja solamente:
«Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama» (3).

Una semana después apareció en El País otra epístola mía. Comenzaba juguetonamente con una broma impuesta por la rima o una rima impuesta por la broma:

Lo que tus versos dicen, Roa Basto
-perdóname la ese que te omito
y que echo, por licencia en el canasto-
me deja casi exánime y contrito...

y luego volvía a repetir, con nuevas imágenes, mi crítica a su arcaísmo poético tres veces secular:


Esos versos que cual las carabelas
hoy marchan lenta y armoniosamente
con grandes ripios como las estelas,

son ecos del pasado. Otra corriente
de ondas sonoras en las liras canta
que anuncian otro sol en el oriente.

Nueva voz, nuevo cántico levanta,
y vuélvete reformador, forjando
tu lira para la cruzada santa

de abrir otro horizonte nuevo. ¡Cuando
se lucha por abrir senderos
es necesario comenzar cantando! (4)

La exhortación se hacía ahora más vehemente y perentoria demandando la destrucción de la lira arcaizante:


¡Rompe tu lira, y cuando su «cordado»
cruja entre la madera destrozada,
forja una lira nueva! En tu pasado,

quedará como alondra desolada
la musa de tu clásica poesía,
e irradiará en tu mente una alborada
de nuevos versos para el nuevo Día.

Esta vez Augusto reaccionó con energía y se explayó en un chisporroteo de imágenes. Si en la primera epístola la bastaron 28 versos para expresar sus ideas, la segunda le exigió 64:


Permíteme, poeta, que yo guarde
intacta y sin romper mi lira amada,
que quebrar el acero es ser cobarde,

ya que bien dices que es luciente espada
la lira con que cantan los poetas
el triunfante llegar de otra alborada.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo en tanto quiero retrasar mi paso,
que no tengo premuras, y más precio
probar mi lira al son de Garcilaso,

que en «neo-sensible» estilo imitar necio
la jerigonza de las artes nuevas:
el «cubismo», la «jazz» de estruendo recio.

A que a ellas abdique no me muevas
con versos por tu ingenio concertados,
que a errada parte tus afanes llevas:

mi plectro no nació para criado,
y sin fuerzas tampoco para tanto,
puede ya libre en modo nunca usado
rebelde alzar el son de un nuevo canto. (5)

Y, en efecto, Roa ya estaba listo o casi del todo listo, para «alzar el son de un nuevo canto». Ya estaba entonces descubriendo a los más altos poetas de la vanguardia hispánica. Y a él mismo -con Josefina Plá y Hérib Campos Cervera- le tocaría ser uno de los tres renovadores de la poesía de nuestro país.
Y se dio el caso de que a mí, el «crítico» que le había exhortado a superar su arcaísmo literario, me tocara presentarlo un día como a un brillante adalid de la renovación poética en el Paraguay.
En 1946 ejercía yo la cátedra de literatura hispanoamericana en la Escuela de Humanidades de Asunción. Tuve entonces la idea de invitar a los poetas más representativos de la nueva estética a definir su poética y a leer sus propios poemas ante los estudiantes de mi curso y en presencia del Director de la Escuela, Dr. Osvaldo Chaves, profesores de la institución y otros intelectuales entre los que recuerdo al Agregado Cultural de la Embajada Argentina. Y aconteció que frente al Colegio San José, en la residencia de una de mis estudiantes, la señora Asunción Riera de Codas, y muy cerca de aquella calle desde la que «en contemplación paralela» habíamos los dos admirado unas nubes inolvidables una lejana siesta de primavera, Augusto Roa Bastos leyó una brillante disertación sobre la nueva poesía.
La crónica de aquella reunión fue escrita por Roa y publicada en El País el 16 de julio de 1946. En ella, con característica modestia, el gran escritor ni siquiera alude a su propia participación en el acto que definió como de «exclaustramiento cultural». Subraya, sí, la significación de aquel encuentro de universitarios y poetas, y ofrece una síntesis del diálogo en que intervinieron los demás participantes. Pero los que oyeron al poeta, este ya en la plenitud de su talento, aquella tarde de julio de 1946, no olvidarán nunca el ardor de su entusiasmo y la brillantez de su exposición. (6)
Era el fin de sus mocedades. Su prosa deslumbrante prefiguraba ya la del autor de Hijo de hombre y de Yo el Supremo.
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NOTAS
1.- Ver el "Apunte liminar" de A. Roa Bastos en mi libro Palabras de los días, Universidad de Zulia, 1972, pág. 14.
2.- Ver El País, Asunción, 3 de septiembre de 1938. (Al publicar su respuesta, Roa reprodujo el texto de la mía en El País. Por eso cito según El País). 3. Ver El País, del 3 de septiembre de 1938.
4.- Ver El País, del 10 de septiembre de 1938.
5.- Ver El País, del 17 de septiembre de 1938.
6.- Hay tres crónicas de aquellas reuniones literarias, importantes en lo que atañe a la historia del vanguardismo en el Paraguay. La primera de Roa Bastos, del 3 de julio de 1946, en El País, la segunda, mía, es del 5 de julio del mismo año, en La Tribuna. La tercera es de Roa Bastos, ver mi ensayo "Augusto Roa Bastos y El trueno entre las hojas, en mi libro Korn, Güiraldes, Romero y otros ensayos (México: Ediciones de Andrea, 1958), págs. 171-198. En lo que mira a Roa Bastos como renovador de las letras para-guayas, ver mi Historia de la literatura paraguaya (México, Ediciones de Andrea, 1970), págs. 131-136, y el ensayo todavía inédito que aparecerá este año en la Revista Iberoamericana: "Sobre el Vanguardismo en el Paraguay”.
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De: Hugo Rodríguez Alcalá,
pp. 63-73.
Originalmente publicado en Letras de Buenos Aires, N° 3, 1981
.
Fuente: CRONICAS Y ENSAYOS PARAGUAYOS
DE AYER Y HOY – TOMO II (H-Z)

Autora:
TERESA MENDEZ-FAITH
Ilustraciones: CATITA ZELAYA EL-MASRI
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay 2009 (427 a 822 páginas)
.
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Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.

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