EL OMNISCIENTE
ALGO MÁS QUE UN PUNTO DE VISTA
ALGO MÁS QUE UN PUNTO DE VISTA
Artículo de
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“Portate bien, porque Él te está mirando”, es la advertencia que solemos escuchar de niños, refiriéndonos a Ese personaje omnisciente que todo lo ve, que todo lo sabe. A veces, cuando nadie nos ve —excepto Él—, hablamos en voz alta para que no se le escapen los detalles. Pero no solamente hablamos en voz alta, sino que también —seamos sinceros, nadie nos está mirando—, adquirimos la postura de alguien que presupone que otro lo supone. Parece un amasijo de palabras a lo Borges, en “Ruinas circulares”, pero veamos si tiene sentido o no.
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En nuestras creencias religiosas, sueños y deseos, en toda nuestra proyección existencial solemos actuar, representar algo para otro como si ese otro estuviera presente, bajo una poderosa inercia que actúa en función de la idea cuasiobsesiva de ser mirados. De hecho hay un tácito impulso que nos lleva a actuar como si alguien pudiera estar viéndonos, actitud que, aun siendo generalizada en la sociedad, no es aceptada como correcta por el común de la gente, y que la psiquiatría diagnostica a veces como paranoia o esquizofrenia, nunca como síntoma de una expresión necesaria de sana extroversión o de catarsis.
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En tal caso, muchos psicólogos recomiendan el hablar uno consigo mismo, y prestan sus oídos y su visión de ser superior para tratar de resolver nuestros problemas. Además, cuando decimos comúnmente: voy a ver al sicólogo, mentimos. Vamos al psicólogo, no para verlo, sino para que él nos vea. Él lo sabe, decimos a Dios, con un mea culpa, cuando nos arrepentimos de algo o cuando nadie más nota nuestros sacrificios. Desde el Cielo me está viendo, nos consolamos ante la muerte. ¿Sabías que el vecino de enfrente me filma desde su ventana?, comenta una joven a otra, revelando la perversión sexual del vecino —o su propio pecado de vanidad—. También está el caso recurrente de los niños pequeños con sus miedos, que creen ser mirados por sus muñecos: ¡Mamá, tengo miedo de Barney! O una versión menos infantil y más patética: ¡Mamáááá, Chucky abrió los ojos y trae un cuchillo!
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Como estos, hay cientos de ejemplos con los que podemos comprobar nuestra fascinación de mirar y ser mirados por personas hipotéticas, y por sobre todo, de tener de un modo más o menos consciente, el hábito de imaginarnos algún personaje que todo lo ve.
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En la literatura podemos encontrar a un ser que nos está relatando la historia, descubriéndonos su cosmovisión como si lo viera todo desde un lugar más alto: el omnisciente. Este carácter psicológico y existencial, llega a través de una voz narrativa, que cruzando la dimensión material de camino a nuestro entendimiento se transforma también en otro ojo.
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Es evidente y natural que el ser humano se sienta tentado de mirar y ser mirado, y que además llegue a experimentar una realización en ello. Nos llena la satisfacción de ser descubiertos, cuando la necesidad vanidosa del exhibicionismo actúa por instinto. O nos llena de vergüenza o temor, cuando la mirada del otro —según Sartre—, mata nuestro ser puro y nos objetiviza. Por algo solemos caer en depresión cuando pasamos cierto tiempo viviendo aislados. Pero la negación de sí mismo, no es negarnos a nosotros la mirada; es negar la posibilidad de que otro me vea. Esta circunstancia termina por desequilibrar nuestra mente, y a veces hasta desemboca en suicidio. El hombre es un animal social, dijeron los primeros filósofos. Y efectivamente, hay algo salvaje e indomeñable en nuestra naturaleza, que a pesar de todo, excede a las fuerzas de la moral social, cuando esta misma sociedad es la que obstaculiza nuestras apetencias y posibilidades de realización. No es que no podamos vivir alejados unos de otros; el tema es no poder dejar de ser mirados. La literatura nos vincula con ese mundo real que alienta —al decir de Wunt—. La necesidad psicología de ser mirados se sirve del cuento, de la novela o la poesía, es decir, del efecto subjetivo de la mirada sobre la causa concreta de esa necesidad básica de la exhibición. Algo así como decir: “Me miran: luego existo”. Asumo la hipérbole, pero en la realidad —cada cual lo sabe—, el patetismo y la exageración en la vida ordinaria son bastante más naturales y comunes de lo que podemos admitir. Tan natural, que en las obras literarias se reviste con la saya del arte. Los actores de cine, de teatro, hasta la cajera del supermercado, que actúa de cajera, el mendigo que actúa de mendigo, forman parte de este engranaje de una maquinaria mental conflictiva que se mueve en diversos niveles de la conciencia. Es aceptar el papel para que otros me vean y me identifiquen. No es un juego de hipocresías, es algo intrínseco en el accionar humano, es un actuar donde la conciencia se vuelve irreflexiva, paradoja de nuestro comportamiento.
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Por ejemplo, en la novela Dorian Grey, de Oscar Wilde, el retrato captura las huellas de la vida del personaje, mientras éste se mantiene milagrosamente joven y bello. El retrato graba en una memoria recipiente, la vejez, las arrugas y los traumas de su vida como un testigo que a propósito ve lo que otros no pueden mirar. En el caso de los ciegos, está comprobando que este hecho también se da. Los que vemos captamos las imágenes que nos envía el medio a través de los sentidos, particularmente por la vista. Los ciegos también capturan imágenes y se imaginan emitiéndola a través de la visualización mental, como muy bien está plasmado en la novela El Solitario, de Guy Des Cars. Hay muchas maneras de ver. Si no puedo ver; visito, si no puedo ver; sueño, si no puedo ver; envío algo que pueda ser canal trasmisor para que ese alguien me vea a través de una representación mía. Una música con la que pueda imaginarme, una carta, un cuento, un comentario trasmitido por otros. Es imprescindible la experimentación para comprobar el arraigue del eje inseparable: Mirar y ser mirado. La necesidad de ser mirados, aun la tendencia a la exhibición sexual es menos patológica de lo que se supone.
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Otro caso relacionado con el tema en la literatura es Demian, de Herman Hesse. Sinclair, un romántico joven solitario que imagina un retrato y lo pinta. Es una pintura y sin embargo se cumple nuestra premisa de que el joven presupone ser mirado por el retrato cuando él lo mira: “Este retrato acompañó ya todos mis pensamientos y compartió mi vida. ... Por la noche lo sujetaba con un alfiler en la pared frontera a la cama, contándolo hasta que el sueño me vencía, y al despertar, mi primera mirada caía sobre él. …. Y una mañana, al despertar de tales sueños, lo reconocí de pronto. Me miraba de un modo profundamente familiar, como si fuera a llamarme por mi nombre”.
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Sinclair trasmite en la pintura el deseo de ser mirado por los seres que, más tarde, descubre que ama. Ellos son: Eva, Demian y el propio Sinclair. Por eso le imprime al retrato, inconscientemente, los rasgos eclécticos de los tres.
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Si observamos detenidamente, vemos que poseemos una tendencia natural al exhibicionismo nada más que teniendo en cuenta una concepción existencial. Sólo que se vuelve delito y psicopatía cuando la mirada del otro nos hiere en nuestra susceptibilidad, cuando alguien la promulga fuera de contexto.
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La duda final, para este juego de experimentación, cóctel de literatura, psicología y disfunción mental, para verte mejor —como diría el Lobo a Caperucita—, es la siguiente: si la focalización literaria del observador omnisciente demuestra que la literatura emula la imagen de Dios en su intención de mirar al universo, o si acaso el omnisciente fuera la máscara de la idealización de una lujuria existencial, con la que sueña todo el voyerismo del mundo.
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Por Irina Ráfols
4 de Septiembre de 2010.
4 de Septiembre de 2010.
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Domingo, 5 de setiembre de 2010.
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