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miércoles, 28 de septiembre de 2011

EFRAIN ENRÍQUEZ GAMÓN - BLANCO Y NEGRO o EL PAÍS DE LOS INOCENTES (HISTORIA FABULADA DE LA CORRUPCIÓN EN EL PARAGUAY) / Arandurã Editorial, 2008




BLANCO Y NEGRO
O
EL PAÍS DE LOS INOCENTES
(HISTORIA FABULADA DE LA CORRUPCIÓN EN EL PARAGUAY)
POR
Arandurã Editorial,
Telefax 595 21 214295
Asunción – Paraguay
2008 (244 páginas)


- ¡Nda chei nicó, mi comisario...!
(No soy yo, mi comisario! La defensa oral del ratero, aun cuando junto a él, en su casa, se hallaron los objetos robados).

- ¡Manifiesto y juro ante el pueblo, que jamás levanté un solo dedo para pedir por mi reelección! ¡Y jamás intervengo ni actúo como cómplice para que siga el contrabando y la apropiación de la cosa ajena, valiéndome del Gobierno...!
(Expresiones de Alfredo Stroessner cada dos años antes de su reelección indefinida).

- ¡En este país no existen culpables!; ¡todos son inocentes!
(Palabras sentenciosas del Prof. Dr. Carlos Zayas Vallejo, en alusión a la inmunidad e impunidad de los ladrones públicos).




PRIMERA PARTE

EL RATERO

I

            VISITAR el barrio "Dos Bocas", de Asunción, es encontrar y ver allí el espejo singular de un mundo aparte. Es conocido desde añares como Mercado Cuatro. El número de identificación le correspondió por la desmembración del Mercado Guazú, que otrora funcionara como mercado principal de la ciudad, y hasta principios de la década que se inicia en el año de 1940, sito en la plaza pública que después se habilitó frente al edificio del actual Banco Nacional de Fomento.
            Este mundo aparte, o Añá Retá-í (pequeño país del diablo), como también se lo denomina en la jerga popular, es al mismo tiempo que núcleo de viviendas familiares proletarias, refugio de vagabundos e igualmente bazar mercantil atiborrado de casillas y puestos o kioskos que expenden alimentos, enseres diversos, ropas y baratijas. En las entrañas de Su latente universo se desarrolla el drama cotidiano y sin término de la lucha por la vida.
            Allí convergen y se cruzan intrincadas y sinuosas callejuelas, cuyas encrucijadas y recovecos forman una complicada trama de telaraña del desprolijo urbanismo rústico. Y en estas paradójicas, pequeñas y oscuras vías terrenales, saturadas de lodo y de basura, o de polvo y de mugre, transitan y discurren por igual amas de casa, usureros y vendedores de baratijas, tahúres y rateros; gavillas de niños pandilleros, desocupados impacientes y haraganes congénitos; inspectores municipales y policías.
            En este extraño y patético hábitat se tejen múltiples y desconcertantes urdimbres del quehacer rutinario o insólito de la gente del pueblo. Como en un escenario intransigente, deja librado el espectáculo cotidiano de inverosímiles dramas; y cada actor es, a su turno, y en el papel que las circunstancias le obligan a desempeñar y representar, una unidad autónoma que debe defenderse por sí misma en la batalla sin tregua por la supervivencia. Las veces en que he puesto mis plantas en él, he experimentado una sacudida en el interior de mi propia conciencia, y las motivaciones sociológicas que me indujeron a esos desplazamientos quedaron ateridas como los ruborosos geranios que se cimbrean y palidecen en una noche de truenos y relámpagos, o presas de una granizada impía. Los economistas obtenían una respuesta de síntesis: es el subdesarrollo, decían. Para el hombre común, empero, observando el universo y la brillantez de las estrellas, algunas de ellas albas, centelleando mansamente en la vastedad del cielo, ese era el mundo impuesto o heredado, aun cuando sea una muestra de la vergüenza y de la miseria humana.

II

            Sin embargo, más que la faz exterior y la telaraña interior de estos "pequeños países", importa quizá penetrar en el ámbito mental de los seres humanos víctimas expiatorias, atrapados en las redes de su complicada y artificiosa trama. Si bien es cierto que en cualquier latitud terrenal, el hombre, para poder supervivir en su medio, acude a su ingenio y apela muchas veces a la suerte, la verdad también es que, las más de las veces, se ve obligado a subvertir las normas del orden jurídico o de la ética social para escapar de las tenazas estrangulantes que configuran sus implacables necesidades biológicas.
            Esto es, más o menos, lo que en composición de tiempo y circunstancias equivaldría a la tesis darwiniana de la selección natural; es decir, los que son débiles o inadaptados muerden el polvo de la derrota y sucumben, y superviven los que logran imponerse en el medio arbitrario y hostil.
            De todas maneras, un medio semejante es siempre comparable al terreno pantanoso en donde se incuban, tal como las epidemias y las plagas, la superstición y la ignorancia. Y con todas estas lacras a cuestas, como cimiento primario y funcional, los habitantes de este mundo se lanzan a la gran aventura de vivir.
            Así, al azar, el autor de esta novela se ha topado con un singular personaje de este pequeño país. El personaje soy yo. Me llamo Filemón, y soy un ratero.
            Al fin y al cabo -y de ese accidente sigo pensando hasta ahora-, los que se ganan su pan con el sudor de su frente -aun cuando las condiciones de trabajo sean injustas, como generalmente acontece en nuestras imperfectas sociedades-, deben por fuerza someterse a las reglas emergentes del medio, y con más razón cuando el "medio" está constituido por estos artificiales e insalubres centros de promiscuidad humana y de injusticia social arraigada en el tiempo. Ellos no acreditan culpa alguna, y no les queda otra alternativa que explotar con argucias diversas la oportunidad que se les presenta. Y, al carecer del poder de decisión, devienen a ser el resultado y no la causa del drama social.
            Estos pensamientos y descripciones iba amalgamando yo en mi mente cuando transitaba por los primeros tramos de las callejuelas, más de treinta años después, y ya con otro nombre. Las callejuelas estaban todavía allí y se internaban como reptiles traviesos en ese artificioso y desgraciado mundo. Seguía siendo un singular y pintoresco ambiente, con todos los trazos de la desorganización y de la miseria. Aquí y allá proliferaba el amontonamiento de casetas y kioskos de venta al tiempo que los vendedores se daban a vociferar la oferta de sus mercancías. La discusión para fijar los precios de las transacciones, los regateos y los juegos y las componentes reglas obligadas de la competencia.
            Los estanquillos y puestos de venta son, en la mayoría de los casos, una prolongación de la propia vivienda; o viceversa. El caserío diseminado en este socorrido espacio, sirve a la vez de vivienda y de depósito, o de "silo" improvisado para personas, animales y productos. Del hacinamiento, la promiscuidad y otras causas, surgen las raíces que alimentan la escala de valores sociales y culturales de este castigado grupo de individuos que desarrollan en ese universo la estructura y el horizonte de sus vidas.
            -Aquí vivía yo -me dije-. Era la misma casucha empotrada al borde de un barranco.
            Frente a la "casa", en un espacio arenoso y sucio, jugaba un puñado de niños. Descalzos y greñudos, mezclados entre los animales domésticos, parecían desgarbadas marionetas, ignaros de las fuerzas artificiosas que los movían. A pesar de todo, tienen la oportunidad de jugar, y hasta de reír y gritar, desconociendo todavía la savia originaria y el fruto de sus propias sirvientes.

III

            -Hasta aquí hablo yo. Y dejo que el escritor que narra la historia, cuente de mí, cómo y cuándo me conoció. Esto es, y todo lo que sigue, la verdad de lo que estaba escrito y que publicó, años después, en un libro al que tituló La Rebelión de los Escarabajos. He aquí su cuento-lato:
            "...Cuando ascendimos hacia la barranca, penetramos al interior de la casa. Poseía ésta una sola estancia, que fungía de comedor y dormitorio. Y en el trasfondo, en compartimentos diferentes, estaban instalados la improvisada cocina y el destartalado servicio sanitario.
            -¡En este lugar vivimos desde hace 21 años! -explicó Filemón-. Sin embargo -añadió-, debe usted descontar los días que pasé en las comisarías... -y rió picarescamente, pero sin maldad. Pude apreciar en esta confesión una emocionada declaración de buena fe, tal vez la única sincera hecha en mucho tiempo. Las demás declaraciones lo obligaban a hacerlas.
            -¿Y los años pasados en el servicio militar? -inquirí.
            -¡No! -me contestó-. No hice el servicio militar. No sé por qué me declararon inapto. ¡Nunca me dieron la razón...! ¡Qué lástima que no estén mi madre y mis otros hermanos! -prosiguió-. Me hubiera gustado que los conociera. ¡Sobre todo a mi madre!
            Y clavó sus ojos melancólicos, hasta el confín de la callejuela que nacía allí, a nuestros pies, en las primeras estribaciones del barranco. Este extraño y paradójico personaje poseía un nombre de origen griego pero un alma saturada de angustia nativa. Apenas lo había tratado, y ya me relataba la historia de su vida.
            -No sé por qué le tengo a usted confianza -me dijo-. Necesito hablar con alguien, ¡que me escuche y me comprenda!
            Y yo le escuché como un confesor paciente.
            Filemón jamás conoció a su padre. Era hijo natural, como entonces se decía, y producto quizás de un desliz provocado, de una pasión o de una necesidad. Nunca se sabe. El marco de la debilidad humana se ensancha como una horma elástica, y se complica como los símbolos de un teorema matemático. Pero, en nuestro medio, al menos desde los tiempos del ínclito e intrépido conquistador español Domingo Martínez de Irala, tener hijos naturales es costumbre corriente y generalizada. Hay, en casos como éste, ejemplos que se expanden como una epidemia. Es el lauro que conquistan y ostentan complacientes y ufanados los varones, es el precio que pagan, sumisas, por obligación consentida o debilidad, las mujeres. Al final, los únicos sacrificados verdaderos son los niños, los hijos que nacen de ese maridaje...
            Me explicaba Filemón que en las oportunidades que tenía que viajar en los colectivos y se le presentaba la ocasión de contemplar la semblanza de algún pasajero, le roían el corazón tanto la curiosidad como la desesperanza. Y cual en la expresión de Renán, sentía entonces que su corazón estaba aprisionado por un torno. "¡¿No será éste mi padre?! ...", se preguntaba silenciosamente. Y la respuesta siempre era la misma. ¡La única vencedora era la duda y él la única víctima!
            En un día 25 de diciembre, fecha de la Navidad, un amigo suyo, que a dos metros de su casa vendía helados a los niños del barrio y que se creía poeta porque hilvanaba algunos versos, le entregó el siguiente poema:

Poema del Huérfano

                                                           A Filemón, mi amigo y vecino.

¡Ay! ¡Filemón! ¡Filemón!
¿Pero qué preguntas haces?
¡Tú eres el hijo del sol
en connubio con el aire!

¡Ay! Filemón, Filemón:
¡Huérfano, hijo del aire!

Argonauta de mar seco,
viajero en la vía láctea:
¿Sabes tú lo que es de Sísifo,
con su piedra en la montaña?

¡Oh, buscador de tesoros,
Filemón, hijo de nadie,
que busca en la cadena viva
al eslabón de su carne...!

Ahí va Filemón, su traza
se dibuja por las calles
y en cada rostro que mira
ve la imagen de su padre...

"¡Padre: He aquí a tu hijo!"
¡Late con gritos su sangre!
¡Y las ventanas se cierran
mientras el asfalto arde!

¡Luego siente que mil ojos,
negros como el azabache,
le agujerean el cuerpo
con la punta de sus sables!

Siente que las lanzas rompen
sin tregua sus costillares,
y en su boca se resbala
el líquido del vinagre...

En las noches de diciembre
ante las luces brillantes
en coro los niños rondan
al Dios-niño que renace.

La noche se vuelve quieta,
el silencio se hace grave.
¡Y los labios de la luna
se posan sobre los árboles!

¡Ay! ¡Filemón! ¡Filemón!
¡Huérfano, hijo del aire!

Pasada la media noche, duerme...
Copa el silencio las calles.
¡Y sueña que él es el niño
el que en el pesebre yace!

Y sueña que San José,
que en ternuras se deshace:
Con sus manos le acaricia
y él sonríe, y dice: "¡Padre!".

            Así, el día en que se atrevió a preguntarle a su madre, llevado de la impotencia y corroído por el sufrimiento, ella le contestó, esquivando la pregunta esencial, con estas palabras: "¡Yo soy tu padre y tu madre!". Y desde entonces no se habló más del asunto. Y así, Filemón, en el ambiente del añá retá-í, en ese mundo estrecho, anárquico y demoníaco, creció como pudo, ayudado por la naturaleza y por Dios, o tal vez por la congénita aptitud que poseemos todos los seres del reino animal.
            Nunca pudo ir regularmente a la escuela. Una vez, cuando se propuso ir, no le aceptaron en la institución más próxima porque ya el cupo estaba rebasado. La madre, obligada a trabajar todo el día, marginaba o eliminaba la educación de sus afanes y pensamientos. Si es que los tenía. Porque gente así generalmente no piensa, sólo obra y se defiende viviendo. Cierto día que fuera abordada por una asistente social, uno de los temas discutidos fue la educación de los hijos; pero ella siguió intransigente y explicó su posición con una curiosa teoría arraigada en la ignorancia, reflejo de un trauma adquirido en su adolescencia. Según la madre de Filemón, la educación no cambia al hombre, ni lo hace más bueno, ni más honrado; y a guisa de palabras y razonamientos, el ejemplo. A la edad de catorce años, cuando los padres de ella la entregaron en condiciones de servidumbre a una familia de alto coturno de la Capital, con engaños y prepotencias sufrió la indignación del estupro en manos del hijo mayor de sus amos ocasionales de entonces, y de ahí nacía la valoración acerca del hombre "educado", que sabía "leer y escribir", según sus propias expresiones.
            -¡Cuanto más sabe, el hombre es más salvaje!- decía, al tiempo que agitaba los puños como un desafío.
            ¿Cómo explicarle que "educación" e "instrucción" no son valores equivalentes, si la cuestión salía de la esfera de su interpretación y de su lógica? ¿Cómo explicarle que los valores morales se sedimentan principalmente en el hogar, en la familia, los que a su vez asumen las características de la organización social prevaleciente? Además, y aparentemente, somos presa de una sociedad condicionada con su propio código de ética. Y para ciertos individuos es nocivo aprender la verdad porque esta posición presupone empezar de nuevo, para cuya alternativa ya no sobra tiempo y las oportunidades se presentan esquivas e indiferentes.
            Por eso, aún sin quererlo, completamente inocentes de estar en una posición falsa, viven de la simulación, por cuyos inflexibles tentáculos están aprisionados y dominados a su influjo, como en una prisión perpetua y sin condiciones de liberación.
            Así, a los trece años, cuando su madre fue atacada por el mal de la neumonía, empezó Filemón su carrera de ratero. ¡Tuvo que robar obligadamente una gallina del vecindario!
            "¡Para la convalecencia, caldo de gallina!" -había mandado el visitador médico, y Filemón cumplió a su manera. No tenía otra posibilidad. Y en esta circunstancia, si bien se hizo ratero, ¡salvó a su madre! Al fin y al cabo, todo tiene su precio. Sólo el aire es gratis. ¡Pero el aire no puede salvar las exigencias del estómago del hombre!
            Ese robo fue algo como un "bautismo profesional", la prueba inicial para aprender a hacer algo frente a las necesidades emergentes y vencer a la adversidad. Pero sólo era el comienzo de una larga cadena, prohijado fuertemente por una necesidad de emergencia.
            Con el tiempo, la necesidad y el hábito se mezclaron y se confundieron; y después era ya difícil notar los límites exactos de la diferencia. ¡Cuándo robaba por hábito y cuándo por necesidad!
            Cuantas veces fue preso, por lo menos la mitad de sus apresamientos tenían el motivo de sospecha. Pues ésta es la maldición que pesa sobre los rateros y aun sobre el ciudadano que, a conciencia o sin ella, tiene la desgracia de delinquir alguna vez. Es como una ley de hierro. Generalmente, si se comete un robo y el ratero anda suelto, la policía desconfía de él y lo lleva nuevamente preso. Y se cumple el ciclo sin alternativa: si confiesa que él fue el autor del robo, lo azotan; y si dice que no, lo azotan lo mismo porque creen que miente. El ratero es un delincuente, y por tanto no tiene derecho a decir la verdad. O, por lo menos, su verdad es siempre dudosa. Como en el refrán español, el castigo se cumple porque boga o porque no boga. Y cuando es llevado a la cárcel a cumplir la condena impuesta por la ley, el ratero no dura mucho tiempo en ella. O cumple su condena generalmente muy suave y benigna según la ley penal, o el hábil abogado obtiene su libertad mediante las consabidas argucias leguleyas. O simplemente lo largan porque ya su presencia estorba en la cárcel, hacinada por cientos de presos. O porque, inclusive, la autoridad corrupta lo convierte en su cómplice, en su socio "comercial" de responsabilidad compartida.
            ¿Y qué pasa después? El ratero es de hecho un "desubicado social", según los cánones de convivencia y del estamento sociológico. Como ser de carne y hueso, es una víctima de las necesidades económicas inaplazables, y un marginado de las instituciones jurídicas de recuperación y de readaptación del individuo. Y entonces se llega a la conclusión de que en éstos como en otros casos de delincuencia, es la misma sociedad la que lo sacrifica y lo somete a ser una víctima expiatoria de sus propias imperfecciones. Lo mismo podría especularse acerca de la rebeldía sin causas aparentes de significación profunda, o de la prostitución. Mucha gente es empujada a caer en el lodo, pero nadie o muy pocos extienden la mano para ayudar a salir con dignidad de ese mundo asfixiante.
            Cuando el ratero obtiene su libertad, se enfrenta nuevamente a un medio hostil y arbitrario en lo que a él concierne. Porque él es un ratero, es decir, un ser anormal y diferenciado para la moral y para las normas sociales. Y aunque trate honestamente de enmendarse, nadie cree con propiedad en la honestidad de sus principios, y de sus propósitos. Si es pobre, lo primero que debe hacer es trabajar para vivir. Porque, como afirmaba don Manuel Domínguez, se puede vivir sin instrucción, pero no se puede vivir sin trabajar, a menos que sea a costa ajena. La primera necesidad biológica a satisfacer, es nutrirse. Sin embargo, cuando el ex ratero busca trabajo, se le exigen referencias, documentos de identidad y constancias policiales que prueben su condición de ciudadano honesto. Entonces, como carece de todos esos requisitos, lo rechazan y se le cierran todas las puertas. Se vuelve un proscripto y naufraga nuevamente. Es el ciclo fatídico: ¡queda atrapado entre las tenazas de una ley de hierro!
            Modernamente, podemos decir que este fenómeno es una de las formas como se manifiesta el "círculo vicioso" de los problemas sociales. Y desde cualquier punto de este círculo, el diámetro es el mismo. Tiene la misma longitud y profundidad. Y aunque cambien las magnitudes de cada distancia, la diferencia es de grado pero no de naturaleza. En otras palabras, hay una causa primaria con propensión circular que se vuelve acumulativa a medida que el problema adquiere densidad y consistencia.

IV

            Cierto día, un amigo personal accedió, por fin, dar a Filemón la oportunidad de contratarlo para desarrollar un trabajo honorable. O por lo menos honrado. Fui a comunicárselo y recibió la noticia con tanta alegría que apenas pudo articular palabra. Su semblante se tornó pálido como una hostia, y alrededor de sus ojos se dibujó una sombra cárdena en donde palpitaba estremecida la emoción de las lágrimas. Pero si este hallazgo representaba un bien que acaso solamente el profeta Job hubiera logrado con su infinita paciencia, parece que el hombre real no puede desligar enteramente su destino de los presagios que encierran y sentencian los apotegmas pesimistas. A quien le cae un mal, todos los males le caen, expresa un dicho popular. Y esto es lo que en cierto modo aconteció con Filemón.
            Una mañana, su patrón le comunica que estará ausente de la casa por unos días. A la sazón era viernes; volvería entonces el lunes de la semana entrante. Y así fue. Filemón quedó solo en la residencia. Con este patrón, su trabajo era múltiple pero llevadero: hacía lo mismo de jardinero, de mozo, de sereno y de secretario. Además, en una escuela especializada estaba practicando el manejo de automóviles para hacer eventualmente de chofer, cuando la ocasión lo requiriera. Todo estuvo normal hasta que llegó el día domingo, y a Filemón le entró el deseo de ir a observar un partido de fútbol. Esa tarde, en efecto, competían los equipos de dos populares clubes, y él quiso aprovechar la oportunidad para asistir al encuentro. Así, a las dos de la tarde, como un ágil colegial, trepó a las estriberas de un microbús y se fue al estadio a presenciar la competencia deportiva.
            En los días domingo, la alternativa para elegir el lugar de diversión es casi nula o muy estrecha, especialmente para la gente que vive en la ciudad y no cuenta con los recursos suficientes. Generalmente los escapes se reducen al cine y al fútbol. Es cierto que a veces la afición por el fútbol raya en el fanatismo. Pero los sociólogos y especialmente los siquiatras explican que el espectáculo del fútbol disminuye el porcentaje de gente neurótica. Y así, cada domingo, un sector considerable y bien diferenciado de la población -fuera del núcleo de los deportistas auténticos-, da escape a sus ansias y deseos reprimidos en los estadios deportivos. En este sentido, el fútbol se convierte en una aspiradora de las emociones humanas. Pero la "pasión" por el fútbol no es solamente momentánea o circunstancial. Un gran sector de la población vive embebido de ese deporte. El tema obligado de conversación, por ejemplo, de los grupos sociales es el fútbol, en sus dos dimensiones. Desde el lunes hasta el miércoles se habla y se explaya sobre las características, complejidades, las notas inesperadas o picantes del cotejo llevado a cabo el domingo pasado. Y de jueves a sábado, de los pronósticos, evaluaciones y otras particularidades del cotejo a realizarse el fin de semana y el domingo. Esos días son de expectación y hasta de nerviosismo, mas no de opiniones. Sí, tal vez de pronósticos...
            Si se hiciera una estadística de las personas y de los sectores que demandan los periódicos del día, se encontrará en ella a un elevado porcentaje de lectores que, aun cuando hayan asistido al partido disputado en la víspera, sólo escudriñan las páginas con noticias deportivas. Cómo anda el país o el mundo les tiene sin cuidado. Es decir, su escala de valores no tiene un cimiento cultural, está enraizada apenas en una perspectiva de índole emotiva y pasajera. Empero, acertadas o no estas apreciaciones, el fútbol es un entretenimiento colectivo, un motivo emocional condicionante que de hecho se constituye en el poder monopólico, juntamente con la televisión, en la diversión necesaria y obligada para grandes grupos sociales. Y haciendo abstracción de estas aristas del fenómeno, es menester reconocer que el fútbol deviene a ser una expresión sana del espíritu deportivo, aun cuando en su esencia haya caído, en nuestros días, como una manifestación mercantilista más de los negocios privados.
            En los tiempos de juventud de Filemón, el otro espectáculo obligado era el cine. Pero he aquí que también las excelencias del séptimo arte quedaban sometidas a figuras y cuadros móviles que se representan en la pantalla para explotar o vivenciar el estado anímico latente del espectador. Como el ser humano es una máquina de infinitas y variadas tentaciones y sensaciones, el cine pulsa sus fibras y acapara sus poderes potenciales. Sin embargo, en buena dosis, la proporción del arte implícito en las películas se ha manipulado hasta desaparecer en muchas de ellas. La mojigatería de una censura simuladora, las más de las veces, so pretexto de practicar principios de ética para defender la salud moral del público cinéfilo, margina, mutila o prohíbe directamente la exhibición de las grandes películas, las bellas y auténticas obras de arte. Y paradójicamente, dan vía libre a las expresiones más bajas de la inmoralidad a que puede rebajarse la naturaleza de la persona humana. Así vemos que, a despecho de la ceguera o acaso merced al carácter mercenario de la censura, sendas salas de cine, semana tras semana, exhiben películas del más crudo y morboso erotismo -sexo, violencia, especulación y masoquismo-, que enturbian y emboban con método audiovisual directo la mente de los espectadores ocasionales y asiduos. Y ni qué decir de lo que se ve en la televisión moderna. Para estos últimos, el hecho se torna en hábito pernicioso y perverso que les sirve de patrón de vida. Por estas vías, pues, tanto el cine y sobre todo la televisión, en vez de servir de vehículo de cultura, se convierten en armas poderosas para el envenenamiento colectivo.

V

            Volvamos al personaje de nuestro escenario. Filemón regresó del estadio deportivo al filo de las veinte horas. Venía contento, festejando; como tantos otros, la victoria de su equipo preferido.
            Más, al llegar a la casa de sus patrones, se encontró con una novedad ingrata. Quedó perplejo. Y no era para menos: la puerta que daba al fondo del patio estaba violentada. Los ladrones, aprovechando la ausencia del patrón y del empleado ocasional, se habían introducido a la casa para perpetrar el robo y el pillaje.
            ¿Qué hacer? ¿Qué actitud tomar? Luego de cavilar un buen rato, entristecido por el acontecimiento inesperado y por su ingrata suerte, decidió no hacer nada hasta el regreso de su patrón. ¡Y como un búho solitario y contrariado, ensimismado y nervioso, se pasó la noche en vela, observando la profundidad de las sombras nocturnas cuyo reino era indiferente a la desgracia de su alma atormentada!
            Apenas rayaba el alba, el patrón regresó. Filemón le puso al tanto del grave suceso. Y la trampa se tejió irreversible. Avisada la policía, la primera medida que ésta determinó fue apresar a Filemón. Ex ratero, al fin, se constituyó, ipso facto, en el primer sospechoso. Y al no hallarse pista alguna de los verdaderos culpables, una vez más la acusación recayó sobre él, e inmediatamente fue llevado a guardar reclusión con los consiguientes castigos implacables.
            Ante este nuevo e injusto trance, se apoderó rápidamente de Filemón un proceso de cambio en su personalidad. Se tornó taciturno, como si de repente hubiera envejecido muchos años. Se ataron todos sus ánimos juveniles, en un haz de desesperanza y desconcierto. Se sintió perdido como individuo y nulificado como persona. Varias veces hizo el intento para llorar y no pudo. Su sangre se enfrió y se consideró a sí mismo como la viva encarnación de la higuera maldita.
            Un buen día, como instigado de pronto por la subconsciencia rebelada, por su poder instintivo y premonitorio, ideó escapar de la prisión en donde se hallaba confinado. Y urdió su plan, temerario y audaz: la única salida consistía en escalar una muralla de unos tres metros o más de altura, defendida por una profusión de intrincados pedazos de vidrio empotrados en su parte superior. Esto era su principal obstáculo material, sin olvidar el ojo avizor del centinela y la potencia letal de su fusil.
            Pero, al fin y al cabo, pensó, la muerte civil es más desesperante que la muerte física. Y se dedicó a ejecutar su plan. Y para ello, por lo menos en ese trance, se le presentó la ocasión exacta y oportuna, como el anillo al dedo. Cuando el centinela se hallaba distraído por la presencia ocasional de otros camaradas que se daban a contar chistes diversos, fingió dirigirse al baño. Y entonces todo sucedió como en un relámpago. En efecto, en sus antiguas correrías adquirió destreza para escalar muros y salvar diversos tipos de obstáculos; y así, en un zig zag, apoyándose en la parte saliente del alero del servicio sanitario, trepó la muralla con una agilidad de felino y de un brinco impulsó todo el continente de su cuerpo al patio colindante, adonde cayó como el proyectil de una ballesta. De ahí todo era uno: corrió, corrió, corrió, como una exhalación, semejante a un potro desbocado y sin bridas en una pradera sin vallas infranqueables.
            La naturaleza, como movida por las manos de Dios, ayudó a culminar la empresa. A los pocos minutos de haber escapado, se desató una tromba de arremolinados vientos y tras de ella la lluvia empezó a arreciar descontrolada e intermitente. Y, cuando llegó a la avenida principal, comprobó que decididamente la naturaleza, mediante la providencia de alguna fuerza misteriosa, estaba a su lado y era por tanto su mejor aliada. Apenas alcanzó los bordes del camino, divisó a un camión de carga en movimiento silencioso sobre el mojado asfalto. Iba vacío, rumbo hacia la ruta sudeste, y al pasar frente a él, la decisión estaba hecha. Lo abordó y furtivamente se subió a la parte posterior del vehículo, en donde, para mayor sorpresa suya, se encontró con que era el único y obligado pasajero viajando en el perímetro de la amplia carrocería. Se acostó sigiloso y triunfante en el piso, mientras el chofer del armatoste, como si fuera un cómplice enseñado, pero en realidad ignaro del dramático abordamiento, apretaba el acelerador, en un intento por escapar del terco asedio de los elementos naturales desatados que, en esa noche, como en una jauría de lobos hambrientos, asolaban con la espada de los vientos y la guadaña de los relámpagos las zonas suburbanas y los lindes del agreste universo campesino.
            Arrebujado entre unas enormes cubiertas de caucho y una carpa que halló extendida en el piso de la carrocería, entrecruzó sus brazos bajo la nuca y así, acostado de espaldas en su improvisada cama, observó decididamente el mundo oscurecido en cuyo borroso espacio se desataban impetuosos los elementos naturales. Por fin la lluvia cesó, amagando con unas pausadas lloviznas, y luego de viajar un largo trecho, sin noción exacta del tiempo transcurrido, apareció de repente un cielo despejado, tachonado de temblorosas estrellas. Sus párpados, entonces, se llenaron de sueño; mientras, en el lejano firmamento, paralelo a la fuga terrena del hombre, una que otra estrella arisca y furtiva se desprendía de su galaxia, como en un acto de rebeldía, ¡y ensayaban una fugaz e irreversible carrera en el vacío del cosmos infinito!


VI

            Cuando Filemón despertó, ya había amanecido. Y grande fue la sorpresa suya al encontrarse todavía en el camión, ahora estacionado en el desvío de una pequeña avenida cubierta de árboles frondosos. Se irguió con sigilo y divisó, como a la distancia de unos veinte metros, una casa pintada de blanco pero toda empolvada con tierra colorada. Colgado de su alero central se leía un letrero con la siguiente inscripción: "El Refugio". "Hotel". "¿Dónde estoy?" -se preguntó a sí mismo, mentalmente-. Con rasgos de temor y curiosidad escudriñó el panorama hasta donde penetraba su mirada. Decidió descender del camión, y se desplazó por el abierto camino de tierra roja. Llevaba las manos en los bolsillos. Al cruzar la senda arbolada, el sol le dio de lleno en el rostro, asomando fulgurante sobre las crenchas verdosas de la selva. Empero, apenas dio unos pasos más, se encontró, no muy lejos de donde estaba, con la imagen real de un inmenso río de agitadas y turbias aguas, al tiempo que, por contraste, cristalinas gotas de rocío, rezagadas por la noche reciente, se deslizaban temblorosas entre las cuencas de las hojas de los árboles, cual pequeñas lágrimas de su follaje lujuriante.
            Filemón contempló atónito el gran río. Y de improviso, una voz seca y despiadada, quebró la ilusión de la libertad perseguida. Un "¡Alto!", sonó a sus oídos como un golpe doloroso. Era la voz del centinela militar que por rutina inspeccionaba a esas horas la zona fronteriza. Pero Filemón en esos momentos no estaba preparado para razonamientos lógicos. Sin más, como una fiera acosada, giró sobre sus talones y, furtivo, se internó en la espesura del bosque. Era el recurso que ideó, y la única alternativa que le quedaba. En su precipitada huida, alevosas espinas deshilacharon sucesivamente su ropa y desgarraron implacables la epidermis de sus carnes. Las distancias se acortaban o alargaban -porque no hay hitos de dimensión ni cronologías en las latitudes sin rumbos fijos ni direcciones previstas-, y así halló sin querer los bordes de un profundo barranco, en el extremo de un ángulo formado por dos ríos encontrados. Se sintió débil y cansado. Detrás de él se extendía la selva, abrazadora e insondable, y a su frente, esas dos corrientes de agua que convergían profundas y turbulentas. Apoyado en una pequeña vara rústica, a la que utilizó como cayado para sostener su ya endeble humanidad, agotada físicamente, permaneció por un momento observando sosegadamente la ribera del otro lado del río, y no vio sino árboles y lo que parecía ser la garganta de una ruidosa catarata que precipitaba sus aguas caprichosas en un gigantesco lecho de piedras.
            Entonces, Filemón, como poseído de una tremenda ira, en los lindes de la locura, profirió lastimeros y rebeldes gritos, como esos animales que presienten el ataque de un enemigo destructivo. Minutos después se escuchó la detonación de un arma de fuego producida en las profundidades de la selva, seguido de un intermitente ladrido de perros.
            -"¡Estoy acorralado otra vez!" - reaccionó Filemón, pálido y jadeante. Y al darse vuelta para observar en dirección a la selva, quedó como petrificado. Y es que, como a dos pasos de distancia, una enorme serpiente, semienroscada pero en actitud desafiante, tenía sus diminutos ojillos aparentemente fijos en él, al tiempo que, en una sucesión rítmica, hacía bailotear su larguísima y aterrorizante lengua, como dando un aviso maligno de su ofensiva rastrera! Y acto seguido, todo sucedió como en una ráfaga: ¡Con furia inaudita, Filemón descargó su vara sobre el repelente ofidio y, por efecto de esa pujanza, perdió el equilibrio y cayó sobre las aguas de las cataratas al profundo y sinuoso lecho del río!
            Cuando llegaron al lugar los guardias fronterizos con la jauría de sus perros rastreadores, solamente hallaron al reptil muerto y ninguna huella visible del hombre perseguido...
            -¡Esa víbora tiene la misma cara del diablo! -comentó uno de los guardias. Podría ser. ¡Sería tal vez el alma del demonio, al que Filemón tuvo que sacrificar para salvar la suya y obtener así la libertad definitiva!


 SEGUNDA PARTE
EL LADRÓN
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FINAL

            Los hombres comunes y corrientes se mimetizan con sus congéneres, que son muchos, pero está vedado a hombres públicos hacer una reconversión oportuna y aceptable de su propia conducta.
            ¡La historia de un Francisco de Asís o de un Pablo de Tarso no se da todos los días ni se inscribe en las posibilidades humanas en un mundo consumista, hipócrita, que no procrea fácilmente seres con vocación de santo o especies selectas con pasión de artista y ponderación de patriotas!...
            Muy raro es ver en las notas necrológicas de todos los días que fulano de tal, otrora poderoso y con una gran fortuna, murió pobre y honrado. Esta clase de parábola todavía no está escrita en ninguna Biblia del mundo, al menos que yo sepa. No puedo ahora acudir a emulaciones transformistas; y si acudo por esa alternativa posible, ¡nadie me va a creer!
            De improviso, al escribir estas notas, me vienen a la memoria los sermones del padre Francisco Cedichz, el primer obispo del Alto Paraná, cuando todavía predicaba en la pequeña iglesia en donde yo iba siendo niño. Dos de los temas de sus alocuciones súbitamente me tintinean en el recuerdo. Uno de ellos, mencionado en los versículos de San Lucas (18:18-30) -La parábola del joven rico-. Y se relata allí una historia en la que un hombre principal del lugar le preguntara a Jesús: "¿Qué haré para heredar la vida eterna?". Y el Maestro le contesta que si bien por sus palabras era cierto que el hombre cumplió a carta cabal con todos los mandamientos, sin embargo le faltaba aún una decisión que cumplir. Le dijo: "Vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo, y ven, y sígueme!". El hombre quedó sumamente entristecido por la respuesta del Maestro. Jesús le dijo entonces, lo difícil que es para el hombre amante de las cosas materiales "entrar al reino de los cielos". Es decir, también al reino del espíritu, y despojarse previamente de los bienes materiales como divisa y razón de vida.
            Y el otro tema: la parábola del Hijo Pródigo. Yo, es cierto, nunca fui un dilapidador de riquezas; tal vez por no tenerlas en otro tiempo. Después, más bien me esforcé; me preparé para amasarlas. Y hoy que las tengo harto, me pregunto: ¿Qué hago de ellas? ¿Qué hago con ellas? Y con más razón sabiendo que no son frutos del trabajo humano, tesonero y honrado, o por haber sido beneficiado mediante una herencia. La verdad, lo confieso: la riqueza que hoy poseo no es el fruto del trabajo honrado. Tenía que ser rico, porque siempre recordaba lo que ya dijera proféticamente Víctor Hugo: los pobres son los eternos desterrados del reino de la alegría. Y esto me aterraba. Y ni aún si las convirtiera en dinero contante y sonante y convoque en la plaza pública a los habitantes carenciados de la Chacarita, para repartir mis bienes entre el pobrerío, o una de dos me pasará: o me creerán loco de remate; o la prensa oral y escrita azuzará ante la Contraloría General de la República, o ante los fiscales que persiguen el enriquecimiento ilícito, para que se investigue el origen de mi fortuna. Y con más razón, me vendrá encima la fiscalización del Impuesto a la Renta Personal, a cuya vigencia me opuse por mucho tiempo y que consiste, como se da en todos los países civilizados del planeta, un medio eficaz para garantizar los ingresos honestos y denunciar el origen de los bienes malhabidos. Por tanto, tendré que proceder con prudencia y tal vez hasta el extremo de hacer las cosas ¡de modo que ni siquiera mi mano izquierda sepa lo que hace mi mano derecha!...
            Pero también pienso y medito: si se le perdonó a Barrabás siendo "ladrón" confeso, y además se le liberó, para disfrazar a la justicia, tanto de la muerte física y el tormento de la cruz y de la prisión, me pregunto: ¿Por qué no a mí? Comprobé, compruebo, que es más fácil convertirse de bueno en malo que de malo en bueno. ¡Qué contradicción! ¿No debería acaso ser al revés?...
            Por lo demás, recapitulando lo que se dijo ya en páginas anteriores, mi "fama" comenzó como ratero, vocablo que caracteriza a un ladronzuelo que hurta con maña y cautela, por lo general cosas u objetos de poco valor monetario, y que en la expresión popular es un adjetivo calificativo despectivo. Yo más bien aspiro, si de algo se ha de imputarme en todo caso que en mi historia aparezca como ladrón, que es más eufónico y sonoro porque quien así es sindicado, hurta y roba en grande, y no sólo objetos materiales sino también bienes ajenos múltiples que se expresan en activos fijos tangibles e intangibles de una comunidad y de un país entero, más allá de sus fronteras físicas visibles. ¡Ladrón público, ladrón de la res-pública!
            Hacía también referencia al buen ladrón y al mal ladrón, muy comentados en las páginas bíblicas. Y recordaba siempre a Dimas (el buen ladrón), identificado como uno de los dos malhechores crucificados junto a Jesús y que, habiéndose arrepentido, alcanzó la gracia de la gloria como santo. El mal ladrón, en cambio, que expiró sin arrepentirse, quedó sin antecedente alguno en los anales bíblicos. Y nadie nunca se ocupó de él. En todo caso, sin historia.
            En el caso de Barrabás fue lo contrario. Este personaje, judío, fue indultado y permutado a cambio de Jesús. Y sobre él sí se escribieron historias, novelas y dramas teatrales y a pesar de que, por su connotación posterior, por analogía, su fama se atribuía a toda persona malévola, traviesa y díscola. De ahí viene la expresión barrabasada, para significar todo comportamiento humano que se califica como travesura grave y acción atropellada y sin mesura.
            Y aquí surge la paradoja: entre los tres ladrones y el Justo, el uno fue indultado (Barrabás); el otro perdonado como pecador y pasó a la historia con el apelativo de buen ladrón (Dimas); y el último, el mal ladrón, jamás fue tenido en cuenta. Es decir, el menos culpable entre todos ellos, Jesús, ni fue indultado ni fue perdonado, ¡pero sí injuriado! El menos culpable de nada, digo, porque Jesús ni robó, ni engañó, ni prevaricó; no fue ratero ni ladrón público, ni sicofante. Y, sin embargo, fue el que mayor martirio sufrió, indiciado como reo de disolución social, y perjuro. Y el único refugio que tuvo, finalmente, fue el castillo de su propio espíritu. Tal vez este drama contradictorio inspiró decir al poeta que la ballena que se tragó a Jonás es semejante al infierno que se tragó a Jesús, y que cada hombre lleva dentro de sí la urna de sus lágrimas y el castillo de su espíritu.
            Se me dirá, y tal vez con razón, por qué traigo a colación relatos y hechos históricos tan antiguos, algunos de ellos más que milenarios, y otros que rayan en el misterio de las cosas metafísicas y hasta productos de simples verdades fabuladas. La contestación a este presupuesto no puede sustraerse del gran dilema que siempre acorraló a la vida del hombre. A quién dar primacía: ¿al espíritu o a la carne? ¿Qué es más importante: la vida o la muerte? Y sin poder desmadejar la incógnita que se esconde detrás del misterio, pienso que el hombre es un ser eternamente atormentado, el habitante fugaz de este valle de lágrimas. Es a la vez sombra e historia viva. ¡Enigma nuclear del universo, a partir de Dios mismo!
            Y con lo que se dirá más adelante, termino con las lucubraciones; mas, no puedo dejar de insistir sobre la figura del buen ladrón y del mal ladrón. Sobre este remanido tema, del "buen ladrón" y del "mal ladrón", mucho se ha escrito ya. Y en donde menos pensaba encontrar una respuesta acerca de los verdaderos nombres de los mismos y las razones por las que fueron acusados y sentenciados como tales, la suerte me abrió la puerta una mañana de domingo en que, por curiosidad, un amigo me invitó ir a escuchar la oratoria del párroco de la iglesia de San Roque, de nombre Isidro Salgado, un sacerdote jesuita culto y dueño del buen decir de la palabra... Al término de la misa, a cuyo rito acudí después de años de no hacerlo, apenas cruzando la calle nos introdujimos los tres -el cura Salgado, mi amigo y yo-, al restaurante del mismo nombre que tenía la casa de Dios, y entre palique y palique pregunté al sacerdote:
            -Padre Salgado, con sinceridad, me gustó el tema del sermón y sobre todo la manera de explicar el Evangelio, no siempre fácil para un auditorio heterogéneo...
            El padre Salgado habló en esta oportunidad de la reconversión de Pablo, el más grande de los divulgadores del Evangelio cristiano.
            -Ahora bien -proseguí-: ¿Podría usted darme noticias sobre aquellos dos personajes hartamente mencionados en las homilías, como son los ladrones que estuvieron cerca de Jesús en el día de su crucifixión...?
            Y él, accediendo a mi pedido, después de sorber un buen trago de vino, respondió de esta manera:
            -¡Cómo no! Mira: para la Iglesia, estas figuras, aparentemente opacas, tienen sin embargo un valor simbólico relevante. En primer lugar, y al nudo de tu pregunta, veamos quiénes fueron; porque es imprudente hablar de personas de las cuales ignoramos sus nombres y las circunstancias que produjeron asomarse del anonimato a la expectación pública. Uno de ellos, el "mal ladrón", se llamaba Gestas. Según los testimonios de José de Arimatea, el que demandó ocuparse del cuerpo de Jesus, este Gestas solía dar muerte de espada a algunos viandantes, mientras que a otros les dejaba desnudos y colgaba a las mujeres de los tobillos, cabeza abajo, para cortarles después los pechos. Y eso no es todo: tenía predilección por beber la sangre de los miembros de los infantes. Nunca conoció a Dios; no obedecía las leyes, y venía ejecutando todas estas acciones, violento como era, desde el mismo principio de su vida...
            El otro, el "buen ladrón" -continuó el padre-, se llamaba Dimas; era de origen galileo y dueño de una posada. Atacaba a los ricos, pero favorecía a los pobres. Aun siendo ladrón, solía dar sepultura a los muertos. Había en él un hálito espiritual de piedad. Dimas se dedicaba a saquear a la turba de los judíos. Pero no sólo eso: robó los libros de la Ley en Jerusalén, dejó desnuda a la hija de Caifás, a la sazón sacerdote del santuario, y sustrajo, incluso, el depósito secreto colocado por el rey Salomón. Todo esto era el cuadro de sus fechorías... ¡Ah!, pero ahí no termina el cuento. Una vez sentenciado Jesús por el gobernador Pilatos, mandó que, como era práctica en la época, fuera crucificado el Mesías en compañía de dos ladrones. Y fue así como, junto a Jesús, aparecieron esos dos personajes: Gestas a su izquierda y Dimas a su derecha. Apenas estuvieron ahí los tres, clavados en la cruz, Gestas, el de la izquierda, el ladrón preso en el lazo del diablo, empezó a gritar, y dirigiéndose a Jesús dijo: "Mira cuántas cosas malas he hecho sobre la tierra, hasta el punto incluso de que, si yo hubiera sabido que tú eras Rey, aun contigo hubiera acabado. Me pregunto: ¿Porqué te llamas a ti mismo Hijo de Dios, si no puedes socorrerte en caso de necesidad? ¿Cómo, pues, vas a prestar auxilio a otro que te lo pida? Si tú eres el Cristo, baja de la cruz para que pueda creer en ti. Pero, por de pronto, no te considero como hombre sino como bestia salvaje que está pereciendo juntamente conmigo... ". Y siguió blasfemando con su lengua y rechinando sus dientes contra Jesús.
            En la otra cara del espacio -continuó- el de la derecha, cuyo nombre respondía a Dimas; viendo la gracia divina de Jesús, gritaba de este modo: "Te conozco, ¡oh Jesucristo!, y sé que eres Hijo de Dios. Te estoy viendo como Cristo adorado por miríada de ángeles. Perdóname los pecados que he cometido; no hagas venir contra mí los astros en el momento de mi juicio, o la luna cuando vayas a juzgar toda la tierra, puesto que de noche realicé mis malos propósitos; no muevas el sol, que ahora se está oscureciendo por ti, para que pueda manifestar las maldades de mi corazón; ya sabes que no puedo ofrecerte presente alguno por la remisión de mis pecados. Ya se echa encima la muerte por causa de mis maldades, pero tú tienes poder para expiarlas; líbrame, Señor universal, de tu terrible juicio; no concedas al enemigo poder para engullirme y hacerse heredero de mi alma; como lo es de la de ese que está colgado a la izquierda; pues estoy viendo cómo el diablo recoge su alma, mientras sus carnes desaparecen. No me ordenes tampoco pasar a la porción de los judíos, pues estoy viendo sumidos en un gran llanto a Moisés y a los profetas, mientras el diablo se ríe a costa suya. Antes, pues, ¡oh Señor!, de que mi alma salga, manda que sean borrados mis pecados, y acuérdate de mí, pecador, en tu reino, cuando vayas a juzgar a las doce tribus sobre el trono grande y alto, pues gran tormento has preparado a tu mundo por tu propia causa "...
            ¿Y qué pasó? Cuando el ladrón terminó de decir esto, Jesús le respondió: "¡En verdad, en verdad te digo, Dimas, que hoy mismo vas a estar conmigo en el Paraíso!".
            Esta es la leyenda bíblica del mal ladrón y del buen ladrón -acotó el padre Salgado-. Sin embargo, intuyo el nudo de la cuestión que al tema se relaciona. La lección que podemos extraer de este relato bíblico, en la concepción del espíritu cristiano, es que difícilmente o nunca son perdonados aquellos que no se arrepienten de sus malas obras; y sí son perdonados, quienes se arrepienten de los pecados y de los males cometidos en el marco de su libre albedrío; cuando se tiene la potestad de obrar por reflexión y elección, acudiendo a la capacidad de razonar, y no se deja arrastrar por el apetito, el antojo o el capricho hedonista que dominan la voluntad humana...
            Fue una hermosa velada. Con la mente algo enturbiada, apuramos el resto del vino tinto que ayudó a despejar el anonadamiento momentáneo, y a seguir hirviendo la sangre para continuar disfrutando de la vida cotidiana.
            Pero la historia no terminó allí. Poco tiempo después, escudriñando en la biblioteca algunos libros que los tenía reservados para ocasiones de abulia mental, me topo con que esto mismo que nos refiriera con tanta elocuencia el padre Salgado, estaba documentado en una Declaración de José Arimatea, como parte de Los Evangelios Apócrifos, un libro escrito por un autor de nombre Aurelio de Santos Otero. Luego, pensé, si son apócrifos, significa que la leyenda es sólo una fábula, un relato supuesto o fingido que no está incluido en el canon de las aseveraciones bíblicas, como fuente verdadera del Evangelio. ¿A quién creer, entonces; o qué creer?
            Pasa lo mismo con el concepto verdadero del repetido tema que trata del pecado original. Para el vulgo, el "pecado original" cometido por Adán y Eva, los padres primigenios de la especie humana, según la Biblia, debe más bien interpretarse como un acto sexual. Los dientes de Eva que trituraron la manzana -la fruta prohibida-, no eran otra cosa que el deseo "pecaminoso" del acto sexual. Por lo menos, esta es la concepción que los niños interpretan a través de las explicaciones rudimentarias que del asunto hacen los beatos, los párrocos con preparación intelectual mediocre, y aun por todos aquellos que interesadamente se esfuerzan por torcer la rectitud de la palabra bíblica. Así yo mismo lo creí hasta que pude acceder a la lectura directa de las Sagradas Escrituras y asistido a conferencias de gente docta en la materia.
            Si ésta concepción ramplona fuese cierta, se desvirtuaría el principio cardinal de la reproducción humana, aquello de "creced y multiplicaos", dictado por el Creador del inundo como un mandato imperativo.
            El sentido del pecado original es otro. Y tiene que ver más bien con la desobediencia a las reglas establecidas, a la Ley, como se diría en términos jurídicos. Esta desobediencia, de no acatar la prohibición de comer del fruto del árbol de la vida
(la manzana), no es otra cosa que la determinación del hombre -a pesar de ser criatura de Dios-, a disponer de su libre albedrío para perseguir, por sí mismo, el uso del conocimiento. No obstante, también aquí hay un contrasentido, si es que se sostiene que por querer conocer y por conocer aquello que estaba "prohibido", el ser humano fue sometido o castigado, en forma cruel, desde la primera hasta la postrera generación. Y se contradice, asimismo, al considerar que el hombre fuese creado a "imagen y semejanza de Dios". Lo que el hombre reclamaba, medito, es no llegar a ser precisamente igual a Dios, sino a determinar, a través del conocimiento y del entendimiento el significado verdadero de la palabra -primero El Verbo-, y penetrar hasta donde sea posible para descubrir por lo menos parte de los secretos inmanentes del propio universo en donde desarrolla su vida. ¿Qué significa, entonces, aquello de que sólo la verdad os hará libres?
            Como colofón a estas digresiones, me propongo llegar a la consideración final en un punto: por paradoja, y como en la lucha de los contrarios en que se basamenta el criterio del pensar filosófico, en la sociedad que los seres humanos llegamos a conformar, con sus defectos y sus virtudes, la realidad nos demuestra, por lo contrario, basado en tantos ejemplos, más fuerte es la penalidad que recae sobre aquellos que hacen el bien, y débil o nula sobre aquellos que hacen el mal. Por lo menos, aquí en la tierra. En la otra vida, o en el cielo, nos conformamos con la fe o nos aferramos a cubrir la duda con el manto de la incredulidad. Es decir, caemos, somos prisioneros del misterio. Y hablar e indagar sobre este presupuesto es obra de filósofos o quirománticos, y no de simples divagadores de verdades y mentiras metafísicas. Que es el estadio hasta donde yo llego, con todas mis dudas y limitaciones a cuestas.
            Y para cerrar este capítulo, digo. Y en mi defensa y descargo: ¿Acaso no está escrito que la regla es de que los justos paguen por los pecadores? Desde que nacemos esta regla se cumple. Lo marginado o contrario sería la excepción. ¡Por lo tanto, yo pecador, estoy exonerado de la obligación de pagar por mis pecados, así sean estos delitos de lesa patria!
            A veces trato de orar, buscando paz espiritual y un camino o una senda que me guíe para salir del laberinto, pensando en el mágico hilo que usara la Ariadna mítica. Pero todo es inútil. Vuelvo a fojas cero, como dicen los notarios, ¡y un muro gris y espinoso cierra la posibilidad de descubrir un nuevo horizonte!
            No quiero, y detesto la idea de morir dibujado en mi rostro, y sobre todo en mi boca, el sello de un rictus triste y contradictorio que denuncie un ánimo atormentado, ¡como si fuese la escoria de una miasma que aflora en las playas poluidas y pútridas!
            Por otra parte, no quiero quedar en el recuerdo como un ratero y tahúr vulgar. Como un delincuente común. Creo que merezco algo más que eso. Quiero ser un caraí-Guazú (¡un gran Señor!), como aquel tío que derretía sus sentencias capciosas con palabras sabias. ¡O como esos doctos personajes antiguos que, ante la duda, preferían meditar hondamente para ensayar una verdad definitiva!
            Y ruego que este país, tan dramáticamente vapuleado por guerras impías y malos gobiernos, no siga siendo el refugio y el amparo de los infieles, sino el asiento geográfico y natural de hombres-ciudadanos probos, asociados a una pasión y una fe de mejor futuro; leales y buenos, mansos, comprensivos y solidarios con el prójimo. ¡Que vuelva a ser el país de los artistas, de los héroes, de los patriotas! No ya el añá-reta-í de los minusválidos culturales, de la rapiña, la distorsión de la verdad y de la ratería. ¡Quiero que sea el Tetá Guazú (la Patria Grande) que edificaron y ostentaron nuestros mayores: el Mba'é Verá Guazú de esperanza de nuestros ancestros, los indígenas no contaminados todavía por una civilización postiza y alienante!
            Llego al final. Debo descansar. Cierro los ojos. Y a lo lejos, arropado por serranías y valles verdeantes, veo dibujado al pueblo en donde nací; la "patria de mi dolor y mi alegría", como dijo el poeta; y frente a mí, erigida una casa humilde -con la forma de una "culata yobai" campesina (la casa pajiza de dos ambientes con un espacio abierto en el entremedio)-, y divisar a mi madre apenas despuntara la aurora, con la vocación del recuerdo empecinado en su memoria. Así, al conjuro de su sonrisa abierta y cálida, como un pequeño templo bañado de sol, me quedo dormido, con la ilusión de saber que todo lo dicho hasta aquí, y sobre todo lo verdaderamente sucedido, no fue sino una pesadilla, que nada fue real. Y que la vida ofrece otra perspectiva. ¿Y por qué no? ¿Acaso los paraguayos no vivimos en el país de los inocentes? ¡No somos culpables! ¡Nunca lo fuimos! Y si lo somos, o llegáramos a ser, en voz baja invoco a don Cecilio Báez para que me confirme si por qué algunos historiadores le atribuyen aquella frase irónica que dicen que dijo: - "Al final, en este país nadie gana ni pierde reputación!"...
            Y como ya me dormí, poco importa lo que suceda después, al margen de mi realidad evadida. ¡Aunque este sea el último, el definitivo sueño! ¡El que no acaba nunca!... Y si dormir es morir, me duermo. Me duermo, pero sin desistir de ponderar si qué tiene más valor: ¡O los sueños de la vida, que son múltiples pero efímeros; o el sueño de la muerte, esa impía y terca cancerbera de la puerta invisible que nos conduce al reino de la eternidad!



EPÍLOGO

VIII

            Y nuestro personaje, el ratero-ladrón, es cierto, finalmente se durmió. Pero el suyo fue un sueño diferente, en una dimensión difusa, insondable. Durmiendo soñó que en sueño soñaba. Empero, lo que no pudo llegar a develar nunca jamás fue, si en ese sueño, lo que soñaba era realmente sólo eso: sueño. Y nada más...
            Apenas trasladado al mundo del reino de Morfeo, creyó estar como espectador, el único, ante la representación de un drama mitad expresión del siglo de oro del teatro español, por sus enredos; o mitad shakespeariana, por su honda vivencia; o mitad esquiliana, por lo trágico... La escena se desarrollaba, en apariencia, teniendo como telón de fondo al cerro de Lambaré y los personajes actuantes constituían una combinación de indígenas que portaban arcos y flechas, y con sus penachos; conquistadores coloniales con arcabuces a pólvora y espadas toledanas, y policías modernos armados con pistolas de percusión automática y cachiporras de goma.
            El epílogo se dio de una manera surrealista, pero patética: acostado todavía en la hamaca, tendida ella en el corredor de su casa de campo, al sur se recortaba el paisaje de un cerro, igual que al norte. Y al este y al oeste dos planicies, mitad campo abierto y mitad cubierto por pajonales y bejucos propios del esteral circundante. Esto sucedía en el mes de abril, a treinta días de entrado el otoño en el cuadrante estacional, camino ya a la fría posta del invierno, en el hemisferio sur.
            Al despegar los ojos, cerrados por la presión del sueño; o tal vez centelleantes y con los párpados abiertos, sintió frente a él, a cinco metros de distancia, cómo se detuvieron dos camionetas policiales con patrullas del 911, cuyos ocupantes, que no pasaban de una docena, rodearon la vivienda, lo redujeron, y sin más lo esposaron. Nunca esperó una situación semejante. Era indudablemente un sueño...
            -¡Queda usted detenido! -le advirtió con voz serena el fiscal del crimen-. Esto es un allanamiento y queda privado de su libertad ambulatoria por orden de juez competente.
            -¿Y, de qué se me acusa? -preguntó contrariado-. ¡No pueden hacer eso! ¡Acá hay una confusión, indudablemente!... ¡Yo soy una autoridad pública!
            -Eso lo dirá el juez -replicó el fiscal-. Nosotros sólo escuchamos decir que usted está prisionero por haber cometido el delito inveterado de cleptomanía, contra el erario público, y crimen de lesa patria. -Y añadió seguidamente:
            -Además, le informo que, desde este mes, las únicas razones de donde emana toda autoridad verdadera son la Constitución Nacional y las leyes de la República. Y todos aquellos que las contravengan, tendrán que pagar por sus delitos...
            -¿Resucitó otra vez el doctor Francia? -preguntó, estupefacto. Pero sólo el silencio respondió a esa pregunta.
            Nuestro personaje agachó la cabeza. Pidió que le prendieran fuego al único cigarrillo que encontró en el atado, ya semi vaciado horas antes. Al aspirarlo, una y otra vez, el humo se deslizó en espiral por la comarca; y cosa curiosa: en vez de esfumarse y desaparecer en el dilatado pabellón del cielo, en forma concéntrica fue formándose un haz de arcoíris luminoso, con ojos fosforescentes de luciérnagas, y en pleno día.
            -¡Sabía que una de mis últimas bocanadas sería de fantasía! -se dijo a sí mismo, y mirando de reojo al pucho, único testigo de su tragedia.
            Pero estas palabras no pasaron de ser apenas un murmullo; un intento de diálogo sin respuestas, porque sencillamente la exhalación de sus palabras no pudo ya tener la fortaleza y la reciprocidad del eco que se desata y responde a las vibraciones de los sonidos que chocan contra la estructura y la energía del universo.
            Miró; oteó en silencio el área geográfica de ese valle en donde nació y construyó los cimientos de su imperio, otrora llena de música, orquestada por los pájaros y por las banditas ejecutadas sonoramente por los promeseros del pueblo, los que, año con año, llenaban las dos aceras del camino, convertido en una ruta que se volvió una larga e interminable calle, cual si fuera una brújula natural de los transeúntes penitentes, crédulos consuetudinarios del milagro divino que nunca se producía...
            Y en el trasluz, divisó nítidamente la forma y los contornos del cerro Lambaré. ¡Sí! Era ese mismo cerro en cuya ladera, en el peldaño de sus estribaciones, un oportunista con alma de fenicio hiciera construir un día, para aceitar la vanidad del autócrata, la efigie de tres héroes nacionales auténticos y uno falso; sin dar lugar ni sitio para el conductor de la victoria en la pasada guerra del Chaco, que muy bien se lo merecía; a pesar de la doblez y el objetivo político interesado de la obra.
            Y como si alguien, tal vez un duende oculto, hubiese frotado la lámpara de Aladino, sobre una nube blanca apareció en ese momento la figura de un personaje, parecido un tanto al relieve del Jesús bíblico y simbólico que se muestra en las películas proyectadas en cada Semana Santa. Sonreía. Y en sus manos sostenía un tablero con esta leyenda conminatoria:
            -¡No se crea: en este país todos, o por lo menos muchos, somos culpables! ¡En este país, únicamente los niños son inocentes!


FIN




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