LA GATA y QUIERO UN VASO DE AGUA
Cuentos de
Cuentos de
DELFINA ACOSTA
(Enlace a datos biográficos y obras
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DELFINA ACOSTA
Delfina Acosta nació en Asunción en el año 1956, pero vivió hasta los dieciocho años en Villeta. Ha publicado tres libros de poemas: Todas las voces, mujer, La cruz del colibrí y Romancero de mi pueblo. Es integrante de la denominada generación del '80. Obtuvo el segundo premio "Federico García Lorca ", en el año 1998, por su poemario Romancero púrpura, que fue editado ese mismo año con el título de Romancero de mi pueblo.
En narrativa dio a conocer un libro llamado El viaje, que reúne cuentos que obtuvieron premios en concursos literarios. Figura en numerosas antologías. Publica algunos de sus trabajos literarios en la revista dominical del diario ABC Color.
LA GATA
Aquella mañana Blanca Pardini se levantó casi felinamente de la cama-sofá, y fue a la habitación de su tía Jacinta, quien dormía desparramada sobre el lecho. El tufo que expelía la santería amontonada en la esquina de la habitación le hizo estornudar repetidas veces. Las hormigas iban y venían de las latas abiertas de sardinas donde quedaban coágulos de aceite. Esa peregrinación de insectos tenía aire de santidad.
Vivía en una húmeda casa llena de gatos grises, pardos, negros, marrones y blancos, que se lamían las patas a la luz del sol, y se distraían con los ovillos de la lana sobre el piso embaldosado. Un minino sobre una baldosa. Como un juego de ajedrez.
Tanto andar entre gatos, tanto verlos apostarse en las esquinas bajo la luz de las farolas mientras la policía velaba por la seguridad de las cuadras, tanto escuchar sus maullidos que subían de tono con el crepúsculo y decrecían durante los días de tormenta eléctrica, la habían vuelto rara. Y hasta maléfica. No es exagerada esta última expresión para nombrar a una mujer que le sacaba las uñas al novio. Quiso desayunar, pero desdeñó la manteca sobrante ubicada en el fondo de la heladera. Apenas sí probó el jugo de ciruelas acumulado espesamente en el interior de la jarra de vidrio. Cuánto le atrajo la atención el pescado, resto de la abundante cena anterior; se lo devoró de un tirón, valiéndose de las manos para llevarlo a la boca y mordisquearlo nerviosamente. "Cualquiera diría que estoy actuando como un animal. Como un verdadero animal", se dijo, mientras miraba el cielo cubierto por nubes oscuras. Los juanetes y el juicio le avisaban que llovería de un momento a otro. Por fin aquellas calles saturadas de polvo y de pasos cansados formarían pequeños círculos de agua. Chiquitín, el perro ciego (y por esa razón muy mimado) de la casa, empezó a ladrarle. Dale que dale; le ladraba furiosamente: ¡¡guau, guau!! Ella, sintiéndose ofendida, le gritaba: ¡¡Fuera, fuera!! También: ¡¡Shhh!! ¡¡Shhh!! O: ¡¡No seas loco, Chiquitín!! Después, con las mejillas coloradas como si fuera víctima de una repentina fiebre, se sentaba en el mullido sofá y alzaba las piernas para que el perro no le mordiera los píes. El animal, rabiando por no poder morderla, se mordía la cola, y así, flagelándose con crueldad, se dirigía al jardín. Espectáculo extraño, pero igualmente digno de apreciar y admirar. Chiquitín nunca se había portado de esa manera con ella. Le llamó la atención su conducta, que calificó de antipática y revoltosa. "Mocoso de porquería", pensó, y dibujó con la pierna izquierda una patada, dos, tres y cuatro en el espacio. Aquello parecía una simple experiencia artística, pero si llegaba a ejecutarse, sería una cadena de feroces puntapiés al trasero del perro.
Había algo raro en ella. Una desmesura que podría atribuirse a un dolor de cabeza o cosa peor. Algo como no se sabe ni se sabrá nunca. Esa es la probable expresión para calificar aquella actitud extraña de su conducta, antes tan anodina.
Se observó las uñas, que las tenía largas, muy largas, como si fueran postizas, y se preguntó por qué motivo le crecieron hasta ese punto, si ella era una mujer laboriosa que se entregaba diariamente al lavado de las ropas y al barrido de la hojarasca. Apenas clareaba ya estaba con su escoba en la vereda de su casa, y -a veces- en las veredas de los vecinos.
Su tía Jacinta, al levantarse, contó los gatos lentamente. Lo primero que hacía era eso: contarlos. Siete, ocho, nueve... "I,ulú debe estar de farra porque hace días que no lo veo. Flor de macho", pensó. Luego observó a su sobrina.
Tienes los ojos extrañamente verdes -le dijo, y ella fue corriendo a mirarse en el espejo. No. No estaban verdes; pero había como un brillo de puñal en sus pupilas que le daba una apariencia irreal a pesar de que su cara era la misma de todos los días y las noches.
Blanca Pardíni se sentía peligrosa, para rareza suya, aun cuando estaba sentada. Observaba a su tía Jacinta cortar el pan francés en trozos pequeños parecidos a hojas de trébol. Ah... esos trozos de pan empapados con leche que los gatos devoraban en menos que suena la campana de la iglesia le tentaban demasiado. Sentía que sufría horrorosamente.
"¿Me estaré volviendo gata? Por Dios. Por todos los santos del calendario católico", se preguntó, y, para salir de las dudas, maulló, o intentó maullar, pero, según comprobó en el instante, no le salieron más que palabras normales, las de todos los días; frases más o menos usuales: "Qué pesado está el calor, tía Jacinta; parece que va a llover, ¿no es cierto?".
Y su tía Jacinta le respondía con las palabras de siempre, como cuando no tenía nada que decir: "Hace mucho, mucho calor".
Olfateó algo en el ambiente. Se levantó. Pero de pronto, zas, ya no pudo andar en dos pies. Iba de aquí para allá como gateando, como si tuviera cuatro patas. Y maulló.
"Qué se le va a hacer; me he convertido en gata", dijo Blanca Pardini al tiempo que subía sobre el tejado de zinc caliente. La luz del sol caía de lleno sobre su lomo oscuro y brillante.
QUIERO UN VASO DE AGUA
Todo comenzó cuando mi hija Ágata empezó a darme conversación sobre esto y sobre aquello (el clima, los cuidados que necesitan las plantas del jardín durante los días calurosos, el precio impopular de la carne, etc.), y yo me quedé lo más rara. Ella pensó: "Se hace la desentendida". Le pedí que me pasara un vaso de agua, y Ágata, mojando con un beso salivoso mi frente, me dijo que me deshiciera de aquella mirada fija.
Yo le dije: — ¿Qué fijación?". No me escuchó.
"¿Qué fijación?" -me pregunté a mí misma después.
Empezó a hacer calor (era la temporada en que las rosas se arrugaban y las violetas se achicharraban); me llevó a la cama, dio tres golpecitos a la almohada sobre la cual colocó -delicadamente- mi cabeza, y me cubrió desde el vientre hasta los pies con una sábana que olía a polen de flores silvestres. En el jarrón de aluminio había cuatro jacintos sudorosos y una rama florecida de santarrita.
"¡Tráeme un vaso de agua!", empecé a gritar, pero había comenzado a sonar la sirena de la fábrica de agua mineral "Claveland". Mi voz regresó a mi boca apenas hubo salido. Era mediodía.
Debo decirlo: me caía horrible que mi nieta, Constantina, se presentara -a menudo- en mi pieza, levantara mi sábana, y luego desapareciera corriendo.
Un día, al suceder la tarde de noviembre, llegó a la casa Teodosio Panno. Anunció que traía un piano de marca inglesa. Teodosio era un hombre de mediana estatura, tenía la voz de las personas que fuman (él no fumaba), y se llamaba a sí mismo "intelectual". Estaba en inminentes trámites de divorcio y deseaba casarse con Ágata.
Jamás pude entender cómo hicieron los dos empleados de "Mudanzas S.A." para meter el piano a la sala, pues sus puertas apenas alcanzaban para una sola persona. Lo lograron, sin embargo. ¡Y sin que sonara una tecla!
Obtenida la ubicación del instrumento musical en el lugar apropiado, se instaló el reducido público familiar.
Para no ponerse triste, le solicité algún merengue, un chamamé, una salsa o cualquier despelote común y corriente. Teodosio no me hizo caso, y fijando melancólicamente sus ojos en Ágata, interpretó Para Elisa, de Beethoven.
-Me arruina el alma esa maldita música. Es tan triste. Tan..., tan...-supliqué.
-No se emocione demasiado, mujer...-me contestó, y enviando un beso volátil a Ágata, arrancó de los nacarados marfiles del instrumento musical El día que me quieras.
Aunque yo insistía en que deseaba irme porque aquellas notas musicales me quebraban el espíritu y me hacían excesivamente infeliz, Ágata no cesaba de hacerme guiños de complicidad. Pretendía que añadiera más entusiasmo en el aplauso. "El pobrecito de Teodosio se ha tomado el trabajo de traer el piano a la casa para alegrarnos, y tú le devuelves el favor con otra de tus crisis nerviosas", me decía con voz irritada.
-Seguro, seguro. Así se hará -me repetía mi "yerno". Si supiera yo qué diablos era lo que se iba a hacer y lo poco que me importaba que se hiciera o no.
¡Me muero por tomar un vaso de agua! -le grité despiadadamente a mi nieta. Fingía no escucharme. En un momento dado, sintiéndome al borde de la locura, le propiné un bofetón. Esa fue la primera vez que probé mi fuerza derecha en tan inocente criatura. Cayó al suelo golpeándose la sien izquierda. La madre tranquilizó con rapidez a la nena; luego me dio tres píldoras plateadas para dormir.
Pasaron los años. Cuatro en total. El piano se quedó en la sala, al servicio de Constantina, quien aprendió a tocar a Chopin, Agustín Lara y Mozart. Ágata se marchó a vivir con Teodosio en un departamento que visité una sola vez, cuando se realizó la celebración de la boda civil. Mi nieta ocupó la confortable habitación de su madre, incluyendo la cama. Vivía encantada de ponerme de mal humor. Era una fábrica de disgustos, palpitaciones y sufrimientos. Jamás conseguía que me trajera un vaso de agua.
Yo sigo aquí, en un lecho diferente, que huele a jabón de fina marca. Estoy definitivamente atrapada en un universo de esencias aromáticas, figuras perfumadas, fragancias de flores secas, y velas ambientales de todos los tamaños, colores y extrañezas.
Intento conversar con Edelina, la chica de la casa. Le pido un vaso de agua. No me entiende. No hay caso.
Se da el lujo de traer a la empleada doméstica de la residencia de enfrente para cuchichear sobre disparates o ir de una telenovela a otra.
-Quiero ver el noticiero -les reclamo.
-Seguro - me contestan, pero siguen viajando, alegremente, por los canales.
Una vez oí al doctor Melgarejo dar instrucciones a Edelina. "Poca sal. Abundante lechuga. Algo de berro. Y, por sobre todo, no le lleves la contra. Dale la razón en todo. Pobre vieja, aquello que le ha ocurrido ha sido un infierno real. Quedarse muda después de haber visto caer un rayo sobre su marido, que solo cometió el pecado de elevar a las alturas una pandorga. Su caso no es moco de pavo. No, no es moco de pavo, mi reinita. No, no no", repitió varias veces mientras escribía palabras borrascosas en un papel.
-Pero si yo siempre te llevo la corriente, cielito. Además, no da casi trabajo. Es como si no existiera-contestó Edelina, mientras le servía un vaso de agua recién sacado de la heladera al doctor.
Delfina Acosta nació en Asunción en el año 1956, pero vivió hasta los dieciocho años en Villeta. Ha publicado tres libros de poemas: Todas las voces, mujer, La cruz del colibrí y Romancero de mi pueblo. Es integrante de la denominada generación del '80. Obtuvo el segundo premio "Federico García Lorca ", en el año 1998, por su poemario Romancero púrpura, que fue editado ese mismo año con el título de Romancero de mi pueblo.
En narrativa dio a conocer un libro llamado El viaje, que reúne cuentos que obtuvieron premios en concursos literarios. Figura en numerosas antologías. Publica algunos de sus trabajos literarios en la revista dominical del diario ABC Color.
LA GATA
Aquella mañana Blanca Pardini se levantó casi felinamente de la cama-sofá, y fue a la habitación de su tía Jacinta, quien dormía desparramada sobre el lecho. El tufo que expelía la santería amontonada en la esquina de la habitación le hizo estornudar repetidas veces. Las hormigas iban y venían de las latas abiertas de sardinas donde quedaban coágulos de aceite. Esa peregrinación de insectos tenía aire de santidad.
Vivía en una húmeda casa llena de gatos grises, pardos, negros, marrones y blancos, que se lamían las patas a la luz del sol, y se distraían con los ovillos de la lana sobre el piso embaldosado. Un minino sobre una baldosa. Como un juego de ajedrez.
Tanto andar entre gatos, tanto verlos apostarse en las esquinas bajo la luz de las farolas mientras la policía velaba por la seguridad de las cuadras, tanto escuchar sus maullidos que subían de tono con el crepúsculo y decrecían durante los días de tormenta eléctrica, la habían vuelto rara. Y hasta maléfica. No es exagerada esta última expresión para nombrar a una mujer que le sacaba las uñas al novio. Quiso desayunar, pero desdeñó la manteca sobrante ubicada en el fondo de la heladera. Apenas sí probó el jugo de ciruelas acumulado espesamente en el interior de la jarra de vidrio. Cuánto le atrajo la atención el pescado, resto de la abundante cena anterior; se lo devoró de un tirón, valiéndose de las manos para llevarlo a la boca y mordisquearlo nerviosamente. "Cualquiera diría que estoy actuando como un animal. Como un verdadero animal", se dijo, mientras miraba el cielo cubierto por nubes oscuras. Los juanetes y el juicio le avisaban que llovería de un momento a otro. Por fin aquellas calles saturadas de polvo y de pasos cansados formarían pequeños círculos de agua. Chiquitín, el perro ciego (y por esa razón muy mimado) de la casa, empezó a ladrarle. Dale que dale; le ladraba furiosamente: ¡¡guau, guau!! Ella, sintiéndose ofendida, le gritaba: ¡¡Fuera, fuera!! También: ¡¡Shhh!! ¡¡Shhh!! O: ¡¡No seas loco, Chiquitín!! Después, con las mejillas coloradas como si fuera víctima de una repentina fiebre, se sentaba en el mullido sofá y alzaba las piernas para que el perro no le mordiera los píes. El animal, rabiando por no poder morderla, se mordía la cola, y así, flagelándose con crueldad, se dirigía al jardín. Espectáculo extraño, pero igualmente digno de apreciar y admirar. Chiquitín nunca se había portado de esa manera con ella. Le llamó la atención su conducta, que calificó de antipática y revoltosa. "Mocoso de porquería", pensó, y dibujó con la pierna izquierda una patada, dos, tres y cuatro en el espacio. Aquello parecía una simple experiencia artística, pero si llegaba a ejecutarse, sería una cadena de feroces puntapiés al trasero del perro.
Había algo raro en ella. Una desmesura que podría atribuirse a un dolor de cabeza o cosa peor. Algo como no se sabe ni se sabrá nunca. Esa es la probable expresión para calificar aquella actitud extraña de su conducta, antes tan anodina.
Se observó las uñas, que las tenía largas, muy largas, como si fueran postizas, y se preguntó por qué motivo le crecieron hasta ese punto, si ella era una mujer laboriosa que se entregaba diariamente al lavado de las ropas y al barrido de la hojarasca. Apenas clareaba ya estaba con su escoba en la vereda de su casa, y -a veces- en las veredas de los vecinos.
Su tía Jacinta, al levantarse, contó los gatos lentamente. Lo primero que hacía era eso: contarlos. Siete, ocho, nueve... "I,ulú debe estar de farra porque hace días que no lo veo. Flor de macho", pensó. Luego observó a su sobrina.
Tienes los ojos extrañamente verdes -le dijo, y ella fue corriendo a mirarse en el espejo. No. No estaban verdes; pero había como un brillo de puñal en sus pupilas que le daba una apariencia irreal a pesar de que su cara era la misma de todos los días y las noches.
Blanca Pardíni se sentía peligrosa, para rareza suya, aun cuando estaba sentada. Observaba a su tía Jacinta cortar el pan francés en trozos pequeños parecidos a hojas de trébol. Ah... esos trozos de pan empapados con leche que los gatos devoraban en menos que suena la campana de la iglesia le tentaban demasiado. Sentía que sufría horrorosamente.
"¿Me estaré volviendo gata? Por Dios. Por todos los santos del calendario católico", se preguntó, y, para salir de las dudas, maulló, o intentó maullar, pero, según comprobó en el instante, no le salieron más que palabras normales, las de todos los días; frases más o menos usuales: "Qué pesado está el calor, tía Jacinta; parece que va a llover, ¿no es cierto?".
Y su tía Jacinta le respondía con las palabras de siempre, como cuando no tenía nada que decir: "Hace mucho, mucho calor".
Olfateó algo en el ambiente. Se levantó. Pero de pronto, zas, ya no pudo andar en dos pies. Iba de aquí para allá como gateando, como si tuviera cuatro patas. Y maulló.
"Qué se le va a hacer; me he convertido en gata", dijo Blanca Pardini al tiempo que subía sobre el tejado de zinc caliente. La luz del sol caía de lleno sobre su lomo oscuro y brillante.
QUIERO UN VASO DE AGUA
Todo comenzó cuando mi hija Ágata empezó a darme conversación sobre esto y sobre aquello (el clima, los cuidados que necesitan las plantas del jardín durante los días calurosos, el precio impopular de la carne, etc.), y yo me quedé lo más rara. Ella pensó: "Se hace la desentendida". Le pedí que me pasara un vaso de agua, y Ágata, mojando con un beso salivoso mi frente, me dijo que me deshiciera de aquella mirada fija.
Yo le dije: — ¿Qué fijación?". No me escuchó.
"¿Qué fijación?" -me pregunté a mí misma después.
Empezó a hacer calor (era la temporada en que las rosas se arrugaban y las violetas se achicharraban); me llevó a la cama, dio tres golpecitos a la almohada sobre la cual colocó -delicadamente- mi cabeza, y me cubrió desde el vientre hasta los pies con una sábana que olía a polen de flores silvestres. En el jarrón de aluminio había cuatro jacintos sudorosos y una rama florecida de santarrita.
"¡Tráeme un vaso de agua!", empecé a gritar, pero había comenzado a sonar la sirena de la fábrica de agua mineral "Claveland". Mi voz regresó a mi boca apenas hubo salido. Era mediodía.
Debo decirlo: me caía horrible que mi nieta, Constantina, se presentara -a menudo- en mi pieza, levantara mi sábana, y luego desapareciera corriendo.
Un día, al suceder la tarde de noviembre, llegó a la casa Teodosio Panno. Anunció que traía un piano de marca inglesa. Teodosio era un hombre de mediana estatura, tenía la voz de las personas que fuman (él no fumaba), y se llamaba a sí mismo "intelectual". Estaba en inminentes trámites de divorcio y deseaba casarse con Ágata.
Jamás pude entender cómo hicieron los dos empleados de "Mudanzas S.A." para meter el piano a la sala, pues sus puertas apenas alcanzaban para una sola persona. Lo lograron, sin embargo. ¡Y sin que sonara una tecla!
Obtenida la ubicación del instrumento musical en el lugar apropiado, se instaló el reducido público familiar.
Para no ponerse triste, le solicité algún merengue, un chamamé, una salsa o cualquier despelote común y corriente. Teodosio no me hizo caso, y fijando melancólicamente sus ojos en Ágata, interpretó Para Elisa, de Beethoven.
-Me arruina el alma esa maldita música. Es tan triste. Tan..., tan...-supliqué.
-No se emocione demasiado, mujer...-me contestó, y enviando un beso volátil a Ágata, arrancó de los nacarados marfiles del instrumento musical El día que me quieras.
Aunque yo insistía en que deseaba irme porque aquellas notas musicales me quebraban el espíritu y me hacían excesivamente infeliz, Ágata no cesaba de hacerme guiños de complicidad. Pretendía que añadiera más entusiasmo en el aplauso. "El pobrecito de Teodosio se ha tomado el trabajo de traer el piano a la casa para alegrarnos, y tú le devuelves el favor con otra de tus crisis nerviosas", me decía con voz irritada.
-Seguro, seguro. Así se hará -me repetía mi "yerno". Si supiera yo qué diablos era lo que se iba a hacer y lo poco que me importaba que se hiciera o no.
¡Me muero por tomar un vaso de agua! -le grité despiadadamente a mi nieta. Fingía no escucharme. En un momento dado, sintiéndome al borde de la locura, le propiné un bofetón. Esa fue la primera vez que probé mi fuerza derecha en tan inocente criatura. Cayó al suelo golpeándose la sien izquierda. La madre tranquilizó con rapidez a la nena; luego me dio tres píldoras plateadas para dormir.
Pasaron los años. Cuatro en total. El piano se quedó en la sala, al servicio de Constantina, quien aprendió a tocar a Chopin, Agustín Lara y Mozart. Ágata se marchó a vivir con Teodosio en un departamento que visité una sola vez, cuando se realizó la celebración de la boda civil. Mi nieta ocupó la confortable habitación de su madre, incluyendo la cama. Vivía encantada de ponerme de mal humor. Era una fábrica de disgustos, palpitaciones y sufrimientos. Jamás conseguía que me trajera un vaso de agua.
Yo sigo aquí, en un lecho diferente, que huele a jabón de fina marca. Estoy definitivamente atrapada en un universo de esencias aromáticas, figuras perfumadas, fragancias de flores secas, y velas ambientales de todos los tamaños, colores y extrañezas.
Intento conversar con Edelina, la chica de la casa. Le pido un vaso de agua. No me entiende. No hay caso.
Se da el lujo de traer a la empleada doméstica de la residencia de enfrente para cuchichear sobre disparates o ir de una telenovela a otra.
-Quiero ver el noticiero -les reclamo.
-Seguro - me contestan, pero siguen viajando, alegremente, por los canales.
Una vez oí al doctor Melgarejo dar instrucciones a Edelina. "Poca sal. Abundante lechuga. Algo de berro. Y, por sobre todo, no le lleves la contra. Dale la razón en todo. Pobre vieja, aquello que le ha ocurrido ha sido un infierno real. Quedarse muda después de haber visto caer un rayo sobre su marido, que solo cometió el pecado de elevar a las alturas una pandorga. Su caso no es moco de pavo. No, no es moco de pavo, mi reinita. No, no no", repitió varias veces mientras escribía palabras borrascosas en un papel.
-Pero si yo siempre te llevo la corriente, cielito. Además, no da casi trabajo. Es como si no existiera-contestó Edelina, mientras le servía un vaso de agua recién sacado de la heladera al doctor.
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Fuente:
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QR Producciones Gráficas S.R.L.,
Diciembre, 2002 (210 páginas).
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