LOS NUDOS DEL SILENCIO
Novela de
Propuestas didácticas
ESTHER GONZÁLEZ PALACIOS EDICIONES
Ediciones ALTA VOZ
© Renée Ferrer
Ediciones Alta Voz - 25 de Mayo 3499
Teléfono: 205 330 - Fax: 441 579
Ilustración de Tapa: pintura de
MARÍA CRISTINA ARAGÓN
Impresión: Imprenta Ko'eyu
5ta. Edición: 600 ejemplares
I.S.B.N.:99925-861-1-7
Asunción, Paraguay - Junio de 2003.
A mi esposo y a mis hijos
por las horas que les resto.
Para Rodrigo Díaz Pérez
mi agradecimiento.
LOS NUDOS DEL SILENCIO - PÁGINA 9 AL 27
¡Por fin en París! Años deseando realizar el viaje-sueño y, de pronto, sucede: la oportunidad está ahí para subirse encima. Paladeo de cosa rica en la boca. Sólo tres días y como pez en el agua, se jacta la voz de Manuel desde la cama.
¡Por fin en París! Años deseando realizar el viaje-sueño y, de pronto, sucede: la oportunidad está ahí para subirse encima. Paladeo de cosa rica en la boca. Sólo tres días y como pez en el agua, se jacta la voz de Manuel desde la cama.
Recién salida de la ducha, la cara hormigueando todavía la alegre expectativa de lo desconocido, con el agua escurriéndosele aún hacia las axilas en sombras, se demora indolente dentro de la toalla ceñida y breve. Lenta, despreocupada, trajina su sazonada juventud de mediodía de un lado a otro. Distraídamente lo escucha, mientras él, meticuloso y ávido, escudriña la red del metro anticipándose al goce del espectáculo que se presenta esa noche en ¿dónde? ¿Un teatro de variedades? No. ¿Un café concert? Tampoco. Pero entonces ¿qué? Un teatrito pequeño donde se ofrecen emociones reservadas para unas pocas personas. Algo así como una platea erótica, digamos. ¡Pero Manuel, cómo se te ocurre que quiera ver una cosa así!. ¿Por qué no? Estamos en París, querida. ¡En París! figúrate. La ciudad donde germinan como hongos los placeres. Estás hablando como un turista de lo más vulgar. ¿No es lo que somos? Hay tantas cosas que ver en París sin ir precisamente a eso. Pero decime, ¿qué tiene de aterrador ver gente desnuda en un escenario? ¿Te intimida o tu sensibilidad no te lo permite? No me intimida para nada, simplemente no valoro un espectáculo de esa clase. Pues a mí me encantan las mujeres, qué querés que te diga, y cuanto más descubiertas, mejor. Sí, sí, ya lo sé. Pero ¿acaso no es más excitante para un hombre ver una sola mujer desenvolviendo sabiamente su voluptuosidad, dándose a sorbos pequeños que le agrandan la sed, a tener veinte descubiertas de la cintura para arriba, paseando las medias corridas por el escenario, como si el cuerpo ya no les importara nada y ni siquiera fuera de ellas? A mí no me vengas con sutilezas de alto vuelo. Aquí vas a ver mucho más que un desfile, te lo aseguro, y no en cantidades, sino una por una, como a vos te gusta. Sarcasmos no, Manuel, por favor. Entonces no hay más que hablar. Vamos y ya está. Mirá, subimos al metro aquí nomás, y en veinte minutos estamos en... aunque si preferís ir en taxi, podemos darnos el lujo. Estamos aquí para gastar, vos sabés. Para eso junto talones sin chistar cada vez que me requieren. ¿No te pensarás que me sacan de la cama en plena madrugada sin ninguna retribución? Es que no quiero ir, Manuel. ¡No quiero! ¡Cómo se te puede ocurrir que me guste ver un acto sexual en vivo y en directo, con juego de luces y música de fondo! ¿Y qué te pensás, que te van a cobrar por pasarlos en vídeo? Por supuesto que te lo muestran de piel a piel. De eso se trata. No es para mí, Manuel, comprendeme. Es algo tan íntimo y ajeno, tan... un hombre y una mujer sostenidos nada más por sus jadeos, desgranando a la vista de quien quiera el fruto mismo del recogimiento. Y nosotros enfrente, atisbando los altibajos del deseo, prestado o verdadero, qué sé yo. Cómo pueden abstraerse del público, me pregunto. Cuestión de práctica, querida. ¡Estamos en París! De cualquier manera, no me gusta. Vayamos a otro lado, ¿sí? Por favor. Me prometiste que durante este viaje harías lo que yo quisiera, que así olvidaría el piano, tus salidas, los rumores y todo lo demás. Fijate aquí, en la guía de espectáculos, hay un concierto en... Dei ate de macanas. Venir a París y no entrar en un lugarcito como éste, porque resulta que a la nena le repugna; haceme el favor. No sos una chiquilina de pecho, Malena. Es que no puedo, Manuel. ¿No lográs entender? ¡No quiero! Pero yo sí. Y te prevengo que no me lo voy a perder por tus escrúpulos. De modo que si no querés quedarte sola en el hotel, prepárate y vamos.
Las palabras de Manuel salpicaron el aire de la habitación como escupitajos que se sueltan sin consideración alguna. Reflejo condicionado ante una señal aprendida: la resistencia sitiada retrocede, la voluntad se disuelve, se escurre entre las rendijas de los puños apretados - dos piedras de protestas sedimentadas que se crispan sobre el tocador.
Pero todo es inútil. Bien sabe que no intentará zafarse, que lleva en la piel el olor maleable de la arcilla. Una desteñida indignación cruza de soslayo los atajos de la conciencia, aposentándose por algún lugar. Se encoge, se retrae, queda amorfa y molestando. Como un bocado intragable se le demora entre el paladar y la lengua, entre la repulsa y la indecisión, una masa de rabia y de silencio. De inmediato y sin aviso se le sube a las mejillas el poco esfuerzo que le cuesta a su marido salirse con la suya, y sabe de antemano que la batalla está perdida.
Siempre la desarmaron los enfrentamientos -la desarman, la desarmarán- como si fueran serpientes con los ojos prontos a inmovilizarla en su fijeza de glóbulo infesto. De súbito siente el cuerpo fraccionado, y es una sensación desgarrada que le viene no sabe de dónde, pero persiste nítida y conviviendo con ella, como una pedrada qué no termina de doler. Los ojos se le quedan flotando por acá, la sonrisa anquilosada por allá, las manos cercenadas y, más lejos, retumbando en un páramo sin nombre: el tumultuoso corazón. Ya no es otra cosa sino un descuartizamiento vivo, un caleidoscopio irreconciliable de miembros esparcidos que se van cada cual por su lado buscando la huida. Como siempre.
Sin sosiego y callando se escabulle hasta el ropero para meter entre las hojas abiertas la cara con su sonrojo y todo. Insistentemente busca algo, sin saber siquiera lo que es. Choca con una lágrima camino del baño y se encierra a esperar que se acomode el acatamiento (ese requisito indispensable de la armonía), para luego presentarse, perfumada y vestida, lista para salir. Yo ya estoy; cuando quieras, le dice, aunque detrás del aroma la taladre la misma voz: Si no te gusta podés irte, nadie te obliga a estar a mi lado; las puertas están abiertas. Todas las puertas estuvieron siempre abiertas, nada más las cierra la costumbre de acuclillarse tras los barrotes del silencio.
El metro nos llevó directo hasta la Rue Pigalle. Caminamos un poco, empalidecidos por unos faroles mortecinos, a sabiendas de que nuestros pensamientos discurrían sin vínculos, enquistados en el silencio. Íbamos como extraños en el mismo vagón, sorteando ese discreto trajín de calle apartada. Desde la mesa de un bar nos miraron con hastío y allí nomás, al lado, estaba la entrada: pequeña, intrascendente, si le sacáramos los moños de cartón celeste colocados bastante tiempo atrás sobre el marco estrecho de la puerta.
Para que no hubiera dudas sobre lo que era aquello la boletería estaba baldía, cediendo paso con una reserva premeditada y cómplice, que no hizo otra cosa sino agrandarle los agujeros de la vergüenza. Una luz desleída y como fatigada nos escrutó desde la bombilla desnuda con sagacidad de vieja, recortando nuestras siluetas en el vestíbulo, consciente casi de que los que entraban allí bajarían un poco la cabeza para esconder una inconfesada incomodidad, en tanto descorrían la cortina del costado hundiéndose en la sala lo más pronto posible.
Le sorprendió su pequeñez: tres filas de butacas agrupadas de a cinco y otras cuatro contra una pared era toda la capacidad de la platea. El espectáculo ya había comenzado con el teatrito semilleno: hombres solos masticando una lujuria que no intentaban esconder, y aquella pareja que se fugó enseguida, como corrida por el bochorno. ¿No sería ese lugar la antesala de un burdel de ínfima categoría? ¿Por qué se le ocurría eso precisamente ahora? No lo sabía. Pero la idea se le abalanzó como un chicotazo de luz entre las cejas. Envueltos como estaban en esa sórdida niebla artificial, se sentía extraña, como si la hubieran hecho entrar a un lugar equivocado. ¡Manuel y ella en un prostíbulo! ¿Ella y Manuel en un prostíbulo? ¿Será? Una lengua de frío se le acerca al centro de la espalda tomando su forma; zig-zaguea de arriba a abajo; le afloja los músculos hasta volvérselos de lana, con un escalofrío que le llega desde las yemas de los dedos, para quedarse latiendo en sus latidos: en un prostíbulo. En un prostíbulo. En un prostíbulo.
La frase raya su mente cuadriculada por el temor, la turbación, la imperiosa indecisión de la fuga. Si lograra salir de este lugar y este momento, tal vez lo que se avecina, que aún no sabe qué es, pudiera postergarse o detenerse o ser un mero sueño dentro del sueño. ¿Pero cómo evadirse de ese tiempo que la aprisiona ovillándose a su alrededor? Una ansiedad de criminal en descubierto se queda rondando por ahí, sin saber dónde sentarse. Es como llevar una etiqueta entre las piernas y tratar de que no se note. Como si una quisiera borrarse el rostro para que no se lo vean. Aunque, naturalmente, ¿quién me conoce en París?
¡Yo me conozco en París!
El aire de la sala tenía un tono azul desteñido, entre decepcionado y escéptico, semejante al letrero de la entrada, donde había visto al pasar, en letras grandes, el nombre del lugar: «La Rose Blue» y al costado de la puerta, un poco más adentro, la figura de una mujer llamada Mei Li, recortada en grueso cartón.
Un saxo arrancaba de sus entrañas metálicas las quejas lar-gas de una melodía. Con dolorosa persistencia las iba sacando. Hurgaba en las notas como si las estuviera violando y la violara a ella también, doblegada ya -puro deleite en abandono- a esas voces incisivas, graves, enloquecedoramente profundas.
La música se vuelve carne sobre su carne; tiembla, agoniza y se yergue encendiéndole el pulso en el ramaje azul de las venas; vive en ella, se adentra y la posee; porque ella nunca dejó de ser música a pesar de su consentimiento en abandonar el conservatorio, el curso de perfeccionamiento, la gira, en fin. Siempre fue un torbellino de sonidos, simultáneo a cualquier acto de su cuerpo, a los innumerables altibajos de su corazón. Toda ella música, hasta que le anudaron los dedos uno por uno, dejándole las manos condenadas. Si te querés casar conmigo es mejor que vayas pensando en cerrar el piano, porque a mí esas cosas no me gustan. Sólo que ella en aquel momento no se imaginó el tributo que se paga por secar un manantial.
Envuelta en las notas que se estiran y encogen, minúscula en el centro de una luz que cambia, baila en el escenario una mujer oriental.
En cuanto entraste te vi, con el talle de junco emergiendo de la amplia falda verde lino y aquella blusa de seda natural displicente y suelta más abajo del cuello, tan blanco, alabastrino. Se nota que vienes ceñida por cierta cuerda misteriosa a la cual siguen tus pasos sin resistencia ni cuestionamientos. No te atreves a ocupar la primera butaca del costado, tan cerca de mí que hubieras podido tocarme, y simulas no verme todavía. Incluso ahora que ya estás adentro, con el telón descorrido sobre el hecho concreto de mi cuerpo, disimulas. Te sientas como pidiendo permiso, como si tu actitud permanente fuera la disculpa, y tú misma una excusa indecisa. Mejor quedarse atrás discretamente. Que nadie te vea. Que no se advierta tu presencia. Pero aunque guardas tras los párpados la incomodidad de estar en un lugar como éste, no alcanzas a esconder del todo la hilacha de resentimiento que se suelta bajo ese pretendido aire de distancia que llevas puesto.
Esfumada en la penumbra azul, Malena parece, no obstante, agradecida a ese pedazo de semioscuridad- anonimato-nadie me conoce luego no existo-que la cobija y la mete en la ilusión de no estar ahí, de no ser ella, sino alguien con su cara y con su piel, pero no ella, la que se deja llevar y traer por los costados de la vida, orillando siempre sus auténticos deseos.
Algo me dice que no es dueña de sí, ni del andamiaje que la sustenta. ¿Será porque hubo tantas mujeres prendidas a la rueda de mi existencia que al mirarte me deslizo hacia dentro de ti, buscando los más íntimos secretos que guardan las ranuras del alma? Veo los deseos que luchan, se rebelan, sucumben, sometiéndose, finalmente, al engaño de no existir. Engaño y opio paradójicamente son sinónimos en el diccionario de la conducta humana; ambos nos impiden asomarnos a nuestro estanque interior, metiéndonos sin remedio en los desencuentros. Presiento que te abismas en el engaño, tanto como mi tío en la alucinación de la hierba, cada vez que pierde a los dados nuestra ración del día. Y aún antes, cuando especula con la suerte, sabiendo que no tiene con qué pagar, y que el tercer contrincante de la partida es ella: la suerte. Su fiebre de azar me persigue; atosiga mis madrugadas devanadas como madejas de tiempo, los días solitarios de mi infancia; como a ti te persigue la sumisión, notoria incluso en la manera cómplice de tomarlo del brazo. Es esa docilidad con que te han ataviado la que des-ata en mí el resorte de una indignación que no desea otra cosa sino mancillarte.
En la sala casi se pueden tocar los alientos pendientes de mi actuación. Y en ese suspenso de bronce que lastima y acaloramientos que enrojecen, se acelera también tu corazón, plegándose a la voz enronquecida del saxo. Te agitas; te sofocas; a punto de estallar, te reprimes. El sosiego se acomoda nueva-mente como una funda oportuna sobre tanta turbación. Menos mal. Porque hay que controlarse. Las mujeres honestamente casadas no pierden la compostura.
Como suplicando a sus pulmones, donde el aire se abre paso entre algo que la agobia y cuelga por todas partes, salta su respiración. Sucia de vergüenza, untada, salta tu respiración. En cierta forma te han ensuciado con tanta renunciación prendida al cuello, las manos, la lengua, y toda tú. No comprendo cómo llego a penetrar en tu silencio. Es un conocimiento que se abre desde una clarividencia inesperada. No sé cómo lo sé, quizás como se saben a veces ciertas cosas: por el simple contacto de los ojos.
Una sonrisa plegada imperceptiblemente, casi el negativo de una sonrisa, obra como un telón al revés, ocultando el torrente que se le encabrita o arremansa bajo la piel, y así van, entre el acatamiento y la entrega, los días traicionados esperando turno para echársele encima como perros rabiosos.
Más que la penumbra azul, la sórdida concurrencia o aquella luz que salta, corre y juega, la aneblina en este momento el plegarse siempre y sin vacilación a sus deseos, a su implacable voluntad de mando, a la incuestionable habilidad que tiene de detener sus impulsos antes, siempre antes, de florecer.
El saxo trepa con sus patitas sonoras las paredes del salón; sube y sube. Las notas caminan lentas, ligeras, lentas; se duplican, hacen giros diversos, cortos, largos, cada vez más alto y más, hasta quedar prendidas al techo durante un minuto, dos, no importa cuántos, para desplomarse de improviso y reiniciar su ascenso agobiadoramente tenso.
Es extraño: una mujer se ubica en la platea, la mira, y sin saber por qué, un puente se extiende instantáneamente sobre un territorio intocado, donde pueden rastrearse las raíces de un bosque completo de silencios. Son como estacas que la clavan al álbum familiar, sus roles varios: de esposa-madre-mujer, persona apenas: caras de un poliedro perfecto que innumerables aristas fragmentan, inmovilizándola dentro de una ansiedad permanente.
Impasible, su rostro se debate en las orillas del temblor. La sala flota dentro de una esfera de música, amoldándose a los quejidos del saxo, a sus insinuaciones varias, al progresivo calor que por poco se solidifica en el aire no bien sale de las bocas.
Agazapada detrás de sus ojos, a la defensiva, me atisba desde su asiento, como desde un huevo ignoto que la contiene, retardando el nacimiento o la muerte de algo. Me mide vacilante, incisiva, vacilante otra vez. ¿No es acaso la muerte un alumbramiento del cual no tenemos ni siquiera memoria? Me pregunto si esta noche morirá en ella algo fundamental e irreparable. Morirá y nacerá- vaivén de un mismo péndulo. Reconozco la inminencia de la muerte; aunque obstinada se esconda, la percibo. Sé que está ahí, con su soplo de escarcha; merodeando a mi alrededor con paso amortiguado, en busca de las rendijas de la vida para colarse en ellas hasta engullirla y transformarla.
Pero me observas pensando que no pienso y como a un objeto abyecto me desprecias. Para ti ¿qué otra cosa podría ser sino una mujer a quien te obligaron a enfrentar, la imagen grotesca de tu derrota en una noche de viaje placentero?
La melodía se adensa, se diluye, se quiebra, invitándote a bucear en el tormentoso mar del pensamiento. Paralelo al acto de pensar corre tu oído tras su huella sonora; la sigue, la persigue, para perderla luego y entrar en el deleite pleno de los graves, acariciantes bajos. La música casi puede tocarse; se pega a ti; recorre tus rincones en sombra, el murmullo de tus poros; languidece en tu cuerpo, desmayado también ante el agobio de un sinfín de recuerdos que de pronto se despiertan y gimen.
Hemos instituido el silencio, Manuel y yo. Es un acuerdo tácito después de hacer el amor. Tal vez sobren las palabras o simplemente las hemos gastado. Siempre fui en pareja, como una parte dentro de otra que debe existir para que yo exista. Término de un binomio desvelado. Y ahora, sentada en este lugar, como si la música convocara viejas voces, la búsqueda de mí misma se despliega cual un mapa que me resisto a recorrer sola. Me busco, me indago, sin reconocerme, temo.
Acostada en la cama matrimonial, con esa tibieza que rodea el momento anterior al sueño, las sábanas adquieren el pulso de la piel, su grado cálido, demasiado invitante para poder escapar a su contacto-arrebato, vértigo y sosiego casi simultáneos. Se enroscan a mis piernas flojas. Me ciñen. Sus pliegues me acarician, y ya no quiero volver a mi conciencia, sino estarme en ellas, sumida en el deleite total del abandono. El esfuerzo de reintegrarme es demasiado para mí. Afuera, lejos, un resplandor delata la presencia retardada de la luna. La luna que nos sirve para tantas cosas está ahí: quieta, muda, blanca; llena. La toco desde mis ojos. Sigo su círculo. Mira mi silencio.
Él también permanece envuelto y desenvuelto entre las sábanas, huérfano de vocablos que inciten a la confidencia -ese residuo blando que nos queda después de hacer el amor entre los labios. Su espalda es una isla enferma de aislamiento. Asiduamente me usa, me desusa, me vuelve a usar para alejarse luego, como una marejada que una vez sosegada me da la espalda. Hasta esa isla llegué muchas veces con las manos llenas de una quebradiza ternura, sin importarme que quisiera recibirme. Simplemente fui: solitaria y valiente. Me acerco. Acaricio sus costas. Insisto, enredando en un dedo la maleza rala de los vellos. Siento su resistencia. Y después: el abismo.
La luna, afuera, nada tiene que ver con nosotros. Un hombre y una mujer miran paredes opuestas después del coito. Cómo suena descarnada, breve, sin temblor, esa palabra. Como si le sucediera a otras personas, o tal vez a leones, peces, pájaros, o a esa mujer que baila frente a mí; a cualquiera. ¿Por qué habrá palabras sin música? Como si fueran el resultado de un acople indiferente de consonantes y vocales extrañas; un apareamiento anónimo donde se abren y cierran todos los silencios. Palabras de las que uno se duele. ¿O será que no sabemos buscarles la vibración o el eco? Quisiera ponerle música a las palabras, palabras al silencio, sentido a la renuncia, excusa al desacierto. Sería como volver al inicio, o tal vez antes, cuando todo era un boceto promisorio de las cosas; un bosquejo en la mente de un dios indeciso. Mientras reincide el saxo, me golpea otra vez esa palabra: ayuntamiento carnal del hombre y la mujer. ¿Es eso lo que me trajo a mirar Manuel esta noche? ¿Esto? ¿Y los temblores del alma? ¿Y ese explorarse en el deseo como si estuviéra-mos desvistiendo una fruta madura?
Su espalda casi me toca. Encorvada hacia el lado contrario me mira desde su curva sin ojos; desde una distancia que no se mide en centímetros, sino en abismos. Es como si las almas se nos hubieran ido de los cuerpos y quedaran sólo los despojos satisfechos después del acople. Cada cual en su mundo, vaciados, persistimos en el silencio. El aire se vuelve detestable, puro peso compacto a nuestro alrededor. Y dentro de aquel aire, nosotros, tiesos, quebrados, espiándonos la respiración, que se tropieza y se levanta aparentemente inmutable.
Fundirse por un instante. Y después, esa tristeza atroz del distanciamiento. Mi cuerpo es una plomada que se desliza despacio, más ligero, vertiginosamente, hacia la soledad absoluta. ¡Qué destino el de los hombres, tan semejante al de las bestias, cuando el orgasmo se vuelve mero detalle en la horizontal selva de la entrega! Si a través de él no se tiende un lazo invisible hacia el encuentro de algo inmaterial que no es la carne, sino canto del alma florecido.
Y justo ahora, me asalta ese entrevero de imágenes cortadas a cercén.
Aunque no lo sepa, esa mujer de la platea está por nacer. Y yo, tan vieja dentro de este cuerpo liso y duro que me contiene. Debemos tener la misma edad y una multitud de abismos entre ambas. No sé por qué lo pienso precisamente cuando debo ajustar mis movimientos a la sensualidad del saxo. No sé, ni lo comprendo. Simplemente sucede. Se me ocurren a veces ciertas cosas venidas de alguna costa que se pierde en la niebla. Tal vez en otro lugar, con otro rostro y otro tiempo, ya las viví, y ahora me invaden sin motivo aparente ni aviso previo para que las repiense. Presiento el peligro: su peligro. Y de alguna manera intuyo que se encuentra en el umbral de la cara oculta de la luna. En esa oscuridad de nadie, donde se desvisten, se desvistieron y se seguirán desvistiendo las mentiras. Esas que uno se miente cada día para que la mentira total no se desmienta.
No sé cómo saldrás del nefasto contacto de mí misma, pro-tegida tan sólo por tu rigidez de piernas juntas, labios apretados, los senos bien dispuestos en el sostén de marca y esa manerita tan correcta de cruzar los brazos sobre la falda. Diques que nadie conoce te represan. Los puedo ver a través de tus ojos, no obstante ignorarlo todo de ti. Pero es tan evidente tu aceptación, tan transparente la reincidencia en postergarte, que un odio irracional se apodera de mí contra tu figura quieta y aquel modo de arrastrar los sumisos nudos de la entrega.
Camino del conservatorio voy sollozando, aunque la gente que se cruza conmigo no lo nota, y yo parezco nada más ensimismada dentro de mi silencio. ¿Cómo planteárselo? ¿Cómo expresar frente a esos ojos que abarcarán los míos con la interrogación aguardando, lo que me lastima por dentro? Ningún argumento, ninguna razón valedera podría realmente justificar mi abandono después de tantos años. Es inútil que trate de engañarme. Mejor no explicar nada; decírselo nomás, como algo ya resuelto, sin pensar en las horas compartidas: solfeo, teoría, arpegios, la posición de las manos, la postura de los pies; desde el Hannon a su lado hasta las fugas de Bach. Creciendo, creciendo siempre a su lado. ¿Cómo saltarme aquel entendimiento que nos llega instantáneo, sin golpear con preguntas el íntimo zaguán de la reserva, por el mero roce de los ojos? Y ahora decírselo. Así, sin más, de repente, cuando menos lo espera, y la gira está programada, y él piensa que lo acompañaré.
Cuando lo vi, con la impaciencia de mi tardanza parada en el rictus de los labios, le anuncié por lo bajo que después del ensayo quería hablarle. Y en ese mismísimo instante en que dejé correr las palabras fue como si me empequeñeciera mientras él se agrandaba para observarme desde lo alto con la pregunta en los ojos, con el retardo en la voz.
Minúscula dentro de su mirada, enfrenté el intenso redondel de sus pupilas. Con cuidado, como si fuera a caerme de ellas, segura además de que notaría mi vacilación, que no in tenté esconder, por otra parte; con un hilo de palabras que se soltaba: se lo dije. Le dije que iba a abandonar la música; que después de aquel concierto dejaría de tocar el piano porque me iba a casar, y a Manuel, tú lo conoces, no le gusta que su mujer haga otra cosa que atender la casa, como corresponde a una señora bien casada. No me creyó. No podía creerme. Desde un rostro que se le fue volviendo de madera asumió lentamente las frases que salían cada vez más adelgazadas de mis labios, mirándolas como si fueran monstruos a los que se puede oír, pero no tocar ni dar albergue permanente en la memoria. El lugar, nosotros, lo que yo había dicho, todo, se convirtió en una contemplación honda y total, donde cabían todos los reproches. No dijo nada durante un minuto, que podrían haber sido diez, veinte o cuantos cupieran en ese agujero de silencio. Porque fue un orificio en el tiempo ese momento, donde nos quedamos mirándonos, indefinidamente, sabiendo muy bien que aquello era un error que yo lamentaría más tarde. Con lavara gélida de su voz me dio las indicaciones para el día siguiente: el horario de práctica, las obras a repetir, la conveniencia de insistir sobre el preludio de Bach que cerraría el concierto, por-que estaba un poco flojo, y él no me permitía ni un error.
Después, cayendo de improviso en la ternura, me dijo: Reproches aparte, ven por lo menos de vez en cuando a escucharme.
Por un momento se le ríen los ojos, y es como si en ese instante un piar, un gorjeo, un tumulto de pájaros, estallara en las partes más secretas de mi cuerpo.
Sentada al lado de ese hombre, los brillantes centelleando en los dedos, me desdeñas. Soy algo repulsivo, algo así como un erizo abominable con rostro de mujer, piernas y todo, que moviéndose al compás del saxo le sacude. Su cercanía-no sé si protectora o brutal- te contagia esa suficiencia incontestable, tan notoria en ciertas mujeres acostumbradas a tener todo lo que quieren darles (siempre y cuando se pasen haciendo buena letra).
Un diente agudo y largo se clava en la compacta cerrazón de tus esquemas y surge la pregunta: ¿cómo es que estás aquí, si no te gusta? Las mujeres decentes no vienen a estos lugares. Las mujeres honestas no hacen ciertas cosas. (A menos que hayan demolido las barreras de honorables tabúes). Las mujeres que bailan desnudas no son mujeres, son prostitutas. ¿Por qué vienen a estos lugares, si no quieren, las mujeres decentes? (¿No será que las traen sin consulta?).
Mi insistente mirada te saca por momentos del carril de la obediencia, perturbando el fondo de tu estanque interior, y me divierto.
Me hace sonreír tu impertinencia. Sin conocer de mí nada más que el alumbrado contorno de mi cuerpo, sin detenerte a meditar sobre mis causas, simplemente, me desprecias.
Sobre un río lejano el sol se resiste aún a la noche. Una lluvia imprevista revienta sus besos de agua sobre las hojas largas de los juncos, y yo camino entre ellos: libre, suelta, distante, asumiendo mi desdicha.
Alguien que no soy yo, te baila enfrente.
COMENTARIO DE CONTRATAPA DE LA PRIMERA EDICIÓN
París. En un teatro de mala muerte, "sórdidamente azul", en silencio se miran dos mujeres, cabalmente distintas: la bailarina oriental, protagonizando en el minúsculo escenario un ácido pomo show lesbiano, y la decente señora de Asunción, que endurece en una raída butaca delantera su asqueado asombro de burguesita del tercer mundo; no obstante, poco a poco sube a tenderse entre ambas desconocidas una suerte de hermandad oscura, tácita y fluyente, que el obstinado ritornelo de un saxo ordena y defiende. Pero el instrumento también se interna en el laberinto secreto de cada uno de los personajes y, con su lezna de música, va enhebrando memorias andrajosas, retazos de vida, travesías, ignominias, curuvicas de gozo, renuncias. De tal modo, Renée conjura en su primera novela el hosco demonio de los sueños desbaratados y los fríos monstruos de la explotación, que anulan o martirizan a la mujer desde un lupanar de la Saigón de finales de la década del 70, pasando por la dulce Francia, hasta un "barrio residencial", elegante por presunción, de la capital paraguaya; sin embargo, la autora no se dilata sólo en la filosa presentación de las miserias que aguanta el segundo sexo en culturas represoras o intrínsecamente violentas: su afán narrativo alcanza a considerar la estructura autoritaria de la sociedad nacional, erigiendo así alguno de los referentes más valiosos de la novela, mediante el diseño textual de Manuel, el infame esposo de Malena, esbirro visceral y torturador, quien impúdica y trabajosamente simula un caballero.
Por lo demás, Los nudos del silencio está resuelta con bien ganado oficio y dignidad narrativa, habitada en ocasiones de penetrantes ráfagas de poesía; en razón de todo ello, nos complace saludar en esta obra a uno de los textos fundacionales de la novelística actual en nuestro país.
CARLOS VILLAGRA MARSAL - setiembre, 1988
CONTRATAPA - EDICIÓN 2003
Lo que la historia cuenta es la degradación a que se somete a la mujer en culturas diferentes, a la pobre Melena, en la aparente prosperidad de su acomodada posición; a la desdichada Mei Li, carne para las violaciones y tristeza de lupanar. Lo que Renée Ferrer ha hecho con singular acierto es damos la efigie veraz de estas dos mujeres tan diferentes en su cultura: salvar las formas en un caso, agresivo envilecimiento en otro. Sin embargo, en aquel sórdido espectáculo que se representa en un escenario, la mujer casada descubre el fondo de todas las repulsas,
Renée Ferrer va analizando sutilmente aquellas dos almas que viven su contramundo. Por un momento el hombre asoma con toda su sordidez. Salvando los días burgueses o escudriñando los misterios del Mekong. Pero, ¿qué sabe él? Con gusto o por necesidad las mujeres han sacrificado todo y su dolor se acrecienta para convertirse en una estela de liberación. Amarguísima novela con trasfondos nítidos de miseria y de vida burguesa. De apuntes, poco más que intuidos, de un trasfondo político brutal y corrupto. Estas dos mujeres, tan hermosas en su desgarrada soledad, son un acierto logrado. Las dos vidas, nada menos que dos vidas, que pudieron ser, pero que nunca serán. Asustadas en su soledad y acercándose en el repugnante espectáculo de una entrega sin vicio y sin pasión o en una indiferencia ante la propia vida rota.
Excelente novela: muy bien escrita, con sutileza en el análisis de aquellas almas (¿almas?) que van languideciendo, en la zafiedad del hombre y en los acompasados o estridentes de un saxo. El lector se pregunta, ¿tanto dolor en tan amargos silencios?
MANUEL ALVAR de la Real Academia Española.
INDICE
LOS NUDOS DEL SILENCIO
PROPUESTAS DIDÁCTICAS
ESTUDIOS CRÍTICOS
*. CARLOS VILLAGRA MARSAL - Comentario de contratapa de la primera edición
*. DAVID WILLIAM FOSTER - Prólogo de la segunda edición
*. BETSY PARTYKA - Rompiendo las cadenas en “Los nudos del silencio” en la óptica femenina/feminista
*. JOSÉ DELGADO COSTA - Renée Ferrer con ojos humanos, punto. Dejémonos de hacer tantas distinciones
*. BOUJEMÁA EL ABKARI - Dialéctica del silencio en “Los nudos del silencio” de Renée Ferrer de Arréllaga
*. MANUEL ALVAR - Los murmullos opacos de la noche, sobre “Los nudos del silencio” de Renée Ferrer
*. NADJA NEVES ABDO – “Los nudos del silencio”
*. CLAUDE CASTRO - Algunas reflexiones acerca de “Los nudos del silencio”
*. HÉLÈNE ROUYER - Humor y erotismo en “Los nudos del silencio” de Renée Ferrer
*. RENI MARCHEVSKA - Una mirada hacia “Los nudos del silencio” de Renée Ferrer.
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en la GALERÍA DE LETRAS del
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